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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


Oscuro canto

No es una sorpresa que un libro de poemas realizado en Colombia le deba su nombre a un poeta de otra cultura y de otra lengua, Oscuro es el canto de la lluvia es un título que proviene de unos versos del poeta expresionista alemán Georg Trakl. Y esto no es raro, ni peca de exotismo, si pensamos que los nuevos poetas colombianos también se nutren de una savia, de una raigambre que no desconoce lo realizado por autores de nuestro entorno poético: José Asunción Silva, Aurelio Arturo, Luis Vidales, Jorge Gaitán Durán o Héctor Rojas Herazo, para citar sólo algunos de esa especie de hombres de cromagnon de la lírica actual.

Hay en este libro un puñado de autores que no se muestra ni miméticamente complaciente, ni dispuesto a alardear de una vociferante iconoclasia. Es decir, ni obediente ni parricida. Pero también se nutre en sus lecturas de buena parte de la lírica universal atendiendo a la idea de que no hay buenos poetas extranjeros y que quizá los únicos que podrían llamarse así sean los malos poetas, extranjeros éstos sí de la lengua común del asombro, algo que es mucho más que una especie de esperanto de un género, si es que la poesía lo fuera.

Esto es algo que ha ido acentuándose desde los poetas nacidos a partir de los cincuentas, que cuentan con voces como las del guajiro Vito Apüshana, de quien no se conoce el rostro sino el rastro de su bella poesía y con poetas como Jorge Mario Echeverri, Piedad Bonnett, Gabriel Jaime Franco, Joaquín Mattos, Horacio Benavides, Rómulo Bustos, Luis Fernando Baquero, Álvaro Marín, Omar Ortíz, Gabriel Arturo Castro, Luz Helena Cordero, Orlando Gallo, Ramón Cote, Julián Malatesta, Víctor López Rache, Fernando Linero, Fernando Rendón, Carlos Vasquez, Maria Cecilia Sánchez, Mery Yolanda Sánchez, Guillermo Martínez González, León Gil, Carlos Troncoso y Felipe Agudelo Tenorio entre otros, quienes conforman un mapa de voces como una coral que no canta la misma tonada.

Oscuro es el canto de la lluvia, selección de Federico Díaz-Granados, amplía el reciente panorama de la poesía colombiana con autores nacidos a partir de 1970 (John Galán Casanova) y cierra con una autora nacida en 1981 (Andrea Cote), lo que implica la aventura de creer en nombres no jerarquizados por la poca y precaria crítica nacional.

Entre los poetas nacidos en los cincuentas y los incluidos en esta selección, hay un puente de ida y regreso: un extremo de él podría estar en lo temático (la ciudad, la violencia de los tiempos, las presencias fantasmales, cierta enajenación del cuerpo, los espacios urbanos como contranaturaleza) y también en el lenguaje (imágenes de trasmundo, cierto coloquialismo prosaico, un acento en un verbo descansado, cierto desenfado expresivo).

Los poetas reunidos en el libro muy seguramente avanzarán hacía un encuentro mayor con ellos mismos, como seguramente algunos abandonarán el camino.

Por supuesto que se trata, según la expresión de Joyce, de una obra en marcha, de ciclos que aún no se han cerrado, de óperas primas en algunos casos.

Hay acá imágenes fulgurantes cercanas a una preocupación por el sueño:"Viajo en un tren de veintiún vagones conducidos por todos mis muertos". Manera soslayada la de Felipe García Quintero al anunciar cada vagón del tren como uno de sus años, como una de sus muertes. O imágenes de evocación rondando la infancia: "Es la infancia también un domingo rojo con tigres/ de Bengala". John Jairo Junieles hace que la palabra regrese al pasado, a un tiempo donde la risa materna es un cascabel. Y la violencia: "Las madres lavaron y plancharon los pañuelos blancos agitados al mediodía./ Ya para la tarde estaban sucios,/ llenos de muertos". La muerte, la visitadora muerte, enturbiando los pañuelos, pequeñas banderas del despojo, asoma su rostro ceniciento en los versos de John Galán Casanova. Y la ironía, esa flor de raro cosquilleo en un poema de Andrea Bulla, que adentrándose en el lenguaje desalado de las encuestas, logra un estremecedor texto que augura un nuevo tono en la reciente poesía. Uno no deja de desear que esa veta, como cierto lirismo cotidiano en Sandra Uribe, y como algunas de las voces más claras de este libro, se consoliden en sus auténticas vertientes. Lo mismo que la fuerza en una suerte de furor que hay en la palabra de Eva Durán.

Oscuro es el canto de la lluvia, resulta a mi entender un umbral tendido al pie de una casa en construcción, cuya puerta de entrada permanece abierta como sus muchas ventanas donde cada autor se asoma al mundo.

 

Juan Manuel Roca
Agosto de 1997

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