Fragmentos
del libro Sólo un leve rasguño en la solapa. Recuerdos. (Inédito.)
Escenas
con José Lezama Lima
Era
mi primera salida de Cuba y quería despedirme del maestro. Aquella
mañana habanera de diciembre de 1959 lo encontré en su mezquino
despacho de funcionario menor del Instituto Nacional de Cultura,
en el Palacio de Bellas Artes. Lezama me recibió con su habitual
cordialidad, chispeante y fina. De pie, junto a él, estaba una muchacha
que yo nunca había visto. Lezama me la presentó como su nueva secretaria.
Me
vine a Europa y al año justo volví a aquel despacho de Bellas Artes.
Allí, detrás de un minúsculo escritorio, estaba la muchacha, que
se acercó a la mesa de Lezama para escuchar mis relatos de viajero.
Los que más le gustaron fueron los que tenían que ver con París.
La atraían Francia y sus pintores y escritores y me dijo que estaba
pensando perfeccionar su francés en una escuela de idiomas. "Si
quiere la acompaño cuando vaya a matricularse y así me matriculo
con usted, porque yo también quiero estudiar el francés como se
debe", le dije. Aceptó, y acordamos matricularnos en la Berlitz
aquella misma tarde. Al salir de la academia, ya de noche, la invité
a un martini en el Carabalí y luego a cenar en el Ember’s Club,
que era una trattoria de moda en aquella Habana que empezaba
a dar las primeras boqueadas bajo le nouveau régime.
Seis
meses después Ofelia y yo nos casamos en el apartamento que el poeta
Roberto Branly ocupaba en la tercera planta de un edificio de El
Vedado. Lezama quiso ser padrino de la boda y nos regaló un plato
chino de porcelana obsesivamente decorado con mariposas. Su obesidad
y su asma le impidieron subir las escaleras que conducían al piso
de Branly, de ahí que sea el gran ausente en las fotos del brindis.
Para festejar con él el acontecimiento bajamos tarta y vino al portal
.
Al
poco tiempo Ofelia dejó de trabajar con Lezama, pero nuestra relación
con el maestro se mantuvo viva. Más tarde, a mediados de los 60,
sería yo quien trabajaría con él, en el Instituto de Literatura
y Lingüística de la Academia de Ciencias. En aquella época
nuestra amistad llegó a ser, como diría ¿René Char?, tan cotidiana
como la vida. No sé cuántas veces nos prestamos dinero. Lezama me
decía cosas como ésta: "Joven, si su huerta se lo permite suminístreme
unas hojas de lechuga hasta el próximo sueldo"; o le decía
yo: "Maestro, páseme diez talentos para llegar a fin de mes".
Hubo un tiempo en que los domingos por la mañana me iba a su casa
a conversar con él hasta la hora del almuerzo. Baldomera, la sirvienta
española que lo había criado, octogenaria ya y sorda como un ladrillo,
a quien Lezama llamaba "el mastín de Castilla" y a quien
metió en Paradiso con el nombre de Baldovina, nos traía café,
anís, coñac, o lo que hubiese, cuando Joseíto, dando voces estentóreas,
se lo pedía.
En
1967, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba me dio el premio
de poesía "Julián del Casal", que incluía la suma de mil
pesos. Con ese motivo invité a Lezama y a otro ex miembro del grupo
de la revista Orígenes, Lorenzo García Vega, a almorzar.
Llevarlo a comer era el regalo que Lezama agradecía más en aquella
época de escasez. Respondió a mi invitación exclamando: "¡Campanas,
campanas de gloria en mis oídos suenan!" Conseguí reservar
una mesa en el restaurante del hotel Habana Riviera, algo muy difícil
de lograr entonces. Lezama era un glotón de marca olímpica y en
aquel almuerzo pensé que lo perdíamos. A los postres, le dijo al
camarero: "Joven, me trae una cuña generosa de kake de chocolate
custodiada por dos bolas, también generosas, de helado de vainilla".
Semejante postre le fue servido en plato grande y lo devoró con
la celeridad que lo caracterizaba en la mesa.
Lezama
era un fumador que no se quitaba el puro de la boca. Aprovechando
que estábamos en un hotel de lujo donde el tabaco no estaba racionado
—en "la tierra del mejor tabaco del mundo", por la libreta
de racionamiento sólo daban cuatro o cinco horribles tagarninas
al mes y quien quisiera más tenía que conseguirlas de estraperlo
y pagarlas como perlas—, le pedí al camarero que trajera los mejores
puros que tuviese. El empleado abrió ante nuestros ojos una provocadora
caja de Partagás y le dije a Lezama: "Maestro, aproveche y
sírvase a su gusto". Nunca se borrará de mi mente la escena
de aquel hombre, feliz como niño en confitería, llenándose de tabacos
los bolsillos de la chaqueta. Minutos más tarde, encendiendo uno
a la vera de una taza de café, clausuró el banquete con un comentario
de resonancia rabelesiana: "Así deberíamos almorzar y comer
todos los días".
Cuando empecé a trabajar en el Instituto de Literatura y Lingüística,
el administrador de ese centro era un señor amable que sentía respeto
por los investigadores que allí prestábamos servicio (Lezama, García
Vega, Branly, Armando Álvarez Bravo y yo) y lo demostraba
haciendo malabarismos en medio de la penuria para facilitarnos la
tarea. Pero un mal día este buen hombre falleció y el profesor José
Antonio Portuondo, Pepé, director del Instituto, trajo en calidad
de suplente temporal a un sujeto de apellido Valdés, retórico, sonriente
y torvo, que desde el primer momento nos declaró la guerra, una
guerra subterránea, administrativa, de intriguillas y aviesas maniobras
oficinescas. Su guerra iba contra todos nosotros por cuanto éramos
intelectuales —es decir, gente ideológicamente blanda, liberaloide,
nada fiable en tiempos de dura disciplina marxista-leninista—, pero
de manera más sostenida contra Lezama, a quien además acusaba de
homosexual. Valdés procedía de las Fuerzas Armadas Revolucionarias,
donde estaba emplantillado como empleado civil, y venía saturado
de prejuicios políticos y machistas. Tan persistente e irritante
llegó a ser la hostilidad de este hombre contra nosotros, que decidimos
darle las quejas a Portuondo. Pepé se mostró receptivo y preocupado
y nos prometió ponerle coto a la situación, incluso nos aseguró
que si Valdés continuaba molestándonos lo devolvería sin más ni
más a su lugar de origen. Sin embargo, aunque la situación no cambió
ni un ápice, lo que hizo Portuondo fue dejar fijo a Valdés como
administrador del Instituto. En este contexto, una mañana, al llegar
yo a su despacho, Lezama me lanzó esta enigmática pregunta: "¿Sabes
si ya llegó el señor juez?" "¿Quién?", fue mi respuesta.
"El señor juez", recalcó. "Perdone, maestro, pero
no sé por quién me pregunta", le dije sin salir de mi confusión.
Y me replicó: "Por el doctor Portuondo, chico. ¿Es que tú no
ves películas del Oeste? En los Oestes los granjeros van ante el
juez a denunciar las tropelías de los cuatreros, pero resulta que
el juez es el jefe de la banda".
Otra escena que no olvido es la de Lezama, lloroso y demacrado,
al pie de la recién cerrada tumba de su madre en el habanero cementerio
de Colón, recibiendo el pésame de sus amigos. Cuando le llegó el
turno a Alejo Carpentier (a quien Lazama, viperino, le había puesto
el mote de "el francés" por su acento parisiense, inconcebible
en un hombre criado en Cuba), éste le dijo en tono cariñoso mientras
le estrechaba con fuerza la mano: "Tienes que serr fuerrte,
Lezama, tienes que controlarrte, no te puedes derrumbarr",
a lo que el poeta respondió entre lágrimas y sollozos: "Alejo,
tú sabes que nunca me he caracterizado por ser británico".
La
última vez que oí la acezante voz de Lezama fue por teléfono. Era
el día de Año Nuevo de 1976 —el año en que falleció— y Ofelia quiso
que yo lo llamara para saludarlo y saber de él. Cuando me identifiqué,
al otro lado de la línea sentí a Lezama exclamar: "¡Muchacho,
te veo venir dando brazadas!"
Escenas
con Labrador Ruiz y Alejo Carpentier
Mi
jefe inmediato en la Imprenta Nacional era Enrique Labrador Ruiz,
el de los "cuentos gaseiformes" y los "novelines neblinosos". Uno
de los mejores narradores de la Cuba contemporánea. Mi tarea consistía
en leer los libros que Labrador me daba y evaluarlos con vistas
a su publicación. Era un trabajo bastante ingrato por la enorme
cantidad de basura, nacional y extranjera, que debía leer por cada
libro aceptable que llegaba a mi mesa. Labrador, malévolo e ingenioso,
hombre que había vivido intensamente en el vórtice del periodismo,
la cultura y la política del país, me resarcía de mi casi constante
tedio con su fascinante conversación, cuajada de anécdotas que me
enseñaban más historia de la Cuba republicana que la que se pudiera
aprender en los libros. Aunque un día, según me contó él y me corroboró
Regino Pedroso, le orinó la cabeza al novelista Enrique Serpa en
el paroxismo de una borrachera, sus fobias más auténticas e irreprimibles
eran Alejo Carpentier y Nicolás Guillén. ¡Qué odio, por Dios, qué
odio les tenía! Y un día de 1961 sucedió que el Che Guevara —entonces
ministro de Industria— llegó al edificio del antiguo periódico Información,
en la calle San Rafael, donde trabajábamos Labrador y yo y radicaba
la Dirección de la Imprenta Nacional, y destituyó al director que
había, un aguerrido agitador del Partido Socialista Popular que
de libros sabía más o menos lo que sabe una polilla, y nombró como
nuevo director a Alejo Carpentier. Enterarse Labrador y empezar
a recoger sus cosas para irse fue lo mismo. "Con el francés no me
quedo", dijo. Y se fue. Se asiló en la playa de Guanabo, donde entre
el sol, el mar y el ron se puso como langosta hervida, con sus ojillos
redondos, saltones y negros más parecidos que nunca a los de un
pez. En una ocasión, cuando ya Carpentier, en plan de nuevo jefe,
había instalado su despacho en la casona señorial que albergó a
la redacción del desactivado periódico El Crisol, vi, y oí,
a Labrador, quien, en busca de su sueldo (la Caja estaba arriba),
subía las escaleras de mármol envuelto en vapores etílicos y cantando
a toda garganta una extraña y monótona canción: "Me cago en la madre
de Alejo Carpentier, / me cago en la madre de Alejo Carpentier /
bis, bis..."
***
Cuando
Enrique Labrador Ruiz abandonó su puesto (no su sueldo) en la Imprenta
Nacional, me quedé mano sobre mano, sin libros que leer. Así estuve
unos días hasta que, en vista de que nadie se acordaba de mí, decidí
visitar al nuevo director para que me aclarara mi destino. Carpentier,
con quien yo nunca había intercambiado ni media palabra, me recibió
en su despacho de El Crisol. Le expuse el asunto que
me llevaba a verlo y, con ese tono despectivo en que por su falta
de gracia incurría con frecuencia, me dijo: "Ah, chico, sí, tú erres
del grrupo de Labrradorr Rruis". "No", le aclaré, "yo no soy de
ningún grupo, soy empleado de la Imprenta Nacional y, como usted
es el nuevo director, vengo a que me diga qué debo hacer." Dispuso
que me instalara en un salón contiguo a su despacho y que me ocupara
de la "folleterría". En el par de meses que estuve allí no vi un
folleto, pero me cansé de escribir poemas. Una mañana, después de
la serenata que le dedicó Labrador subiendo las escaleras en busca
de su paga, Carpentier me pidió que me trasladara al local que habían
ocupado, en la Calzada de Reina, los ya inexistentes periódicos
Excelsior y El País, que habían sido del millonario
y ex senador Alfredo Hornedo, para que echara una mano, como corrector
de estilo, a quienes allí hacían Obra Revolucionaria, que
eran unos cuadernos horribles de papel de estraza donde se reproducían,
maquillados y purgados de las imperfecciones de la improvisación
y la ignorancia, los discursos de los notables del régimen. Alejo
me aseguró que mi permanencia en aquel sitio no duraría más de dos
semanas, el tiempo justo que estaría de vacaciones el empleado que
yo iba a sustituir. La oficina, calurosa, mal amueblada y sucia,
situada en los altos de la vieja imprenta de los periódicos, era
repelente y en ella encontré dos personajes aún más repelentes que
el lugar. Uno era la mujer del jefe —en realidad era la que mandaba—,
una sesentona enteca, avinagrada, petulante, autoritaria, eternamente
vestida de negro —tenía luto de sí misma—, que pretendía saber más
gramática que Andrés Bello y resultaba irresistible como simbiosis
de Nebrija y Bernarda Alba. El otro era un mulato joven, sodomita
ostensible, que trabajaba de corrector de estilo y aseguraba ser
periodista y también poeta. Esta erinia en sepia adulaba sin recato
a la jefa y hacía que ésta me asignara los textos más urgentes y
farragosos. Terminó siendo víctima de un crimen pasional: un día
apareció desnudo y cosido a puñaladas en un cuarto de hotel. El
problema surgió cuando, casi tres meses después, intenté regresar
a mi puesto de analista literario y descubrí que Alejo Carpentier
dolosamente me había desterrado a Obra Revolucionaria. (Era
mi primer exilio involuntario.) Mi indignación fue de tal magnitud,
que opté por no ir más a la oficina. Cuando me telefonearon de parte
del "compañero director" para que yo explicara el motivo de mi ausencia,
le dije a la señorita que me llamó: "Mi amor, dile al compañero
Alejo que la bruja de Obra Revolucionaria lo está
esperando para que ocupe mi puesto, y que el dinero de los días
que he trabajado y no he cobrado se lo regalo para que invite a
comer a Labrador Ruiz".
Años
después, estando yo con un grupo de escritores latinoamericanos
en un bar del hotel Habana Libre —recuerdo entre los presentes al
novelista ecuatoriano Pedro Jorge Vera y al poeta paraguayo Elvio
Romero—, sentí una mano que me oprimía el hombro al tiempo que una
voz conocida exclamaba: "¡Muchacho, cuánto tiempo sin verrte!" Me
volví y ante mis ojos un Alejo sonriente derramaba cordialidad por
todas partes. Me invitó a una cerveza y estuvimos un largo rato
conversando en la barra como íntimos amigos. Me hubiese gustado
que ésta fuera la última imagen suya en mi memoria, pero lamentablemente
es la de un Alejo Carpentier viviendo en París sin aguacero y tomando
partido por los carceleros del poeta Padilla.
Escena
con Pablo Neruda
Aquella
aterida mañana de domingo en el París de 1960, el siempre achispado
y legañoso bedel monsieur Julien, le petit grand-père,
tocó a la puerta del cuarto que compartíamos el crítico teatral
Rine Leal y yo en la que seguíamos llamando Casa de Cuba —que pertenecía
ya al Estado francés por la cicatería de nuestros gobiernos. (La
Casa de Cuba era una de las más hermosas y confortables mansiones
de la Cité Universitaire; tanto, que en la Francia ocupada la alta
oficialidad nazi la convirtió en su hotel.) Monsieur Julien, pipa
en boca y con una masiva dosis de tintorro en vena, fue a mascullar
a nuestra puerta que habían telefoneado de la Embajada cubana para
invitar a los becarios isleños que poblábamos la Casa a un encuentro
con Pablo Neruda. El encuentro se celebraría esa misma mañana, tarde,
en la residencia del agregado cultural.
Neruda
había llegado días antes en barco al puerto del Havre con el propósito
de seguir por tierra hasta la URSS, pero las autoridades gaullistas
le negaron la entrada en la dulce Francia. Gestiones de intelectuales
y líderes políticos, amigos y admiradores suyos —participé en una
de ellas—, lograron que los franceses le concedieran, a regañadientes,
un visado de tránsito por unas horas, con la condición de que no
realizara actividades públicas de ninguna clase: nada de recitales
en teatros, nada de disertaciones en universidades, nada de declaraciones
a la prensa... Nada de nada. Sólo descansar un poco, subir las maletas
a un tren y largarse.
Durante
su travesía atlántica, Neruda había terminado Canción de
Gesta, un libro de poemas dedicado en su totalidad a la joven
y prometedora revolución cubana, y quería, no recuerdo por qué,
que los cubanos de París fuésemos los primeros en conocerlo. La
cita con el poeta, obligadamente limitada a nosotros y sin publicidad
alguna, se celebró a puerta cerrada en el apartamento que el agregado
cultural de la embajada, Roberto Fernández Retamar, ocupaba con
su familia en Passy.
Neruda,
de sobretodo, bufanda y sombrero de paño, apareció acompañado por
una Matilde Urrutia elegantísima. Él me pareció un amable
mastodonte distraído, y le hallé un calorcillo de ternura en el
trato; ella, en cambio, me dio la impresión de estar demasiado atenta
a todo y bastante distante de todos. Neruda se desplazaba como un
plantígrado y sus gestos se desenvolvían a cámara lenta, como si
cada movimiento le costase mucho esfuerzo o no tuviese él prisa
para nada.
Después
de los saludos y las presentaciones, el poeta se dispuso a leer.
Sentado frente a una mesita de estilo Imperio —que ante la abultada
humanidad nerudiana parecía más pequeña y frágil de lo que era—,
en un ángulo del salón, junto a una lámpara, con parte del cuerpo
bañada por el turbio resplandor de lloviznazo invernal que destilaba
la cristalera del balcón a través de la cortinilla que la cubría,
Neruda nos leyó toda su Canción de Gesta.
Nadie
como él para decir mal los poemas. Gangosa, monocorde, su dicción
aplastaba los versos, haciéndolos pastosos e iguales. Canción
de Gesta, ciertamente, no está entre sus mejores libros,
pero fue el monorritmo nerudiano el responsable de que la lectura
resultase levemente soporífera. Algunos de los oyentes, entre los
que recuerdo a Severo Sarduy, Rine Leal, el dramaturgo Rolando Ferrer
y el ceramista Willy Merallo, paliamos el tedio y burlamos el cansancio
—no alcanzamos sillas—, además de matar ese gusanillo que nos roe
las entrañas cuando no desayunamos, zampándonos con toda la discreción
imaginable, sin desparramar semillas ni cáscaras en la moqueta,
las manzanas, las peras y los plátanos que nos propició un frutero
colocado a nuestro alcance, o lo que es igual: mal colocado.
Al
año siguiente volví a ver a Neruda. Fue en La Habana —cuando La
Habana era el lugar del mundo donde encontrábamos a todo el mundo—,
en un coctel que Guillén (el malo, el cubano), uno de sus más fieles
rivales —de quien el inquilino de Isla Negra pudo aprender, y no
lo hizo, cómo se dicen los versos—, le brindó en la casona de la
Unión de Escritores. Hubo copas, abrazos, bromas, carcajadas, y
Neruda fue centro de una rueda de prensa en la que le hice alguna
pregunta. De aquella fugaz visita del poeta a La Habana yo conservaba
en mi biblioteca —que, como la de Alejandría, ya no existe— un ejemplar
de la edición de Losada de las Odas Elementales en el que
don Pablo me puso, con su undívaga letra apurada, esta dedicatoria
alusiva a sus tropezones con personajes y personajillos del entonces
emergente castrato: "Martí sí me quería". Enigmáticas palabras que
se hacen transparentes cuando se leen ciertas páginas de Confieso
que he vivido.
Historia
de dos cenas
Voy
a contar la historia de dos cenas.
Una
noche, irritado por la majadería de un pariente, me senté al escritorio
y, mientras rumiaba mi disgusto, comencé a pulsar las teclas de
la máquina de escribir. Sin saber por qué, en la hoja de papel que
blanqueaba sobre el rodillo de la máquina escribí este verso: "Mi
abuelo se sentó a la mesa con su muerto al lado".
A
partir de ahí sucedió lo que suele ocurrir cuando el primer verso
que se escribe es el destinado a abrir el poema y no otro: de inmediato,
arrastrado por el primero, surgió el segundo, y éste creó al tercero,
y el tercero al cuarto, y así hasta que el poema, desplegándose
como una reacción en cadena, llegó al que sin lugar a dudas debía
cerrar el ciclo de su inesperada necesidad de existir. Cuando tuve
ante los ojos el último verso, quedé convencido de que había inventado
un texto absolutamente lúdico, y que lo había hecho movido sólo
por la inconsciente y extraliteraria necesidad de bloquear un rapto
de malhumor.
El
poema salió literalmente "hecho", no obstante su complejidad: es
un poema que puede representarse como una escena teatral, pues tiene
acción, diálogo y marco escenográfico. Lo titulé "La cena" y lo
leí con inocente satisfacción una vez y otra. Veía en él un juego
angélica o diabólicamente libre: no le hallaba yo un sentido mío
-quiero decir un contenido vinculado a experiencias o convicciones
mías-, ni un mensaje específico. Me sentía orgulloso de mi capacidad
de creación porque estaba seguro de haber inventado de la nada,
con la displicencia de un dios, un objeto "puro".
El
impensado poema fue para mí una especie de aleph que yo donaba a
mis lectores para que vieran en él lo que quisiesen. Esto lo creí
hasta que, leyéndolo por milésima vez, descubrí que el texto poseía
un sentido cuyo origen estaba en una zona bien delimitada de mi
memoria. Vi con claridad que el incordio doméstico que lo desató
había actuado sobre mi psiquis como un revulsivo, sacando a flote
un viejo trauma aparentemente olvidado, que en el poema se exteriorizó
con el sarcasmo y el patetismo que correspondían a la índole grotesca
y morbosa de su causa.
¿Y
cuál fue su causa?
Cuando
yo era niño, los padres y los hermanos de mi madre tenían el hábito
de reunirse para celebrar las Navidades. En una ocasión eligieron
mi casa para esperar el Año Nuevo. Mes tras mes soñé con aquella
fiesta de abuelos, padres, tíos, primos. Por fin llegó la noche
tan esperada por mí y, cuando estábamos frente a los platos de la
cena, alguien evocó a una tía difunta que adoraba el mazapán. Evocación
tan fúnebre dio lugar a que mi abuela rompiera a sollozar en memoria
de una nieta que murió adolescente, cuyo plato predilecto era el
fricasé. En resumidas cuentas, cada manjar que había en la mesa
se convirtió en una elegía y la cena toda en un obituario gracias
a la pertinaz necrofilia que hemos heredado, creo yo, de las naciones
europeas mediterráneas. Así, lo que debió ser jolgorio y relajamiento
fue llantina de mujeres y caras largas de hombres. Y se me hundió
el mundo. Qué tristeza y qué frustración sentí aquella absurda noche
que tanto daño me hizo.
En
ocasiones he pensado que mi manera de interpretar este poema como
una sátira provocada por el culto de mi familia a sus muertos no
es sino una manera de interpretarlo; pero he llegado al convencimiento
de que ésa es la interpretación exacta, la que se ajusta a la realidad
de los hechos. Desde luego, nada impide que cada lector lo recree
haciendo su propia lectura. La riqueza de un poema guarda relación
con la cantidad de lecturas que éste admita. Un poema afortunado
es un catalizador del espíritu. Arnold Hauser hablaría de provocación.
La
experiencia que acabo de narrar me demostró algo que acepté siempre
en teoría: ni la creación ni la interpretación de un poema son actos
gratuitos, incausados. (Crear es dar lo que creíamos no poseer,
llegó a decir Valéry.) Me demostró asimismo que, por su naturaleza
ingobernable, la poesía no es una profesión, sino una fatalidad.
En rigor, no hacemos ni leemos poesía; ella nos hace y nos lee.
Escribirla es aplicar el artificio de que disponemos para que quede
un testimonio más o menos fiel de los abisales momentos en que somos
poseídos por la realidad de realidades -realidad estrictamente humana-
que es la poesía. Leerla es encontrarse con el autor o con uno mismo.
Y al "sentirla", comprendemos que la poesía, al contrario de la
filosofía, no necesita dar explicaciones.
El
oficio del poeta se pone en marcha cuando el poema lanza las primeras
señales de querer existir; pero es entonces cuando la poesía comienza
a jugarse la vida entre el orden retórico y los infinitos azares
que la aguardan en este mundo.
Julián
del Casal
Con
Casal, como con Martí, la poesía cubana del XIX conoce al unísono
una plenitud de síntesis y una auténtica ruptura. Casal y Martí,
que incorporan a la lírica insular la experiencia de los parnasianos
y simbolistas franceses, cierran espléndidamente su siglo y, con
él, la primera edad de la poesía cubana, dejando abiertos caminos
promisorios a los poetas del XX.
Los
dos coinciden en la renovación modernista ("nuestro verdadero
romanticismo", según Octavio Paz), en el dolor por Cuba, en
el repudio a la colonia. Pero son espíritus dominados por fuerzas
diferentes y aun contrapuestas. Martí, hombre de futuro, armoniza
literatura y acción y muere en el torbellino revolucionario que
fue el primero en desatar; Casal, hombre de nostalgias, se encierra
en la literatura y muere de sí, de su hastío, mártir desolado de
lo sórdido cotidiano (lo sórdido cotidiano: verdugo que no mata
de un tajo, sino que nos va desollando morosamente).
Casal
trabajó su verso en patéticas habitaciones convertidas en mundos
artificiales. En ellas, cubierto con kimono japonés o con hábito
benedictino ("Las formas en que utilizaste tus disfraces, /
hubieran logrado influenciar a Baudelaire", dirá Lezama), pretendió
burlar el moho de la colonia y resistir la frustración cívica del
país, mal endémico de Cuba. Considerado por su amigo Rubén Darío
"el primer espíritu artístico de Cuba", este habanero
hiperestésico y solitario edificó su universo propio desafiando
todo lo que lo inducía a concebir la Cuba de su momento como una
"Siberia tropical" (frase de una carta suya a Gustave
Moreau), y amuralló su fantasía, crepuscular y lluviosa, como un
alcázar destinado a proteger lo que en el verso último de uno de
sus sonetos llamó "la esencia pura" de su corazón.
La
rebeldía de Casal no quedó sólo "escrita sobre las alas de
los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter" —¡ah, Darío!—;
también, sin embozos metafóricos, yendo de la ironía al sarcasmo,
quedó en las páginas volanderas, lindamente impresas, de La Habana
Elegante. Un artículo suyo sobre —contra— el Capitán General
de turno y su familia —el primero de una serie dedicada a la aristocracia
capitalina— le costó su oscuro puesto de empleado público.
Las
penas, las penurias, el trabajo obsesivo y el descuido de sí arruinaron
su cuerpo en plena juventud. Una noche, a los postres de una cena
en la casa de una familia amiga, alguien tuvo éxito con un chiste.
Casal rió, y una brutal hemoptisis cortó de súbito su risa. "Fue
tapado por la risa como una lava", nos dice el verso lezamiano.
Y así partió de este mundo quien, a solas consigo, pretendió salvar,
en la "patria infeliz" en que había nacido, "el alma
grande, solitaria y pura / que la mezquina realidad desdeña".
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