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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


Fragmentos del libro Sólo un leve rasguño en la solapa. Recuerdos. (Inédito.)

 

Escenas con José Lezama Lima

Era mi primera salida de Cuba y quería despedirme del maestro. Aquella mañana habanera de diciembre de 1959 lo encontré en su mezquino despacho de funcionario menor del Instituto Nacional de Cultura, en el Palacio de Bellas Artes. Lezama me recibió con su habitual cordialidad, chispeante y fina. De pie, junto a él, estaba una muchacha que yo nunca había visto. Lezama me la presentó como su nueva secretaria.

Me vine a Europa y al año justo volví a aquel despacho de Bellas Artes. Allí, detrás de un minúsculo escritorio, estaba la muchacha, que se acercó a la mesa de Lezama para escuchar mis relatos de viajero. Los que más le gustaron fueron los que tenían que ver con París. La atraían Francia y sus pintores y escritores y me dijo que estaba pensando perfeccionar su francés en una escuela de idiomas. "Si quiere la acompaño cuando vaya a matricularse y así me matriculo con usted, porque yo también quiero estudiar el francés como se debe", le dije. Aceptó, y acordamos matricularnos en la Berlitz aquella misma tarde. Al salir de la academia, ya de noche, la invité a un martini en el Carabalí y luego a cenar en el Ember’s Club, que era una trattoria de moda en aquella Habana que empezaba a dar las primeras boqueadas bajo le nouveau régime.

Seis meses después Ofelia y yo nos casamos en el apartamento que el poeta Roberto Branly ocupaba en la tercera planta de un edificio de El Vedado. Lezama quiso ser padrino de la boda y nos regaló un plato chino de porcelana obsesivamente decorado con mariposas. Su obesidad y su asma le impidieron subir las escaleras que conducían al piso de Branly, de ahí que sea el gran ausente en las fotos del brindis. Para festejar con él el acontecimiento bajamos tarta y vino al portal .

Al poco tiempo Ofelia dejó de trabajar con Lezama, pero nuestra relación con el maestro se mantuvo viva. Más tarde, a mediados de los 60, sería yo quien trabajaría con él, en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias. En aquella época nuestra amistad llegó a ser, como diría ¿René Char?, tan cotidiana como la vida. No sé cuántas veces nos prestamos dinero. Lezama me decía cosas como ésta: "Joven, si su huerta se lo permite suminístreme unas hojas de lechuga hasta el próximo sueldo"; o le decía yo: "Maestro, páseme diez talentos para llegar a fin de mes". Hubo un tiempo en que los domingos por la mañana me iba a su casa a conversar con él hasta la hora del almuerzo. Baldomera, la sirvienta española que lo había criado, octogenaria ya y sorda como un ladrillo, a quien Lezama llamaba "el mastín de Castilla" y a quien metió en Paradiso con el nombre de Baldovina, nos traía café, anís, coñac, o lo que hubiese, cuando Joseíto, dando voces estentóreas, se lo pedía.

En 1967, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba me dio el premio de poesía "Julián del Casal", que incluía la suma de mil pesos. Con ese motivo invité a Lezama y a otro ex miembro del grupo de la revista Orígenes, Lorenzo García Vega, a almorzar. Llevarlo a comer era el regalo que Lezama agradecía más en aquella época de escasez. Respondió a mi invitación exclamando: "¡Campanas, campanas de gloria en mis oídos suenan!" Conseguí reservar una mesa en el restaurante del hotel Habana Riviera, algo muy difícil de lograr entonces. Lezama era un glotón de marca olímpica y en aquel almuerzo pensé que lo perdíamos. A los postres, le dijo al camarero: "Joven, me trae una cuña generosa de kake de chocolate custodiada por dos bolas, también generosas, de helado de vainilla". Semejante postre le fue servido en plato grande y lo devoró con la celeridad que lo caracterizaba en la mesa.

Lezama era un fumador que no se quitaba el puro de la boca. Aprovechando que estábamos en un hotel de lujo donde el tabaco no estaba racionado —en "la tierra del mejor tabaco del mundo", por la libreta de racionamiento sólo daban cuatro o cinco horribles tagarninas al mes y quien quisiera más tenía que conseguirlas de estraperlo y pagarlas como perlas—, le pedí al camarero que trajera los mejores puros que tuviese. El empleado abrió ante nuestros ojos una provocadora caja de Partagás y le dije a Lezama: "Maestro, aproveche y sírvase a su gusto". Nunca se borrará de mi mente la escena de aquel hombre, feliz como niño en confitería, llenándose de tabacos los bolsillos de la chaqueta. Minutos más tarde, encendiendo uno a la vera de una taza de café, clausuró el banquete con un comentario de resonancia rabelesiana: "Así deberíamos almorzar y comer todos los días".

Cuando empecé a trabajar en el Instituto de Literatura y Lingüística, el administrador de ese centro era un señor amable que sentía respeto por los investigadores que allí prestábamos servicio (Lezama, García Vega, Branly, Armando Álvarez Bravo y yo) y lo demostraba haciendo malabarismos en medio de la penuria para facilitarnos la tarea. Pero un mal día este buen hombre falleció y el profesor José Antonio Portuondo, Pepé, director del Instituto, trajo en calidad de suplente temporal a un sujeto de apellido Valdés, retórico, sonriente y torvo, que desde el primer momento nos declaró la guerra, una guerra subterránea, administrativa, de intriguillas y aviesas maniobras oficinescas. Su guerra iba contra todos nosotros por cuanto éramos intelectuales —es decir, gente ideológicamente blanda, liberaloide, nada fiable en tiempos de dura disciplina marxista-leninista—, pero de manera más sostenida contra Lezama, a quien además acusaba de homosexual. Valdés procedía de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, donde estaba emplantillado como empleado civil, y venía saturado de prejuicios políticos y machistas. Tan persistente e irritante llegó a ser la hostilidad de este hombre contra nosotros, que decidimos darle las quejas a Portuondo. Pepé se mostró receptivo y preocupado y nos prometió ponerle coto a la situación, incluso nos aseguró que si Valdés continuaba molestándonos lo devolvería sin más ni más a su lugar de origen. Sin embargo, aunque la situación no cambió ni un ápice, lo que hizo Portuondo fue dejar fijo a Valdés como administrador del Instituto. En este contexto, una mañana, al llegar yo a su despacho, Lezama me lanzó esta enigmática pregunta: "¿Sabes si ya llegó el señor juez?" "¿Quién?", fue mi respuesta. "El señor juez", recalcó. "Perdone, maestro, pero no sé por quién me pregunta", le dije sin salir de mi confusión. Y me replicó: "Por el doctor Portuondo, chico. ¿Es que tú no ves películas del Oeste? En los Oestes los granjeros van ante el juez a denunciar las tropelías de los cuatreros, pero resulta que el juez es el jefe de la banda".

Otra escena que no olvido es la de Lezama, lloroso y demacrado, al pie de la recién cerrada tumba de su madre en el habanero cementerio de Colón, recibiendo el pésame de sus amigos. Cuando le llegó el turno a Alejo Carpentier (a quien Lazama, viperino, le había puesto el mote de "el francés" por su acento parisiense, inconcebible en un hombre criado en Cuba), éste le dijo en tono cariñoso mientras le estrechaba con fuerza la mano: "Tienes que serr fuerrte, Lezama, tienes que controlarrte, no te puedes derrumbarr", a lo que el poeta respondió entre lágrimas y sollozos: "Alejo, tú sabes que nunca me he caracterizado por ser británico".

La última vez que oí la acezante voz de Lezama fue por teléfono. Era el día de Año Nuevo de 1976 —el año en que falleció— y Ofelia quiso que yo lo llamara para saludarlo y saber de él. Cuando me identifiqué, al otro lado de la línea sentí a Lezama exclamar: "¡Muchacho, te veo venir dando brazadas!"

 

Escenas con Labrador Ruiz y Alejo Carpentier

Mi jefe inmediato en la Imprenta Nacional era Enrique Labrador Ruiz, el de los "cuentos gaseiformes" y los "novelines neblinosos". Uno de los mejores narradores de la Cuba contemporánea. Mi tarea consistía en leer los libros que Labrador me daba y evaluarlos con vistas a su publicación. Era un trabajo bastante ingrato por la enorme cantidad de basura, nacional y extranjera, que debía leer por cada libro aceptable que llegaba a mi mesa. Labrador, malévolo e ingenioso, hombre que había vivido intensamente en el vórtice del periodismo, la cultura y la política del país, me resarcía de mi casi constante tedio con su fascinante conversación, cuajada de anécdotas que me enseñaban más historia de la Cuba republicana que la que se pudiera aprender en los libros. Aunque un día, según me contó él y me corroboró Regino Pedroso, le orinó la cabeza al novelista Enrique Serpa en el paroxismo de una borrachera, sus fobias más auténticas e irreprimibles eran Alejo Carpentier y Nicolás Guillén. ¡Qué odio, por Dios, qué odio les tenía! Y un día de 1961 sucedió que el Che Guevara —entonces ministro de Industria— llegó al edificio del antiguo periódico Información, en la calle San Rafael, donde trabajábamos Labrador y yo y radicaba la Dirección de la Imprenta Nacional, y destituyó al director que había, un aguerrido agitador del Partido Socialista Popular que de libros sabía más o menos lo que sabe una polilla, y nombró como nuevo director a Alejo Carpentier. Enterarse Labrador y empezar a recoger sus cosas para irse fue lo mismo. "Con el francés no me quedo", dijo. Y se fue. Se asiló en la playa de Guanabo, donde entre el sol, el mar y el ron se puso como langosta hervida, con sus ojillos redondos, saltones y negros más parecidos que nunca a los de un pez. En una ocasión, cuando ya Carpentier, en plan de nuevo jefe, había instalado su despacho en la casona señorial que albergó a la redacción del desactivado periódico El Crisol, vi, y oí, a Labrador, quien, en busca de su sueldo (la Caja estaba arriba), subía las escaleras de mármol envuelto en vapores etílicos y cantando a toda garganta una extraña y monótona canción: "Me cago en la madre de Alejo Carpentier, / me cago en la madre de Alejo Carpentier / bis, bis..."

***

Cuando Enrique Labrador Ruiz abandonó su puesto (no su sueldo) en la Imprenta Nacional, me quedé mano sobre mano, sin libros que leer. Así estuve unos días hasta que, en vista de que nadie se acordaba de mí, decidí visitar al nuevo director para que me aclarara mi destino. Carpentier, con quien yo nunca había intercambiado ni media palabra, me recibió en su despacho de El Crisol. Le expuse el asunto que me llevaba a verlo y, con ese tono despectivo en que por su falta de gracia incurría con frecuencia, me dijo: "Ah, chico, sí, tú erres del grrupo de Labrradorr Rruis". "No", le aclaré, "yo no soy de ningún grupo, soy empleado de la Imprenta Nacional y, como usted es el nuevo director, vengo a que me diga qué debo hacer." Dispuso que me instalara en un salón contiguo a su despacho y que me ocupara de la "folleterría". En el par de meses que estuve allí no vi un folleto, pero me cansé de escribir poemas. Una mañana, después de la serenata que le dedicó Labrador subiendo las escaleras en busca de su paga, Carpentier me pidió que me trasladara al local que habían ocupado, en la Calzada de Reina, los ya inexistentes periódicos Excelsior y El País, que habían sido del millonario y ex senador Alfredo Hornedo, para que echara una mano, como corrector de estilo, a quienes allí hacían Obra Revolucionaria, que eran unos cuadernos horribles de papel de estraza donde se reproducían, maquillados y purgados de las imperfecciones de la improvisación y la ignorancia, los discursos de los notables del régimen. Alejo me aseguró que mi permanencia en aquel sitio no duraría más de dos semanas, el tiempo justo que estaría de vacaciones el empleado que yo iba a sustituir. La oficina, calurosa, mal amueblada y sucia, situada en los altos de la vieja imprenta de los periódicos, era repelente y en ella encontré dos personajes aún más repelentes que el lugar. Uno era la mujer del jefe —en realidad era la que mandaba—, una sesentona enteca, avinagrada, petulante, autoritaria, eternamente vestida de negro —tenía luto de sí misma—, que pretendía saber más gramática que Andrés Bello y resultaba irresistible como simbiosis de Nebrija y Bernarda Alba. El otro era un mulato joven, sodomita ostensible, que trabajaba de corrector de estilo y aseguraba ser periodista y también poeta. Esta erinia en sepia adulaba sin recato a la jefa y hacía que ésta me asignara los textos más urgentes y farragosos. Terminó siendo víctima de un crimen pasional: un día apareció desnudo y cosido a puñaladas en un cuarto de hotel. El problema surgió cuando, casi tres meses después, intenté regresar a mi puesto de analista literario y descubrí que Alejo Carpentier dolosamente me había desterrado a Obra Revolucionaria. (Era mi primer exilio involuntario.) Mi indignación fue de tal magnitud, que opté por no ir más a la oficina. Cuando me telefonearon de parte del "compañero director" para que yo explicara el motivo de mi ausencia, le dije a la señorita que me llamó: "Mi amor, dile al compañero Alejo que la bruja de Obra Revolucionaria lo está esperando para que ocupe mi puesto, y que el dinero de los días que he trabajado y no he cobrado se lo regalo para que invite a comer a Labrador Ruiz".

Años después, estando yo con un grupo de escritores latinoamericanos en un bar del hotel Habana Libre —recuerdo entre los presentes al novelista ecuatoriano Pedro Jorge Vera y al poeta paraguayo Elvio Romero—, sentí una mano que me oprimía el hombro al tiempo que una voz conocida exclamaba: "¡Muchacho, cuánto tiempo sin verrte!" Me volví y ante mis ojos un Alejo sonriente derramaba cordialidad por todas partes. Me invitó a una cerveza y estuvimos un largo rato conversando en la barra como íntimos amigos. Me hubiese gustado que ésta fuera la última imagen suya en mi memoria, pero lamentablemente es la de un Alejo Carpentier viviendo en París sin aguacero y tomando partido por los carceleros del poeta Padilla.

 

Escena con Pablo Neruda

Aquella aterida mañana de domingo en el París de 1960, el siempre achispado y legañoso bedel monsieur Julien, le petit grand-père, tocó a la puerta del cuarto que compartíamos el crítico teatral Rine Leal y yo en la que seguíamos llamando Casa de Cuba —que pertenecía ya al Estado francés por la cicatería de nuestros gobiernos. (La Casa de Cuba era una de las más hermosas y confortables mansiones de la Cité Universitaire; tanto, que en la Francia ocupada la alta oficialidad nazi la convirtió en su hotel.) Monsieur Julien, pipa en boca y con una masiva dosis de tintorro en vena, fue a mascullar a nuestra puerta que habían telefoneado de la Embajada cubana para invitar a los becarios isleños que poblábamos la Casa a un encuentro con Pablo Neruda. El encuentro se celebraría esa misma mañana, tarde, en la residencia del agregado cultural.

Neruda había llegado días antes en barco al puerto del Havre con el propósito de seguir por tierra hasta la URSS, pero las autoridades gaullistas le negaron la entrada en la dulce Francia. Gestiones de intelectuales y líderes políticos, amigos y admiradores suyos —participé en una de ellas—, lograron que los franceses le concedieran, a regañadientes, un visado de tránsito por unas horas, con la condición de que no realizara actividades públicas de ninguna clase: nada de recitales en teatros, nada de disertaciones en universidades, nada de declaraciones a la prensa... Nada de nada. Sólo descansar un poco, subir las maletas a un tren y largarse.

Durante su travesía atlántica, Neruda había terminado Canción de Gesta, un libro de poemas dedicado en su totalidad a la joven y prometedora revolución cubana, y quería, no recuerdo por qué, que los cubanos de París fuésemos los primeros en conocerlo. La cita con el poeta, obligadamente limitada a nosotros y sin publicidad alguna, se celebró a puerta cerrada en el apartamento que el agregado cultural de la embajada, Roberto Fernández Retamar, ocupaba con su familia en Passy.

Neruda, de sobretodo, bufanda y sombrero de paño, apareció acompañado por una Matilde Urrutia elegantísima. Él me pareció un amable mastodonte distraído, y le hallé un calorcillo de ternura en el trato; ella, en cambio, me dio la impresión de estar demasiado atenta a todo y bastante distante de todos. Neruda se desplazaba como un plantígrado y sus gestos se desenvolvían a cámara lenta, como si cada movimiento le costase mucho esfuerzo o no tuviese él prisa para nada.

Después de los saludos y las presentaciones, el poeta se dispuso a leer. Sentado frente a una mesita de estilo Imperio —que ante la abultada humanidad nerudiana parecía más pequeña y frágil de lo que era—, en un ángulo del salón, junto a una lámpara, con parte del cuerpo bañada por el turbio resplandor de lloviznazo invernal que destilaba la cristalera del balcón a través de la cortinilla que la cubría, Neruda nos leyó toda su Canción de Gesta.

Nadie como él para decir mal los poemas. Gangosa, monocorde, su dicción aplastaba los versos, haciéndolos pastosos e iguales. Canción de Gesta, ciertamente, no está entre sus mejores libros, pero fue el monorritmo nerudiano el responsable de que la lectura resultase levemente soporífera. Algunos de los oyentes, entre los que recuerdo a Severo Sarduy, Rine Leal, el dramaturgo Rolando Ferrer y el ceramista Willy Merallo, paliamos el tedio y burlamos el cansancio —no alcanzamos sillas—, además de matar ese gusanillo que nos roe las entrañas cuando no desayunamos, zampándonos con toda la discreción imaginable, sin desparramar semillas ni cáscaras en la moqueta, las manzanas, las peras y los plátanos que nos propició un frutero colocado a nuestro alcance, o lo que es igual: mal colocado.

Al año siguiente volví a ver a Neruda. Fue en La Habana —cuando La Habana era el lugar del mundo donde encontrábamos a todo el mundo—, en un coctel que Guillén (el malo, el cubano), uno de sus más fieles rivales —de quien el inquilino de Isla Negra pudo aprender, y no lo hizo, cómo se dicen los versos—, le brindó en la casona de la Unión de Escritores. Hubo copas, abrazos, bromas, carcajadas, y Neruda fue centro de una rueda de prensa en la que le hice alguna pregunta. De aquella fugaz visita del poeta a La Habana yo conservaba en mi biblioteca —que, como la de Alejandría, ya no existe— un ejemplar de la edición de Losada de las Odas Elementales en el que don Pablo me puso, con su undívaga letra apurada, esta dedicatoria alusiva a sus tropezones con personajes y personajillos del entonces emergente castrato: "Martí sí me quería". Enigmáticas palabras que se hacen transparentes cuando se leen ciertas páginas de Confieso que he vivido.

 

Historia de dos cenas

Voy a contar la historia de dos cenas.

Una noche, irritado por la majadería de un pariente, me senté al escritorio y, mientras rumiaba mi disgusto, comencé a pulsar las teclas de la máquina de escribir. Sin saber por qué, en la hoja de papel que blanqueaba sobre el rodillo de la máquina escribí este verso: "Mi abuelo se sentó a la mesa con su muerto al lado".

A partir de ahí sucedió lo que suele ocurrir cuando el primer verso que se escribe es el destinado a abrir el poema y no otro: de inmediato, arrastrado por el primero, surgió el segundo, y éste creó al tercero, y el tercero al cuarto, y así hasta que el poema, desplegándose como una reacción en cadena, llegó al que sin lugar a dudas debía cerrar el ciclo de su inesperada necesidad de existir. Cuando tuve ante los ojos el último verso, quedé convencido de que había inventado un texto absolutamente lúdico, y que lo había hecho movido sólo por la inconsciente y extraliteraria necesidad de bloquear un rapto de malhumor.

El poema salió literalmente "hecho", no obstante su complejidad: es un poema que puede representarse como una escena teatral, pues tiene acción, diálogo y marco escenográfico. Lo titulé "La cena" y lo leí con inocente satisfacción una vez y otra. Veía en él un juego angélica o diabólicamente libre: no le hallaba yo un sentido mío -quiero decir un contenido vinculado a experiencias o convicciones mías-, ni un mensaje específico. Me sentía orgulloso de mi capacidad de creación porque estaba seguro de haber inventado de la nada, con la displicencia de un dios, un objeto "puro".

El impensado poema fue para mí una especie de aleph que yo donaba a mis lectores para que vieran en él lo que quisiesen. Esto lo creí hasta que, leyéndolo por milésima vez, descubrí que el texto poseía un sentido cuyo origen estaba en una zona bien delimitada de mi memoria. Vi con claridad que el incordio doméstico que lo desató había actuado sobre mi psiquis como un revulsivo, sacando a flote un viejo trauma aparentemente olvidado, que en el poema se exteriorizó con el sarcasmo y el patetismo que correspondían a la índole grotesca y morbosa de su causa.

¿Y cuál fue su causa?

Cuando yo era niño, los padres y los hermanos de mi madre tenían el hábito de reunirse para celebrar las Navidades. En una ocasión eligieron mi casa para esperar el Año Nuevo. Mes tras mes soñé con aquella fiesta de abuelos, padres, tíos, primos. Por fin llegó la noche tan esperada por mí y, cuando estábamos frente a los platos de la cena, alguien evocó a una tía difunta que adoraba el mazapán. Evocación tan fúnebre dio lugar a que mi abuela rompiera a sollozar en memoria de una nieta que murió adolescente, cuyo plato predilecto era el fricasé. En resumidas cuentas, cada manjar que había en la mesa se convirtió en una elegía y la cena toda en un obituario gracias a la pertinaz necrofilia que hemos heredado, creo yo, de las naciones europeas mediterráneas. Así, lo que debió ser jolgorio y relajamiento fue llantina de mujeres y caras largas de hombres. Y se me hundió el mundo. Qué tristeza y qué frustración sentí aquella absurda noche que tanto daño me hizo.

En ocasiones he pensado que mi manera de interpretar este poema como una sátira provocada por el culto de mi familia a sus muertos no es sino una manera de interpretarlo; pero he llegado al convencimiento de que ésa es la interpretación exacta, la que se ajusta a la realidad de los hechos. Desde luego, nada impide que cada lector lo recree haciendo su propia lectura. La riqueza de un poema guarda relación con la cantidad de lecturas que éste admita. Un poema afortunado es un catalizador del espíritu. Arnold Hauser hablaría de provocación.

La experiencia que acabo de narrar me demostró algo que acepté siempre en teoría: ni la creación ni la interpretación de un poema son actos gratuitos, incausados. (Crear es dar lo que creíamos no poseer, llegó a decir Valéry.) Me demostró asimismo que, por su naturaleza ingobernable, la poesía no es una profesión, sino una fatalidad. En rigor, no hacemos ni leemos poesía; ella nos hace y nos lee. Escribirla es aplicar el artificio de que disponemos para que quede un testimonio más o menos fiel de los abisales momentos en que somos poseídos por la realidad de realidades -realidad estrictamente humana- que es la poesía. Leerla es encontrarse con el autor o con uno mismo. Y al "sentirla", comprendemos que la poesía, al contrario de la filosofía, no necesita dar explicaciones.

El oficio del poeta se pone en marcha cuando el poema lanza las primeras señales de querer existir; pero es entonces cuando la poesía comienza a jugarse la vida entre el orden retórico y los infinitos azares que la aguardan en este mundo.

 

Julián del Casal

Con Casal, como con Martí, la poesía cubana del XIX conoce al unísono una plenitud de síntesis y una auténtica ruptura. Casal y Martí, que incorporan a la lírica insular la experiencia de los parnasianos y simbolistas franceses, cierran espléndidamente su siglo y, con él, la primera edad de la poesía cubana, dejando abiertos caminos promisorios a los poetas del XX.

Los dos coinciden en la renovación modernista ("nuestro verdadero romanticismo", según Octavio Paz), en el dolor por Cuba, en el repudio a la colonia. Pero son espíritus dominados por fuerzas diferentes y aun contrapuestas. Martí, hombre de futuro, armoniza literatura y acción y muere en el torbellino revolucionario que fue el primero en desatar; Casal, hombre de nostalgias, se encierra en la literatura y muere de sí, de su hastío, mártir desolado de lo sórdido cotidiano (lo sórdido cotidiano: verdugo que no mata de un tajo, sino que nos va desollando morosamente).

Casal trabajó su verso en patéticas habitaciones convertidas en mundos artificiales. En ellas, cubierto con kimono japonés o con hábito benedictino ("Las formas en que utilizaste tus disfraces, / hubieran logrado influenciar a Baudelaire", dirá Lezama), pretendió burlar el moho de la colonia y resistir la frustración cívica del país, mal endémico de Cuba. Considerado por su amigo Rubén Darío "el primer espíritu artístico de Cuba", este habanero hiperestésico y solitario edificó su universo propio desafiando todo lo que lo inducía a concebir la Cuba de su momento como una "Siberia tropical" (frase de una carta suya a Gustave Moreau), y amuralló su fantasía, crepuscular y lluviosa, como un alcázar destinado a proteger lo que en el verso último de uno de sus sonetos llamó "la esencia pura" de su corazón.

La rebeldía de Casal no quedó sólo "escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter" —¡ah, Darío!—; también, sin embozos metafóricos, yendo de la ironía al sarcasmo, quedó en las páginas volanderas, lindamente impresas, de La Habana Elegante. Un artículo suyo sobre —contra— el Capitán General de turno y su familia —el primero de una serie dedicada a la aristocracia capitalina— le costó su oscuro puesto de empleado público.

Las penas, las penurias, el trabajo obsesivo y el descuido de sí arruinaron su cuerpo en plena juventud. Una noche, a los postres de una cena en la casa de una familia amiga, alguien tuvo éxito con un chiste. Casal rió, y una brutal hemoptisis cortó de súbito su risa. "Fue tapado por la risa como una lava", nos dice el verso lezamiano. Y así partió de este mundo quien, a solas consigo, pretendió salvar, en la "patria infeliz" en que había nacido, "el alma grande, solitaria y pura / que la mezquina realidad desdeña".

 

 

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