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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


Las Fronteras

Poeta de largos y rigurosos silencios, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán pronuncia en Las fronteras un personal y revelador itinerario por las zonas donde la conciencia del hombre contemporáneo se enfrenta a la persuasiva identidad de su memoria.

Un canto en las travesías del éxodo donde lo nombrado se convierte en perdurable fundación de otra lejanía. No sólo palabras, sino la misericordia de las palabras ante la casa del huésped moral de las personas: la voz del otro, el elogio de su dignidad en la frontera espiritual de la poesía.

 

MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ SANJUÁN (Madrid, 1961) es autor asimismo de Una extraña tormenta, poemario publicado por la Colección Cibeles en 1992. De su relación con el mundo de la edición dan cuenta numerosas publicaciones especializadas en el ámbito de la literatura, el pensamiento crítico y pedagógico. Fue organizador de las Primeras jornadas de joven Poesía Española en homenaje a Luis Cernuda (Madrid, 1988), fundó y dirigió la colección de poesía Abraxas.

Ha participado en las ediciones de las obras poéticas de e. e. cummings Buffalo Bill ha muerto (Antología poética 1910-1962), Hiperíón, Madrid, 1996, y de Rafael Pérez Estrada La palabra destino, Hiperión, Madrid, 2001.

Los poemas seleccionados pertenecen a Las fronteras (Madrid, Calambur, 2001)


II

Me dais la luz y me la quitáis.
Quién de vosotros, extraños seres,
desconocidos nombres
que hacéis sal de mis horas,
me posee y me detiene.
Quién de vosotros,
olvidados y ausentes nombres,
veláis mi sombra y mi presente.
Quién de vosotros,
descubiertos y ensañados ángeles,
sudario de este silencio ya olvidado,
me convoca entre tinieblas sin noche.
Quién de todos vosotros, elegidos,
tomará mi pensamiento último,
como secreta lamparilla votiva,
descubriéndome y devorándome.


III

Aprehendido por la oscura hora
del que cantando tuvo su último aliento,
me descubro y me convierto
ante este mundo en silenciosas cenizas,
que al igual que los días convocan
al que ya reside en la verdad de esta espesura,
no deseo este agudo dolor tiñendo la existencia,
ni cuidar más la tenue llama
cuyo final puerto es el ocaso de la cordura.

Vagar, aunque en la sangre
no encuentre soledad mayor que en estos días,
que ya sin fe en dios alguno
amo la eternidad de lo que por naturaleza se pierde:
la vida ajena que alimentándose es la mía.


IV

Su ausencia es la noche
que enfría a los hombres y humedece las piedras.
Espera interminable de las manos inocentes
que dibujan en el alma un nombre sin edad.
Ausencia envenenada por la tierra herida de los sueños,
por la imperturbable sombra de los hombres.
Palabra deseada que necesita ver más allá
de la sangre y del recuerdo de los muertos.
Espíritu de ausencia,
igual que la luz perdida en los desiertos innombrables.
Imagen divina que se descubre
como el semblante de un milagro sin edad.


VI

Tierra sobre tierra.
Igual que el odio de los valles calcinados,
la voz del huracán es la constante llaga de mis daños.
Como el clamor de la humanidad,
su presencia es un lamento precipitado a la desesperanza.
Es noche, es mi noche construyendo las cenizas,
destiempo de lo que ahora deja de ser yo
para ser tierra de los anegados.
Tierra o zarza sin ojos. Huracán sin alma
por la que llorar o morir de sed
comiendo amargas cortezas.


VII

Caerán las cruces
y el agua dará de nuevo nombre a nuestras manos.
Será el cielo pretérita senda de nuestro destino.
Doliente, continuará la vida horadándonos.
Caerán las noches sin preguntas
recorriendo tus rumbos sin caminos.
Diezmado como los nogales,
como los cielos surcados
por el lamento de los que no hablan,
veo hundirse a los planetas
y sangrar a lo que no tiene sangre.
Oh, innombrable y ávida luciérnaga de amaneceres,
cuándo borrarás de los rostros
las tinieblas de la sombra infinita.
Oh, noche inmisericorde,
cuándo cesará la inmensidad de tu ira,
la llaga eterna de tus despropósitos.
Oh, soledad alimentada por nuestras propias soledades,
ten piedad de los campos
y de sus metáforas de sombras,
y cuida de los que mueren
sin derecho a saber recordado su nombre.


VIII

Frente con frente su rostro.
Yo soy en las cenizas
este mundo de misterios.
Yo soy en la ira
la desfigurada cita de los intocables.
Yo ya no habito en mí
ni mi dios ni mi palabra.
Sombra hermosa,
húmeda y hermosa sombra de mi carne,
dame la luz de los leprosos,
la debilidad de los corazones profanados,
la envenenada senda alimentada por hongos,
pero no me niegues
el don que mana de sus días
y serena el tuétano de mis horas,
pues toda muerte tiene su principio
y toda vida merece su pretexto.


X

Las agallas del pez
jamás preguntan el nombre de los ahogados.
Sus ojos bajo el agua ya no tienen sentido,
sus brazos dislocados ya no le sacarán de su asombro.
Como la boca del pez,
tampoco él es capaz de entender la duda del que le habla,
su voz ya no es la de aquel que perdonó a la miseria.
Igual que ellos,
te busco en el vacío del que no existe,
en la oscuridad dolorida del que desaparece.
Sangro bajo las aguas eternas de mi destino
y enceguecido contemplo
la inmensidad de los que se hunden.


XI

El arrebol del cielo desentierra las raíces de su oscuridad.
Cuerpo cerrado, oratorio de los tiempos:
su sangre es el horizonte de los signos,
el lamento informe de los dioses.
Por qué preguntar por aquel que nos convoca en la oquedad,
por qué preguntar por aquel que nos hace voz en su silencio.
Arrebol del espíritu incendiado de misterio,
por qué preguntar la razón de esta pira impía
avivada con nuestros nombres.


XII

El tiempo y su cansancio no tiene eras.
Quien nos trae al lado más íntimo del silencio
es la senda de la reverberación,
su precipitada necesidad de significados.
Nada se puede contra la oscuridad y sus miradas
cuando el horizonte no nace en nuestro pecho.

Igual que la morada de las cenizas
de nuevo perseguiré tener nombre,
luz, aroma del instante mismo de la vida,
para detenerme y saborearte en mis deseos.

Comeré sin permiso las lágrimas de los perdidos
pues yo seré el temor sobre el que caminarán mis pies,
gritaré contra la desesperanza de los desesperanzados
pues yo caminaré por la estancia de los inocentes ojos.
Te calentaré con las eternas traviesas de los despojados
igual que a cada uno de los guijarros memorables de sus almas,
porque si olvido, el dolor manchará de nuevo
la argamasa en la que aposentar sus lechos,
y la inmensidad de los idiomas
se perderá a ras de tierra de los senderos olvidados.

Pronunciaré sus manos y tocaré tus ojos.
Sangraré como los árboles atormentados
porque soy un hombre atormentado
que siente los días del salitre y de la herrumbre.
Por todos ellos, alumbraré el respeto del silencio
cuando el tiempo abandone definitivamente nuestros rostros y decida no mirar al cielo
para saborear la mínima savia del musgo y del serrín.


XIV

Pulso tenebroso
que vuelas a las entrañas mismas de las raíces,
al alimento sereno de la humedad y de la piedra,
yo soy hijo del barro, yo he surgido de sus deseos.
Hoy desprecio y arrojo mis palabras
como dados contra el Universo
y repudio la herencia de los héroes,
para solamente ensalzar la duda de los hombres.
Padre mío, pisoteado barro,
quizás el fuego no cumpla sus promesas
y alguien retorne a las rojas nubes
el exiliado azul de sus aguas.
Quizás la mano que dibuja las sombras
abra la extraña sima de los días
y sus negras palabras.

Como un pergamino arrojado al misterioso tiempo
de cuando no existía el fuego,
la aurora no volverá a albergar
la quebrada maravilla de la esperanza,
y tú, luz, limpio corazón
para ver más allá
de las páginas desposeídas del horizonte,
dile a la memoria que ella ha sido
la tumba de mis ojos,
y también dile a mi boca
que en ella ha dormido la ciénaga de sus cuencas,
condenadas a la oscuridad de las lámparas.
Padre mío, erosión, anatomía,
descansa en mis yemas
como lo hace mi nombre,
el mismo que ha pronunciado mi hijo
al jugar con sus cenizas.


XVII

Traigo una frontera en el alma y mil heridas en el cielo.
He vuelto desde la tierra de los sueños
hasta las marismas donde sobreviven los días.
He cruzado el amor de los ausentes,
la estela apócrifa de los rostros y oraciones
que me han precedido entre crueldades y maravillas.

Una sombra me dibujó el llanto de las mareas
con la insumisa indefensión
de los que no aceptan la palabra Destino.
He sufrido las herramientas del tiempo
y el canto aprisionado de las nubes.
He dejado en la frontera de mí mismo
el lento despertar de sus instantes.


XVIII

Demasiadas fronteras para un solo corazón.
Demasiadas horas para el deseo que no tiene latitudes.
Sangrar más allá de lo que un alma desea para sí.
Sangrar para salvar los ojos que no se reconocen.
Dejarme cortar las manos para hacerte un lugar en el tiempo.
Dejarme enterrar con aliento si el tuyo no cesase.
Qué altas las sombras impuestas a la carne.
Qué necia la esperanza que con ellas se proclama.

Demasiadas fronteras para un solo corazón.
Demasiadas preguntas cuando está todo perdido.
Elevadas murallas iluminadas por el fuego.
Elevadas condenas para ser ejecutadas.
Doliente acantilado que en su brazo nos arrastra.
Doliente realidad que en su sueño nos añora.
Qué frontera sitiada antes de ser trazada.
Qué tenue luz tras su oscurecida siembra.


XXVI

Habitan mi ser. Enderezan la guía de mi alma para resistir
como lo hace la savia del drago que no se rinde ante la abrasiva constancia del viento.
Habitan mi ser y se alimentan de lo efímero corno evasivos insectos.

Estrecha es la luz de cada día en los ojos de los suyos.
Amplia es la miseria que apellida los gestos que deforman sus agradecidos rostros.

Inmensa es la llegada que ocupa el lugar
donde habría de latir su corazón:
piden el destino que les es ajeno,
encienden la vergüenza en los ojos
con los que cada amanecer el mundo los ignora.

Habitan mi ser, se rozan las manos para morir juntos,
se atan los pies para sentir más cerca
la brevedad de sus pisadas sobre la tierra que les ha de cubrir.

Están y no existen.
Ocupan ese lugar en el que estoy tan solo como su lamento
mas ellos son los que se lamentan
con las letras iniciales del olvido de sus dioses.

Están solos como el eco inocente de sus almas.
Son reales como las voces vacías de mi generación.


XXVII

Estoy y ostento el ahora de sus ojos.
Sobre el silencio de la lluvia permanezco.
Hacinado en la oscuridad de las raíces
cultivo la voz con el calor de los troncos.
Bajo las hojas pudriéndose
respiro la savia de todas las cortezas
con la precariedad de las membranas de un hombre.
Oculto el humus del presente
y espero la evidencia incontrolada
del que llaman dios de los incendios.
Miro caminando cómo todo calla:
lloro rojo y lamiendo fuego.


XXVIII

Ante el firmamento, mi nombre no merece ser recordado.
Puedo tallar mis palabras más allá de las estrellas, pero ellas no son mi corazón.
Ellas no entienden que la amargura anegue la luz y la atmósfera.
Jamás podrá iluminar las noches, ni curar lo incurable del espíritu,
aquello que siente cómo su cuerpo de hombre desaparece.
Jamás podrá la vida evitar lo perentorio:
morir desconocidos y desconociéndonos
cuando todo está convulso como una ballena varada
que se entrega a lo inevitable de su alma.
Y ella, tan próxima y a su vez tan ajena a mí mismo,
tan propia y extraña, es respuesta y espejo, llanto y diamante.

única y universal como la sola razón de un linaje,
mi sangre es su gemela,
cetáceo sagrado que sólo responde al misterio de una mirada encallada con mi nombre,
aquel que desconoce su principio y su final,
aquel que aún no ha salvado la vida de ningún desconocido,
aquel que aún no alimenta palabras.
Ante la inmensidad, mi nombre no merece ser recordado.

 

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