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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


 

Especial Revista de revistas: dos revistas del Perú

More ferarum Nº 1

EL CUERPO DE GIULIA-NO


Capítulo 4

Descubrí a Mayana una tarde, su carita de niña aplastada contra la tela metálica, en la puerta del comedor. Yo le sonreí con simpatía y ella inclinó la cabeza, sin decir nada. Yo no insistí más entonces, pero me propuse acercarme a ella a la primera oportunidad. Ello ocurrió una de esas noches cuyo recuerdo se aleja siempre por temor de enturbiarlo.

Le hice una seña y la atraje a la floresta, hasta el borde mismo del río. "¿Qué quieres?", me preguntó, una vez en el lugar. "Nada", le respondí, y ella se sentó en la arena, dejando que el agua le bañara los pies desnudos. Yo sentía que las palabras sobraban en ese momento. Pero me resistía a tratarla sólo como a una hembra. Por el contrario, ese cuerpo menudo y esbelto, coronado por un casco de cabellos negros, me provocaba una ternura tal que difícilmente habría podido convertir en deseos.

Su fragilidad me desarmaba: tan sólo hubiera querido besarla en la frente y huir luego, avergonzado de mi gesto. Pero sabía muy bien que ella no comprendería ese lenguaje. O tal vez sí. Pero Mayana se daba a mí en ese instante y yo debía tomarla. En silencio contemplé sus pies cubiertos por el agua clara. Le levanté el cushma hasta las ingles y observé la diminuta perfección de su cuerpo de niña. La noche, como Mayana, era de una pureza tal que paralizaba los sentidos, convertía en cristales los apetitos y los humores del cuerpo. Una brisa fresca mecía la copa de una palmera y por encima de ella las constelaciones marchaban más rápidas que el pensamiento sin que yo pudiera apreciar en ellas sino una plenitud que me saturaba sin esfuerzo y que se trasmutaba en 365 días, 12 meses, 24 horas y 60 minutos y otros tantos segundos y fracciones de inmovilidad y de esplendor. ¡Incomprensible, estúpido fulgor, asesinato deslumbrante! Un día, quizás, las hordas del cielo nos aniquilarían, se apoderarían de Mayana y yo sería incapaz de defenderla. La sangre de su vientre gotearía sobre mi cabeza, resbalaría por los muros, y yo no podría hacer nada. Nada. Una cuchillada sin fin y ella que se desangraría para siempre. Que se llenaría de gusanos. Pequeña diosa de barro: la Vía Láctea no existe, no existiría nunca para ella. Tan sólo sus excrementos, los excrementos de sus hermanos, los excrementos de sus hijos, barrigones y piojosos, rellenos de yuca y bananas y enormes lombrices y dientes podridos.

-Regresemos ya - le dije- antes de que se den cuenta.

-A Pancho no le importa que duerma en el río. ¡Hace tanto calor en la cabaña! -me respondió.

Sólo entonces me enteré que había sido prometida a Pancho. No le dije nada más y nos encaminamos a la casa. Un instante después ella se echó a correr hacia la cabaña de Pancho y los demás indios.


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