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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


Especial Revista de revistas: dos revistas del Perú
More ferarum Índice Nº 3

JUAN MARSÉ SE CONFIESA A LA NOVELA

"Algunas de mis respuestas han sido recortadas", me dice Juan Marsé acerca de la entrevista publicada por el mensuario español quéleer, cuyo director me dio su consentimiento a fin de actualizar dicha entrevista con miras a su publicación en more ferarum. La intrusión de las preguntas ha sido suprimida en esta versión, demostrándose así que, al menos en tal caso, el entrevistador no fue precisamente indispensable. Marsé tiene la palabra:

"¿Por qué escribo? Busco un placer estético rescatando del olvido una memoria personal. Definir ese placer y esa memoria me llevaría treinta o cuarenta folios, y ahora no tengo tiempo. Desde que era un niño, cuando tengo hambre no pienso más que en comer; y cuando como, no pienso más que en... escribir. Soy un obseso, sí, pero ¿de qué? No escribo novelas por dinero, pero quiero que me paguen esas novelas en dinero, lógicamente. La mercadería mueve al libro, pero a la literatura la mueve el afán de belleza".

"Escribo por la mañana, cuanto más temprano mejor, después de caminar tres cuartos de hora por la avenida Diagonal. No soy un escritor cuando yo quiero, o cuando me gustaría serlo, sino cuando la historia que estoy escribiendo me lo exige, que suele ser en el momento en que doy con la voz adecuada para contar lo que me he propuesto. Esa voz impone una disciplina".

"Siempre que escribo pongo una música de fondo, porque la música me place, así nomás, sola, pero también porque atenúa los malditos acúfenos que anidan en mis oídos. Emborrono unos diez o doce folios manuscritos, pero con un poco de suerte sólo aprovecho enteramente tres o cuatro. El problema no es llenar pocos o muchos folios. El problema es dar con la chispa que enciende el párrafo, dotándolo de verdad y de vida. No sé qué es la inspiración. Las buenas ideas o las ocurrencias felices, sobre un personaje o una situación, suelen llegar de improviso y en los sitios más diversos... en el baño mientras me afeito, en la ducha, en el sillón del dentista con el morro dormido, caminando, escuchando música... pero, en mi caso al menos, siempre después de haber reflexionado poco o mucho en el asunto. Escribo tres borradores como mínimo. A mí me cuesta mucho sacar adelante un libro, los primeros tanteos son siempre desoladores y me asalta toda clase de dudas y recelos. Siempre se me ha hecho penoso el oficio de escritor, así que avanzo con mucho esfuerzo. No le interesa a nadie más que a mí".

"Si el asunto que investigo (un suceso real, por ejemplo), llega a interesarme por sí mismo más allá de la función que le he asignado en la ficción novelesca, entonces acumulo información de sobra, y luego quizá sólo utilizo un diez por ciento del total. Me ocurrió con el crimen de Carmen Broto en Si te dicen que caí".

"Cuando escribo no dejo de leer, naturalmente, aunque hay autores que por su estilo peculiar pueden resultar un incordio mientras escribes (y algunos, antes y después de escribir también), pero una buena novela, si sabes mantenerla a distancia, nunca es inoportuna, al menos para mí. Ahora, por ejemplo, estoy hojeando los originales de El otoñal romance de la tía Elvira, de Juan Pedro Carcelén, y me agrada".

"Mi mesa de trabajo y alrededores presentan un desorden perfectamente ordenado. Mucho se ha dicho sobre el temor del escritor ante la página en blanco. A mí me hace feliz. Lo que experimento frente a una página en blanco, dijéramos que una página virgen, ya sea un desánimo o una euforia, siempre es una forma de la felicidad. Me hace sentir vivo."

"No, como escritor no me considero precisamente un voyeur. Yo soy un ONNI (Objeto Nacional No Identificado) con nostalgias de mirón extraterrestre enraizado en el cosmos. Me siento muy orgulloso de ser un ONNI en los rabiosos tiempos actuales".

"Controlo los personajes hasta donde puedo, de acuerdo con un plan previamente trazado, pero soy consciente que el soplo de vida auténtica no les alcanzará hasta que empiecen a moverse por su cuenta, contrariando incluso mis previsiones, exigiendo cierta autonomía. Es decir, cuando la novela empieza a tirar de mí, y no yo de ella".

"Busco la armonía de las partes, procuro mantener cierto rigor estructural y narrativo y un sistema subterráneo de ecos y resonancias, pero siempre tengo desplegada una antena para captar el dato revelador que a veces trae el azar, la chispa capaz de darle más vivacidad a lo que cuento".

"En ocasiones me cuesta poner título a mis obras. últimas tardes con Teresa, El embrujo de Shangai, y Un día volveré, los tenía claros ya antes de escribir una sola línea, pero otros títulos me fueron regalados y en el último momento, después de haber barajado muchos. Carlos Barral me regaló La oscura historia de la prima Montse, y Jaime Gil de Biedma Si te dicen que caí".

"Tengo esbozadas muchas historias que duermen en sus carpetas. No me faltan temas, sino ganas de desarrollarlos, seguramente porque, al ser todavía embrionarios, la idea que los impulsó pesa demasiado en relación con el sentimiento que me suscitó. Quiero decir que yo no parto nunca de ideas, sino de recuerdos que me sugieren emociones y sentimientos. No me fío del intelecto a la hora de escribir novela, ni de los artilugios lingüísticos, ni de los fulgores de la prosa-sonajero. Tampoco pienso en el lector mientras escribo. ¡Bastante trabajo me da el concentrarme en lo que escribo, como para pensar en los lectores! Yo soy el lector".

"Todas mis novelas no son otra cosa que borradores de una sola novela que aún no he escrito, y que probablemente nunca escribiré".


JULIO IGLESIAS (*)


No se trata, hay que insistir en ello, de ninguna de las tediosas variantes del guapo hispánico. No. Se trata del guapo genuinamente español, posmaduro, algo recompuesto ya, pero muy cálido y muy suyo. Dejemos momentáneamente a un lado la famosa voz de terciopelo raído y observemos esa sonrisa estudiadísima, golosa de hispanidad y galanura, ligeramente ladeada. Resulta bizantino, a estas alturas de la sonrisa encantadora, especular sobre si el cantante más español y racial tiene verdadero talento musical o no. A la sonrisa sólo le interesa una cosa: mantener intacta su sonsa capacidad de seducción y su hispanismo solapado.

Es un señor moreno de voz melosa y sonrisa supuestamente encantadora. Y poco más. Bueno, sí; posee una frente atractiva, unos ojos calientes, una nariz pequeña y bien formada, unos dientes de nieve, un belfo notable, ligeramente húmedo y besucón. El pelo negro sabiamente alborotado oculta -no es ningún secreto- una calva más que incipiente. La mano que mariposea parece la mano yerta y fría de un banquero suizo, incapaz de cobijar un pájaro o un sueño. Las uñas están muy bien.

Pero en los grandes personajes, las leyendas se tejen con lo que no se distingue a simple vista. Y la leyenda de este señor, además, se está tramando allende los mares y los dólares. Por eso luce en la jeta sonriente y moruna, intensa a la manera hispanoide, la importancia social de su trabajo.

Y si es cierto, como dice Nabokov, que lo que pone a una obra de creación auténtica al abrigo de las larvas y del moho no es su importancia social, sino únicamente su arte, las aterciopeladas y dulces variaciones vocales de este pulcro caballero estarán mohosas dentro de muy poco tiempo.

(*)Una muestra del trabajo de Marsé de estos últimos años.

CÉSAR CALVO


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