Especial
Revista de revistas: dos revistas del Perú
More ferarum Índice Nº 3
PRIMERA
MUERTE DE MARÍA
(fragmento)
Este
libro se debe a Lima. Lima hizo a su autor e hizo su aflicción
por ella.
SEBASTIÁN
SALAZAR BONDY
En
mi libro es el cuerpo que habla: órgano por órgano,
función por función, apetito por apetito, de
manera que cada uno de ellos necesita de un signo diferente.
Además, este lenguaje del cuerpo, que apenas aflora
a la conciencia, posee formas verbales muy vagas y tiende
a la oscuridad, aparece confuso. No se trata, en realidad,
de una determinada forma, sino más bien de una ausencia
de forma.
JAMES
JOYCE
Cada
vez que José tejía una red, lo hacía sentado
en la arena, con el peso de la cabeza hacía adelante, refrescándole
el torso y echando un cono de sombra, que impedía los reflejos
del sol sobre la aguja. Nadie lo oyó nunca pronunciar una
palabra mientras tejía. En esos momentos, José parecía
no existir en el presente, ni envejecer ni haber sido niño
nunca. Mezcla de indio y español, vagamente se consideraba
peruano, porque alguna vez había tenido unos papeles. Pero
¡hacía ya tanto tiempo de eso! Nacido en Puerto Nuevo,
en la península de Paracas, el recuerdo de su mar, de su
arena, de su cielo, perennemente estrellado, lo perseguía
siempre. Desde hacía años, de acuerdo con Pedro, se
había trasladado cerca de Lima, en busca de mayores recursos.
Pero ¿qué cosa era Lima? ¿Esa playa interminable,
sembrada de pescado y pájaros muertos? ¿Esa espantosa
humedad que todo lo podría y lo llenaba de polilla? ¿Esos
pobres hermanos suyos, cubiertos de arena, de harapos y de piojos?
La última vez que estuvo en el centro, la arena -que ya había
casi cubierto la Plaza de Armas y el atrio de la Catedral- chorreaba
de los techos y penetraba en las casas a través de puertas
y ventanas. El pescador reconoció el viejo Palacio de Gobierno
y se acercó con timidez, como si temiera asistir a una remota
fiesta, con damas y caballeros bailando un antiquísimo minuet,
entre fastuosos candelabros y espejos dorados. Se sentía
un mendigo a las puertas de una mansión principesca. Pero
en el vetusto edificio no encontró sino enjambres de ratas
hambrientas y, aquí y allá, montones de basura y osamentas
de toda especie. Una secular higuera había proliferado en
el jardín y sus troncos marchitos penetraban en las salas
oscuras del Palacio. Centenares de huesos humanos yacían
a sus pies, formando una suerte de pirámide que el pescador
evitó con dificultad. Tropezando con muebles, cornisas, escombros,
cortinas y demás restos de lo que fuera la antigua residencia
de Pizarro, llegó a un amplio salón sumido en la penumbra.
Trizas de arañas de cristal cubrían el piso de un
rocío luminoso y filudo. A duras penas, saltando por entre
los vidrios, logró atravesarlo y se encontró en una
interminable galería que era, sin duda, la más abrigada
del edificio. Era allí que se refugiaban los mendigos, acurrucados
contra las paredes y cubiertos por enormes banderas peruanas. Muchos
de ellos morían de esa manera, sin que nadie se diera cuenta
y sólo cuando el hedor era insoportable alguien arrastraba
el fardo hasta el jardín y lo abandonaba a los pies de la
higuera. Los cadáveres se amontonaban día tras día,
pero nuevos pordioseros, vagabundos, delincuentes de toda especie,
seguían llegando y cometiendo las peores fechorías
a quienes, ya sin fuerzas, roídos por la enfermedad y el
hambre, no podían defenderse. José no pudo contener
una marejada de horror. Pero, casi inmediatamente recordó
que ese lugar había sido siempre reino del crimen y de la
más atroz corrupción y se alejó a grandes pasos,
atravesando la entera galería y alcanzando el portón
de salida. En la gran plaza cubierta de arena, la bella fuente de
bronce casi había desaparecido y todos los edificios circundantes
parecían deshabitados y como a punto de desplomarse. El pescador
siguió adelante y desembocó en una calle desierta
que, tiempo atrás, había sido una de las más
elegantes y concurridas de la ciudad. Siguió caminando, hacía
una ancha avenida al fondo de la cual otra ciudad lo esperaba: era
la Metrópoli.
Criaturas
de sexo indefinido transitaban dentro de lujosos automóviles,
entraban y salían de villas y rascacielos rodeados de jardines,
y su aspecto, sus vestidos, su manera de hablar y de moverse, todo
era diferente. Todos estos hombres, mujeres y niños blancos,
limpios y sonrientes, en nada se parecían a los pescadores,
ni a las mujeres de los pescadores, ni a sus hijos. Y mucho menos
a esos pobres desgraciados que poblaban el antiguo Palacio de Gobierno.
¿Eran éstos también sus compatriotas? ¿Asistían
acaso a la procesión del Señor de los Milagros, como
lo hacían él y toda su gente? José nunca antes
los había visto. No podía imaginarlos vestidos de
harapos, con una flor o un cirio morado en la mano, pidiéndole
un milagro al Señor. ¿Qué podrían pedirle,
además? ¿Acaso no lo tenían todo ya?
Lady
Ciclotrón adoraba el color violeta. Color suntuoso de la
penitencia. De la mortificación. Color maldito entre sus
compañeros de oficios. Para la santa limeña, en cambio,
había sustituido al glande rosado de Pedro, a la voz pausada
de Roberto. El divino violeta la penetraba sin ruido ni dolor. Huellas
patentes del éxtasis le quedaban todavía sobre los
párpados y las uñas pintadas. Pero, si el mensaje
nocturno de Lady Ciclotrón era oscuro y difícil como
un orgasmo o como una entera procesión religiosa, el atuendo
ceremonial era más que sucinto. Helo aquí, distribuido
en orden de importancia.
JORGE
EDUARDO EIELSON
Índice
|