¿Qué ocurre con las humanidades?

Jorge Estrella

Las humanidades tienen una rara ubicación en nuestras sociedades contemporáneas. Por una parte cuentan con un apoyo institucional que cualquier época pasada nos hubiese envidiado (abundancia de universidades, becas al extranjero, librerías repletas de sesudos estudios, comunicaciones cada vez más fluidas). Pero los humanistas se quejan de no ser escuchados, de no tener el espacio social de un Sócrates, por ejemplo, que burlón e impertinente dentro de una sociedad pobre, era atendido en la plaza pública.

En las actuales sociedades libres los humanistas no corren riesgo alguno de ejercer su profesión; y sabemos que Sócrates bebió su cicuta democrática (para no correr igual suerte hoy Rushkin vive soterrado y ayer Solyhenitsin padecía en otro democrático campo de concentración).

Los humanistas libres de hoy se sienten socialmente periféricos, olvidados. Pero basta que arrojen una cita de Cicerón en una reunión social cualquiera para que inmediatamente aparezca un aura de prestigio sobre su calva: burócratas, políticos, técnicos, científicos, comerciantes o comunicadores sociales, la sociedad entera en buenas cuentas, muestra un temor supersticioso ante la “sabiduría” del humanista y un sentimiento de minusvalía ante su propia “ignorancia” sobre los asuntos decisivos. Como dice Mafalda, todos ellos saben que “lo urgente ha postergado lo importante” en sus vidas.

Los humanistas lamentan que hoy el mercado y el dinero absorban el interés de las personas; pero olvidan que ayer eran (además del mercado y el dinero) las guerras y las pestes el centro de atención de mayorías que vivieron en ciudades amuralladas para soportar asedios y con una expectativa de vida que apenas alcanzaba los 35 años.

¿Se quejan de puros llorones los humanistas de hoy? Sin afirmar algo tan drástico, señalaré un par de rasgos endógenos de las humanidades actuales que explican en parte su situación postergada (postergada respecto de una convivencia social deseable, más que respecto de cualquier sociedad pasada). Hay sin duda otros factores exógenos, pero no los mencionaré pues acaparan el centro de la crítica y todo el mundo parece conocerlos muy bien.

Antes de hacerlo mostraré un trozo del género  de asuntos que nos ocupa a los humanistas. Ello me ahorra definir qué son las humanidades: señalarlas ostensivamente es un recurso menos riguroso, pero también más eficaz:

            Mirar el río hecho de tiempo y agua
            Y recordar que el tiempo es otro río,
            Saber que nos perdemos como el río
            Y que los rostros pasan como el agua.

            Sentir que la vigilia es otro sueño
            Que sueña no soñar y que la muerte
            Que teme nuestra carne es esa muerte
            De cada noche que se llama sueño.

            Ver en el día o en el año un símbolo
            De los días del hombre y de sus años
            Convertir el ultraje de los años
            En una música, un rumor y un símbolo.

            Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
            un triste oro, tal es la poesía
            Que es inmortal y pobre. La poesía
            Vuelve como la aurora y el ocaso.

            A veces en las tardes una cara
            Nos mira desde el fondo de un espejo;
            El arte debe ser como ese espejo
            Que nos revela nuestra propia cara.

            Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
            Lloró de amor al divisar su Itaca
            Verde y humilde. El arte es esa Itaca
            De verde eternidad, no de prodigios.

            También es como el río interminable
            Que pasa y queda y es cristal de un mismo
            Heráclito inconstante, que es el mismo
            Y es otro, como el río interminable.

Es un poema. Y lo escribió Borges. Lo llamó arte poética. Conservar, difundir, pensar (y ojalá crear) asuntos como ese poema es tarea de los humanistas. Pero para cumplir esas tareas hace falta un requisito: estar habitado por el entusiasmo, gozar, amar realidades de ese género. Disfrutar un argumento, una metáfora, una paradoja, un enigma histórico, es la condición primera, el gesto gremial del humanista.

Y aquí es donde veo la primera falencia: los humanistas parecen haber perdido hoy la fe en el valor intrínseco de su oficio de gozadores. ¿Cómo habrían de comunicar los profesores a sus alumnos y al prójimo un entusiasmo en el pensamiento, una pasión que no se tiene en las humanidades? ¿Y cómo podrían hacerlo si esos alumnos y ese prójimo no están dispuestos a dejarse rozar por la fascinación de una metáfora, por la perplejidad del enigma del tiempo o por la limpieza teórica de un argumento? Para revelar el rostro de la humanidad a quien se acerca al espejo inmortal y pobre de las humanidades hace falta vehemencia, convicción cierta; es preciso sufrir su ausencia como carencia, como despojamiento. ¿Tenemos eso los humanistas hoy? ¿O nos hemos convertido en “profesionales”, en pobres asalariados de la cultura?

Un motivo que suele escucharse dentro y fuera de las humanidades para su escasa presencia social es su inutilidad: ¿A quién le sirve trajinar con Sancho Panza por la campiña española tras las correrías inoportunas de don Quijote; o idear pretextos para el Machu Pichu; o descifrar las tabletas de barro cocido en la Sumeria de hace seis mil años: o pensar las consecuencias del teorema de Gödel? Este argumento, sin embargo, debería dejar intacta la fe del humanista. El, que sabe de argumentos, podría tomar el ejemplo de la gente que hace ciencia pura y replicar: ¿A quién le sirve el telescopio orbital Hubble o la demostración recién lograda del teorema de Fermat, en los que se ha invertido tantos recursos? La respuesta es una y simple: ambos asuntos - como el poema de Borges - nos ayudan a entender el universo que nos ha tocado vivir. Saber que eso encierra un valor en sí mismo, sentir que no precisamos justificarlo con utilidades inmediatas, es el coraje que tiene la ciencia pura y que les hace falta a los humanistas.

Esto me lleva a señalar una segunda falencia endógena del humanismo actual: amedrentado por el éxito tecnológico y económico de otras disciplinas, ha procurado imitarlas. Y se ha convertido en “especialista”, en erudito citador de parágrafos precisos, en enumerador de textos, en tasador de antigüedades, en disecador de poemas cuya belleza se esfuma, en contador de historias aburridas refrendadas por el autoritarismo de alguna escolástica. En suma, ha abandonado la vida y el mundo bajo la consigna burocrática que esa vida y ese mundo están contenidos como en un digesto en los textos sagrados que caen bajo su jurisdicción. Sus ojos han abandonado el triste oro del ocaso y el cielo estrellado y el enigma moral que nos habita: sus ojos han perdido luz y se han acostumbrado a la penumbra del museo. Y los vemos agachar la cabeza y llenar formularios ideados por oficinistas sin ideas ni tino ni destino, por administradores de fondos para la cultura que les exigen ridículas precisiones, resultados y eventuales patentamientos.

Dejo aquí este diagnóstico incompleto. Me limitaré a enumerar algunas de las muchas consecuencias que tiene el repliegue del humanismo en la sociedad contemporánea. Nuestra incapacidad para hacernos oír ha dejado un espacio vacante que hoy están ocupando, entre otras formas anómalas de las humanidades: el periodismo, el rumor, el ocultismo. Y también y siempre, como un caballo de Troya metido en la ciudadela del humanismo, la ideología, el peor de los sustitutos del pensamiento.