DIRÁN QUE ESTÁ EN LA GLORIA...

Grínor Rojo
Director de la Revista Chilena de Humanidades
 

PRÓLOGO
 
        ... de muertos seguimos viendo

Luz de Chile

El erotismo, el maternalismo, el ambiguo mensaje de las canciones de cuna, la religiosidad ortodoxa y la religiosidad alternativa, el largo camino de su recobro de Chile y el "Poema de Chile", las varias caras de la que ella misma denominaba su "locura", el remanente escriturario que no publicó y que recién en esta última década hemos podido conocer a raíz de la aparición de Lagar II, así corno la inserción de su aventura intelectual y poética en una posible historia de la mujer latinoamericana, tales son algunos de los paradigmas de los que deliberadamente se ocupa mi libro sobre Gabriela Mistral. Los he perseguido sobre todo en su poesía, aunque también haga referencia a su prosa en oportunidades diversas, casi siempre con el propósito de desmalezar el camino que debiera conducirme más tarde hacia el terreno poético. Puedo añadir a eso, y sin ánimo de causar confusión en el lector, que yo no elegí tales asuntos sino que ellos me eligieron a mí. Estaban, están, por todas partes, como lo sabrá aun quien tenga de la producción de Gabriela Mistral un conocimiento precario. Basta que quien esté interesado en su trabajo abra cualquier manual de literatura latinoamericana para que se tope con ellos, para que ellos le salgan al paso y le digan quién es la poeta, en qué consiste su escritura, por qué hizo lo que hizo y cómo se debe leerla. Esa fue mi experiencia también, al principio como consumidor ingenuo en los libros de texto de la escuela primaria, en seguida sobreponiéndome a la modorra no siempre aborrecible que me provocaban las clases de castellano de la secundaria, luego como estudiante un poco más avispado en la universidad y, finalmente, como profesor y crítico literario algunos años después.

Porque por ahí es por donde uno entraba y sigue entrando en la obra poética de Gabriela Mistral. Leerla ha sido desde hace mucho, casi desde los comienzos, desde 1914 ó algo así, leer sobre el amor imposible, sobre la maternidad frustrada, sobre la sublimación de ambas miserias en su dedicación a los niños, sobre su catolicismo militante, sobre su americanismo y su patriotismo, sobre su antifeminismo (es decir, sobre su alegato sin tapujos ni claudicaciones en favor del conyugalismo y el familiarismo burgueses) y, a veces, cuando el denuedo del comentarista era mucho, sobre los enigmáticos acontecimientos que rodearon sus últimos días. Poeta "mística", "divina" "Gabriela", "santa Gabriela", "mujer espíritu", "reliquia de la Patria", "gloria de su raza", "florón de la América", "espíritu inspirador de la República", "genio mayor de la cultura chilena y una de las siete [?] conciencias poéticas y morales máximas de nuestro siglo", he ahí a unos cuantos epítetos de los que más se destacan dentro de una plétora de parecido linaje, epítetos que desmienten la con tanto fervor publicitaria templanza chilena y cuyo propósito es, según afirman los perpetradores respectivos, el de informarnos acerca del significado y alcances de su creación literaria. No era como para quererla demasiado, seamos francos, y debo admitir que yo no la quise. No la quise cuando niño, tampoco en los años de mi adolescencia y nada o bien poco en mi posterior condición de profesional de las letras.
Por eso, constituyó para mí una gran sorpresa que la profesora María Rosa Olivera me llamara en 1990 desde la Universidad de Notre Dame para solicitarme una conferencia sobre Gabriela Mistral. En esa Universidad, la más prestigiosa de las instituciones católicas de educación superior en Estados Unidos, se habían propuesto conrnemorar el centenario del nacimiento de la poeta chilena con un año de retraso. Parte de la celebración era la conferencia que estaban entonces programando y que querían que yo les dictara. Le expliqué a la profesora Olivera, traté de explicarle, de la manera más discreta que me fue posible, que Mistral no era uno de mis temas favoritos. No me entendió (o no me quiso entender), insistió en su demanda y el resultado de esa cariñosa insistencia fue mi primer contacto serio con el cuerpo de escritura en cuya compañía he vivido durante los últimos cinco años.

Es decir que acepté la invitación de la Universidad de Notre Dame, e hice antes de ir ahí lo que las gentes de mi oficio solemos hacer en circunstancias como ésa. Releí entera la poesía de Gabriela Mistral y buena parte de su prosa, y leí -en la mayoría de los casos por primera vez, lo confieso- la bibliografía secundaria que a lo largo de sesenta y tantos años de aplicados esfuerzos se había amontonado sobre ella. De ese ejercicio salí lleno de una inmensa admiración por la poeta, cuya voz estoy ahora convencido de que debe contarse entre las más excelsas de la lengua, sin una admiración comparable por la prosista, que en una proporción bastante más grande de lo que se suele conceder produce literatura de circunstancia o de encargo, y con un descontento no pequeño (y estoy siendo discreto de nuevo) hacia el trabajo realizado por los críticos tradicionales de su obra. Me di cuenta, después de leer a esos críticos, de que, aun cuando yo no hubiese entrado hasta entonces en tratos con ellos, a sus opiniones debía yo mi desamor por Mistral. Para situar este lamentable acontecimiento en el plano de mi responsabilidad de lector: lo que entonces comprendí fue mi gran ligereza al dar por buena, sin cuestionarla y sin cuestionarme a mí mismo tampoco, la leyenda blanca que ellos habían compuesto, leyenda que sanitizaba la escritura de Mistral, que la exorcizaba de sus numerosos demonios y haciéndola así palatable para el feliz regodeo de las buenas conciencias. No fueron menudos mi desazón y mi disgusto, como es de suponer. Además, sentí de nuevo la patética certeza que se encierra en una página de Albert Camus que yo cité hace muchísimos años. Decía Camus ahí que los grandes escritores trabajan hasta que llega el día en que ya nadie los lee pues todo el mundo cree saber lo que ellos/ellas dicen habida cuenta de lo que acerca de sus obras han establecido media docena de intérpretes de una vez y para siempre.

Di pues mi conferencia en Notre Dame, ordené en seguida mis notas y redacté por fin un ensayo que me pareció que saldaba mis cuentas con Gabriela Mistral. Beverly De Long fue quien me dijo que ese ensayo no bastaba, que hacía falta un esfuerzo mayor. Más precisamente, eso que según ella hacía falta era un libro razonado y vigoroso y del cual el manuscrito que yo había puesto en sus manos era apenas un modesto anticipo. De dos tareas iba a ser necesario hacerse cargo en aquel libro futuro. Primero, yo tendría que caminar con una linterna en la mano por todos los derroteros a través de los cuales hiciera su tráfico de drogas la leyenda blanca que más arriba menciono, y después, pero sólo después, podría proponerme una nueva lectura del acervo poético mistraliano. Es lo que he intentado llevar a cabo en las páginas que siguen. De ahí la mantención deliberada de la secuencia que forman los paradigmas canónicos, puesto que hacerme cargo de ellos era o me pareció que era mi primera obligación en esta empresa. A Gabriela Mistral no se la lee en los tiempos que corren sin antes conjurar las condiciones que son indispensables para dicha lectura, esto es, sin antes abrir de par en par las puertas del rancio aposento en el que todavía se guarda su palabra poética.

Por cierto, a este programa de trabajo no le faltan precedentes. Desde mediados de la década del ochenta, Jaime Concha, Jorge Guzmán, Mauricio Ostria, Mario Rodríguez, Adriana Valdés y algunos otros de mis colegas y amigos han estado tratando de construir un nuevo escenario exegético en torno a la obra de la poeta chilena. No es ajena a este escenario la recuperación, a partir del segundo lustro de la década del setenta, de algunos documentos desconocidos hasta entonces, como las cartas de amor, o de difícil acceso, como mucho de su prosa' También cabe mencionar, a propósito de esta actividad de rescate, la paulatina habilitación de una franja a importante, o así me lo parece a mí, de su lírica inédita. Más atrás, no habría que perder de vista el cambio que a la sazón se estaba operando en el dominio de la teoría y la práctica críticas. Más atrás aún: un cambio ideológico de ramificaciones extensas y polifacéticas, que alimenta al anterior y de cuyas mejores secuelas (las hay peores, por supuesto) yo por lo menos creo que vamos a continuar desprendiendo utilidades durante algún tiempo más. El resultado es que los estudiosos de Mistral disponen hoy de herramientas de lectura de las que no disponían hasta hace un par de decenios, las cuales, si bien es cierto que los facultan para un mejor desempeño de su cometido, les infunden también un recelo muy grande cuando les llega la hora de enfrentarse con una tradición interpretativa cuya máxima aspiración fue y es todavía la de congelar el significado de sus textos. Como es bien sabido, la obra de arte literario ha llegado a convertirse para el pensamiento actual sobre las operaciones del lenguaje, y más mientras mayor es su calidad, en un espacio absuelto del monolitismo que una tradición anterior le atribuyó y en el que por igual motivo coexisten corrientes ideológicas y estéticas múltiples. Además, a nadie debería extrañarle que dichas corrientes se expresen en el flujo simultáneo de discursos disímiles y entre los que la discrepancia señorea con iguales o mejores derechos que la conformidad. Partiendo de esta premisa mínima, que comparten posiciones muy distintas dentro del confuso espectáculo del panorama crítico actual, identificar algunas de las alternativas que habitan y tensionan los poemas mistralianos, e identificarlas hasta donde mis posibilidades de análisis las hacían reconocibles y representables, fue la tarea que yo me eché encima al acometer la redacción de este libro.

Metodológicamente ecléctico, en Mistral recurro a varias de las estrategias de la crítica contemporánea a la semiótica, a la teoría de la recepción, a la desconstrucción, al nuevo psicoanálisis, al nuevo historicismo, al nuevo culturalismo, etc. , pero sin hacer con nada de eso mucha bulla y cuidándome de que los que empezaron siendo simples instrumentos no se me conviertan, al poco tiempo de iniciada la marcha, en insoportables camisas de fuerza. Referencia especial debo hacer aquí, como quiera que sea, a la crítica feminista, tal vez la estrategia más fructífera de todas, y yo sospecho que a causa de su resistencia a enclaustrarse en el ámbito del quehacer académico puro. En un mundo histórico como el nuestro, donde resulta difícil leer los signos del presente y más difícil todavía predecir los del futuro, y en el que de todos modos se hace imprescindible replantear el deseo de emancipación dando cabida en el nuevo proyecto a los grupos humanos que el proyecto anterior desdeñó, el feminismo y la crítica feminista contribuyen con un modelo epistemológico que muestra cómo es posible que una disciplina científica se ponga al servicio de los intereses y expectativas de una comunidad subalterna pero sin olvidarse de las afinidades que existen entre esa comunidad y las demás que componen el todo de los desapoderados. En Chile, Julieta Kirkwood sabía esto muy bien. Escribiendo en plena lucha contra la peor dictadura que ha conocido la historia de nuestro país, pero que menos absurdamente de lo que parece generó condiciones para una reemergencia en el medio chileno de la preocupación por la mujer, Kirkwood se dio cuenta de que, aunque su primera prioridad era ésa, la liberación última o iba a ser la de todos o no iba a ser la de ninguno.

Parte de esa liberación, y esto es algo que también supo Kirkwood, es nuestro reencuentro con la historia olvidada de la mujer latinoamericana y chilena. Pero es en este punto donde el lector contemporáneo de Gabriela Mistral se tropieza con una desconcertante incongruencia. Porque, ¿es la suya una historia olvidada? No sé yo con qué regularidad se alza sobre el suelo de nuestros países una nueva escuela, un nuevo parque o un nuevo centro de madres con el nombre de Gabriela Mistral, pero no me causaría asombro alguno si alguien me contara que dicha regularidad es mayor en su caso de la que en circunstancias semejantes es capaz de recabar para sí cualquiera otro de los grandes de nuestra cultura. Esta mujer, a quien se le hicieron monumentos en vida, sigue siendo, a casi cuarenta años de su muerte, objeto de una campaña de apropiación que no ceja y la que sólo ha servido para infundirle a sus discursos un carácter sagrado del que muy pocos están dispuestos a dudar. "Dirán que está en la Gloria...", es lo que escribió Enrique Lihn a propósito de este asunto en el verso que le he pedido prestado para dar título a mi libro.

Pienso yo que la ejemplaridad del discurso mistraliano es genuina, no obstante, aunque no por lo que las buenas conciencias creen sino que por otras razones. Es a la Mistral de esas otras razones, a la que, aun cuando se la utilice sin descanso, se escapa inevitablemente de los embates de la cuadrilla funcionaria, escuelera y periodística, a quien yo salí a buscar en este libro. Mi opinión es que ella es una figura admirable también, pero no por lo que dijo e hizo sino por lo que no dijo y no hizo o por lo que dijo e hizo sin querer, a pesar suyo y con dolor. Con todo, tampoco es éste el dolor al que se refieren la mayoría de sus comentaristas, y que es el que ella se autoriza a sí misma, poniéndolo sobre la superficie de sus textos de acuerdo al consejo de patrones retóricas que son pesquisables con facilidad si uno tiene el conocimiento y los instrumentos para hacerlo. El dolor de Mistral está más allá o más acá de su retórica del dolor. Bajar hasta los subterráneos donde nace, y determinar cuándo y cómo se filtra y fluye por entre las hendijas de su discurso ortodoxo, el mismo de cuyas limitaciones la poeta no pudo o no quiso enterarse, ha sido nuestro no tan tímido deseo.
 

De los diez capítulos que forman Mistral, una versión preliminar del primero se publicó en el tercer volumen de América Latina: palavra, literatura e cultura, la compilación tripartita de ensayos críticos que reunió Ana Pizarro durante los años ochenta y cuya última entrega se dio a conocer en el Brasil en 1995. Una sección del segundo había aparecido unos pocos meses antes, en Estados Unidos, en el número 168 169 de la Revista Iberoamericana, en un volumen que dirigió el poeta óscar Hahn y que está dedicado por completo a la literatura de Chile. También una versión sumaria del capítulo diez se está imprimiendo, en Ottawa, Canadá, en estos mismos momentos, con la actas del simposio "Releer Hoy a Gabriela Mistral: Mujer, Historia y Sociedad en América Latina", que organizaron a fines de 1995 los profesores Guillermo Renart y Gastón Lillo. El resto del material es inédito, incluido el epílogo metacrítico acerca de la relación entre literatura e historia, que preparé a petición de María Eugenia Góngora para unas jornadas de estudio que tuvieron lugar en la Universidad de Chile en enero de 1995.

Diversas instituciones y personas han colaborado conmigo. Entre las primeras y en Estados Unidos, debo agradecer a la Universidad del Estado de California, en Long Beach, que en época de vacas flacas me dio sin embargo cuantas oportunidades pudo para investigar y escribir; al National Endowment for the Humanities de ese mismo país, que me becó en el verano de 1994; y a la Library of Congress, donde me puse en contacto por primera vez con los textos inéditos de Mistral. En el Brasil, agradezco al Archivo de Escritores Mineiros, en la Facultad de Letras de la Universidad Federal de Minas Gerais, recinto de Belo Horizonte, donde tuve en mis manos trece cartas que la poeta envió en 1943 a su colega brasileña Henriqueta Lisboa, así como también el manuscrito de un artículo en el que Mistral precisa sus opiniones sobre la poesía infantil y sobre la infancia en general. En Chile, debo agradecer a la Universidad de Santiago, de la que fui investigador en el segundo semestre de 1995 y primero de 1996 y que respaldó la parte final de mi trabajo con una beca de la Dirección de Investigación Científica y Tecnológica (DICYT); a la Universidad de Chile, donde dirijo el Programa de Postgrado en Estudios Latinoamericanos; al Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura del Ministerio de Educación (FONDART), que me otorgó su apoyo en 1995; a la Biblioteca Nacional, donde proseguí mi consulta de los manuscritos inéditos; y al Archivo Siglo XX, donde tuve acceso a la correspondencia consular de Mistral (a menudo, harto menos diplomática de lo que los ministros del ramo hubiesen preferido). Entre las personas, además de las que ya fueron nombradas, quisiera dejar constancia aquí de la extensión de mi deuda con Rolena Adorno, Javier Campos, Marcela Cavada, Clorinda Donato, Edith Dimo, Hena Eck, María Carmen Fayos, Carmen Foxley, Jaime Giordano, James Irby, Gwen Kirkpatrick, Juan Camilo Lorca, Joan MacCauley, Shirley Mangini, José Luis Martínez, Claire Martín, Walter Mignolo, Gabriela Mora, Susana Münnich, Naín Nómez, Ana Pizarro, Graciela Ravetti, Sara Rojo, Paula Rojo, Patricia Rubio, Valentina Vega, María Inés Zaldívar y Pedro Pablo Zegers. De una u otra manera, ellas y ellos fueron mis cómplices en la elaboración de Mistral y merecen crédito por lo poco de bueno que en él se logró. Las deficiencias y errores son, apenas sí tengo que decirlo, de mi más exclusiva responsabilidad.

GRÍNOR ROJO

La Reina, abril de 1996
 
 

Índice

Cyber Humanitatis N°5