Escritoras jóvenes (Narradoras)

Elisa Castillo nace en Antofagasta en 1971. Ha publicado en la revista "Licantropía" del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile y en la revista electrónica "Cyber humanitatis". Actualmente prepara su primer libro de relatos titulado Diálogo de Delfines.

          BESOS

... Te acuerdas cuando tallabas tu boca sobre mis palmas
eran días de no saber sino besarlas y hasta ahora
todavía me abrigan cuando al lado de los otros siento frío

Alejandra del Río.

Esa mañana abrió los ojos antes de que el despertador sonara. Se quedó quieta, completamente serena y feliz de amanecer al día con esa paz. Hacía unos cuantos meses —un año quizás— que despertaba con ese sueño trancándole los ojos para que no pudiera abrirlos a la luz. La oscuridad obligada era movediza, caliente, profundamente húmeda. En ese maldito sueño la oscuridad comenzaba a devorarla por los pequeños pies; no había sangre ni gritos, pero sí mucho dolor porque otro cuerpo —recordable hasta en los más pequeños detalles— liberaba desde los ojos y la lengua más y más oscuridad hambrienta. Ese misterioso animal que la devoraba desde hacía mucho tiempo, esta mañana no había aparecido; y aunque estaba realmente feliz, su corazón latió muy lento cuando concluyó que había perdido el último rastro de ese amor deforme y encendido que le tatuara el alma. Sintió algo de pena, algo entre el estómago y la garganta terminó de quebrarse. Por fin podría reír de verdad y pestañear seguidito al tropezarse con la vida de la calle.

El sol le pareció inmenso, amarillo como el crisantemo despeinado que llevaba por medallón colgando del cuello. Su pelo aún goteaba después de la ducha y su espalda bebía cada gota refrescándola. Cuando bajó del bus, una indiscreta brisa le llenó la falda haciéndole cosquillas en las piernas.

Estaba cambiándose de ropa para iniciar su trabajo en el café, cuando de pronto sintió una leve picazón en las palmas de las manos. Observó la piel y notó una manchita roja en el centro de ambas palmas. Se lavó las manos un par de veces y restó importancia a las diminutas pecas.

La mañana transcurría muy rápida entre las mesas llenas de personas que necesitaban un café para recobrar la vida en medio del trabajo.

Ella se sentía cansada a la hora de almuerzo, por eso se sentó a comer algo muy liviano y fresco que la reanimara un poco. Mientras comía se sacó los zapatos de tacón alto y comenzó a estirar las piernas en el aire, tanto como para relajarlas como para admirarlas. Notó que la media tenía una pequeña marca de polvo y quiso sacudirla inmediatamente. Su mano se acercó a la pierna pero algo de ella quedó enganchada a la media. Era un montículo duro que se alzaba en el lugar de la mancha. Miró automáticamente su otra mano y el fenómeno era el mismo. Notó que algo se movía dentro de ese montículo asqueroso. Pensó que quizás se trataba de una pequeña astilla de madera o el aguijón de un insecto que al infectarse creó ese globo bermellón. No tuvo manera de explicarse cómo pudieron existir dos aguijones o dos astillas para que esa infección se produjera en ambas manos al mismo tiempo; sin embargo se quedó tranquila y fue al baño a tratar de curarse.

Su rito de curación comenzó con una lavativa de sus manos con abundante agua y jabón, luego quitó el alfiler de gancho que ajustaba la enorme minifalda a su cintura y atacó cruelmente los furúnculos que crecían y crecían en sus manos. Con gran sorpresa descubrió que ni sangre ni sustancia repulsiva salía de ahí. Manaban gotas de un líquido transparente y salado: sus manos lloraban gruesas y pesadas lágrimas.. Se desesperó por el extraño suceso pero trató de olvidarlo inmediatamente. Se convenció de que era una infección y aplicó fuertes dosis de desinfectante, enseguida untó sus heridas con crema cicatrizante y las ocultó detrás de un discreto parche. Aunque sentía un pequeño dolor, reanudó su trabajo.

La tarde se hacía lenta porque, inexplicablemente nadie entraba al café, lo que la empujaba a permanecer preocupada por el dolor de sus manos. Cuando la tarde iniciaba la despedida el café hervía de gente y sus manos escurrían ese líquido transparente y salado por litros. Fue al baño rápidamente y se dio cuenta de que en sus manos habían dos heridas ovaladas que se extendían sobre las palmas y se hacían profundas hasta casi traspasar las manos. Nunca había visto sus amarillentos huesos entre la red de pequeñas venas azules que los sujetaban como esqueletos en una vieja tela de araña. Se asustó de lo que sus manos le mostraban y decidió taponar las heridas con papel higiénico y luego envolver las manos en toallas de baño. Antes de salir se miró al espejo, sacó la lengua, gesticuló nerviosamente y comprobó que todo lo demás estaba en su lugar: el pelo, el maquillaje y su crisantemo despeinado no se habían percatado de que las manos estaban incompletas.

Cuando volvió a trabajar su jefe la regañó por la demora, sus compañeras le entregaron varias hojas de pedidos que correspondían a sus mesas. Los clientes le sonrieron amablemente sin percatarse del accidente de sus manos. Confiada en este detalle maravilloso contínuó segura su trabajo.

Al anochecer el café aún estaba repleto. Ella habla olvidado el incidente y sólo pensaba en llegar a su casa, tomar una ducha, comer frutillas con menta y dormir. Llevaba la cuenta al último cliente en el café cuando el tacón de su zapato cedió y ella cayó estrepitosamente al suelo. Alcanzó a frenar parte del golpe apoyándose en sus manos, pero una puñalada de profundo dolor hizo que gritara hasta vaciar el aire de sus pulmones. Quiso incorporarse inmediatamente. Apoyó el borde de sus manos en el suelo y trató de recoger el dinero desperdigado entre las mesas. Gateando y recuperando las monedas observó que a cada paso de cuadrúpedo, una poza de oscura sangre se dibujaba en el suelo. Se sostuvo en las rodillas y recorrió con la mirada su camino de gata herida. Comprobó que todo el piso del café tenía pinceladas de sangre. Líberó sus manos de las toallas y descubrió que sus palmas aullaban de dolor y que la sangre no dejaba de salir en medio de esos roncos aullidos. Su patrón llamó a un taxi y ella se fue sin poder explicar nada.

El chofer le sugirió que sacara las manos por la ventanilla ya que estaba ensuciando el tapiz del auto. Ella obedeció sin decir nada. Todo el trayecto hasta su casa quedó regado de esa misteriosa sangre que aullaba cada vez más fuerte. Entró a su casa y corrió al baño, se metió bajo la ducha de agua caliente... Caliente el agua, caliente la sangre, caliente las lágrimas que salían persiguiéndose desde sus ojos. Las palmas aún aullaban de dolor mientras comía frutillas con menta —como se las preparaba después de hacer el amor. Su cabeza recordaba las frutillas, las semillas, las sonrisas y el deseo mientras sus palmas gritaban un dolor intraducible. Un sentimiento extraño se apoderó de ella, algo que no conocía estaba manejándola. Para sentirse acompañada en medio de la angustia, cogió del cajón del velador la vela azul que le regalara para que nunca se sintiera sin su amor, sola. Prendió la vela y se sentó en la cama.

La vela irradiaba una mágica luz azul que combatía ferozmente la oscuridad del cuarto. Lloraba como una pequeña niña sin entender lo que sucedía. De pronto, cuando retiró sus manos de la cara, observó algo monstruoso: En cada una de sus palmas había nacido una boca, cuyos labios ella conocía de memoria. La pena y la pérdida habían esculpido, con duras lágrimas cristalizadas, esos labios que le quemaban las manos y cada sitio del cuerpo en el que se posaban sus palmas. Eran dolorosos besos ardientes.

Eran dos carbones al rojo que perforaban su memoria. Recordó los bordes de esos besos y el sabor dulce de esa pesada lengua mientras sus manos recorrían las hendiduras de su cuerpo. Allí estaba todo otra vez.

Se apagó de pronto la hermosa vela azul.
Sí, la oscuridad comenzó a devorarla.

LA MAGA

El cuello negro. El aro blanco

El doblez húmedo. Las gotas saladas.

Su blanco aro olvidaba el cuello. El cuello rendía tributo a esa pequeña luna blanca, hecha de los huesos de aquel guerrillero.

La había visto caminar tranquila, deseándole mal al resto de las hembras. Era un inmenso desafío lograr hundir su mano en esa cabellera amenazante, para obligar el hambriento beso de los leones. Era una grandiosa guerra.

No sabía esperar ni amar.

No sabía que negro era el cuello y negra la magia.

Entonces corrió tras ella. Tiritó palabras dulces. Se mordió la lengua doce veces y sufrió de indiferencia. Pero aún no se agotaba. Probó estrategias y se equivocó en todas. En secreto la espió una noche y de sorpresa y rabia la golpeó en la cara con su machete platanero. A ella le vino la risa de golpe y en sus manos, las chispas lo condenaron al fuego.

selección de su primer libro de relatos Diálogo de Delfines, inédito.

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