Universidad de Chile

 

Narrativa
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CARLOS MARÍA DOMÍNGUEZ nació en Buenos Aires (1955). Ha escrito las novelasPozo de Vargas (Emecé, 1985; Banda Oriental, 1989),Bicicletas negras (Arca, 1991) y La mujer hablada (Cal y Canto, 1995; Alfaguara, 1998). Es autor de las biografías Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti (Planeta, 1993), escrita en colaboración con María Esther Gilio, y El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras y su madre Clara (Cal y Canto, 1997).

LA MUJER HABLADA (fragmento)

    "Si Bela hubiera confiado en mí podríamos haber evitado, sin queja ni arrepentimiento, el bochornoso episodio de su marido. Pero ella esgrimía ese desprecio por los hombres que provocaba una imbécil necesidad de desmentirla.

    Durante muchos años traté de saber si había encontrado en mí alguien en quien confiar y luego se encargó de empujarme hasta mis propios límites, o yo no supe comprender que la historia se había iniciado en un tiempo que no me pertenecía y no me pertenecería nunca.

    No había forma de estar a su lado y a salvo de los golpes del azar. Su desprecio por los hombres ocultaba un asunto servil, quizá una humillación infantil, pero la imagen que había construido de sí misma era tan bella que nunca me atreví a dañarla con una verdad vulgar. Sólo los místicos y los locos aman la verdad por encima de cualquier cosa. En un mundo donde todo se compra y nada se conserva, había aprendido a negociar con mi destino.

    Hoy por ti, mañana por mí. Pero en la noche tenía pesadillas. Alguien se sentaba a cenar en mi cabeza, tomaba con las manos las imágenes del día, las aderezaba con ideas delirantes y masticaba mis deseos en su boca. Me despertaba en la mañana con la sensación de cargar con los restos de un banquete que otro había devorado en su provecho. Ella me apartó de ese sueño reiterado y me involucró en el suyo.

    No es que fuera ingenuo, conocía el rencor de los hombres resignados, entre los que debía incluirme a mi pesar. Detesto la cobardía que desde pibes nos enseñan a cambiar por las más vanas esperanzas. No hay límites para la economía. Empezamos por monedas y un día le llevamos flores al corazón. Entonces trabajaba en una armería de calle Reconquista y los fines de semana pintaba unos cuadros de animales salvajes que apilaba junto a una pared del negocio con el propósito de vendérselos a los amantes de la caza. Pero ellos los querían colgados de sus hombros, perdiendo calor por un agujero. Mis pinturas sólo interesaban a un embalsamador de pájaros llamado León. Visitaba la tienda una vez al mes y me alentaba a continuar. Quería que le hiciera un retrato. Aunque me negaba a considerarlo, sus expectativas me consolaban. No es que buscara mortificarme, pero el tiempo se mostraba indiferente a mi voluntad y me olvidaba. Iba el día y yo detrás, como su esclavo.

    Diez años después de abandonar Junín por Buenos Aires no había avanzado mucho. Es más, me encontraba lleno de envidia hacia los tipos que usan esos grandes sobretodos intimidatorios, marrones, azules, negros, de cuellos amplios, se abren paso en la multitud, por apretada que sea, y destilan el pulcro aroma de la raza del progreso. No había forma de percatarse de ellos. Si el viento los despeina no pierden ni una pizca de elegancia y fe en sí mismos. Avanzan con sus corbatas impecables y sus cuellos duros, la vida parece abrirle todas sus puertas. Nunca pasarán un frío excesivo, nunca sufrirán calor. La ciudad los cuida como a caballos de carrera. Buenos Aires es una obligación. Si no progresas en Buenos Aires no sabes qué estás haciendo en Buenos Aires.

    Había probado educarme en varios estudios de pintura, pero las modelos malograban mi interés por el dibujo. Me resistía a poseerlas con la imaginación mientras sus cuerpos iban a dibujar las sábanas del maestro. Pasé por varios escándalos pero aquello era toda una legislación y hasta el pintor más necesitado y hambriento terminaba poniéndome una mano en el hombro y me decía: "Roberto, el arte no es para usted. Dedíquese a otra cosa".

    En la armería atendía el mostrador y ayudaba a Domingo con algunas reparaciones. Domingo es cordobés, ex presidario, experto en el uso de una hojita de afeitar como de un bazooka. Trabajó en la policía y en las armerías del ejército. La vida no le sonreía pero tampoco lo maltrataba hasta que un día mató de varios tiros a un oficial de boxer. Pasó tres años en la cárcel y salió adicto a la cocaína, de modo que en los últimos tiempos su precisión había comenzado a derrumbarse junto con el anular y el medio de su mano izquierda. Trabajaba en la pieza trasera de la tienda y bajo una luz mortecina entretenía los restos de su inteligencia en la mecánica. Mi ubicación era mucho mejor que la de domingo, aunque mi sueldo fuera inferior. Desde el mostrador y a través de las vitrinas podía al menos ver la calle. No había otros empleados además de nosotros, y a decir verdad, tampoco sabíamos quién era el dueño. A mí me contrató Domingo y a Domingo el hombre que antes atendía el mostrador y ya no estaba. Eso parecía todo. Creced y multiplicaos como los hongos.

    Los proveedores y las cuentas las atendía una oficina administradora ubicada en el tercer piso del edificio. Ahí entregábamos el dinero de la caja y una vez al mes nos pagaba el sueldo un hombre de gafas oscuras y manos amarillas de nicotina, incapaz de malgastar palabras en cualquier clase de cortesía. Según Domingo, hacía mal en desgañitarme contra sus narices por un aumento. Acusaba de rapiñero al simple empleado de una firma que administraba bienes a terceros. Ya había transmitido mi reclamo, que me dejara de joder.

    En el negocio debía atender a la clientela y controlar la caja cuando nos íbamos. No estaba mal. El tema de las armas me aburría, pero en ocasiones lograba sorprenderme. Todos los que compran un arma lo hacen con gravedad, pero ni bien acarician el nácar de una culata o el acero de una mira, sus ojos se iluminan. No tardé en advertir la extraña sensualidad con que las manos acarician las armas. Esa curiosa manera de besarse con el peligro y la muerte.

    Las mujeres suelen tocarlas con exagerado respeto y se diría, hasta con un miedo metafísico. Los hombres las toman con ternura cuando no son lascivos y los niños con una enorme familiaridad. Ancianas y ancianos las guardan en sus bolsos con la misma rapidez con que ocultan sus caramelos. "Dime cómo sostienes tu arma y te diré como lo harás", parecía un refrán apropiado. Por delgada que sea la pistola siempre la quieres para hacerte policía de Dios".

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