Universidad de Chile

 

Narrativa
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EDUARDO ANTONIO PARRA (León, Gto., 1965) ha colaborado en publicaciones de Monterrey, Cd. Juárez y la ciudad de México, con cuentos y ensayos. Ha ganado varios concursos de cuento, entre ellos el Certamen Nacional de Cuento, Poesía y Ensayo de la Universidad Veracruzana (1994). Actualmente radica en Monterrey.

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NOMÁS NO ME QUITEN LO POQUITO QUE TRAIGO

Apenas lo dijo y al sargento le cambiaron los ojos: de la cachondez burlona que le desbordaba los párpados mientras le metía mano por el escote pasó a una mirada seca, llena de suspicacia. Estúpida. ¿Cómo fue a escapársele semejante babosada? Si no venían por dinero. Ellos sólo pasaban por su cariñito como cualquier noche, sobre todo en invierno, cuando el frío engarrota los músculos y hay que mover el cuerpo para entrar en calor. El sargento no preguntó nada; únicamente la sonrisa se le fugó del rostro, y como no volvió a hablar, el otro chachuchón ya no tuvo motivos para festejarle a carcajadas cada una de sus ocurrencias. Pendeja, si de lo que se trataba era de coger, dejarlos bien exprimidos y contentos y después largarse muy oronda a esconder el dinero debajo del colchón. Si acaso habría tenido que aguantar un poco de agresión, algunas cachetadas quizá, las necesarias para darle algo de sabor al encuentro. Nunca causan mucho daño, y además es costumbre de los policías. Como que la violencia los deja listos, los hace sentirse machos: un par de golpes y ahora vas a ver, pinche puta, antes de arrancarle la ropa a jalones, rasgándosela ruidosamente, y entonces primero el sargento, empínate cabrona, y el dolor de la entrada porque siempre son una bestias al empujar, así, como viene, en seco. Mas en seguida se amolda, ábrete bien hija de la chingada, el cuerpo se acostumbra y comienza y comienza a disfrutar ese pedazo de carne dura adentro. Porque para qué mentirse a sí misma, si ya no aprieta como antes, y la culpa la tiene tanto pelado cachondo que anda por la calle. Sí, arde, pero poco a poco se le va agarrando el gusto. Sólo que ahora, como se le fue la lengua, no adivina qué va a pasar. La patrulla avanza lentamente, sin prisa, dejando atrás el centro con sus calles atestadas de noctámbulos. Los faros iluminan algunas parejas y caminantes solitarios en las esquinas. Estrella va con el cuerpo rígido, en medio del sargento y del chofer, embotada por el silencio seco dentro de la patrulla, sin saber cómo reaccionar a los apretones de esa mano torpe que circula por su piel.

Háganme lo que quieran, nomás no me quiten lo poquito que traigo. Tenía que decirlo. Tenía que dejarse llevar por su lengua siempre amarrada al miedo, a la maldita avaricia, a los centavos; y nunca al cerebro como le aconsejan las compañeras. ¿Pero qué puede ella, con sus apenas dieciocho, y con sólo tres meses en la calle vestida de minifalda, tacón y camisa ombliguera? Le ganó lo mujer y la traicionó la emoción del dinero. ¿Cuántas veces le han advertido las otras que con la ley chitón, sí señor, lo que usted mande, ya sabe que estoy para darle gusto. Incluso habría salido ganando, porque después de despacharse al sargento, sin darle tiempo a descansar se le habría montado otro cachuchón, encontrándola ya muy aceitadita, muy suelta, lista para cerrar los ojos y en la oscuridad perderse en esa fantasía donde es poseída por un centauro. Nunca disfrutó así con su señor, ni con ninguno de los que la levantaban en la calle. Todos los hombres son unos egoístas: buscan su propio placer y no les importa salirse cuando ella apenas empieza. Luego actúan como si los amargara la culpa o la vergüenza. O peor: como si Estrella les provocara asco. Por eso le gustan los policías. No se andan con remilgos ni remordimientos y siempre vienen en paquete: de dos en dos o de tres en tres. Y como acostumbran a coger uno después del otro, sólo basta con apretar dientes y párpados y echar a volar la imaginación para sentir que tiene detrás a un semental de carrera larga.

—Señor —su voz sale sofocada, como un murmullo—, ¿a dónde me llevan?

—No sé por qué me preguntas —responde el sargento que ahora le soba el estómago bajo la blusa—. Como si no lo supieras.

Al mismo lugar de siempre dice Estrella después de reconocer el rumbo. Al parque, junto al río, donde ya otros policías la llevaron antes. Por la noche no hay nadie ahí, y lo difícil es el regreso. Aunque en esa ocasión, como se portó muy complaciente y les cumplió a los uniformados todos sus caprichos, aceptaron devolverla a las inmediaciones del centro. Sin embargo, en estos momentos no está muy segura de cómo le va a ir. La expresión del sargento no es la de un hombre urgido, por más que le deje manosearle los senos como si nunca antes hubiera tenido al alcance unos tan firmes, tan redondos, tan duros. Luego baja la mano hasta el ombligo, donde inserta un dedo que se le inserta entre los pelos, y de ahí pasa a tentarle el vientre, jugueteando un poco con la aspereza del pubis. El miedo y el placer se le confunden en una opresión de garganta ante la actitud del policía. Lo que a veces parecen caricias toscas, por momentos se convierten en una exploración acuciosa y fría. La está registrando: la mano del sargento pretende disfrazar de lujuria el rastreo de algo entre su piel y la ropa.

¿Por qué demonios mencioné lo del dinero?, se pregunta una vez más. Se le desbordó el orgullo de traer hartos pesos y no pudo contenerse. Nunca imaginó que un caballero con un carro como ese fuera a invitarla a subir. Todo un señor, elegante, bien parecido, de buenos modales. Ni pensó que alguna vez entraría a un departamento así de lujoso, en un edificio que parecía la torre de un castillo. Desde ahí, a través de los ventanales, se alcanzaba ver toda la ciudad con sus casas como de juguete y las personas chiquitas chiquitas. Además el caballero ni la tocó. Se limitó a pedirle que bailara sin música junto al ventanal, mientras se desnudaba lentamente. Ella se puso nerviosa, pero el señor la fue dirigiendo con una voz que en su autoridad dejaba entrever un deseo vivísimo. Cuando llegó el momento de completar el desnudo titubeó, pues no quería mostrar ese miembro flácido que le da tanta vergüenza y que siempre trata de ocultar con bragas de refuerzo doble. Sin embargo, una desesperación vibrante en la voz del hombre la hizo darse cuenta de que eso era precisamente lo que él deseaba ver. Reprimió los escrúpulos, y pensó en cualquier cosa para no imaginar cómo se vería con sus senos siliconeados y su verga infantil, igual a un gusano amoratado colgando de su cuerpo, hasta que con un sonoro resuello el caballero acabó de masturbarse en un rincón oscuro de la habitación. Luego le ordenó con mucha cortesía que se vistiera de nuevo, y enseguida le pagó con una cantidad en dólares que Estrella jamás había visto junta, añadiendo varios billetes nacionales para el taxi.

Me hubiera ido directo a la casa, piensa mientras los dedos rasposos del sargento se desplazan de su espalda hacia el nacimiento de las nalgas. Ya tenía la noche completa. Y ahora estos cabrones me van a quitar todo. Había decidido abrir una cuenta en el banco, iniciar un guardadito para la operación definitiva. Con unos cuantos clientes ricos, como ese señor... Mas la interrumpe un estremecimiento porque un dedo le recorre el desfiladero entre las nalgas. En esta ocasión es evidente que no hay ni una pizca de deseo en la mano que la explora, y sin embargo en sus entresijos se alborotan miles de insectos gozozos, y su miembro muerto se cimbra un par de veces como si estuviera a punto de levantarse.

La patrulla sigue avanzando con extrema lentitud. Cualquiera diría que se realiza su ronda nocturna. Dejan atrás las últimas zonas residenciales, y ni el sargento ni el chofer han dicho una palabra. Por ese rumbo la ciudad luce desolada. Poco a poco el miedo se intensifica en el estómago de Estrella, se le revuelven con las ganas de hombre, se torna en impaciencia. Quiere ser poseída por los dos. No ve la hora de llegar al parque. Se impacienta a causa de la pasividad de los uniformados. En cualquier otra noche, para estas alturas del camino alguno de los policías, sin poderse aguantar más, ya se habría abierto la bragueta, obligándola a agacharse para llevar su boca hasta el miembro erecto. O de perdida la mano. O quizá entre los dos la habrían encuerado para manosearla a sus anchas. Nunca se ha sentido más mujer que cuando se encuentra desnudo dentro de un auto, con una macho a cada lado, recibiendo caricias y aferrada a dos vergas endurecidas. Pero ahora el único contacto viene de la mano fría del sargento que la recorre de arriba abajo, calentándola, eso sí, aunque con movimientos tan mecánicos que más parece una rutina que un cachondeo. Ojalá no me dé el agarrón en las verijas, se dice angustiada, porque se va a encontrar los billetes. El otro policía también se muestra extrañado: no deja de voltear hacia Estrella y el sargento como si se preguntara por qué no inicia la función.

Entran al fin a un área donde los árboles se aprietan unos a otros, formando barreras a los lados del camino. Aquí y allá los autos estacionados entre la vegetación son semejantes a animales en reposo, solitarios y oscuros; mas en los cristales cubiertos de telarañas de vaho se advierte que sus ocupantes se acoplan protegidos por las sombras. Entonces el chofer pierde la paciencia: aparta la diestra del volante y la interna por el escote de Estrella hasta capturar un seno. Ella emite un quejido ronco. Ahora un hombre la manosea por delante y otro por detrás, y su cuerpo se abandona, retorciéndose sobre el asiento de la patrulla, girándose a medias una y otra vez para facilitarles el acceso. Algo que ya corre por su sangre la impulsa a rebelarse contra el pudor y el miedo, y renuncia a la pasividad. Extiende la mano izquierda y con desparpajo envuelve entre los dedos el miembro del policía por encima del pantalón, lo palpa minuciosamente hasta sentirlo crecer y endurecerse. La sensación le nubla la vista. Se le ensartan en la piel múltiples agujas cargadas de calor. Perdido la timidez, con la otra mano alcanza la bragueta del sargento. Lucha contra el cierre por unos segundos, y al comprobar que es inútil se contenta con frotar sobre la tela el falo hinchado.

—Ya se soltó el putito, mi sargento —dice el policía en tono socarrón—. Como que ya quiere lo que le vamos a dar.

—Soy putita... —murmura Estrella con los ojos cerrados mientras termina de desabrochársele el cinturón al sargento.

—¿Qué dijiste?

—No soy putito —suspira—. Díganme puta.

—Sí mi reina, como no. Eres la más grande de todas.

—Mira, estaciónate ahí —ordena el sargento.

Las arboledas paralelas se transforman en una especie de caverna vegetal, honda y umbría, techada por las enormes ramas que se entrelazan. Más allá se encuentra el río, cuyo rumor acuático llega a ellos un tanto débil. Es el cogedero predilecto de los uniformados. Estrella ha estado en el lugar: ahí la llevaron los granaderos la semana anterior. Buena noche aquella: la primera vez que dio servicio a una tercia de policías. Gracias a luz de los faros reconoce un árbol de tronco grueso y nudoso, ramas muy bajas, en donde apoyó el cuerpo mientras la penetraban, hasta que casi se desmayó envuelta en un placer doloroso y larguísimo. El recuerdo suma calentura a la que le provocan los manoseos de los policías, a la que transmiten sus propias manos aferrando el grosor de las dos vergas. Gime profundamente cuando uno de los dedos del sargento le hurga el agujero en medio de las nalgas, y aumenta los gemidos cuando el otro empieza a arrancarle la ropa.

—Bájate —ordena seco el sargento—. Ahora sí nos vamos a divertir.

La toma con fuerza de los cabellos, pues Estrella ya se agachaba buscando con los labios la entrepierna del chofer. Sale a la intemperie medio desnuda, y sólo al momento en que una ráfaga de aire helado se le estampa en la piel se da cuenta de que únicamente lleva puestos los zapatos y las bragas y empieza a temblar. Sus pezones se endurecen; le arden por el frío y por la excitación. Antes de bajarse del auto el chofer apaga los faros, y una oscuridad espesa se les viene encima al grado de casi confundir sus siluetas con las de los árboles. El sargento la abraza por detrás, pegando a ella su cuerpo, y le restrega el miembro contra las nalgas como si husmeara el camino. Al mismo tiempo le pellizca los pezones arrancándole un grito. Ya no nota el frío, aunque los temblores no la abandonan. Echa las manos atrás y se topa con la cabellera erizada del sargento, de púas tiesas y sebosas. Las jala para acercar al hombre a su cuello. Se estremece al contacto con los labios y la lengua, primero; y enseguida los dientes hundiéndose en su piel. A través de los párpados entrecerrados vislumbra una masa de sombras que se le aproxima por el frente y luego se enconcha a sus pies: es el otro policía intentando bajarle las bragas.

—Yo sola... —dice, pero una bofetada le estalla muy cerca del oído y la obliga a callar.

Antes de que pueda dolerse recibe otro golpe, y otro más. Las mejillas le arden y el aire frío se le embarra en ellas como sal en carne viva. Dolor que azuza el deseo, la urgencia de ser poseída, vejada, emputecida. Su único anhelo es que la terminen de desnudar y la abran por la mitad hasta partirla en dos con esa violencia de machos furiosos que sólo tienen los policías; que la humillen y la azoten hasta el cansancio mientras la gozan con sus falos a punto de reventar, porque para eso es lo que es: para otorgar placer y obtenerlo, para ser penetrada y cumplirles todos sus caprichos y fantasías a los hombres que la levantan.

El sargento la voltea para tenerla de frente. Ella sigue sin ver más que sombras, pero reconoce ese aliento agrio y caliente que estuvo a su lado durante todo el camino. Pretende arrimar la boca para besarlo, y de inmediato es rechazada con un empujón. Mientras el otro la inmoviliza, el sargento le baja las bragas a media pierna. Al aire, su falo infantil es un gusano amedrentado por el frío. Lo siente disminuir su tamaño al mínimo, como si quisiera esconderse dentro de ese cuerpo del que nunca debió brotar. Decide ignorarlo y une los pies, mientras afloja las rodillas con movimientos ondulantes, para permitir que las bragas escurran al suelo.

Desnuda por completo, se inclina oprimiendo el cuerpo del policía detrás del suyo. Roza con los muslos el glande cálido, y lo halla húmedo, viscoso, listo para hundirse en ella. La cabeza le da vueltas. Tiene la boca seca y la piernas trémulas, débiles. Aprieta los párpados con fuerza, respira hondo, y se echa hacia atrás en un intento por centrar el falo, buscando ensartarse por fin en él, exprimirlo dentro de sí; mas un resplandor intenso le explota frente a los ojos dolorosamente. Tarda en comprender qué sucede, hasta que el haz de luz de la linterna se aparta de su rostro, desciende por sus senos, se demora un instante en su miembro de niño, y llega al suelo, donde alumbra las bragas enrolladas. Dentro de ellas, unido a la tela con cinta adhesiva, se encuentra un pequeño dobladillo de billetes verdes.

—Son para mi operación... —balbucea Estrella en una reacción tardía

_—A chingá, ¿pos a poco estás enferma? —se burla el chofer.

—Por favor no me lo quiten. Son para...

—Eran, preciosa —el sargento despega el dinero y después, con un gesto de asco, arroja las bragas lejos—. Yo sabía que había oído bien: Ni tan poquito, mi reina. Ni tan poquito.

Se guarda los billetes en el bolsillo donde porta la placa. Enseguida apaga la linterna y el brillo de su sonrisa amarillenta queda suspendido en la oscuridad durante una fracción de segundo. El chofer deja de sujetarla y Estrella cae al suelo. La humedad escondida entre la hierba le eriza la piel. La tierra es áspera; algunas piedras se le incrustan en el trasero, lastimándola, mas no emite ninguna queja. Desde ahí contempla la doble sombra de los policías que se ensancha y encoge como si se tratara de un amorfo espectro de dos cabezas. Aunque no distingue los rostros, está segura de que ellos también miran hacia su silueta vencida. La miran y sonríen. Se mofan de su candidez, de esa incapacidad para cerrar la boca y controlar la lengua que siempre le ha acarreado puras desgracias. Pendeja, se lo van a llevar todo. El rencor comienza a formarle olas en el estómago. Por un momento tiene el impulso de levantarse y responder como hombre. Sería fácil, ellos nunca lo esperarían. Un cabronazo al rostro del sargento, directo a esa sonrisa puñetera, y arrancarle de la mano la linterna para, con ella, machacarles el cráneo a los dos hasta dejarlos bien fritos entre los árboles. Pero hace tanto tiempo que no pelea, que acaso no sabría cómo hacerlo. Ahora sí que me chingaron, por eso se burlan. Ahí están, con los dientotes de fuera, agarrándose las vergas paradas, nomás para enseñarme que las pueden. Dentro de su pecho comienza a expandirse un acceso de llanto que Estrella intenta ahogar apretando las mandíbulas. Y ni siquiera venían por billetes, sino por carne, por un par de nalgas prontas, por un agujero que rellenar, por un cuerpo como el mío, bien dispuesto, para alivianar el frío de la noche...

Lo que iba a ser un sollozo se convierte en un suspiro largo y cachondo. Un estremecimiento se le anuda debajo de la nuca, y Estrella se concentra en oír la respiración agitada de los uniformados. En la oscuridad adivina la erección que hincha los pantalones de cada uno de ellos. No puede haber desaparecido, ahí debe estar, esperando sus caricias, sus manos, su boca, su cuerpo. Un escalofrío la recorre y vuelve a ser presa de la urgencia de hombre. El sargento y el chofer ríen entre dientes. Festejan su hazaña. Casi los puede ver sobándose el falo, comparándolo con el del otro para medir quién lo tiene más grande, señalándola a ella con él, como si le anunciaran que esto no ha terminado, que apenas empiezan. Así es como les gustan los hombres: desvergonzados, abusivos, cínicos y calientes, siempre machos calenturientos. Entonces se pone de rodillas y extiende los brazos hacia ellos, invitándolos a acercarse. Su respiración se mezcla con un gemido apenas audible. Los policías no la ven, pero Estrella les ofrece su boca, húmeda y ansiosa. Sus pechos firmes y redondos, rematados por un par de pezones erguidos que apuntan directamente a las braguetas. Una de sus manos se posa en la pierna del sargento. La otra encuentra el bulto que tensa el pantalón del chofer y lo aprisiona con firmeza.

—¿Usted qué dice, mi sargento? —pregunta el policía con voz muy ronca—. ¿Le entramos?

—Mejor vámonos.

—¡No! -ruega Estrella—. Si quieren llévense el dinero, pero... ¡No me pueden dejar así! ¿Entonces para qué me trajeron hasta acá? No se vayan...

—¿Cómo ves, pareja? —dice el sargento—. Estos putito no tienen llenadera.

—Deberíamos encerrarlo por degenerado.

—No, mejor lo dejamos aquí. Con eso tiene. Y nosotros vámonos con unas viejas de a deveras. Yo invito. Al fin que traigo con qué.

Aún de rodillas, Estrella observa cómo el espectro de dos cabezas se divide. Después escucha cerrarse la portezuela del lado del chofer. Antes de subirse a la patrulla, el sargento le hunde una fuerte patada en el estómago que la dobla hasta quedar recostada sobre el suelo. Casi al mismo tiempo, los faros del vehículo se encienden y ella ve el resplandor como si fuera consecuencia del golpe. Le falta el aire y comienza a toser, arrojando flemas y maldiciones.

Cuando las luces de la patrulla se pierden al salir de la arboleda, el aire helado de la noche sobre su piel desnuda le va adormeciendo poco a poco el dolor en el estómago y todas las ganas de mujer que le incendiaban el cuerpo.

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