Universidad de Chile

 

Narrativa
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JOSÉ 0. ALVAREZ (Colombia)

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FIEBRE DE LOTTO

    Para combatir los rumores de que en pocas semanas iban a ser absorbidos por el Banco Interamericano y posiblemente quedarían en la calle, los 160 trabajadores del Banco de Ahorros y Préstamos acordaron gastar los ahorros de toda su vida comprando conjuntamente medio millón de dólares en números de la lotería de la Florida que subía su acumulado por minutos. Los menos afortunados, que eran la mayoría, aprovechándose de las conexiones que tenían en el banco, pidieron prestadas sumas exageradas que respaldaron con sus joyas y sus bienes raíces.
    Al pie de las enormes carteleras regadas a lo largo y ancho del estado, un ejército de jóvenes, equipados con celulares, cada minuto cambiaban la cifra que subía al borde del hervor: 100 millones de Washingtones.
    En la historia de los sorteos nunca antes se había disparado el acumulado a alturas que igualaran la temperatura de las playas produciendo fiebre de lotto en cada nativo o turista de turno. La noticia se regó como pólvora y hasta los jugadores de otros estados y países viajaron expresamente a comprar miles y millones en boletos. Se supo de madres pobres que cambiaron sus cupones por boletos dejando a sus crías sin alimento, conscientes que luego lo tendrían hasta la saciedad. Muchos matrimonios sufrieron la ruptura porque todos sus ahorros fueron invertidos en el juego. Los burócratas de la educación rebosaron de alegría: podrían aumentar sus primas y los fondos de retiro; aprobar licitaciones nepóticas, y sólo un pequeño porcentaje, invertirlo en tratar de educar a una juventud indiferente a la academia.
    Los trabajadores del banco, que cada semana ponían todas sus esperanzas en el premio gordo, decidieron contratar a un experto en combinaciones numéricas, el cual había sido expulsado de la Lotería Estatal por negociar con los secretos que dicha entidad maneja en cuestiones de sorteos. Este señor les cobró una cantidad exagerada, exigiendo de antemano no revelar la suma para evitar el implacable castigo de la administración de impuestos.
    Antes de mandar al mensajero a comprar los números, por escrito acordaron unas reglas que debían cumplirse al pie de la letra para evitar estropear la suerte. Ninguno podía comprar por su cuenta la loteria; no se podía hablar con nadie acerca de lo mismo hasta el lunes siguiente a las ocho de la mañana luego de abrir un sobre con los datos que cada cual encontraría en su escritorio; todos tendrían que dedicarse a la oración y a encender velas a los innumerables santos de su preferencia para que en concilio extraordinario seleccionaran uno de los números comprados por ellos. Una fila que le daba vueltas a la manzana le armó una trifulca al mensajero por demorarse obteniendo los números. Lo salvaron otros mensajeros de otras entidades que estaban haciendo la misma diligencia.
    A medida que pasaba la semana la atención iba desmejorando progresivamente hasta casi llegar a la parálisis del jueves y viernes. En estos días atendieron con tal desgano que muchos clientes, decididos a hacer la misma inversión combinatoria, optaron por retirarse maldiciendo y amenazando con demandar el banco en caso de que el número que pensaban comprar saliera seleccionado.
    El viernes hicieron una fiesta de despedida y muchos empeñaron lo poco que les quedaba para comprar bebidas y comidas a granel. La fiesta terminó en una francachela como de final de año. La policía tuvo que intervenir porque la mayoría salió a la calle a gritar pestes contra el banco. En improvisadas pancartas denunciaban los salarios de hambre que les pagaban contando a montones dinero que no era de ellos. Con paso de pavo real y desplante de torero, comentaban que ahora sí no los iban a ver ni en las curvas porque se iban a dar la gran vida tal como se la daban los dueños del banco.
    Ese fin de semana se convirtió en una tortura. Ninguno se atrevió a violar el pacto por temor a echar a perder la suerte del grupo. Nadie quería cargar con la culpa de seguir arrastrando una vida esclavizada, mecánica y sin sentido. Las iglesias de todas las denominaciones que luchaban infructuosamente a brazo partido por reclutar adeptos, se vieron repletas de fieles que en silencio solicitaban el gran milagro.
    El lunes se vistieron con sus mejores ropas. No querían mostrarse como miserables que la fortuna atropella. El corazón latía aceleradamente. Hasta los que siempre llegaban con retraso, ese día se levantaron con tiempo para evitar el tráfico al que siempre le echaban la culpa de sus demoras.
    El sobre estaba sobre la mesa. La emoción los paralizó. Nadie se atrevía a dar el primer paso. Todos se miraban con recelo, como si súbitamente entre sus vidas se abriera un abismo profundo unido por un puente de desconfianza construido sobre tontas sonrisas. Poco a poco se empezaron a sentir gritos, desmayos, llantos. Agarrándose el pecho, unos cuantos caían fulminados por una insoportable emoción. Varios elevaban los brazos al cielo hieráticamente elevados a la divina esencia.
    Al ver los ojos inconmensurablemente abiertos de otros, y un rictus de sorpresa en los demás, lentamente los últimos abrieron el sobre para enterarse de que habían sido despedidos y que el acumulado para la próxima semana sería de 200 millones de dólares.

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