Universidad de Chile

SOBRE LAS INFLUENCIAS LITERARIAS EN LA TRADICIÓN POÉTICA CHILENA

por David Preiss

La pregunta sobre las influencias es una inquisición habitual dentro de la literatura chilena. Tal vez la célebre paráfrasis de Neruda a Tagore nos ha entrenado prematuramente en el ejercicio de descifrar antecedentes. Sin embargo, resulta curioso que una literatura tan joven como la nuestra haga de las influencias un tema tan capital entre sus debates. Pareciera que en el tema de las influencias se jugase entonces algo que va más allá de la mera labor inquisitorial y de la evaluación de la originalidad de los autores. ¿Qué se juega en el debate de las influencias? ¿Por qué decir respecto de las influencias que estas causan angustia? ¿Qué tipo de temor se juega en ellas?

La cercanía temporal existente entre los grandes autores de la literatura chilena y la generación de poetas jóvenes dificulta hacer una discusión serena del tema de las influencias, a lo menos dentro de los márgenes de nuestro provincialismo cultural. Estamos aún demasiado cerca de estos autores como para hablar de un fenómeno de mera influencia literaria. La imagen de Neruda opera sobre nosotros, por ejemplo, un tipo de fascinación –y con el término comprendo también a los aspectos de rechazo que ella pueda tener– mayor al que pueda estar comprometido dentro de los límites del ejercicio poético. En la aceptación o rechazo de Neruda se juega otra cosa que está en otro ámbito que el de las influencias literarias –esto es: qué es la poesía, qué hace la poesía; lo que nos resulta por supuesto mucho más atractivo e interesante que discutir las influencias pragmáticas que su poesía tiene todavía (y tendrá) sobre nuestra escritura. Un fenómeno similar nos pasa con Huidobro, con De Rokha y con Mistral.

En la medida que nuestra tradición literaria parece estar marcada a su vez por un lento proceso de recepción de las obras y la construcción apresurada de un panteón, con su respectiva corte de dioses mayores y dioses menores, la revisión científica del efecto que determinadas obras han tenido sobre las obras siguientes se complica todavía más. Contra lo que parece habitual, es mi parecer que las implicaciones estéticas y éticas de las obras de las generaciones anteriores no han sido cabalmente asimiladas. Y la crítica chilena –a lo menos la más difundida– parece haber estado más empeñada en la construcción de un ranking, que imita al de la ATP por cuanto la cabeza del Nº 1 está siempre en la guillotina, que en develar el tejido estético de la literatura, esto es en decir cuánto hay de belleza en ella, cómo ella nos afecta o cuánto se ha afectado ella por aquello que a nosotros en la vida real y contingente, en nuestra historia, nos excede.

El rol que la literatura y la poesía jugaban antes del colapso de los mercados y los públicos literarios sin duda coadyuvaron a la difusión de múltiples alianzas y contra–alianzas que tuvieron el mérito de abrir forados de discusión y tematización cultural en nuestro naciente, protegido y finalmente abortado espacio público. Conocida por todos es la proliferación de "nerudianos", lo que en su época marcó el auge de un estilo y de un modo de pensar la literatura y la figura del poeta, fenómeno que resulta comprensible si se considera el encandilamiento que Neruda debe haber provocado entre los más jóvenes. Un fenómeno parecido habría ocurrido con Huidobro si se atiende a nuestra crónica literaria, aun cuando sus seguidores habrían logrado alcanzar un mayor margen de autonomía, particularidad e individualidad. En ese contexto, sin embargo, más que de influencias literarias pragmáticas corresponde hablar de fidelidades, compromisos, y pactos político literarios. ¿No estará el origen de nuestra obsesiva preocupación por las influencias en estas tempranas prácticas sociales ligadas a la camarilla y a la mafia literaria? Es razonable pensar que el tema de las influencias se vuelve angustioso cuando acusa recibo de la diversa gama de dinámicas extra–literarias que afectan la asimilación de las obras anteriores, así como es razonable pensar también que una influencia bien asumida sólo puede reportar incrementos en la creatividad y entereza de las obras más jóvenes.

Para bien o para mal, no contamos hoy día con figuras que tengan el peso ético, político y estético que tuvieron los grandes autores de la poesía chilena. Y el lugar vacío dejado por ellos en los rankings y antologías en que se empeña nuestra literatura no podrá ser ocupado nuevamente, a lo menos en el sentido en que ellos ocuparon ese lugar, dado que tanto los modos de hacer literatura como el impacto que ella pueda tener en la vida social se han transfigurado. No estamos en condiciones de evaluar cabalmente la naturaleza de este cambio ni tampoco ante la posibilidad de decretar el fin de la literatura, a lo menos de la nuestra. Sin embargo, resulta claro que pretender ocupar el espacio dejado por Neruda –y aquí Neruda es un lugar común– es un ejercicio vano, fútil y patético. Sin embargo, este curioso vacío abre la posibilidad de que nos situemos de otro modo ante el problema de las influencias.

Antes de continuar quisiera esclarecer un punto: la consideración del problema de las influencias en el contexto de la tradición chilena, y dentro de los autores que han marcado esa tradición, sigue principalmente un hilo argumental. Con ello no pretendo negar que hay influencias ajenas a esta tradición que han impactado profundamente a nuestra literatura. Sin embargo, en la medida que quise poner el acento en el modo como las influencias funcionaban en estado práctico, operar el ejercicio metodológico de pensar la literatura dentro de nuestros márgenes nos permite dilucidar de manera más clara el carácter de estas prácticas. Por otra parte, si bien esas influencias externas existieron, tuvieron en Chile, representantes y acólitos bien específicos. El surrealismo en Chile tuvo embajadores conocidos.

Dados los antecedentes mencionados, creo que podemos llegar a formular una pequeña hipótesis sobre el modo en que han operado las influencias en Chile. Partamos por la angustia: ¿a qué ese temor de dejarse afectar, de dejarse influenciar? ¿A qué viene esa curiosa y enfermiza pretensión de pureza y originalidad? Algo ya dijimos, al mencionar la dinámica de camarillas tan propia de nuestra literatura. Si aceptamos, con Freud, que el complejo de Edipo constituye un buen modelo para analizar la génesis de la cultura, podemos ligar fácilmente esta suerte de angustia creativa con la posición que los escritores tienen en tanto que creadores de cultura en nuestro país. Angustia por matar al padre pero también angustia por el padre ausente. Angustia por salir del clan pero también angustia por no poder vivir sin él. Angustia por disputar con los hermanos la soberanía sexual sobre la literatura pero también angustia porque sin el clan no se puede ejercer esa soberanía. Las constricciones materiales y culturales que la aristocracia económica chilena, dueña de los medios de producción y difusión de la literatura, ha ejercido sobre ella hacen que este fenómeno se vuelva todavía peor: angustia del león que camina en su jaula y no puede ejercer toda su potencia pero que es soberano en el zoológico y centro de las miradas de los distraidos visitantes. Impotente soberano, la influencia que puede tener queda reducida a su belleza seminal y estéril. Su potente deseo por procrear y destruir la vida, queda depositado tras los barrotes de mármol con que la aristocracia erige su panteón. Hasta que envejezca, se afee y muera en la pobreza, mientras los agentes culturales arrojan otra bestia dentro de la jaula.

Como indicaba, podemos situarnos hoy ante otro modo de pensar las influencias. La nueva posición de la poesía involucra no sólo redefinir la relación que ella pueda todavía tener con el público sino que también reevaluar su vínculo con la tradición. Sugiero que pensemos a las obras mayores como una gama de recursos estéticos a libre disposición, y que nuestro compromiso y nuestra fidelidad no se deban a la línea de pensamiento trazada por ninguno de los maestros. Por otra parte, sugiero que dejemos atrás la noción de que al interior de la poesía chilena deba existir alguna voz dominante marcando la pauta. Finalmente, sugiero que dejemos atrás la peligrosa noción de poesía chilena. La territorialidad de nuestra poesía nunca ha estado sujeta a los límites tan queridos por nuestros débiles juristas y nuestro conmovedor sistema judicial. De hecho, grandes textos de la poesía chilena han sido escritos fuera de Chile y no necesariamente por lo que hubiera en ellos de chilenidad. En ese sentido, quizá la más peligrosa de las influencias heredada por nosotros haya sido aquella que se empeñara en rastrear a través de los textos de los grandes poetas una idea de nación. Tras abrir la ventana al mundo, quizá pueda romperse la asociación de angustia e influencias, y quizá las influencias dejen de ser un problema psicológico de enfermos, huachos y delatores, para convertirse en un tema de debate público, donde verdaderamente se juegue nuestra identidad y nuestra individualidad como escritores.

 

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