Universidad de Chile

NEGACIÓN Y PERSISTENCIA DE LA MEMORIA EN EL CHILE ACTUAL.

por Grínor Rojo.

Universidad de Chile

Universidad de Santiago de Chile

 

Asistimos en Chile a un tiempo de negación de la memoria, eso es algo de lo cual podemos darnos cuenta sin ningún esfuerzo. Por todas partes nos asalta la evidencia de esa negación: las películas de Patricio Guzmán no se muestran en los canales de la televisión chilena; las obras narrativas o de cualquier otra índole que se ocupan de las atrocidades del golpe de estado de 1973 no son bienvenidas por las casas editoras; numerosos crímenes de la dictadura, cuyos perpetradores están aún entre nosotros y muchos de ellos con renovados poderes, son ignorados, minimizados, semiinformados o no informados en absoluto; cuando al ex-dictador lo detienen en Gran Bretaña se da a conocer explícita y aun majaderamente el disgusto de quienes lo apoyan pero apenas se ecucha la satisfacción que experimentan quienes padecieron en sus manos; los intelectuales orgánicos de la transición escriben sesudos ensayos con el propósito de mostrar las falacias que supuestamente plagan al "macondismo" folklórico del Canto General (1); la aventura socialista de comienzos de los años setenta constituyó un error irresponsable del cual los mismos que incurrieron en él se han arrepentido por suerte, en fin. Pero la memoria persiste. Periódicamente se abre un agujero en los textos de la negación y se cuela hasta nosotros un destello que proviene desde un texto otro, desde ese texto otro que existió alguna vez y que hoy día tantos y con tanto impúdico paralogismo se empeñan en desconocer. Teniendo estas evidencias frente a los ojos, yo he querido plantearme en esta nota la pregunta acerca del por qué de la negación de la memoria, por una parte, y por otra, hacerme también la pregunta que se interroga por el dónde y el cómo de su perduración.

Voy a empezar contestando a la primera de ambas cuestiones con la observación bastante obvia de que en nuestro país existe una política deliberada, oficial o semioficial, de promoción del olvido. Esa política es ostensible en los discursos de los burocrátas que administran las instituciones de la República, para cuyo rodaje lo que se busca es a individuos que o no conocieron el pasado o se sacudieron de su influjo y que por lo tanto debieran hacer las cosas de una manera distinta a como se hicieron entonces. Así lo demuestran las actividades de quienes nos representan o dicen representarnos. No hay que perder el tiempo, es lo que de ordinario ellos proclaman, en quehaceres improductivos y, lo que es peor, peligrosos. En cambio, debiéramos ser futuristas, mirar hacia adelante, ocuparnos de empresas renovadoras y de rentabilidad garantizada, preparándonos de ese modo para el advenimiento de un porvenir espléndido. Olvidémonos de una vez por todas de nuestras querellas, porque si no lo hacemos, si insistimos en esta manía nuestra de recordar y reclamar la justicia que muchos sentimos que es la debida a nuestros muertos, a nuestros torturados y a nuestros perseguidos, lo más probable es que se despierten de su sueño los espíritus del mal. La estabilidad de la democracia depende por eso más que de nuestra buena disposición para dialogar con los enemigos de otrora de nuestra buena disposición para entrar en dicho diálogo olvidándonos de los muchos agravios de los que ellos nos hicieron objeto. El olvido del deseo de que se haga justicia respecto de unos crímenes que no pocas veces sus propios hechores admiten cínicamente como tales constituye ni más ni menos que el precio de la reconciliación. El aparato comunicacional, controlado hoy tanto o más que durante la dictadura de Augusto Pinochet, colabora con esta política amnésica como sólo él sabe hacerlo. Ejecuta su trabajo ateniéndose a y aun promulgando el canon de lo que se dice y lo que no se dice, de lo que se nombra y lo que no se puede o no se debe nombrar. Recorta, acomoda, suprime En una palabra: censura. Se constituye de esa manera en el árbitro de todo cuanto a los chilenos queremos conocer y a lo que se nos autoriza o se nos niega el acceso descaradamente. Todo esto es real. Está ahí, al frente nuestro, lo vemos (y lo toleramos) a diario. Tampoco las causas de esta política de negación de la memoria debieran sernos ajenas. Porque esos que hacen que el pasado sea una cosa inmencionable siguen caminando por las calles del presente. Esos a los que no les hace ninguna gracia que se proceda a la evocación de lo que fue ejercen todavía la suficiente influencia sobre el Estado y sobre la sociedad civil chilenos como para impedir que lo que fue salga de nuevo a la luz. Esa capacidad proviene de un negocio (formal o informal, lo mismo da) que ellos hicieron en su oportunidad con los actuales administradores del poder. Bajo amenaza, para existir, los actuales administradores del poder se resignaron a olvidar.

Pero, como digo, todo esto es tan obvio que la única razón que se puede argüir para invocarlo es la obligación moral de la denuncia. Constituye así nuestra primera respuesta a la pregunta por la negación de la memoria en el Chile de los últimos años. Pero no es la única, ya que existen además, en este mismo sentido, los argumentos piadosos. El "país" está exhausto, es lo que nos cuentan los ángeles de la misericordia, no somos nosotros sino la "gente" la que quiere olvidar. Ello por razones de salud mental, por un deseo de autoprotección, por el amor a la vida, lo que es tan humano y también tan comprensible.

Este segundo raciocinio, que convierte a la hipocresía en método, no aporta mucho más que el lado amable del raciocinio anterior, de aquél que justifica (y si es que justifica) la necesidad del olvido como una concesión que las víctimas de la represión pinochetista debiéramos hacerle a la estabilidad del proceso democrático. Allá nos recomiendan que olvidemos por un imperativo de supervivencia, porque si recordamos demasiado los fantasmas de la dictadura dejarán de serlo e irrumpirán a patadas en aquellos recintos que según se nos advierte tendrían que estar fuera de su alcance; acá nos dicen que lo hagamos porque eso es bueno para el bienestar de "la gente", porque la gente, después de tantos horrores, ya no quiere sufrir más. Es como la historia del torturador malo y el torturador bueno: el que actuaba por la vía del terror y el que lo hacia usando el método del afecto y la dulzura.

Ahora bien, sin perjuicio de ese costado obvio que he bosquejado, de cuya efectividad no me desdigo, a mí me interesa explorar en esta nota una hipótesis alternativa, cuyas pistas son menos ostensibles que las que acabo de seguir y según la cual el olvido constituye un componente inextricable del modelo de sociedad que se encuentra en desarrollo entre nosotros. Dicho esto mismo con algo más de exactitud: me dispongo a sostener en lo que sigue de este ensayo que la expansión y la profundización del embate modernizador que estamos tolerando los chilenos en este tramposo presente supone, "pasa" por una tendencia que se halla estructuralmente amarrada a un programa de negación de la memoria. No se trataría, por ende, en el último análisis, de una conspiración, esto es, de un acuerdo establecido y firmado entre tales o cuales individuos, algunos de ellos de una maldad inconcebible y otros de una bondad sin medida, con vistas a la materialización de las ambiciones personales de los primeros o de la misericordia cristiana de los segundos, aun cuando también sea cierto que el poder político no es la red sin origen que los foucaultianos pretenden que es y que al fin y al cabo la responsabilidad de sus efectos les pertenece a sus actuales administradores del poder, y sólo a ellos, y que de esa responsabilidad los vamos a ver autoeximiéndose (de nuevo) cuando les llegue la ocasión de rendir cuentas.

Pero, antes de adentrarme en la hipótesis que me interesa demostrar, permítaseme traer a colación algo que dice Octavio Paz en Los hijos del limo. En el Capítulo I de ese libro, cuando el ensayista Paz se embarca en su caracterización del espíritu moderno, declara que uno de los dos rasgos principales que lo identifican es la negación por parte de la modernidad de la intuición premoderna de que en alguna parte habría habido "un tiempo sin tiempo". En ambas de sus versiones, la cíclica, que es la de la antigüedad preclásica y clásica, creyente en la "recurrencia", y la lineal, que es la cristiana, creyente en la "eternidad" (2). Lo que la modernidad hace, arguye Paz, es reemplazar esa intuición premoderna de un tiempo paradisíaco o tiempo "de arraigo" (uso ahora la expresión de nuestro Jorge Teillier) por la idea del tiempo como "ruptura", como "cambio" y, en último término, como futuro inalcanzable. Tres formulaciones del escritor mexicano conviene retener a este respecto. Primera: que "la modernidad no es nunca ella misma; siempre es otra" (3); segunda: que "lo moderno es autosuficiente: cada vez que aparece, funda su propia tradición" (4); y tercera: que "la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora", es la "negación del pasado y la afirmación de algo distinto" en su lugar (5). En suma: en Los hijos del limo Octavio Paz nos está sugiriendo que la negación de la memoria es un fenómeno que no tiene nada de fortuito, que no constituye el resultado de circunstancias aleatorias, cualesquiera que ellas sean, sino al revés, que se trata de un factor que va unido al carácter mismo de la cultura moderna. Ser moderno equivale para Paz a un entrar en el juego de la "tradición de la ruptura" (6), equivale a actuar sin antecedentes, a hacer de la originalidad (en el sentido etimológico del vocablo según el cual cada acto constituye el comienzo y el fin de sí mismo) no una aspiración sino un destino.

Pero, claro está, Octavio Paz expone e interpreta los datos de la modernidad en y desde un nivel de análisis compartimentalizado hasta el abuso. Como el tiempo de la modernidad, la cultura moderna como un todo sobrevive también, en el análisis que él nos infiere, en una situación de aislamiento. La cultura constituye de hecho la sola explicación de la cultura. El texto cultural contiene en sí la totalidad de las respuestas y, si no las contiene, peor será para ese texto.

Por mi parte, considero que, si bien es cierto que la cultura posee una independencia relativa, que existe sin duda y que ha de ser respetada en cualquier descripción de este tipo que se haga, no lo es menos que la relatividad de la misma es aquello que a nosotros nos permite ponerla en contacto con las demás series que configuran el todo de la vida histórica y social. Marx señaló, por ejemplo, en el pasaje del Manifiesto... que tanto le gusta a Marshall Berman, que crecer constituye una condición indispensable para la existencia del capitalismo, que éste se encuentra sometido a una ley de crecimiento necesario a cuya satisfacción debe abocarse so pena de dejar de ser el que es. Escribe ahí: "La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales [...] Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores" (7).

Teniendo esto presente, percatémonos nosotros ahora de que una perspectiva no dialéctica del crecimiento se basará en una de dos estrategias extremas. O se crece ahí desde adentro y linealmente, como una rigurosa ("orgánica", es lo que decían algunos pensadores de fines del siglo XIX) expansión de lo que existe, o se crece a partir de la negación de lo que existe, como una seguidilla de quiebres sucesivos, como una sistemática y no poco histérica creación desde la nada. Es evidente que el capitalismo favorece la segunda de estas dos estrategias extremas; que para la economía capitalista crecer es, desde ya y a partir de un axioma al que se dará por supuesto sin dudas ni preguntas, un sinónimo de negar. El resultado es que esa economía estará instalando siempre, dondequiera que se despliegue, lo nuevo, lo original, lo distinto. Romper con lo que es no constituye para el capitalismo un acontecimiento azaroso. No es por capricho por ejemplo que, obedeciendo a este estilo de funcionamiento económico, unos productos de consumo sustituyan a otros de manera habitual en los establecimientos comerciales, y sin que los que sustituyen sean por fuerza mejores que los sustituidos. En este último caso, se diría que la obligación de cumplir con la ley del crecimiento necesario deviene superior incluso a la capacidad de las fuerzas productivas. Se hace como que se cumple, aunque eso no ocurra en realidad.

En Chile, en los últimos veinte años, no ha habido una "revolución", como ha escrito hace poco Tomás Moulian (8). En Chile, en los últimos veinte años, lo que ha habido es un proceso de regeneración capitalista, de retorno del capitalismo sobre sus raíces más profundas y más suyas (lo que no debe interpretarse como un retorno indiferenciado sobre los orígenes históricos del proceso capitalista en Chile y en América Latina, sin embargo). Por razones que sería muy largo explicar, pero que tienen que ver con fenómenos regionales y extraregionales, el capitalismo latinoamericano y chileno experimentó un debilitamiento cada vez más acusado con posterioridad sobre todo a la crisis de 1929. Ese debilitamiento se hizo gravoso y cada vez más inaceptable para las burguesías internas y externas, lo que se agudiza con posterioridad a la segunda guerra mundial, especialmente en el curso de los años sesenta, cuando se empieza a constituir el nuevo orden económico del planeta a través de una dinámica expansiva cuya fase culminante es la que hoy estamos viendo. De ahí lo de la globalización y demás, que en el fondo no es otra cosa que la cáscara ideológica, de la mano con un salto cuantitativo en el campo de la tecnología de las comunicaciones de masas, de la renovada mundialización del capital.

Esto es lo que pasa en Chile hoy. Lo que los tecnócratas de la dictadura y después han venido poniendo en práctica en nuestro país es un proyecto de retorno del capitalismo sobre la cruda verdad de sí mismo, cuyos dos grandes ejes están constituidos por un esfuerzo de reacumulación del dinero en las cuentas bancarias de aquellos que se subentiende que van a "hacerlo producir" (como si el dinero tuviera una capacidad genésica natural y pudiera producir algo a través de su encuentro con la potencia no menos natural de unos caballeros chilenos espectacularmente dotados), por una parte, y por otra, una voluntad correlativa de reinserción de nuestra economía local en la economía mundial.

De esto se derivan consecuencias múltiples, por supuesto, pero una de ellas y no la menor es el desprecio por la memoria colectiva. Porque es evidente que una reactivación capitalista como la que nosotros estamos describiendo radicaliza la segunda de las dos estrategias de crecimiento que apuntábamos más arriba, la de la "tradición de la ruptura", y que Octavio Paz propone, erróneamente a mi juicio, como una característica central de la modernidad, de toda la modernidad. La continua liquidación del pasado y la apuesta al presente como si éste fuera sólo un momento de tránsito hacia el progreso futuro, en el que sí se hallaría alojada la felicidad, pero una felicidad que por nada extraña paradoja no nos llega jamás, es un rasgo no de la modernidad en general sino de la modernidad capitalista. Paz incurre pues en la vieja trampa metonímica de confundir la vela con el barco y el humo de la chimenea con el lugar de donde éste proviene.

Pero hay algo más que yo estimo que no debiera perderse de vista. Porque no estamos hablando aquí de la reactivación de un capitalismo cualquiera o, lo que es igual, de una vuelta indiscriminada del sistema capitalista chileno sobre la figura de su estreno decimonónico a base de la estrategia oligárquica de exportación de materias primas y alimentos y de importación de bienes manufacturados. Todos sabemos que desde los años treinta en adelante en América Latina se pretendió sustituir ese modelo de crecimiento por otro que cifró sus esperanzas en el desarrollo de una industria nacional y el que con la contribución teórica cepalina se mantuvo en vigencia durante las tres décadas que siguieron a ésa. Pero la infraestructura industrial creada en el subcontinente en los años treinta empezó a venirse abajo después de la segunda guerra y en Chile terminó de hacerlo junto con todo lo que se hallaba asociado con ella durante la dictadura pinochetista que empieza en septiembre del 73. El nuevo capitalismo, que como el otro también se basa en la exportación de bienes no elaborados y que aunque alcance en las próximas décadas un desarrollo mayor no será nunca un desarrollo sin limitaciones, no es sin embargo equivalente al del comienzo. No lo es, porque su suerte se liga ahora a la de un gran proyecto racionalizador del funcionamiento del capital en el tablero del mundo, el que si vamos a dar crédito a las actuaciones y los informes de los organismos que se encuentran a cargo del tema (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, etc.), distribuirá la productividad del globo terráqueo entre los distintos agentes que intervienen en el proceso de la producción según sean las ventajas comparativas/competitivas de los mismos. En el Brave New World del futuro, es bien sabido que a unos le tocará hacer unas cosas y a otros otras, pero que todos contribuirán con lo suyo en el mercado ecuménico.

La cara ideológica de esta mundialización del capital es la llamada globalización. Con el pretexto de estar reivindicando la tesis filosófica moderna, y por cierto que muy justa, de una común humanidad y con la ayuda del salto cuantitativo en la tecnología de las comunicaciones de masas al que nosotros aludimos más arriba (de hecho, se habla con frecuencia de una apabullante "revolución" de las comunicaciones de masas, o sea, de que serían las comunicaciones de masas las que a nosotros nos cambiaron la vida, lo que no pasa de ser una nueva triquiñuela ideológica), se nos hace pensar que vivimos en la era de la "aldea global". No seríamos ya ciudadanos de esta o de aquella nación, sino ciudadanos "del mundo". La única identidad eficazmente en pie resulta ser de este modo la identidad general. Las identidades particulares, si es que ellas van a seguir existiendo, lo harán disminuidas, reducidas a una presencia más bien pintoresca, un poco como ocurre con esos barrios "étnicos" que para deleite de turistas curiosos preservan en algunos de sus puntos céntricos las grandes ciudades de los países metropolitanos.

La renovada mundialización del capital constituye el origen de la renovada globalización y la renovada globalización constituye el origen del ataque contra las identidades particulares y, muy especialmente, contra las identidades nacionales. La batería teórica que sus promotores han puesto al servicio de este proyecto es conocida de sobra, aunque por sus excesos y por la obligatoridad del "cambio", que como ya se ha visto constituye un rasgo clave del conjunto del sistema (y, por lo tanto, también de sus mecanismos discursivos), últimamente ha apagado los decibeles de su virulencia. No voy a entrar yo aquí en la crítica del postmodernismo, porque es un tema que no cabe abordar en el curso de estas páginas y porque tampoco tengo el tiempo que necesitaría para hacerlo, pero la complicidad entre el ideologiismo postmoderno, el que se concreta en enunciados tales como el de la descentralización de la estructura, la muerte del sujeto, el fin de los grandes relatos, el vaciamiento del sentido, la reducción de las estrategias de resistencia a las acciones puramente locales, el predominio del borde, el margen y el fragmento, etc., y el proyecto globalizador no constituye ya ningún misterio, al menos no lo constituye para aquellos de nosotros que tenemos los ojos abiertos y rehusamos convertirnos en peones de un ajedrez cuyo desenlace no puede ser más manifiesto.

Para los efectos de la actual discusión, advirtamos entonces que la preservación del pasado es una actividad que no precisa de estímulos cuando lo que se quiere preservar es una determinada consistencia identitaria. A una mayor solidez de la identidad, la individual tanto como la colectiva, corresponderá un conocimiento mayor del pasado. Soy más yo mismo cuando más sé de mí mismo, cuando conozco mi historia, cuando me he preocupado de averiguarla y de reconstruirla. Correlativamente, la historia nacional es la disciplina que cultivan de preferencia los pueblos que quieren ser más ellos mismos, porque esos son pueblos que se respetan a sí mismos, porque piensan que lo que son y lo que fueron tiene valor para ellos y para los demás. No es que esos pueblos tengan que descreer de la existencia de una común humanidad, sin embargo. El esfuerzo que ellos hacen para ser dueños de una historia y de una identidad particular no es ni tiene por qué ser contradictorio con un esfuerzo paralelo de contribución a una historia y a una identidad general que nada tiene que ver (desde luego) con el sanbenito de la globalización. Por lo mismo, ni una ni otra debieran considerarse como del coto exclusivo de ciertas naciones. Ni de ciertos grupos, ni de ciertos individuos, los que supuestamente estarían en condiciones de "proponer" y de "leer" al "hombre" o al "sujeto general" mejor de lo que nosotros lo proponemos y leemos. En rigor, lo que esos pueblos o esas personas o esos grupos de personas hacen es proponer y leer a partir de aquello que está de acuerdo con sus propios intereses y que es algo que puede o no estar de acuerdo con los que nos interesa a nosotros.

Pero, como quiera que sea, lo decisivo en este punto de nuestro argumento es que la negación de la memoria en el Chile actual, además de obedecer a las circunstancias coyunturales que se anotaron al principio, proviene de una tendencia lógica y necesaria del capitalismo y, dentro del marco más estrecho de la interpretación que ahora proponemos, con mucha mayor razón del nuevo capitalismo mundializado y/o globalizado. Es decir: un capitalismo ideologizado en el sentido del desconocimiento cada vez menos encubierto de las identidades particulares y en beneficio de una presunta (y digo presunta, porque no lo es, porque se trata también de una identidad particular) identidad general. Por último, queda claro igualmente que un pueblo sin identidad nacional es un pueblo sin memoria y que un pueblo sin memoria es un pueblo sin historia.

Pero no menos claro debiera quedarnos el hecho de que una memoria que se niega no es una memoria que desaparezca del mapa de la conciencia absolutamente. Lo dijo Freud cuando habló del retorno del reprimido y, mucho antes que Freud, lo había dicho también José Martí. Me remito aquí a una de las metáforas más poderosas del patriota y poeta cubano, la del tigre que huye espantado del fogonazo pero que vuelve de noche al lugar de la presa (9). Martí utiliza esa metáfora en "Nuestra América", cuando se refiere a los excluidos en el proceso de la formación de las identidades nacionales latinoamericanas durante el siglo XIX: "El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa" (10). Lo que Martí tiene detrás suyo, cuando redacta las páginas de "Nuestra América", es el espectáculo escandaloso de casi ochenta años de guerras fratricidas durante las cuales es bien sabido que las oligarquías latinoamericanas se disputaron a mordiscos pedazos más y menos grandes de tierra y riqueza. Así fue como articularon nuestras naciones, olvidándose de todos aquellos que no cabían en los códigos de la presunta construcción ciudadana: del indio, del negro, del campesino. Era sólo el primero de muchos olvidos análogos, de muchas exclusiones similarmente intrigadas. Después vendrían otras: la de los proletarios, la de los pobladores, la de los homosexuales, la de los viejos, la de los minusválidos, la de la diferencia en cualesquiera que sean sus formas o expresiones. Por eso, hoy, en este país, cuando la negación de la memoria tiene todos los visos de haberse transformado en una política de Estado, yo creo que conviene solicitar una vez más los servicios de la metáfora martiana. Conviene advertirle a estos hijos y a estos nietos de los olvidadizos caballeros decimonónicos que el reprimido retorna, que el tigre vuelve, que todo eso que hoy se nos censura, que todo ese pasado al que ellos no quieren prestarle oídos, persiste y va a volver, que está volviendo ya, como lo anunciaba Martí, en la mitad de la noche y "al lugar de la presa".

 

Sitio desarrollado por SISIB

 

 

 

 

 

Notas

1. Después de citar "Amor América (1400)", el poema que da principio al Canto General, comenta José Joaquín Brunner: "La operación por la cual el poeta bautiza (nombra) la realidad procurando darle consistencia sigue el itinerario desde la naturaleza primigenia a través de la historia y hasta la cultura, trayecto en el curso del cual América adquiere un nombre que ya no invocamos en vano. Hasta hoy mismo, la literatura produce y recrea, cambia y revisa, celebra y canta esa identidad del origen, al punto que muchos que desean examinar a América Latina salen a rastrearla en sus cronistas, novelistas y poetas. En vez de aceptar que se trata de relatos que la fabulan, suele pensarse que se trata de expresiones --más hondas que cualquier otra-- que reflejan algo oculto en la realidad; identidad de América, nuestro Macondo escrito en letra grande". "Escenificaciones de la identidad latinoamericana" en Cartografías de la Modernidad. Santiago de Chile. Dolmen, s.f., 195-196. volver

 

 

2. Octavio Paz. Los hijos del limo. Barcelona. Seix Barral, 1993, p. 27 et sqq. volver

 

 

3. Ibid., 18. volver

 

 

4. Ibid. volver

 

 

5. Ibid., 20. volver

 

 

6. Ibid. volver

 

 

7. C. Marx y F. Engels. Manifiesto del Partido Comunista en Obras escogidas. Tomo I. Moscú. Progreso, 1973, p. 114. volver

 

 

8. "Chile Actual proviene de la fertilidad de un 'ménage a trois', es la materialización de una cópula incesante entre militares, intelectuales neoliberales y empresarios nacionales o transnacionales. Coito de diecisiete años que produjo una sociedad donde lo social es construido como natural y donde (hasta ahora) sólo hay paulatinos ajustes.// Ese bloque de poder, esa 'tríada', realizó la revolución capitalista, construyó esta sociedad de mercados desregulados, de indiferencia política, de individuos competitivos realizados o bien compensados a través del placer de consumir o más bien de exhibirse consumiendo, de asalariados socializados en el disciplinamiento y en la evasión. Una sociedad marcada por la creatividad salvaje y anómica del poder revolucionario". Tomás Moulian. Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago de Chile. Universidad ARCIS, LOM Ediciones, 1997, p. 18. volver

 

 

9. José Martí. "Nuestra América" en Obras completas. VI. La Habana. Editorial Nacional de Cuba, 1963, p. 19.  volver

 

 

10. Ibid., 20. volver