DOS PAÍSES EN LA CABEZA DE LA HIDRA (Osorno bajo el volcán)

por Sergio Mansilla

 

MENOS MAL QUE EL CUERPO SE TIRA SUS CHANCHOS

Nunca debimos vivir en esta ciudad,
ni un día siquiera,
porque sólo un día bastó para quedar encadenados a la roca,
a merced del picoteo insaciable del águila (no sideral, por cierto).

Henos aquí para irrisión de nosotros mismos.

Quién nos mandó a vivir en la más defectuosa
copia feliz del Edén.
Quién por el aire viene,
cuál por verde valle va, por alta cumbre,
a ordeñar la vaca que no da leche sino sangre y agua no bendita.

Que no se engañe nadie, no;
porque hay sólo dos países:
el de los sanos y el de los enfermos.

Pero hemos de los dos sido expatriados.

Vi a mi patria caer en lo más bajo de la dignidad. Vi columnas enajenadas en ansias por lo ajeno, romper los vidrios de una propiedad, tal vez porque tenía un jardín cuidado y florido, antagónico al desorden mental y rencoroso de su doctrina (1)

La patria había sido entregado en proceso democrático a la serpiente venenosa del comunismo, embriagante perfume en esos tiempos flojos, holgazanes y oportunistas (2)

Esta es la historia:

El volcán, un día, de un solo grito feroz, maldiciente, cortó el aire en dos vestiduras que no se tocan: la del amanecer y la del anochecer.Y escupió ceniza sobre el mundo, y todas las plantas y las bestias de tierra, de agua y de aire se hicieron ovillos de polvo gris que rodaban a lo largo del río buscando alguna estrella que todavía brillara a la hora de los maitines. Entonces el Gran Lagarto hizo sonar su trompeta y en las radios se escuchó el retumbo de los truenos que estremecían las ventanas de las casas, el zapateo de todos los muertos sobre el techo: Somos los ángeles cortadores de cabezas: tiemblen, raza de víboras, en vuestros huracos, porque de ellos no volveréis a salir.

Así fuimos expulsados del Paraíso. Ahora en la fila de los desterrados, no podemos escribir sobre aquellas experiencias que se confunden con una noche cercada de agua. Cuando las vivimos, no tuvimos lenguaje porque no había necesidad de nombrar lo que existía por sí mismo, sin mediación de signo alguno. Hoy tenemos palabras, pero no tenemos más realidad que las sombras de un pasado sin futuro, un pasado irreal, en una ciudad irreal, atacada por los salvajes del monte, expresión brutal y sincera del poder de la nada.

Pero yo, llamado Ismael, no recuerdo ninguna caída.
Estoy entre los galeotes del barco desde antes de nacer.
Y no hemos recalado jamás en puerto alguno
(no faltan los ingenuos que aún creen que hay tierra firme)
Sé que todo es agua y sal,
yo mismo soy el espejismo de un náufrago
al que inevitablemente devorarán los escualos.

 

VAMOS SUBIENDO LA CUESTA HACIA VILLA MISERIA (3)

La muerte no pisa con el mismo pie chozas y palacios.
La ciudad allá abajo, en el último círculo,
pertenece a los condenados sin redención posible,
esas bestias peludas que andan sueltas por las calles,
agazapadas en las esquinas, al acecho de los caminantes.
Aquí arriba viven los otros, ésos cuya presencia infunde indefinible temor,
ocupados todo el tiempo en calcular el valor de los días
y que se detienen sólo para deshacerse del polvo irreverente de los caminos.

NIEBLA SOBRE EL RAHUE

La muerte se engancha en los ramajes de la ribera. La basura esparcida brilla a la luz del sol pálido y lejano: restos de polietileno, pedazos de plumavit blanco cual copos irregulares de nieve, fetos esculpidos en barro. Los asesinos se refrescan desaprensivamente con el croar de las ranas.

El río nos pone por delante su carne desnuda; su deshacerse con alfabeto y sexo imantado indicando siempre el polo del origen. Sus aguas, en contra de aquella metáfora tan famosa, no son las mesmas aguas de la vida. Diríase que no queda vestigio alguno de antiguos arrebatos místicos: sólo el loco y la loca estériles intercambian sus amebas en el fondo y después encienden el cráneo de cristal sacado de un zodíaco absurdo.

El deseo de eternidad busca el árbol del bien y del mal y, con el tiempo, quizás lo halle en las riberas del Rahue, en el filo hiriente de la greda y los desechos. Mas nadie sabe a ciencia cierta qué contiene la niebla después del último ahogado que se despidió llorando de los astros indiferentes. Se fue río abajo; lo atraparon las fauces perfectas de la corriente que avanza en dirección contraria al tiempo, esas centelleantes fauces en las que arrojamos todo lo que los sentidos no soportan.

 

AHORA NAVEGAMOS POR EL RIO HACIA LA ISLA DEL DIABLO

Cuba, qué linda es Cuba...

No la nombren: la isla del diablo,
la del Tiburón/ the Shark's island:

Aquí
ova la muerte desde el principio
su silencio incesante. Aquí
la siniestra aleta al filo de la luna
rasga la tersa superficie del génesis (P.A.Cuadra)

No la nombren en esta casa
levantada en el primer día de la creación;
no en el jardín cuidado y florido
donde Dios pasta con su páncreas;
no en el terso vientre de la noche
donde el caracol modela su laberinto de baba.

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche (José Martí)

Pero no la nombren, que los dientes del Tiburón
traspasan el cuero seco y peludo
de la más bella de las memorias.

 

JONÁS EN EL VIENTRE DEL VOLCÁN

Hay una imagen aborrecible en el espejo: un ratón cola pelada se ríe, entre coligües blancos, de las vacas alemanas que no son ni alemanas ni vacas. Difícil resulta soportar el rostro de uno mismo que es diadema para los monstruos; pero es la que todavía tienes, lo que te queda después de la deglución. ¿Contra quién vivir a estas alturas de la historia? Se terminó la selva como se termina la lluvia gastada por su propia agua; se acabó la fiesta de los caballos pura sangre, locos ahora por los caminos, a toda velocidad en grandes camionetas 4 x 4 directo al río donde viven los fantasmas que se olvidaron que son fantasmas.

Atrincherados en el Paraíso, no se han dado cuenta de que todos nos cocinamos en la misma paila de cobre: chicharrones para el insaciable rumiante que se acuesta en el mejor lugar de nuestra cama. Restos apenas en el aire de los espantapájaros que adeudan su memoria a las piedras rnudas de estos caminos que nadie recorre. Estamos en el mismo bar, en el fondo de la misma capa olvidada por el último borracho de la noche, en la misma paila tratando de unir una fantasía melancólica con una realidad más grande que todo el pensar.

Hablemos, pues, del sentido del mamut
desterrado, el que masca,
con las muelas del escribir,
sus relojes perdidos en la sombra
de los toros en celo y tristes.
Hacia el botadero en el que nadie sabe
cómo buscar ayuda, nadie quiere
leerse en su vals bailado
con matronas de grandes ubres
repletas de ceniza.
Hasta llegar a la boca engullente
de la tierra,
hasta lo más vivo de los muertos
que saludan a la lluvia con el hueso quemado,
listos al fin para empezar de nuevo
a construir el día.

Vuelven ahora después de una temporada en el hígado del monstruo. ¿Para qué regresan? ¿Quién los llamó? No tienen patria y nunca la han tenido. De su hablar sólo nace odio color ocre que llena todo el cielo de la primavera. No los queremos en nuestras ceremonias de amor, ni en los bancos públicos que están hechos sólo para el trasero de Dios. Vuelven justo cuando están gordos nuestros corderos; atraídos por la sangre fresca de las núbiles y de los efebos sonrientes, se instalan en lo peor de nuestras pesadillas.

Debieron matar a todos estos condenados chivatos que no dejaban dormir a nadie con sus trifulcas y sus balidos; a todos para saciar el hambre del volcán y no dejar huella alguna ni en el aire ni en la noche.

El pasado se cubre de lluvia, de barro;
se pudre la madera de los sueños de cada día
con más rapidez que la madera de las casas abandonadas.
Nadie se salva de la marca que señala la ruta
por la que entrará la polilla a roer los cimientos del mundo.

A lo lejos se oye una canción de amor:
siempre te estará esperando
entre lo verde y las olas.

Tus ojos, amor mío, quieren la noche.
se arriman al muro del aire,
a la piedra minúscula que entró en el zapato
abierto en la punta.

¿Sobre qué se posarán
antes de la ceguera de los ciegos?
En el último camino o en la boca de la tarde
el suspiro profundo del río
levará sus anclas.

Y tú, amor mío, abrirás las puertas
transparentes de tu andar
y te perderás en los ramajes
donde las abejas han juntado mil años
en la mano extendida del mendigo.

¿En qué arco iris se extraviará
tu pañuelo desechable,
hecho del papel más liviano
de la muerte?

Y vendrán los racimos de la vejez
a sentarse junto al canelo de la plaza,
mirando siempre por la ventana de la sed,
hacia abajo,
hacia arriba
del viento de las tijeras,
del rocío, del astil de la guadaña.

Tus ojos, amor mío, quieren la noche.
No los pechos del hambre,
no la partida de las cerezas.
Tampoco la bestia parda que peina las legañas
sobre la tumba de lo verde y las olas.

 

PASO DEL NORTE (4)

Corridos de la frontera, a todo pulmón cantados en bares donde los cuerpos envejecen con más rapidez que en ninguna parte. Rostros de hombres y mujeres como el color de la madera vieja, morenos, aindiados: no está la belleza de los favorecidos por la fortuna. Rondan vendedores de baratijas como perros salvajes en las colinas no tocadas por humana sombra. Lentamente se consume la espuma del alma al ritmo de la música ranchera: Qué triste se encuentra el hombre/ cuando anda ausente; / cuando anda ausente/ allá lejos de su patria.

Ninguna risa desnuda la luz vestida de tinieblas; pero hay despreocupación por el hígado, por la úlcera de años, por el sucio billete con el que se le pagará ya sabemos a quién. El acordeón alemán se estira y se encoge hasta tocar los belfos que van hacia el mar. El cantante, semiebrio sobre la pequeña tarima, canta con voz sucia y potente: Paso del Norte,/ qué lejos te vas quedando;/ mis ilusiones/ ya de mi se están alejando.

Sólo Ella, la pelona sonriente, amable, la apacible copetinera en el mediodía rumoroso a causa de bullicio de la carne, sólo Ella no se apura, para qué si sabe que inevitablemente tendremos que volver al Paso del Norte, y allí nos espera y nos esperará siempre, con su rnirar de martillo, en la invisible frontera entre este mundo y el otro.

Por su parte, los favorecidos por la Bestia, los que no descienden a los círculos inferiores del infierno, evitan, desde luego, estos tuguríos de dudosa reputación, paisaje de tribus bárbaras en los límites de la tierra.

 

VELA DE ARMAS EN EL DINO'S (5)

Cervantes no imaginó una posada con Maritornes envuelta en seda y dormida en la blandura de las pieles, falsas unas, auténticas otras. El caballero, pipa en ristre, sus armas ha puesto sobre la mesa e invocando quizás a qué secreta e innombrable dama se dispone al placer de saber que el mundo bestial de allá afuera no lo tocará mientras dure el licor oscuro y caliente de su copa. Ventero y doncellas, a su vez, se dejan llevar por el sueño alumbrante de la locura y la sofisticada forma de los trajines con que las horas y los espejos soportan la saciedad del espíritu. No dirán nada al melancólico caballero sino lo justo para que se cumpla el ritual: que cierre los ojos y reconstruya por un momento el paraíso.

Una despreocupada atmósfera sensual impregna todos los habítáculos donde el humo y el alcohol se mezclan en la lengua húmeda de los que morirán mañana. Pero hoy es la noche destinada a la consagración del noble caballero andante y sólo la luna tiene derecho a ser indiferente o desdeñosa. Que nadie se mueva de sus asientos. Clavados en la cuerina sofocante de los sillones, arrieros, salteadores de caminos, mozas de partido, incrédulos mercaderes y crueles cobradores de impuestos, duquesas que no trabajan nunca, todos confesarán sus morbosos deseos de querer ser dioses, salvados de toda humillación de la tierra.

El rumor de tantas voces enloquecidas por el miedo se estrellará sin remedios en puertas y ventanas herméticamente cerradas; nadie afuera sabrá nunca que la muerte lentamente esta noche beberá el licor de los cuerpos que tuvieron por un instante la osadía de creerse inmortales.

 

BUHONERO EN Plazuela Yungay

Este sol lo he visto antes, lo he sentido antes.

Esta luz del mediodía en el cielo.
Esta íntima transparencia que se acumula
en la oscuridad de las pupilas.

La fuente, los niños que regresan del invierno,
el murmullo de olvidados mares.

La tarde que comienza a balancearse
en las hojas de los canelos;
los rostros de los que ya perdieron el camino;
los que saludan a las palomas con contenida tristeza.

El duro cemento por el que camino
como por sobre las mesmas aguas de la vida.

Estos son mis dominios.

Yo, llamado Ismael, no siento pena
ni olvido;
rabia no más, así de grande,
porque otra vez los escualos
están ahí rondando,
mostrando su aleta centelleante,
listos para engullir la última pierna
del único náufrago condenado a no morir jamás.

Al final, todo sigue igual, como reza la canción. Más espejismos provocados por la sed de felicidad. Seguimos con el quiltro a cuestas, con el lagarto cagando en la mesa mientras comemos. Te amo, hermosa mía, con todas las pulgas que he cultivado en la pelambrera de mi alma durante tantos años que hemos vivido en los barcos, todos hundidos antes de tiempo.

No me queda bandera, no me queda patria, no me queda país. Pero daría la vida por dos o tres lugares del sur que amo entrañablemente contigo y con tus olores hechos contra la nostalgia.

Osorno, marzo de 1999

 

Sergio Mansilla (1958). Profesor de Castellano y Filosofía, académico de la Universidad de Los Lagos, Osorno. Poeta. Autor de los libros de poesía: Noche de agua (1986), El sol y los acorralados danzantes (1991), De la huella sin pie (1995). Autor de ensayos literarios y filosóficos, trabajos críticos y reseñas, entre los que destacan estudios sobre la poesía chilena del sur de Chile. Parte de su obra ha aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras.

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de Metáforas de Chile. Pedro Araya (editor).Santiago, Lom Ediciones/Corporación Altamar, 1999.