POEMAS DE ROBERTO MASCARÓ

 

Es decir: conmigo, y, también, conmigo.

Nadie sino yo ha escuchado estas palabras,
nadie conoce la causa de estas razones,
nadie ha oído antes nada semejante,
nadie escuchará jamás nada acerca de esto
que no ha sido dicho, que jamás lo será.

Es una podrida verdad que se pierde,
que va a parar al tacho de desperdicios
sin que nadie la haya sospechado siquiera.

Lo cómico es que todos piensan que algo
de esta verdad ha sido al menos rozado
o que por lo menos un aroma se ha reconocido:
malentendido general.

Pero, sentémonos a esperar el día
que lindará con el día, con el otro
lindo día que vendrá a encontramos
sentados esperando un día lindo
en la linde precisa de ese día.

Individuación: pura
y antigua monstruosidad, chispas
de neojipismo que se pierden en el magma
con sonrisas lamentables de la multitud lejana.

Sólo lo que es drogo atenúa esta confusión
con su nirvana dudoso, con su falso
paraíso, que es único en su especie.

Una verdad que se queda entre casa.
Una sirena que nadie ba escuchado.
Un temblor imperceptible.

Agradable mal tiempo

Brusco se deshilacha el humo sobre las casas.

Licuación y cristales en toda la ciudad.

Es el fin del invierno.
......................... Llamas
de primavera.

................Todo lo que no se dice,
¿adónde va? ¿Está dicho o no clicho?
¿Y el miedo o el coraje de decirlo o callarlo?
¿Y la transparencia? ¿Y la verdad?

¿Y la verdad tras la verdad?

Todo está dicho por las hojas viejas,
ese humus espeso que arderá este verano
en la ciudad que hoy lame
sus flancos y se enjuaga en neblina.

Se humaniza el cemento.

Todo es una conversación en calma.

El café da su aroma benigno.

Mas la pasión, que sube
del más oscuro fondo de linces y de pumas,
se adhiere a la sombra más pura y metálica
y brilla en un ángulo, por sí misma abrasada.

Razones no agita:
devora tiempo,
devora conversaciones,
devora fricciones de los cuerpos en la penumbra,
devora drogas que queman el alma
y agotan los sentidos.

La ciudad muestra su espalda oxidada.
Es como la espalda de una doncella
impura, impúdica, incendiaria.

El otoño está lejos. Y todos los otoños.

Vamos llegando a casa.

La ciudad arde por sus cuatro costados.

Cada día
es como una llamarada
en un cielo infinito.

ÁRB0L

(Montevideo, 1991 / Malmö, 1997)

A

Me encontré frente a un árbol. Ese árbol no me dejaba ver el bosque. Les dije: pero hay un bosque. Un bosque creciente, un bosque decreciente. Se rieron diciéndome: son cinco árboles, aunque tú ves sólo uno. Deberías ver el bosque que no es tal. Les dije: es otoño, les dije: el árbol, como brazos desnudos que clamasen al cielo, árbol es lo que veo. Y ya no veo el bosque, jacarandá, dije, húmedas brillan las araucarias, decía. El bosque no es tal, ja ja, dijeron entre risas feas. Yo vengo del desierto, dije con labios secos. Para mí es bosque eso que no veo, pero que por allí está, y es suma de árbol.

R

El árbol está frente a mí casi quieto, extenso como monte que se estira y entra en los pensamientos como un ejército que se desliza cauteloso lento en la noche sin estrellas y en la que cae leve llovizna. Pasan unas hilachas de mariposa o de nube, o tal vez telas de araña desgarrándose con estruendo. Flamean las ajorcas rojizas de los murciélagos, pendientes. Luego, el árbol, sin sacudirse, viaja hacia mí y me abraza, tapándome la visión, de manera que yo ya no los veo a ellos, que hablan algo en voz baja en el trasfondo o patio. Es eucaliptos, dije besando el tronco, que era duro y brilloso, viejo, seco. Este es bobo, dijeron, debería trabajar levantándose a las 5 de la mañana escarchada y resbalarse sobre el pasto blanqueado y respirar fuerte y también rendirle culto al patrón, al jefecito: eso dijeron. Como un coro, para que su pensamiento le salga impecable, insistieron.

B

Dije sí. Dije no. Aparté el pensamiento con la mano. Miré el árbol. Olí el árbol. Y el bosque iba desapareciendo tras una capa de exquisitos tilos y coníferas combinadas, yo jamás había visto un conjunto de árboles o bosque tan grande como aquel sobre un césped tan pero tan delicioso. Ya anclaba yo en el árbol y conocía por sospechas su interior, por caprichosas pero insistentes visiones mías. Me bastaba con ese solo árbol para decir mi felicidad indecible, para saciar mi sed insaciable de savia, del olor reconocible de aquel sabio oasis que ellos pretendían en todo momento poner fuera de mi alcance.

O

Respiré hondo. Las luces de la ciudad se encendieron como si algo o alguien en el trasfondo cambiase la escenografía. Estábamos ya en otro tiempo-espacio. Un humo negro negro, a lo lejos. Respiré respiré. El tiempo no pasaba, yo pasaba junto a las cosas y frente a ellos. La cruel araucaria nos cobijaba empero. La ciudad se iba cayendo por sus cuatro costados. Nosotros la levantábamos con los ojos. Con nuestra mirada desgarrábamos los carteles de publicidad, poníamos bigote a las señoritas, cubríamos de rouge los labios de los caballeros. Así todo se volvía más lindo, más nuestro. Lo que era nuestro, era lo único real. Delicias reales. Yendo de uno hacia dos, y de dos hacia cuatro, y de cuatro hacia ocho, y de ocho a dieciséis abriéndose y abriéndose, desde el cielo a la umbría, de la sombra hacia el bosque sombeado, asombrado.

L

En el centro de la Ciudad, como todos lo saben, hay una plaza de césped impecable y de baldosas traicioneras. Es la Plaza Irreal. Allí, el pasto piensa y es de vidrio. Hay al fondo: un piano de carbón que se derrumba sobre un campo desnudo de frutillas. Allí hay cuatro árboles, de los cuales yo me quedo con uno, uno. Uno que tapa el bosque entero y no nos deja ver otra cosa que el Árbol Real, fibroso, fresco de copa, por el viento navegando sonoro. Este es el monte, la profundidad exacta, la fronda tutelar. Ésa quiero yo sí, aunque, adheridos al piso, en el patio se rían con obvia resonancia. Yo toqué ese tronco nudoso y fui cubierto por sus ramas ramas que me acariciaron voluptuosa, prolongada y ardorosamente.

 
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