UNA DEIDAD MUDA. OSCURO MEDIODÍA, DE DAVID PREISS.

por Javier Bello

Los tres poemarios que conforman la obra de David Preiss parecen contestar de diversas maneras, y al mismo tiempo de una, a la máxima de la Escuela de Frankfurt: "Después de Auschwitz no puede haber poesía". Encontrar una respuesta, como hizo Hölderlin, a la pregunta: "¿Para qué poesía en tiempos de penuria?", y un sentido para esa respuesta, ha sido búsqueda de ocupación permanente de la lírica contemporánea, en cuya vibración ética y expresiva se confabulan tanto Octavio Paz como Yehuda Amijai, Pablo Neruda al igual que René Char, Gonzalo Rojas lo mismo que Pier Paolo Pasolini, en el infinito parentesco de los nombres.

La poética de David Preiss se funda solamente tras la constatación de la maldad del siglo XX -nuestro siglo- en una de sus versiones más aterrorizadoras. En Señor del vértigo, el sujeto, testigo del Éxodo y del Holocausto, se interroga y asombra con la existencia de la poesía sobre las ruinas del exterminio: "He visto las mariposas de Theresiendtadt,/ pero no hay mariposas en Theresiendtadt/ ¿qué si no son mariposas?/ ¿qué si no son de Therssienstadt?". A través de la sostenida reiteración de lo inexistente, la poesía nombra lo imposible, y es ese imposible el que ha dado forma a los tres libros de Preiss: sus poemas investigan en aquella materia que es desconocida y finalmente inexpresable para los lenguajes referenciales, es decir, los lenguajes que no se someten a sí mismos, aquellas poéticas que no se entregan a su propio Silencio.

Si "todo lo que existe fue alguna vez imaginado", como aseguraba también Hölderlin, el Holocausto es el centro de una memoria que la imaginación de Preiss nos permite hoy confirmar como real. El sujeto-testigo de la eliminación de sus acompañantes en el viaje del Éxodo, con una mirada desde entonces desorbitada, da cuenta del mundo, de los hombres y de las cosas, y en ese estado contemplativo inicia su interrogación religiosa de la existencia. En el poema "Luminarias" de Señor del vértigo, poseído del mismo principio de ebrietas que domina su entorno, el hablante contempla el mediodía (el sol) y luego la noche (la luna). El mediodía, en el proceso de desplazamiento de luminaria a luminaria que permite el día temporal, es el momento perfecto de la luz donde habita la contemplación alucinada. "Luminarias" marca el inicio de una fijación en la obra de Preiss por los instantes del día que dividen a éste en estaciones diversas: amanecer (Y demora el alba), mediodía (Oscuro mediodía), medianoche y atardecer, como consta a lo largo de toda la segunda sección del poemario que hoy día se presenta, titulada "La piedad del sol", doloroso y a la vez irónico encabezado. Esos momentos, divisiones que en el tiempo cotidiano se confunden y superponen, son evidencias de la dislocación del sujeto lírico que se inviste como portador de un terrible testimonio.

En "Elegía por Abel", poema de Señor del vértigo, se definen en la obra de David Preiss la primera víctima y el primer culpable, imágenes posteriormente recurrentes. Éstas se van adelgazando, desidentificando, reidentificando y transformando, pero nunca desparecen en los dos poemarios posteriores. En Oscuro mediodía, la conciencia de las víctimas se transforma en una ausencia cuyo fondo está fundado por la Palabra. Ante la memoria del cuerpo colectivo que se vuelve humo en el campo de exterminio, el poema "Bucólica" afirma: "Sí: éste es el lugar./ Aquí las llamas ascendieron hasta el cielo/ y dejaron nuestro cuerpo entregado en usufructo,/ lejos de la tierra y de su gente, en el umbral de la Palabra."

De igual manera que el lenguaje se contrae y se dispersa en los dos verdaderos homenajes al Vallejo experimental que realiza el autor de Oscuro mediodía, titulados "Ars" y "La piedad del sol" (no así "Paráfrasis", efectivamente paráfrasis de "Masa" del poeta peruano, pieza fundamental de España, aparta de mí este cáliz), en "Una morada en las palabras", cuya referencia central es Paul Celan, Preiss acompaña al poeta citado en su camino al silencio y la desmaterialización: se niegan los sentidos, los actos y la existencia ante la afirmación del Holocausto: mirar, oír, contar, respirar, "séanos prohibido.// Porque esto ha sucedido". Asistentes todos a "esta sala en que se expone/ un poema de Celan", ante la confirmación de los hechos del exterminio, las víctimas, los ausentes, tienen entonces una morada en las palabras, una morada, diría yo, más bien, en el Silencio, pues es frente a ese "umbral" donde nos encontramos, donde nos abandona el poema de Preiss.

Quizá lo único que podamos hacer, como visitantes de ese Silencio del que da fe el hablante de estos poemas, es escuchar, pues la audición parece ser el único sentido sobreviviente en Oscuro mediodía. Escuchar el silencio, oír lo imposible, lo inexistente que, sin embargo, vive en estos versos y en la conciencia de sus lectores. Ante este ejercicio dramático de acercamiento a una fantasmagoría como mundo existente y la contemplación de la existencia como una fantasmagoría –desde el punto de vista del universo descubierto en estos poemas nuestra realidad tangible pero sin memoria es también fantasmal- Palabra y Silencio se tornan inseparables: "el silencio habla, las palabras callan", es una máxima que permite comenzar con una lectura aproximativa a este poemario de David Preiss. Por otro lado resulta una afirmación idealizante y tranquilizadora si se compara con la sensación de desencanto que deja la lectura de Oscuro mediodía, como expondré más adelante. Los poemas de este libro no habitan en un mundo de pura creación donde silencio y voz son transitividades naturales que germinan desde sí mismos al adoptar las características supuestas de sus opuestos compatibles. Nada más lejano a su origen y destino.

Por el momento, propongo tener presentes los versos que inician y cierran el libro, reveladores de esta transubstanciación entre Palabra y Silencio. Sólo "cuando la poesía enmudece" las palabras de estos poemas comienzan a hablar y hablarnos, y se enfrentan al silencio que cargan. Cito los versos finales del poemario: "Cualquier palabra es una puerta abierta hacia el silencio./ Sólo hemos de saber abandonarla.". Aquí me detengo: las palabras cargan su silencio, pero lo ofrecen como una donación dolorosa. Enmudecer, al fin, no es una dicha, y el abandono de las palabras -un proceso que la poesía de Preiss, en el recorrido de sus tres títulos, hace evidente- no encierra una experiencia exquisita e investigativa, la aporía intelectual de una poética de la hiperconciencia como sucede en Un golpe de dados de Stepháne Mallarmé, sino un evento conflictivo en medio de la cotidianeidad de la historia, más aún, si se trata, como creo, de un intento frustrado de acercamiento a una deidad personal de la que se espera restablezca la comunicación entre ausencia y presencia.

Pero me retraigo por un momento a mi reflexión anterior. María Zambrano escribió que antes de oír las palabras de un poema debemos oír su silencio, anverso y origen de la Palabra. La poesía de Preiss es cada vez menos visual y cada vez más auditiva: sus verbos parecen ser "escuchar" y "oír", así lo demuestran las diversas marcas textuales de Oscuro mediodía, que si se comparan con la calidad visual de los poemas de Señor del vértigo, resultan muy reveladoras a este respecto. Pongo aquí como ejemplo los versos iniciales de "Cese de fuego": "Escribo mis palabras contra el ruido de la lluvia/ que reitera sus palabras y estropea mi silencio./ Dejo caer el agua sobre el patio y escribo contra ella:".

Éstas y otras atribuciones textuales de origen auditivo son paralelos a las metáforas escriturales que convierten Oscuro mediodía en una intensa reflexión metapoética. Ésta, sin embargo, es al mismo tiempo un símil de la contradicción Palabra/ Silencio: en el silencio se "escriben" las palabras lo mismo que las letras en la página en blanco. En el poema "Sendero con voces", la página en blanco es el territorio que el sujeto devela al recorrerlo, que se construye mientras éste avanza sobre él, abandonando al mismo tiempo lo antes "escrito": "De los poemas que escribías/ ninguno queda. A contraluz suya/ se abre un sendero de espinos y silencio./ Lo caminas arrullado por los pasos/ que te llevan fuera de esta hoja.". Si el poema es un acto de conocimiento y no una redacción que responde a un itinerario prefijado, recorrer el camino del poema es la única vía de acceder a ese conocimiento. La metaforización de los poemas de Preiss sugiere que sólo a través de la práctica del poema se va revelando una noticia que es donación exclusiva de ese proceso, aunque ésta sea paradójicamente sólo una negación de ese camino, pues la entrada a lo desconocido exige el abandono de lo que antes se tenía por supuesto.

A través de toda la poesía de Preiss la oposición entre negro (suma de todos los colores) y blanco (ausencia de todo color), y sus símiles plásticos, conectan el sistema expresivo con el sistema conceptual que recorre los poemas. Su alojamiento en el simbólico de la poesía contemporánea, permite que "negro" y "blanco" adquieran formas cambiantes según la intención del poema, pero al mismo tiempo significaciones precisas. "Negro sobre blanco" es la imagen de la página y de la escritura sobre ésta: papel, vacío, universo, silencio, sobre los cuales, escrituras condenadas al abismo, se mueven los hombres y las palabras. La escritura es, en Preiss, un paralelo de las intenciones humanas de la estirpe de Caín, es palabra no verdadera en oposición a la Palabra; está destinada a la destrucción y su oficio es el callar.

Asociada constantemente a esta metáfora cainita se encuentra la fantasmagoría de lo urbano. En Señor del vértigo, la ciudad es relevante en un sólo poema, titulado "Aquella extraña residencia", el cual metaforiza su fundación, "aislada de Lo Eterno como un Caín gigante y bello/ la ciudad –poema de ficciones- se hizo errante". En Y demora el alba su presencia es ya fundamental, hasta llegar a la síntesis de Oscuro mediodía. Las palabras construyen la ciudad, aquellas que no son la Palabra: la ciudad es otro dibujo sobre el blanco, una "escritura" que termina en el abismo.

Las visiones de Preiss son construidas mediante el juego de perspectivas que todo verdadero poeta enfrenta en su descubrimiento de la realidad. La mirada sobre ésta se fija en un proceso de acercamiento y alejamiento donde se alterna una perspectiva de altura con una perspectiva de cercanía, como afirmó el poeta Czeslaw Milosz en su discurso de recepción del Premio Nobel. La página y la realidad, ambas transubstanciadas, pueden verse desde la altura como un ideograma funesto que se nos presenta familiarmente a través de sucesivos acercamientos hasta lo mínimo, lo que constituye uno de los aciertos fundamentales del libro que presentamos y de las anteriores poéticas de Preiss.

"Negro y blanco" diseñan el gesto estético fundamental de distribuir secuencias rítmicas sobre un determinado espacio. La elección de la nomenclatura precisa representa un acto sagrado para Preiss. Si el poema y sus palabras son ejecuciones previas para acceder a un Silencio revelador de la condición humana con respecto a la deidad, entonces su disposición en la página y el libro es una elección religiosa. Las palabras representan, sin embargo, sólo un tránsito; son imperfectas y el poeta debe hacer que aprendan a callar para poder "oír" la Palabra verdadera del Silencio. En el poema "Ars", de Oscuro mediodía, "las palabras no tienen redención". El poema continúa su camino y las palabras perecen en su débil rastro.

El "Silencio" de que nos habla Preiss es, sin duda, un silencio de raigambre judía, pero no se trata de una categoría establecida por la doctrina de esa religión. En ningún caso, consecuentemnte, se puede asociar al silencio católico que Pier Paolo Pasolini denunciaba como un encubridor social, un silencio que fue cómplice del Holocausto. El culto del "Silencio" que promulga el autor es una experiencia reflexiva, una práctica de la inteligencia crítica, ideológica y escritural. Si en la Palabra de Preiss viven sus antepasados, callando, el culto del Silencio establece una religión de la memoria, escoge un lugar sagrado para los ausentes que no es el de la fe ortodoxa sino el altar de una religión personal, la religión de la poesía, donde el poema intenta transformarse al mismo tiempo en oración, en templo y en divinidad a través de los sucesivos rostros que esconde y que van más allá de su superficie de las palabras. La religión poética de Preiss se ejerce en el medio de un mundo donde esta vocación no es practicada ni vista como sagrada: "no hay soldados en la guerra/ donde nadie se enriquece/ pues en esta época de paz/ nadie llora la muerte de un poema", se afirma en "Casus belli", poema que pone en evidencia una actualidad que no participa de "guerras" que no ofrezcan provecho, como es la resistencia estética que Preiss representa.

El sujeto lírico aparece distanciado de los eventos sociales de religiosidad en el poema "Sabática"; un participante, casi ausente, extraño y dudoso, del ritual familiar. El poema es un ejercicio de reflexión, hasta diría de autoconvencimiento religioso, y finalmente un provocador de distancia. El "hijo" es invitado a "la mesa de los justos": "-Tú, ¿por qué no te arrimas a recoger tu bendición?", pero "Las oraciones han caído sobre la mesa./ Él toma una solamente./ Masca en el silencio." No se acerca para recibir en completa plenitud una bendición ni se aleja maldito, sino que allí permanece, integrando el rito al culto de su propia deidad: el Silencio.

La evolución poética de David Preiss se caracteriza también por el abandono paulatino del modo letánico, el tono de lamento bíblico y la fluencia del ritmo, para así abordar una sintaxis más lejana de la musicalidad avasalladora de poemas como "Jerusalem" o "Agua final" y más cercana a construcciones reflexivas, que se corresponden con un universo conceptual y menos imaginista. Si toda hermenéutica, es decir, todo sistema de conocimiento, se establece a partir de los procesos de metonimia y metáfora, situándose ésta última como estado inicial de tesis y final de síntesis, Preiss, hasta ahora, ha construido una gran metáfora en Señor del vértigo y ha ido metonimizándola a través de los dos siguientes poemarios, al acentuar aproximaciones minimalistas y realistas a la cotidianeidad, dejando traslucir, sin embargo, una síntesis metafórica de alta abstracción, es decir, de gran universalidad: el mundo es una escritura, donde lo "negro" representa todo aquello que nace, vive, muere y por lo tanto cambia (hombres, civilizaciones, guerras) sobre un fondo "blanco", imperturbable y silencioso, encarnado en la imagen de "cielo", "mar", "tierra", "página en blanco" y, finalmente, "Silencio".

Los poemas de Preiss pretenden ser una oración a ese "Silencio", letras sobre una extensión en blanco que lo representa como sagrado por vacío e inmutable; actos de veneración al sitio donde han ido a parar los ausentes, pero por eso mismo un lugar, el "más allá" de las palabras, desde donde nadie contesta, y que, por lo tanto, transforma el culto personal del poeta en una práctica religiosa de deidad ausente: una religión sin dios. El verbo de Preiss es revelador de una fundamental contradicción religiosa.

La creencia que adora como dios y único pilar de lo que llamamos realidad al Silencio, está poseída de un sentido que asegura su propia sobrevivencia: su infinitud consiste precisamente en no poder ser capturado nunca de forma total por el conocimiento humano, que establece un paradigma que cede ante otro que lo reemplaza, en un juego de relevos sucesivos, y que ignora aquello inalterable a lo que el poeta ora. La poesía de Preiss intenta develar un fundamento que a cada instante se escapa de sus manos.

Al mismo tiempo, ese culto es susceptible de ser ironizado –la obra de Preiss está habitada de una ironía amarga que deviene en queja- porque interrogar al silencio implica enfrentarse a una deidad muda, rogar por una respuesta ausente. La obra poética de Pablo Neruda, por ejemplo, deifica a los hombres y a la naturaleza, y de ambos obtiene signos, aunque contradictorios, permanentes. Preiss pertenece, sin embargo, a mi entender, a la estirpe de escritores que bien representa el narrador yiddish Isaac Bashevis-Singer, quien esperaba más de la esfera de lo sagrado que del mundo de los hombres. Preiss resuelve su sistema de tensiones de la misma manera; aguarda una respuesta de la divinidad de igual forma, pero no con la confianza de su eminente ancestro, lo que acentúa el estado de angustia constante en que se halla el sujeto poético de su obra. El Silencio, sostén de la memoria de las víctimas, de la "familia desaparecida" de la poesía de Preiss, parece no tener nada que decir más que su mudez, declara dolorosamente el poeta tras sus ritos de escritura, aunque no duda en aproximarse a él.

Si oye lo que en el Silencio se despeña para siempre, puede el poeta encontrar especies que lo ayuden -ayudar es aquí una ironía- a continuar su dolorosa experiencia de fe. Si el oído, sin embargo, se enfrenta a un Silencio que no responde: ¿a quién está confiando el poeta la memoria de sus antepasados? ¿Al vacío? ¿A la nada? ¿A la misma inexistencia de la que la memoria pretende rescatarlos?

Sin duda, esta inmensa presencia del vacío en la religión personal de David Preiss se maneja desde el texto no como un insondable abismo en el que no hay medida ni dominio, sino el poema sería imposible como una construcción concreta de lenguaje. En el instante preciso en que el sujeto lírico nos permite atisbar desde la altura el resplandor de ese vacío al que he aludido -la ausencia total como centro y origen de la existencia humana- Preiss nos acerca a través de una mirada cercana, crítica e irónica de las cosas, a la figura de una deidad personal posible, un dios menor, espejo del propio poeta, que puede dialogar con éste como un tropo reconocible: un dios que es creador del poema y a la vez compañía de la conciencia. En el poema "El jugador" de Y demora el alba, el sujeto declara: "Yo te recuerdo mientras juego al billar con el mesías.". Esta superstición en la que Preiss confía la familiaridad y confesión, no de la existencia ("la existencia está en otra parte", escribió André Breton), sino de la vida civil y sentimental. Un ídolo que nada, o casi nada, tiene que ver con el Señor del vértigo, el dios terrible que sostiene el Holocausto, y en Oscuro mediodía sólo puede ser identificado como algún suceso desconocido en el silencio del vacío: "Me arrodillo y desde el borde/ dejo pasar el cielo tras de mí. En él/ tu cuerpo se desvanece.", se lee en "Sobre el río, la niebla".

Preiss parece despedirse en este poemario no sólo de las palabras sino también de las representaciones religiosas que están fuera de nosotros. Los poemas de Oscuro mediodía son cajas de resonancia diseñadas para revelar las pautas hermenéuticas de toda lectura individual, de modo que en ellas se pueda escuchar la voz del vacío, es decir, creo yo, el eco de nosotros mismos en la expansión del universo.

Estoy seguro que no es un acto gratuito de David Preiss la sorpresiva entrega de este libro fundamental. Parece despedirse hoy, aquí, de nosotros, sus amigos conocidos y desconocidos, dejándonos entre las manos una poética desafiante, en su lucidez, a la poesía chilena contemporánea.

Santiago, junio del 2000.

 

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