AQUELLOS QUE DUERMEN ESTÁN EN SU SUEÑO PARTICULAR. AQUELLOS QUE SUEÑAN ESTÁN EN UN MUNDO COMÚN

parafraseando a Daniel El Rojo

por Alejandra del Río

 

Soledad Fariña ha confeccionado con untuosos colores el libro de sus sueños. Ha buscado el origen de su palabra en el lugar donde no existe lenguaje y ha hecho una pasta precisa con que cubrir los cuerpos y darles el brillo y el adorno que solo el humano de entre los animales puede apreciar. Ha dado el libro de sus sueños como parte de un ritual que partió -al menos en la escritura- en El Primer Libro y hasta ahora se nutre de las mismas palabras objeto que colgaba de la página como choroyes sobre el alambre. Hay la persecución del origen traducido en una fidelidad hacia las propias obsesiones, la que combinada hábilmente con una voluntad de experimentación que trasciende las modas críticas, entrega un escrito cargado de personalidad y significaciones.

El crecimiento de la retórica de Fariña y su cuidado en el uso de los recursos del relato ayudan a que aflore y se manifieste en múltiples direcciones su pensamiento poético. En un primer momento embriaga su labia irracional y en una segunda y tercera lectura se van destapando joyas de sentido como la de tener una pequeña certeza y bailarla gozosamente sobre la página o diseccionar la palabra como si fuese un cuerpo al que deseamos conocer a fondo. ¿Por qué trabajar estas metáforas y alegorías con las posibilidades del cuento y al mismo tiempo rondar escasamente el concepto "narrativa"? No creo que aquí sea un asunto de mera formalidad sino una necesidad manada desde el pozo mismo de la inspiración, quiero decir, surgida desde una convicción y una práctica propia de la palabra poética. "Todo es pensamiento/ el lenguaje no existe/ si el lenguaje no existe, todo es posible" dice el suicida del metro, el que después inquiere con deseo a las pirañas, cuya muerte sólo existe en el légamo verbal que cierra sus ojos. Es que la poesía rescata el orden del pensamiento, en verdad un desorden, donde todo es posible y admisible según sus propias leyes. En ese lugar no existe el lenguaje, ese lugar es el sueño.

Sabido es que mientras habitamos la mansión del sueño todo allí parece perfectamente coherente, los disparates calzan perfectos con los recuerdos más recónditos, la certeza de la muerte o la persecución pueden llegar a hacerse insoportables, siendo de igual manera fácil pasar de ser la niña caída, a ser el pozo que fomenta la caída y la pregunta misma por la duración de esa caída. No tenemos conflicto de representación en la fiesta del inconsciente, porque allí todo es representación de uno mismo y no es necesario un código ajeno para entenderlo, para llevarlo a cabo. El sueño sucede, el lenguaje traduce, la palabra poética tendrá que representar. Pues basta que abramos los ojos y por un momento convivan ambos mundos en el estado de la semivigilia para que la palabra poética tenga necesidad de surgir y hacer real para los otros lo que de los otros vive en uno mismo.

Estos cuentos están escritos en ese momento especial, el de la semi vigilia, cuando se han despertado nuestros sentidos pero aún no se duerme el sin sentido: "¿desde dónde llegaba el estruendo de la cascada cuando doblada intentaba escudriñar la oscuridad de la ermitas?", y la eternidad, se pregunta Fariña con Rimbaud "¿es larga?, ¿es ligera?, ¿aérea?, ¿densa como las cosas que duran?". La pregunta acerca de cómo son en realidad las cosas, cómo podemos describirlas o hacerlas nacer a la lírica, es una pregunta insistente en este libro, cómo aprehender los sentidos de cada cosa, de cada figura espectral, de cada insistencia del pasado. Cómo hacer que suban los colores desde la planta del pie hasta la página, cómo hacer que los graznidos del sueño se conviertan en adjetivos. Pues es necesario hacer de la palabra poética una pasta ligosa para pintar el poema o el relato. Lograr por medio de la sinestesia en la escritura lo que en el sueño tiene unidad aunque sea diferente. Por eso toda palabra tiene un color que hay que descubrir, por ejemplo, un verde cenagoso, en el cual podemos llegar hasta a hundirnos pues tiene consistencia de légamo. Toda palabra o concepto tiene una correspondencia sonora, como el amor, por ejemplo, que se escucha como un pequeño aleteo. O el desordenado narrador que confundiría a un lector que se diera por vencido a la primera ojeada, lo que hace es imitar la posibilidad que en el mundo onírico se da de ser a una vez el soñante y lo soñado, lo uno y lo otro. Pasar de una situación imaginativa levemente referencial como la de una mujer "con la cabeza gacha y una mano en la frente", que está a punto de descender al pozo de sus ojos, donde paulatinamente los colores son transformados en pájaros, en historias de sueños y de pájaros, hacia la convergencia de distintas conciencias, el "instante de conjunción de sueños", la comunicación y relación entre soñantes, ese punto de fuga raro y anómalo del que habla Fariña y que se materializa en estos relatos de semivigilia. Relatos divergentes de lo que tradicionalmente denominamos narrativa, líricos en el desarrollo de la alegoría y perfectamente amalgamados con los recursos que cada género ofrece para poder dar con la palabra poética capaz de expresar el pensamiento.

Así la palabra son los pájaros y los pájaros son -al decir de la poeta Blanca Andreu--"angeles inmaduros", los mismos ángeles, arquetipos comunicadores de lo alto con lo bajo, persiguen a Fariña contándole que "los pájaros representan el conocimiento de las cosas, que a la inocencia sólo la conocen de nombre". Porque al igual que el papelito arrugado encontrado en la mano del suicida que dice: "...como el pájaro vestido con su vestidura de alas yo voy por un camino de alas, donde la tristeza misma no es sino ala...", estos relatos deben su existencia al artificio, al trabajo del lenguaje como una materia ritual y artística, lejos de la espontaneidad de la experiencia real, más bien ellos buscan salvarnos de lo real, de la oscuridad plana de lo real, donde por ejemplo la ciudad de Santiago es "un bullicio de caras repetidas", para convertirse en una miel que untada ceremonialmente devuelve al cuerpo su sentido erótico particular o chupada por las noches cura el rencor, la melancolía y hasta la misma propia soledad puede preguntarse si acaso no es la única soledad que existe.

Todo el movimiento que realiza la escritura de estos cuentos de pájaros entre el sueño y la realidad, la poesía y la narrativa, lo subterráneo y la superficie, lo andino y lo urbano, el cuerpo y la letra, quiero decir, las oscilaciones a inseguridades de la semi vigilia son aquí atrapadas por una voluntad de comunicar, de dar cuenta materialmente de algo que se viene pensando hace ya un buen rato; que nuestra vida está hecha de la materia de los sueños, que todo lo que vemos seguro tiene también una existencia insegura y que habitamos a la vez ambos mundos.

Tal vez no está de más decir que la lectura de este último libro de Soledad Fariña actúa como una ráfaga de viento que remece los estrechos márgenes de la literatura nacional pues aborda temas despreciados y profundidades poco habituales para nuestra narrativa, con un manejo extensivo y seguro de la prosa poética, lo que rara vez se permiten los poetas chilenos actuales. Todo ello manejado con el lujo de la belleza fiel a su propia voz.

A propósito, soñar con pájaros significa muerte.

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