AL ALBA.

..cómo se haría el Alba, quién sostendría, nutriría...
Popol –Vuh

No sé por qué había una vez estábamos solas, mi madre y yo. Los demás no estaban; no sé si habían muerto o dónde se habían ido, pero nosotras ahí, todo el día ocupadas en los quehaceres de la huerta, lavando los rábanos recién desenterrados, vigilando que no se anegaran con el riego las lechugas cuando venía mucha agua de la acequia desde donde ellas bebían, y de ahí a chapotear al agua y otra vez a la huerta, y yo tras ella econtrándome con sus ojos sólo cuando obligada por algún quehacer se inclinaba hasta quedar a mi altura. Trataba yo entonces de escudriñar en su mirada la razón de ese incensante ajetreo, pero era sólo un instante; al momento ya estaban sus ojos altos, fijos otra vez en algún punto al que yo no alcanzaba. En ese ir y venir me iba nombrando los arbustos del jardín: tamarindos, retamos, arrayanes y de algunas flores: cardenales, clavelinas, achiras. A veces me esperaba detrás de un tarmarindo con un puñado de moras que de sus manos iban a deshacerse en mi boca. Otras veces me cantaba canciones muy antiguas. Entonces su voz se hacía ronca, como si estuviera llamando a alguien debajo de la tierra. Ella no hablaba mucho "se ponen las hojas machacadas, con el juguito y todo, en donde está el pasmo", decía contándome las propiedades del paico para curar el pasmo por herida, "no mucho, porque es muy fuerte" y yo veía su trenza coleteando a la espalda. Casi siempre su pelo estaba amarrado en una trenza, pero recuerdo bien la noche que se lo descubrí suelto.

Fue una de esas noches de luna grande de verano en que las lomas ralas y pedregosas se iluminaban encadenándonos a otros montes más negros y más altos. Salimos de la casa tomando por la huella que enfilaba hacia el cerro y al poco rato ya estábamos al lado de una quebrada. Al mirar hacia el fondo vimos corriendo un hilito de agua. Por el cascajo resbaladizo bajamos hasta el hilito que en verdad era un río de cordillera, no muy ancho pero de corriente fuerte que hacía hablar a las piedras. Nos adentramos hasta el agua saltando a una roca grande. Ella se quitó la blusa y mirando a la luna desató el cordón rojo que le amarraba la trenza. Ahí lo descubrí, su pelo largo y ancho, espeso como una cortina negra.

Con los ojos cerrados y siempre de cara a la luna se agachó quedando en cuclillas con las manos apoyadas en las piernas. Sus labios empezaron a moverse en pequeños temblores que por momentos parecían a articular palabras; pero no eran palabras las que salían de la boca sino que era el gesto de los labios ansiosos por beber. Al inclinarse hacia el agua también el pelo se deslizó buscando la humedad como las matas verdes sujetas a la roca que la corriente lleva y lleva sin lograr desprender; pero algo musitaba, algo como un canturreo bajito. Yo la miraba ¿Qué canta? ¿Qué es lo que canta?

Seguramente adivinó mi pregunta y volviendo la cabeza me llamó con los ojos. Fui a tenderme a su lado en la piedra redonda que aún estaba tibia con el sol de la tarde. Quise palpar cómo sería el pelo mojado por el agua blanca de la luna. Terciopelo, pensé, verde como las matas, blanco como el agua blanca de la luna. Y empecé a acariciar unos manojos húmedos. Mi corazón golpeaba acelerando el latido. ¿Miedo? ¿Sed? Miedo no, ahí estaba mi madre, con la cara mojada casi formando parte de la roca por donde el agua arremolinada seguía pasando. Ella notó mi temblor y apoyando una de sus manos en mi cuello me inclinó suavemente hacia el agua. Haciendo un cuenco con las manos bebí de la corriente fría.

Nos levantamos, con la blusa armó un turbante blanco y con él enrolló el pelo mojado. Por el pecho y la espalda corría el agua como en cascadas, también de los pezones se desprendieron gotas que ella dejó correr hasta que el aire de la noche fue secando.

Sin prisa nos fuimos saltando por las piedras río arriba, pero la inquietud de su mirada me hacía presentir que buscaba algo, pensé que tal vez era un lugar más estrecho y apacible para vadear el torrente; pero al ver la furia con que bajaban las aguas comprendí que el intento era inútil. De pronto, como aparición suspendida en el aire, vimos el puente de cimbra que lleva al alfalfal del otro lado del río. Ascendimos hasta su entrada y allí nos detuvimos. El aire de la noche hacía que temblaran las cañas y cuerdas por donde debíamos pasar; varios metros abajo seguía el agua golpeando con fuerza las piedras. Me incliné hacia las aguas; cabeza y pecho me borbotearon intentando fundirse con el murmullo que llegaba desde el fondo; agarrada a las cuerdas cerré los ojos, por el vaivén adiviné que ya estaba cruzando el puente. Al verme suspendida en el vacío sin nada a qué aferrarme desprendí mis zapatos y descalza corrí hasta el centro; ahí sentí su presencia y acogiendo su ritmo, con las plantas casi pegadas a las cañas, continué caminando con los ojos cerrados, alejando la tentación de las aguas negras que me llamaban desde abajo.

Un fuerte olor a hierba me indicó que había llegado al fin mi caminata cimbreante. Abrí los ojos, ella se había adelantado varios metros y de pie miraba las extensiones de alfalfa ilumindas por la luna. Permanecí a cierta distancia pensando que si mi voz irrumpía llamándola, algo de esa armonía se quebraría al instante. Meciendo la alfalfa el viento levantaba un colchón ondulante aferrado a la tierra. Quise sentir en los dedos el espesor de las hojas, no sé qué de ese verde fue lo que la atrajo a ella, pero las dos corrimos hacia el campo. Ví que ella se doblaba dejándose caer en el colchón ondulante. Abriendo los brazos yo me tendí de espaldas para que la bóveda negra me inundara la cara. Hundida en esa hierba alta aprisioné entre los dedos el verde de las hojas acariciándolas un rato largo, volviendo luego la cara a uno y otro lado para que hojas y flores me entraran en la boca. En una de las vueltas y mascando aún el agridulce del verde vi que ella riendo rodaba hacia mí. Rodando yo también salí a su encuentro. Nos abrazamos. Yo apoyé mi mejilla en el hueco tibio de su cuello. ¡Ah! si pudieran fundirse las pieles, la de ella, la mía, y yo no fuera más que este latido, pensé. "Hay que seguir", dijo ella tomando impulso para levantarse.

Somnolienta la seguí. Atravesamos el alfalfal dirigiéndonos al monte que se alzaba al final de los campos y cuya cumbre se veía como una planicie. Mis pies descalzos podían sentir la suavidad de la hierba y hurgando entre la matas más al fondo, la calidez áspera de la tierra.

Empezamos a subir, pero la huella había sido cubierta por matorrales demasiado bajos y tupidos para hacer posible el paso. Junto a la quebrada y casi en vertical se alzaba un farellón; al acercarnos comprobamos que era roca suelta y que un roce bastaría para desprenderla, pero no había senderos ni otra posibilidad de continuar. Ella inició el ascenso. A cada uno de sus pasos yo debía esperar que terminaran de rodar los guijarros, tratando de esquivarlos; la mayoría eran pequeños, pero a veces se desprendía alguna roca grande.

No puedo hoy calcular cuánto duró ese trance, sólo recuerdo que de pronto estaba su mano asiendo con fuerza mi muñeca, ayudándome con el último impulso para alcanzar la planicie que apareció a mi vista como un remanso verde. Pero no era la planicie el fin de nuestro viaje y sólo nos detuvimos un momento; aproveché la suavidad de la hierba para restregarme las plantas heridas por los riscos. Continuamos la caminata por el pastizal mullido hasta donde éste terminaba abruptamente en un corte del cerro. Alguien había colocado unas ramas de espino para advertir el peligro. Entre ellas distinguimos una huella que descendía zigzagueando; separamos con cuidado las ramas del espino y empezamos a bajar.

Apenas habíamos empezado a descender cuando escuchamos un rumor que iba en aumento. Con la atención fija en el lugar más firme para conservar el equilibrio, sólo alcé los ojos cuando el rumor se había transformado en un estallido de inmensas aguas cayendo. Asombrados mis pies se detuvieron, oscilando los ojos entre los helechos húmedos y el pez gigante que al caer se iba convirtiendo en un cardumen blanco, apozándose después del salto en un sin fin de burbujas brillantes. Al comprobar mi estupor ella tomó mi mano. Enlazadas continuamos descendiendo hasta unas rocas planas, muy cerca de la cascada.

Siempre asida a su mano la seguí en sus movimientos, nuevamente parecía buscar algo. En uno de los rincones entre dos lomas de roca gris vimos por fin un montón de piedras, como una pequeña ermita. En su interior había objetos; algunos colgaban, otros yacían en el suelo como ofrendas. Había vidrios de colores, piedras cristalizadas, conchas, huesos blanqueados por el tiempo, pequeñas canastas burdamente tejidas con pajas y ramas que semejaban nidos, algunas flores y semillas de espino ya secas. Desde uno de los pliegues de su falda mi madre sacó un objeto; lo reconocí, era una argolla que en un tiempo ella había usado como arete colgante de uno de sus lóbulos. Sus orejas ahora estaban desnudas, como su torso.

Busqué en mis bolsillos y en uno de ellos encontré la trenza de plumitas rojas y azules que a veces llevaba en mi tobillo. Al inclinarme para depositar mi ofrenda quise ver qué había al fondo de la ermita. En la semipenumbra me pareció distinguir un bulto, algo como un pequeño cuerpo flexionado; me incliné aún más para meter la cabeza en el hueco que dejaban las piedras cuando escuché los pasos de mi madre alejándose del lugar.

Al volverme vi que se había quitado el resto de la ropa y hurgando en el montón extraía un pequeño pote de madera. Desnuda y oliendo a miel se acercó desatándome el lazo de la falda que cayó al suelo, el lazo de mi pelo que se abrió regándome los hombros. Cerré un instante los ojos para percibir su olor, al abrirlos la vi hundiendo los dedos en el pote; pronto sentí su tacto impregnado de la sustancia dulce en uno de mis hombros, en el otro, en el pecho, vientre; mientras me untaba los muslos, hundí el cuello ladeando la cabeza hasta que el hombro quedó a la altura de mi boca, ahí pudo la lengua probar el sabor del ungüento. Por fin sus dedos se detuvieron en mi rostro: mejillas, comisuras, aletas de la nariz, entrecejo, párpados recibieron la caricia dulce que siguió descendiendo desde las sienes al pelo, impregnándolo todo, o casi todo.

La misma faena, pero con más laxitud, la repitió luego en su cuerpo y rostro, deteniéndose un rato largo en los círculos con que era ungido cada miembro. Los dedos de los pies fueron los últimos en recibir el masaje.

Tratando de equilibrarnos entre las piedras nos acercamos más a la cascada. El estruendo era tan fuerte que ya ni nuestro chapoteo era perceptible. Miles de agujas húmedas nos lamieron el cuerpo antes de empezar las abluciones.

Ya apaciguadas después de la caída, y antes de seguir su curso quebrada abajo, las aguas se detenían formando una poza profunda y silenciosa. Hacia allá nos dirigimos chapoteando. Las champas de la orilla estaban tapizadas con florcitas, muchas de ellas con las corolas cerradas. Sentí que se aproximaba el momento de la inmersión, pero a la entrada del agua mi madre se detuvo tomando la posición que había adoptado frente al torrente: en cuclillas, los ojos cerrados, las manos sobre la piernas, los labios musitando algo. De pronto su garganta empezó a exhalar notas agudas en un acorde que yo nunca antes había escuchado; suspendidas en el aire unos instantes bajaban a aconcharse, como el cardumen blanco, en la poza oscura del vientre, desde donde eran lanzadas nuevamente en algo que semejaba un aleteo sordo.

Manteniendo el sonido e inclinada en la piedra, lentamente empezó una mano a bañar el hueco de los dedos de la otra, llevando humedad al antebrazo, a la hondonada de la axila, bajando luego al pecho, vientre, pubis, siguiendo su camino las aguas muslos abajo, escurriéndose en pequeños ríos por el empeine y entre los dedos del pie volver a confundirse con la oscuridad de la poza.

Poco a poco el sonido ronco fue dando paso a un silencio que se impuso al estruendo de la cascada. Así en silencio nos quedamos, yo en la orilla de pie, observando su mutismo y ella en la roca distendido su cuerpo con la mirada fija quizás en qué.

Balbuceando nuevamente se levantó y empezó a recoger las flores que estaban a su alcance. Yo la imité... con los brazos y las manos llenos de flores entramos a la cocha, a la poza. Miré hacia arriba, la luna había bajado y el resplandor de las estrellas era menos intenso. Presentí que se acercaba el alba, sin embargo los pájaros aún no iniciaban su canto.

A medida que me adentraba en el agua, las piedras del fondo se hacían arenilla para volverse después fango cálido y suave. No me molestó ese roce, los pies agradecieron la suavidad hundiéndose todavía más. El agua fría tocó muslos y vientre, provocando escozor en los poros abiertos y erizando como agujas los vellos. Pétalos, flores y hierbas se pegaron a los brazos y pechos untados con la miel, mientras el agua seguía subiendo y apretando cintura, torso, espalda, hombros. Al llegar a la parte alta del cuello sentí el impulso de echar la cabeza hacia atrás. Desde la nuca hasta la frente una marea lenta subió blanqueando las turbulencias rojas, fucsias, de mis pensamientos.

Antes de cerrar los ojos, ya inundados de blanco, pude divisar la palidez del cielo y hacia el Este el resplandor tenue del alba.

Sentí al pelo extenderse, a los brazos y dedos alargarse buscando ríos templados bajo la superficie. También las piernas se abrieron y pude al fin sentir mi fusión con sus aguas. Cálido iba pasando su abrazo, tibio su beso desgarrándome en partículas que se hundieron junto al légamo; intenté allí adherirme a una piedra musgosa y aferrarme como sea a un hilo en su memoria. Pero vuelta escama verde apenas me articulo en un latido: soy su memoria, sus hilos, soy las notas graves apozadas en su vientre, soy su vientre, su ritmo, soy el pez coleteando en su arena fangosa perdido al fin el rastro en un cloqueo de piedras.

En una de ellas me apoyo para erguirme. A través del agua percibo la claridad blanca del día. Frente y ojos son los primeros en emerger. La luz entra a mis poros abiertos impregnándome de la atmósfera que anuncia un día caluroso. Vago por la orilla un rato largo buscando alguna seña que me indique su presencia o por lo menos su rastro. Al mirar hacia arriba distingo lo que parece mi falda junto a mi blusa blanca. Me agarro a una de las ramas y trepo a un montículo cubierto de arbustos bajos; sigo con la vista el curso de las aguas. De pronto me parece verla sentada en uno de los remansos desprendiéndose los pétalos que el baño no ha logrado quitar, pero el sol que me da directo a los ojos engaña mi visión y al llegar al lugar sólo encuentro un par de gorriones aleteando en una charca. Subo hasta las rocas planas. Aquí están mi falda, blusa y el pote con el resto de miel. Las suyas no aparecen. Arrastro la ropa hasta un olivillo y termino de vestirme improvisando, otra vez, un turbante con la blusa blanca.

Trato de rehacer la caminata de la noche. En algún lugar no lejos de aquí debería estar el montículo de piedras, intento guiarme por el sonido de las aguas ¿desde dónde llegaba el estruendo de la cascada cuando doblada intentaba escudriñar la oscuridad de la ermita? Pero el sol le ha impregnado tanto brillo a la hierba que me hace vacilar ese amarillo entre las capas azules, distintos espesores de azules que llegan con el aire. Me inclino para evitar el vértigo y fijo la mirada en esta florcita fucsia que como yo se arrastra, a ver si una fuerte ligazón entre ambas evita mi caída al vacío, porque sé que equivoqué la huella y estoy colgando entre las rocas que se inclinan hacia el valle. Siento gotas de sudor en la frente, también en la piel de la espalda. Me detengo con la cabeza gacha un rato para evitar que las capas azules de aire vengan otra vez a confundir sus dimensiones con las mías. Arrastrándome alcanzo el costado posterior del roquerío y utilizo sus muescas como escalera. Abriendo apenas un ojo atisbo la explanada, pero sigo reptando hasta que encuentro un hueco protegido del viento. El aire sopla fuerte aplacando el calor quemante. Creo distinguir unas huellas, pero son algo difusas y parecen antiguas. Tal vez más similares a las de algún roedor nocturno. Aún me quedo unos instantes en el hueco para permitirle a mi corazón que calme sus latidos. Así protegida como estoy puedo inclinarme y dar una mirada hacia el valle. Pero algo corta esta mirada plácida y me hace alzar los ojos: ahí está, casi inmóvil sobre mi cabeza, suspendido en el aire y tan cerca que puedo distinguir su collar de plumas blancas. Un zumbido entra a mi oreja. No sé si es viento o su aleteo, dirijo mis sentidos hacia el lugar donde creo percibir el remolino de viento y, claro, entre dos lomas de roca gris distingo el promontorio de piedras que busco desde hace rato. Sé que ahora me adentraré hasta el fondo y empieza mi memoria a enumerar las ofrendas; pero al llegar sólo un trozo de vidrio cuelga haciendo guiños multicolores al sol.

Doblada penetro al interior oscuro. Tardo varios segundos en acomodarme al espacio. A tientas en el suelo voy distinguiendo objetos: dos bolsitas de lana, una con maíz molido, la otra con mazorcas, al lado de las bolsas hay un collar de huesos y dos calabacitas. Pero ya llego a la estera, reconozco su cuerpo flexionado envuelto en una manta y liado con cuerda de totora. Un turbante de espesas hebras le cubre la cabeza. Con los dedos quiero distinguir los rasgos de su rostro, pero lo han recubierto con arcilla, casi resquebrajada después de tanto tiempo. Siento dos agujeros a la altura de los ojos y otro pequeño en el lugar de su boca. Bajo el turbante y sobre el pecho está su trenza larga, blanqueada ahora, atada con el cordón de lana roja. Entreabro el manto de lana, pero antes de empezar a hurgar lo habrán cosido -pienso- rellenado con plumas, con palitos, con algas disecadas; habrán trenzado un embarrilado de totora sobre los huesos, y bajo hasta encontrar la mano. Junto a ella palpo un objeto duro: es la argolla. La retiro ensartándola nuevamente en mi oreja y dejo en su lugar, muy próximo a los dedos, dos pétalos como hilos que traía adheridos en uno de mis hombros. Vuelvo a juntar el manto sobre el pecho fijando la cuerda de totora. Ordeno las ofrendas y llego hasta la salida.

Hay una luz intensa que enciende mi pupila del oscuro. Hay una luz que anaranja las cumbres de los cerros -¿será la tarde ya?- Hay tierras de colores, hay pedruscos azules debajo de mis pies, hay destellos que me ensanchan el pecho y hay un olvido que empieza a apoderarse de mis párpados, me trae pesadez, albur albor albricia -pienso- mientras los tobillos se me sueltan en zancadas cerro abajo.

UN PEQUEÑO ALETEO.

Y dónde estarán los pájaros a esta hora, está todo tan quieto, pero atrás, muy atrás, mi memoria de sol me trae un aleteo: es un tordo de alas negras amarrado a una estaca. Hay algo misterioso en este cautiverio, algo tornasolado en ansia de escapar: tordo tordo, le digo dede lejos -ni siquiera ese gallo ha atrevido a acercarse- (ya hablaré de ese gallo).

Ahora no hay acordes, extraigo notas profundas a esa nostalgia de ébano, como el canto del búho, pobre animal, me mira con un ojo torvo y el otro agradecido: una, la otra, una, la otra, sus pupilas, dependes de mi voluntad de darte de comer o venir a soltarte, y su ojo torvo me mira con más odio y su ojo dulce me sigue amando por el néctar en su boca, ahora que te tengo entre mis manos te amo, le digo para probarlo.

Su plumaje negro reluce, su ala izquierda se ahueca para dar cabida a mi dedo, su pupila dulcísima me contempla: guiño mi ojo para que pupila y pupila se reconozcan. Ya se han tendido un puente de hilos, un puente de cimbra por los que pasa el amor a uno y otro lado, se balancea con mucho peligro de caer, pero así es el amor. Nos miramos, estamos casi inmóviles, no sabemos quién está dentro de quién, no quiero mirar su otra pupila, para qué, mientras estemos de perfil todo es perfecto, este balanceo puede ser infinito, él puede morir -o yo- en el intento de seguir el vaivén, pero ya presiento su otro perfil y el picotazo feroz me hace retroceder, ya está, eres libre, dice mi dedo al hueco de su ala, él cierra su ojo bueno y sale volando negro con su ala torva.

Me he quedado con sus plumitas tibias, las que tenía debajo del ala, ahí, donde dormía mi dedo, ahora rojo. Voy a restañarlo con saliva ya que mi corazón sigue en la sombra y no puedo tocarlo ¿estás ahí? le pregunto, siempre ahí, ahora con un pedazo de ala negra, Te amo le digo -Corazón- para deshielarlo, ahora me responde un pequeño aleteo.

OTRO CUENTO DE PAJAROS

...en el sueño abismal ¿no hay veces
en que el soñador se equivoca de abismo?

G.B.

 

1

Nunca llegamos a la peña blanca, te digo sentándome y palpando las ampollas del talón. ¿Estaba hecha de conchas o de las partes duras de organismos marinos?, empiezo a preguntarme dudando de todo lo que has dicho. Me queda un dejo amargo en el labio con toda esa verdad, y en el instante vacío en que dudo de tus frases, vuelve la marejada de recuerdos a inundarme.

Esta vez es una pieza blanca donde te encuentras posando en toda desnudez (como los ángeles que ahora me persiguen contándome que los pájaros representan el conocimiento de las cosas, que a la inocencia sólo la conocen de nombre).

Te rescato de su habla y te hago caminar hacia un ángulo del papel: el antebrazo en actitud oscilante, los dedos de la mano ligeramente combados hacia el aire en la pared. Como pequeños murmullos se acercan a mi cuerpo las ondas de las cosas. Las dejo libremente que me abomben el pecho los brazos y las manos. Y ahora trazo el círculo, un círculo de música, (pero dónde estará la fuente, me pregunto, no tiene aleteos multicolores este baile) ya vendrá, ya vendrá ese de plumas, me dicen los murmullos, porque éste sigue oscuro, emparentado a...

A ésa voy a describirla con la cabeza gacha y una mano en la frente; la otra mano laxa y atrás un cielo borrascoso difuminándose como el humor de quien mira sin ver más allá del pozo de sus ojos, en descenso pesado, abrumado, como el aliento del buzo que baja al fondo del océano en agua tumultuosa: cómo cerrar el círculo en mi pecho, piensa, detenerme en las capas brumosas de mi pecho. Con escafandra de hierro y ventanita mínima un hilo me conecta al oxígeno de la barcaza allá arriba, si levanto mi pesada escafandra puedo ver todavía la luminosidad del sol pero quiero seguir bajando a las aguas oscuras: cardúmenes violáceos, algas sombrías abren paso a este descenso y la armonía que ha dado ritmo a las frases viene ahora a invadir, como si fuera su dueña, el vacío del pecho. La corriente me arrastra, los pies están desnudos, acogeré su ritmo para llenar el escenario de mi pecho vacío. Pero un coro imponente ya ha empezado el introito. Me siento muy sola en esta escena, mi pie tímidamente intenta involucrarse en ese ritmo (¿profano? ¿será que lo sagrado está siempre escondido en otra nota, tal vez la de contralto?) intento conectarme a los sonidos de otras formas, pero siempre hay una nota estridente que me deja fuera.

Un ofertorio ronco rueda sobre mi cabeza: algo se está ofreciendo, algo mío en esta escena, en vano trato de impedir el despojo atrayendo a la memoria los colores del vitral que se rehúsan a volver a mi ojo, ya no puedo inventarte en el caleidoscopio de mi ojo, tampoco hay nada en mí que pueda atraer tu colorido (ah, si me vistiera con el plumaje de ese gallo), pero sigo el juego de la ofrenda, pongo mis pestañas, mis labios, mi cabello cortado, las uñas de mis pies, todo en una hilera interminable -nunca volverán a juntarse, creo- y pongo en la hilera también mi duda inconsolable: ¿he sido libre en mi elección o habré sido escogida (para formar el vacío)? (¿será por esa duda que sigue dilatada la pupila buscando océanos en el hueco del ojo?)

La mano apoyada en el libro cerrado sostiene levemente ... no, no voy a describir aún lo que sostiene, eso vendrá más tarde. Sigue en el piso el libro abierto, sus hojas manoseadas, atrás, el cielo borrascoso.

Pero algo ha cambiado en el paisaje: una luminosidad está cayendo directo a las páginas, a los pliegues blancos del ropaje, al cuello, oreja, ojo, nariz. La barbilla en cambio se mantiene a oscuras, así como los huecos que reciben la mirada. Pero hay alguien más que está en la luz, es un perro amarrado a una viga, hermoso animal, no sé qué está haciendo en esta escena.

Poco a poco empiezan a adueñarse del cielo brumoso los colores transformados en pájaros, en graznido de pájaros, en historias de agua, historias de piedras, esos ruidos. Pero antes - tal vez- otra escena de pájaros, de sueños y de pájaros.

Es a propósito de sueños que te escribo - te escribo- te llevaba dos pájaros, en mi sueño. Parece que quería adiestrarme en el oficio de la disecación. Los pájaros revoloteaban sin elevarse mientras tu cultivabas una colina de palabras. Por ellas se deslizaban mis ojos sin detenerse, las frases me llamaban desde distintos ángulos y yo quería asirme al lujo de sus ritmos, pero cuando estaba cercándolas se me iban enturbiando, transformándose en agua. En la entrelínea quería recoger los retazos de luz -punto de fuga-, decías desde tu sueño, (la densidad se doblaba, se triplicaba en tu sueño, pero también se filtraba el temblor de tu voz) y en el susurro quedaba doblada mi mejilla.

Es que tu aliento se parece al aire que a veces se apodera de mis dedos, te decía en mi sueño, me acosan, me soplan en la cara, me llenan de colores y de aullidos.

Desde tu sueño venían a encontrarme y ahí me quedaba flotando en las palabras que corrían sin perturbar el flujo de las frases.

¿Disecamos los pájaros? -te gritaba en mi sueño.

Pero otra vez tu mirada, perdida (la inocencia, ni tus frases más lúcidas podrían enunciarla).

Volvamos al instante de conjunción de sueños, a tu punto de fuga raro, anómalo (¿de qué otra forma inventaríamos espacios sin ahogarnos?) los ojos siguen pendientes del aire enrarecido de esta bóveda blanca donde explotan sentidos desenterrados quizá de qué memoria.

Volvamos a los pájaros, volvamos a mis sueños. Desde los tuyos no quieres ayudarme a disecarlos y sabes como hacerlo (en eso consiste tu arte fino: en disecarlos y mantenerlos vivos) déjalos, decías desde tu sueño (hablabas con suavidad, pero intuí el peligro: se volarán a los tuyos y dejarán de ser míos) quizá nunca lo fueron, pensé desde tu sueño.

Ahora sí podemos descansar, pienso mientras revolotea en mi cabeza otro cuento de pájaros, de pájaros y sueños.

 

de: Otro cuento de pájaros (Santiago, Las Dos Fridas, 1999)

 

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