EL HOMBRE DEL ESPEJO:
relatos de anticipo

Por Cristián Sandoval Piña

 

CRISTIÁN SANDOVAL PIÑA, nació en Santiago de Chile, el año 1980. Egresado del Instituto Nacional en 1998, participó activamente en el Boletín de dicho establecimiento y en A.L.C.I.N. Resultó ganador en 1997 del concurso Eusebio Lillo, con su cuento "Los cirujas". Participó en los talleres literarios de Mauricio Barrientos, en la Sociedad de Escritores de Chile, y de Alejandra Basualto, en la Universidad de Chile. Actualmente cursa en esta última sus estudios de Lengua y Literatura Hispanoamericana.

 

 

Selección de relatos

Ya No Mamífero

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Arch. 2509-F31 : Georgelinia.


Esta probablemente sea mi última nota. Dejaré la botánica para esperarla. Por ella, ella que siempre estaba detrás de todo lo que encontraba en la naturaleza. Era el alimento de las raíces, lo que daba color a las flores. Y a pesar de los pétalos hermosos, de las clasificaciones impensables, aún no llega. Dejaré los campos de una vez por todas. Si no llega, yo iré hasta ella.
Por fin, después de tanto tiempo, la encontré. Es una de las plantas más extrañas y fascinantes que existen en la tierra. Su nombre, Georgilius Virginae, popularmente (en los países donde se le conoce) es Georgelinia. Es rarísima, por lo que la mayoría de los botánicos la considera un mito. Ni siquiera existen datos como para considerarla extinta. No se sabe cómo florece ni qué condiciones necesita para su existencia, pues se le ha visto en casi todos los climas y lugares del mundo. Se tiene conocimiento de Georgelinias en la taiga, la pampa, Los Alpes, hasta en el desierto africano. Pero no ha llegado jamás un espécimen a manos de un experto. El viento las pierde entre las dunas siempre cambiantes.
La flor de la georgelinia, según lo que he podido apreciar por pura observación (ya que se dice que es peligroso cortarla), tiene la estructura de una flor común. Posee un pedúnculo de un diámetro aproximado de medio centímetro, es de un color verde que no he podido definir con certeza, y más que forma de copa, como es lo usual, es de botella. Los sépalos que forman el cáliz son bastante extraños. Recuerdan una cimitarra, dan la impresión de estar secos, y en edad adulta, como parece ser esta flor, suelen curvarse hacia abajo. La corola está compuesta por pétalos que mutan su color de acuerdo a la moda que impongan las flores esa temporada. Tienen forma de lenguas de fuego pentecostal, y en su conjunto la corola parece una explosión, o miles de brazos abiertos en una coreografía de vuelo, de libertad. Sus pétalos son independientes, es decir, dialipétalos, y normalmente son siete. Algunas veces presentan pétalos más largos que caen como cascada hasta la mitad del tallo. La flor es hermafrodita, lo que se deduce por su espontánea aparición. Por la disposición de la flor es deducible que el ovario es súpero. No cuadra bien la hermosura y aroma de la flor con las características de la planta, ya que no necesita atraer insectos u otros agentes polinizadores a su seno. El tallo de la georgelinia es como un tirabuzón, y al tacto da la impresión de albergar, más que savia, sangre caliente. Pero esto no es más que fantasía. No me arriesgaré a abrirla, pues los mitos populares no siempre están errados.
La cultura popular indica que la georgelinia es el espíritu de una virgen violada, y que este espíritu maltratado deja el cuerpo puro para refugiarse en la savia. El que posea una georgelinia indicaría que en sus terrenos ha ocurrido un hecho de sangre, tal como se entiende líneas arriba, en el informe D345 del sicólogo alemán Karl Eischbem. Así como el trébol de cuatro hojas trae suerte a su dueño, la georgelinia es portadora de desgracia. El cortar una georgelinia supone una inmediata venganza de la sangre de la planta, que expele un veneno de su savia tan fuerte que sólo olerlo mataría a quien cortase la flor. Las viejas matronas recomiendan alejarse lo más posible del lugar en donde se ha hallado esta planta extraordinaria. Incluso mudarse de pueblo. Pero ante estas supercherías no podemos más que sonreír los hombres de ciencia. Es como cuando un niño me preguntó por la flor de siete colores.
Me siento completamente atraído por este encuentro maravilloso. Por fin un especialista ha encontrado la flor más buscada. Por fin tengo pruebas de su existencia. Los herbarios del monasterio no mentían. Tal vez esta flor tenga incluso centurias, pues el lugar es exacto. La espera. Después de tanto tiempo. Saco el bisturí. En verdad sangra. Es fuerte. En verdad la savia es fuerte. Y el interior es negro, negro, con una luz brumosa allá al fondo...
Cristián Sandoval Piña

De El hombre del espejo, Santiago de Chile, Pentagrama Editores, 2000.

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YA NO MAMÍFERO

todos quisieron beber de la teta de Afrodita

En verdad no ha sido mucho tiempo desde que tomé aquel vaso de leche. Pero en el lapso el sen-timiento de asco ha ido en aumento. No es el asco habitual de la leche grasosa, endulzada con un chocolate aún más mantecoso, que se pega a la lengua en una pátina lenta, como de telarañas, y tan aferrado al gaznate para no sumirse que te tira y te tira hasta hacerte salivar y sentir lágrimas detrás de los ojos, con el nervio ocular una masa blanduzca que se chorrea en los centros nervio-sos e iguala la náusea estomacal a una cerebral. No. Es el asco de un hígado que no se soporta a sí mismo. Un exceso en la vesícula. De leche.


La había abierto. Cómo no confiar en la imagen de un líquido blanquecino y vital para los huesos que te sostendrán cuando viejo, cayendo sedoso por un vaso cristalino, llenándolo todo de su blancura pasteurizada, su limpieza procesada que te hace confiar. La dejé entrar en mi estómago, suponiendo que no me habría de saber mal, que no hay nada más sano para el hombre que un vaso de leche matinal, tibio, acogedor. Cómo sospechar que a medida que se calentaba revivían en ella los microorganismos, traicioneros, que fermentaban en las noches sobre la mesa de la co-cina, mientras me daba por entero a mi alimento.

Tenía las manos poseídas por el olor dulzón del cuajo y el pubis; el cigarrillo que se aferra a la mano como la leche que lo ase, dándole paso a ese sabor de náusea aún pegado a mi faringe, esó-fago, asomándose incluso por el pecho, y el estómago que se revuelve hasta no tomar noción del estremecimiento del buche, que incluso palpita. Sólo el olor ahora amarillento, biliar, un moco lechoso que comenzaba a correr por el labio inferior, mezclándose agrio con la lengua, dando vueltas, clavadas, jadeos, ahogos, todo en un nudo estomacal.

Recuerdo que como el agua, la leche no se negaba ni a los gatos.

Venía entonces un sudor frío que recorría mi espalda, eléctrico, ahogando el cerebro como una bomba de gas que hincha los capilares hasta hacerme llorar, llorar de rabia, de indigestión, por la leche descompuesta al contacto del aire caliente de la ciudad y sus habitantes.

El costado izquierdo palpita cada vez más. Ahí, entre la guata y la sábana, visible el mar de lan-gostas que bulle abajo junto al hinchado hígado lleno de bilis que se alza por debajo del ombligo en éxtasis. El recuerdo de la leche pudriéndose.

Y se movían ambos, lejanos a la caja vacía, como serpientes en un coleteo extraordinario, ella tan excitada que de sus pechos caía leche blanca, sedosa, alimentando el pecho de otro, ya no mi ne-cesidad. Gritaba. Para adentro, para afuera, para Nunca Jamás. Se revolvían los dos, y toda la habitación saltaba con ellos. Arriba. Abajo. Y calló. Con un estertor sobrehumano, con una pal-pitación constante que bajó por su cuerpo en tres segundos realmente largos, sin tiempo: la cabe-za para atrás, los ojos cerrados, mordiéndose el labio, la espalda arqueada y tiesa, con las manos en los hombros de él, y el resto que se lo traga la sábana.

Infecta.

La náusea por la leche se hace entonces evidente (ella me alimentaba). Me revuelvo de dolor tras la puerta entornada, apretándome el vientre para que no salga. Gimo. Pataleo. Cierro los ojos para que no tenga vía de escape. Los dientes apretados y la boca abierta hasta sentir las mejillas arre-mangadas. Respiro, respiro, respiro. Exhalo, exhalo, exhalo. Se mueve, rasga por dentro, con esas uñas garras y se toma de los ojos y muerde mi garganta, y rompe y rompe hasta que sale, un des-garro de entre la salivación rabiosa. Dentro de la habitación el infierno de un pubis cavernoso y ardiente, la mentira de la caída, alimento falso, producto de máscara, la noche cayendo con todo su peso sobre mi nuca, la explosión de rabia, el vómito amargo, el golpe en las paredes, el vaso que cae, el cuerpo que se rompe, el engaño que termina, las tripas que se limpian.

La alfombra recibe el líquido blanco que se derrama.

Cristián Sandoval Piña

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