Universidad de Chile

 

 

EL ROSTRO SINIESTRO DE LO FAMILIAR: MEMORIA Y OLVIDO

Pilar Errázuriz

El concepto de "lo extraño inquietante" que Freud desarrolla en su artículo de 1919, también ha sido traducido al castellano por "lo siniestro" y quizás sea así más conocido y también más explícito. Antes de Freud, Schelling, el filósofo alemán del romanticismo, define la noción de "extrañeza inquietante" (en alemán unheimlich) como "lo que debía de haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado". Sin embargo, lo complejo del término alemán Unheimlich lo ha hecho meritorio de un gran espacio cuando nos referimos a fenómenos psicológicos que tienen que ver con la angustia, con el fantasma, con lo pavoroso.

Así, unheimlich es el antónimo de heimlich. A su vez, el término Heimlich no tiene un sentido único, dice Freud, sino que pertenece a dos grupos de representaciones bastante alejadas entre sí. Un primer sentido designa por heimlich algo que es familiar, íntimo, amable; un segundo sentido, sin embargo, designa por heimlich algo más que lo íntimo: sería lo secreto, lo oculto, lo impenetrable.

Este significado llevado más lejos, designa también algo más que lo oculto, se refiere a lo ocultado, lo escondido, lo peligroso. El sentido evoluciona de este modo hacia su antónimo y casi se confunde con él. Pero su antónimo unheimlich o nuestro concepto de "lo siniestro" es una voz más compleja, designa con sutileza un conjunto de antónimos que se unen en una sola representación. Esto es, lo familiar, lo íntimo y lo amable transformado en su contrario, a la vez que lo secreto, oculto o escondido, deja de ser tal. Nos encontramos con esta construcción del concepto de unheimlich que define Schelling, se trata de algo que se manifiesta cuando debería estar oculto y que muestra la otra cara de lo familiar, de lo amable, volviendo estas vivencias siniestras, sorpresivas, inquietantes, sobrecogedoras.

En lo extraño inquietante, el juego dialéctico de lo familiar y de lo extraño, por el hecho de que está concentrado en el mismo objeto (familiar y extraño a la vez, escondido y desocultado), se complica extraordinariamente. Lo paradójico consiste en que la fuente de pavor no es lo extraño en su oposición inmediata a lo familiar, sino que lo que antes era familiar, emerge bajo un aspecto amenazante, peligroso, siniestro y que a su vez refiere algo conocido desde siempre que ha estado oculto, en la sombra. "Todo lo que debería permanecer secreto, pero que se manifiesta", como dice Schelling. Esta manifestación hace coincidir en el seno del objeto a la vez presente y ausente, el acto de olvidar y el acto de rememorar.

Parecería entonces que este concepto de "lo siniestro" en esta definición filosófica y psicoanalítica ha surcado la historia reciente de nuestro país con un negro esplendor. El presente inmediato se mezcló con el pasado inmemorial de una forma tal, que los sujetos, por más que se esforzaban no podían deslindar la realidad de la fantasmagoría. Las búsquedas se multiplicaban, pero la cosa a la que apuntaban se hacía inasible. La realidad adquiría una particularidad turbadora, lo conocido desde siempre, lo familiar, se descubría en su dimensión horripilante: desapariciones, torturas, enterramientos silenciados. Disfrazado sin embargo todo ello de equívoco, de ambiguo, de impostura, de escamoteo, de prestidigitación. Multiplicador, eso sí, de la sensación de lo siniestro, génesis de más espanto, hasta paralizar, enajenar, terminar con la objetivación posible. Los reclamos se quedaban en una dimensión especular, en un espacio imaginario, en el cual el rostro del interlocutor comenzaba a existir sólo desde el punto de vista del otro.

Lo extraño inquietante aparece siempre que se pierde la distancia a la que normalmente se mantiene el objeto, porque el espacio pierde su dimensión habitual. Y en la vida cotidiana, habrán coexistido momentos en que parecía que lo siniestro se alejaba, pero cada vez que resurgía, anunciaba una enajenación progresiva de los sujetos que intentarían que su percepción permaneciera fiel al objeto que otrora fuera familiar. Así, en esta alternancia, se insinúa la dinámica entremezclada del recuerdo y del olvido.

Entonces, en medio de este hueco negro de la desinformación, inmersos en lo siniestro de lo innombrado, de la amenaza desde la sombra que se materializa cotidianamente, sin dar la cara, el afuera comienza a confundirse con el adentro y la actividad perceptiva se modela cada vez más en la experiencia del espejo, en ausencia de otro que responda, que no se escamotee y regrese a su oscuridad pavorosa, es la proyección de los sujetos que intentan reconstruirse en su realidad. Sin embargo, con una vuelta más del espiral siniestro, lo que es proyectado vuelve a su lugar de origen, se confunden los contenidos de lo fantasmático y de lo perceptual.

Y triunfante, lo siniestro nos confunde hasta hacernos dudar si lo exterior es realmente lo exterior.

En este esfuerzo por restablecer parámetros que no se deslicen hasta la angustia sin nombre de aquellos horrores insinuados, entre rumores, susurros y desmentidos, hay una multiplicación de lo mismo, que a veces se manifiesta como extraño, a veces como familiar en el seno de una realidad espacial donde todo se repite indefinidamente adentro y afuera, y donde el tiempo gira sobre sí mismo, se anula y finalmente se reduce al espacio. Al espacio delimitado por la frontera del recuerdo y aquella del olvido.

Esta estrategia multiplicadora de lo siniestro se ha convertido en una matriz pantanosa de nuestra posibilidad de memoria. Cómo adentrarnos en las marismas contradictorias en las cuales se pueden reconocer rostros familiares deformados por sus propios designios horripilantes. Donde se difumina y reaparece el fantasma de lo amable, siempre retrocedido por nuestro esfuerzo de objetivación. Donde lo amable se torna maléfico, cuándo el padre se vuelve como el personaje del cuento de Hoffman con el que Freud ejemplifica su estudio sobre el fenómeno de lo siniestro: el hombre del saco que arroja arena a los ojos de los niños desobedientes para dejarlos ciegos. En el cuento, la imagen horripilante se concreta en una serie de personajes que son ya el hombre de la arena, ya Coppelius, ya el propio padre del protagonista que adquiere durante las manipulaciones alquímicas los rasgos satánicos del "Amo". Los personajes se superponen, se fusionan, se engendran los unos a los otros. Al final, es el mismo rostro siniestro de lo familiar que se multiplica e invade toda la realidad. También la realidad interna, no cesará de crecer hasta llenar todos los resquicios con la sombra de lo siniestro. Se confundirá, en último término, con los fantasmas ancestrales que emergen del interior para colgar su vestidura en los Dueños de estos manejos.

Cómo queda entonces la psiquis de una comunidad que ha vivido tantos años protagonizando un cuento de Hoffman. ¿Consigue el hombre de la arena enceguecer a los sujetos? ¿o la ceguera, la falta de palabra, la falta de escucha es parte del vaivén entre memoria y olvido? Claro está que hay sujetos que se han hecho cargo con valentía de llevar adelante la memoria. Entre ellos las mujeres, para quienes los cuerpos que reclaman se han mantenido fuera del tiempo y del espacio, esperando por una palabra que no se refiera a lo fantasmagórico. Que no se refiera al proceso de desaparición que evoca magia, sortilegio, prestidigitación. Sino, que se refiera a una realidad de un interlocutor que también posee un cuerpo, un cuerpo que vehiculiza acciones que dejan huellas, huellas siniestras que se prentenden ocultar para que una vez más se cumpla el ciclo que describe Schelling: la manifestación de lo que debía quedar escondido.

Con la estrategia del ciclo de lo siniestro repetido incansablemente por los hombres de la arena, se logra la enajenación de los sujetos, se hace cada vez más cansado sustraerse a la tentación del olvido, se hace cada vez más conflictivo vivir en el terreno de nadie que constituye la frontera entre el hecho sin nombre y el reclamo de la palabra. O sea entre el olvido y la memoria.

No sólo ya "recordar para no repetir", sino recordar para exigir conocer, para exigir la palabra, el significante que permita la claridad para el conjuro de la sombra. Porque con la luz del día, al igual que esas noches de pesadillas en las que nuestros fantasmas nos invaden, lo siniestro se desvanece, dejando develada una realidad que no será equívoca ya, sino unívoca en cuanto a hechos enjuiciables, a castigos merecidos y a dignidades restablecidas.

El primer paso será entonces juntar nuestras palabras en una memoria colectiva.

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