Universidad de Chile

 

 

Desde la celda y el jardín cerrado a espacios de libertad.
Imágenes y voces de mujeres en textos coloniales chilenos.

Por Lucía Invernizzi
Universidad de Chile*

En la búsqueda de fuentes que permitan conocer mejor la realidad y la situación de las mujeres en las sociedades coloniales hispanoamericanas se han ido abriendo archivos y fondos documentales, notariales y de conventos, que conservan diversos tipos de textos cuyo estudio aporta a ese mejor conocimiento a la vez que problematiza y modifica algunas de las estereotipadas imágenes que nuestra tradición cultural ha construido de las mujeres de la colonia y del mundo que en torno a ellas se despliega.

La indagación en los archivos, en el caso de Chile, ha dado acceso a apreciable cantidad de documentos que revelan que la realidad femenina de los siglos coloniales es bastante más compleja y diversa que aquella que se proyecta desde una visión maniquea que la fija en imágenes que oponen un angélico mundo de virtuosas, devotas y sumisas mujeres al demoníaco de las pecadoras, rebeldes y transgresoras como tampoco responde estrictamente a la imagen de un orden en el cual las mujeres sean sólo y fatalmente víctimas del poder patriarcal o excepcionalmente heroínas por oponerse a él. Una realidad que tampoco es reductible a figuras míticas como las de la Quintrala, la Monja Alférez, o las aguerridas españolas e indias como doña Mencía de Nidos y Fresia que Ercilla retrata en La Araucana junto a castas y fieles amantes indígenas comparables con las más egregias representantes de la fidelidad amorosa de la tradición literaria. El análisis de documentos de archivos conventuales revela que también en el terreno de la producción escritural, ésta no se limita al ripioso romance sobre la inundación del Mapocho escrito por Sor Tadea García de la Huerta, con el que por muchos años se trató de llenar el vacío y el silencio de las páginas dedicadas a mujeres en la historia de nuestra literatura colonial; y revela también que junto a la Relación autobiográfica de Úrsula Suárez, habrá que ir incorporando otros textos de monjas, pues como señala Asunción Lavrín 1 , para el caso de México, los archivos conventuales muestran que las religiosas escribían abundantemente y entre ese material "que espera el examen minucioso de los historiadores y críticos literarios", hay sin duda, textos que merecen consideración, como los epistolarios de monjas que, además de entregar una visión privilegiada de la intimidad de los claustros, revelan el protagonismo femenino en el uso de una escritura que se vuelca sobre el ser interior, en procura de indagar en sus profundidades y expresarlas. De uno de ellos, el de la monja chilena Josefa de los Dolores Peñailillo, me ocuparé en la segunda parte de este trabajo.

El estudio de textos notariales, específicamente demandas judiciales y testamentos chilenos del siglo XVII, que trataré primeramente, enfrenta con textos que refieren a situaciones concernientes o que afectan a mujeres de diferentes etnias, filiaciones, estado civil, condiciones sociales y económicas. En ellos las mujeres no "hablan por sí mismas", sino mediatizadas por la mirada y en la escritura de uno de los representantes del poder y el orden patriarcales –el escribano- que debe plegar toda realidad a ese orden dominante y establecerla en las rígidas formas y convencionales términos que en la época regula la producción de toda carta o escritura notarial, la que casi sin variantes corresponde a la instituida en el siglo XIII por Alfonso X el Sabio en las Partidas.

Pero a pesar de ello, la realidad de las mujeres, sus voces, sucesos y situaciones de su cotidiano vivir logran infiltrarse en el denso entramado de la escritura escribanil, a través de indicios y de la red de relaciones que la lectura entabla entre diversos signos textuales, los que van configurando un espacio de representación que muestra una amplia gama de aspectos y matices del mundo femenino y múltiples actualizaciones de una tipología que no se agota en la típica representación de la mujer, en el contexto de una sociedad y cultura patriarcales que Natalie Zemon Davis y Arlette Farge con afortunada expresión han definido como "discreta presencia que debe ejercerse en los límites cuyo trazado se asemeja a un jardín cerrado". 2

Esa representación que corresponde al tipo de mujer subordinada y dependiente del poder patriarcal y de los diferentes agentes que cumplen el rol de "loci parentis", se manifiesta con abundantes ejemplos en los textos notariales estudiados. Se trata, por ejemplo, de aquellas mujeres sobre las cuales opera impositivamente la decisión y voluntad de padres o parientes que determina el matrimonio o la reclusión en el convento como destino; de las casadas con sujetos que, sin siquiera haber aportado un mínimo recurso a la sociedad conyugal, mal administran y dilapidan su patrimonio y les imponen la obligación de hacerse cargo de las ingentes deudas contraidas por ellos; de las indias encomendadas, negras y mulatas del servicio doméstico que, además de estar sometidas a abusivo régimen de trabajo, son con frecuencia, madres de los hijos que sus amos engendran en ellas y que, con la desatención típica del padre ausente, sobreviven en situación de total desvalimiento; son también mujeres que habiendo vivido en holgura económica se ven reducidas a una pobreza que las hace depender de la caridad, debido a engañosos y fraudulentos manejos de sus bienes o injustas determinaciones de parientes o funcionarios en quienes ellas confiaron para que los administraran.

A esas dependencias se suman otras derivadas de valores, usos, costumbres dominantes en la sociedad colonial: los que obligan la obediencia, acatamiento, fidelidad estrictos a la doctrina, los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia y de las normas a las que debe ajustarse el comportamiento de una cristiana devota, recatada, piadosa que debe ser modelo de virtud, depositaria y celosa guardiana y preservadora de los bienes materiales e inmateriales de la familia, de su honor, de la memoria o perpetuidad de los linajes y fiel cumplidora de las obligaciones familiares, especialmente las de la maternidad. Por otra parte, también la dependencia de ese generalizado culto a las apariencias que parece ser un factor condicionante de la vida de todos en la sociedad chilena colonial, en especial de las mujeres, y que se refleja en el apego y valoración de los objetos suntuarios, de los trajes lujosos, de un vivir y un morir aparentando ser lo que no se es u ostentando un lustre que, en muchos casos, dista mucho de poseerse y que obliga a mantener un elevado nivel de endeudamiento que los textos muestran como otro rasgo caracterizador relevante de la sociedad chilena colonial.

En los casos extremos, cuando el jardín cerrado se convierte en prisión o celda y la dependencia en sojuzgamiento, los textos notariales nos dicen que las mujeres llegan incluso a "renunciar a todas las leyes de su defensa", acatando ciegamente la voluntad y el poder del representante del sistema patriarcal que se les impone, por obediencia irrestricta a él o "por el mucho amor que le tiene", revelando que las razones afectivas constituyen también importante factor de dependencia.

Pero junto a esas mujeres, están las que de distintas maneras y en distintos grados se empeñan en modificar los límites, carácter y sentido del jardín cerrado en el que el sistema patriarcal las recluye. Entre ellas, mujeres pertenecientes en su mayoría a la elite social o a sectores medios, predominantemente viudas y, mejor aún si lo son doblemente, esto es, de dos maridos, las que, con su esfuerzo y capacidades personales, administran con habilidad y eficiencia sus haciendas, se desenvuelven con destreza en negocios, que desarrollan incluso en países vecinos a los que viajan para realizar transacciones comerciales, y lo hacen con una eficacia tal que incrementan notoriamente el patrimonio heredado, sostienen con solvencia y holgura a sus familias y adquieren total independencia económica y autonomía de decisión. Son activas presencias de mujeres emprendedoras, enérgicas, decididas, plenamente conscientes de sus capacidades, atributos, y del valor del trabajo y esfuerzo personales que hacen posible convertir el jardín cerrado en reino o reducto de su dominio en el que actúan con autonomía.

Al lado de ellas, están las indias, criollas, mestizas, negras y mulatas que, más allá de sus diferencias y del lugar que ocupan en la sociedad, comparten una actitud y voluntad de no aceptación resignada del cercado que el sistema imperante les impone. Son las que defienden sus derechos, protestan, reclaman, denuncian, interponen demandas por las injusticias y abusos de los que son objeto: indias que exigen restitución de tierras de su pertenencia y que les han sido enajenadas por mensuras fraudulentas e injustos repartimientos; negras que acusan ante el juez el no habérseles hecho efectiva la libertad otorgada por sus amos a ellas y a sus hijos; criollas que defienden sus derechos de propiedad sobre bienes heredados que son materia de complicados litigios familiares; mujeres de distintas condiciones que protestan y exigen sanciones contra maridos o parientes que mañosamente se han apropiado de sus bienes o los han dilapidado, o las han abandonado, dejándolas sin recursos para la mantención de ellas y sus hijos; casadas que denuncian ante el juez los malos tratos de sus maridos e interponen en razón de ello, demandas de divorcio. En fin, un variado conjunto de tipos femeninos que lucha porque los límites del jardín cerrado no se estrechen o que, decididamente, busca traspasarlos.

Así en el espacio textual que construye la escritura notarial, aun cuando homogeniza voces y realidades individuales plegándolas al orden, a las formas y al sentido que establece el sistema de representación dominante en los siglos coloniales, logra inscribirse la huella, los indicios de vidas individuales, de situaciones cotidianas que van trazando la imagen de una sociedad estructurada según una fuerte jerarquía, definida por la desigualdad, entre otras, la de hombres y mujeres, pero que a la vez ofrece posibilidades de movilidad y de actuación acordes con una composición humana que es irreductible a rígidos esquemas de ordenamiento. "Una sociedad en la que la contradicción es la norma y quizá por ello el barroco es su estilo" 3 y en la cual, las mujeres se muestran trabajando "por mil medios distintos para ser sujetos de la Historia", ya sea dentro de los límites del jardín cerrado, de los estrechos y aprisionantes de la celda, o empeñadas en expandirlos para transformar el jardín en amplio reino de dominio femenino o en derribar su cercado para abrirse a otros ámbitos que en algo se asemejan a los de la liberación y la libertad.

Sin embargo, en el espacio textual que conforman los documentos notariales, como ya señalara, las mujeres no hablan "por sí mismas" y su palabra, la del acto oral que da origen a la presentación de la causa, en el caso de las demandas judiciales o la que expresa su última voluntad, en el de los testamentos, sólo logra infiltrarse indirecta e indicialmente por los intersticios de la rígida estructura construida por la escritura del escribano quien concede que esa presencia se manifieste sólo a través de formas verbales de primera persona que remiten a demandantes o testadoras y de ciertas escasas expresiones del lenguaje coloquial que permiten entrever o insinúan el originario acto oral de enunciación de las mujeres, si bien transpuesto a letra escribanil.

Los textos notariales evidencian así con relieve las limitaciones que afectan el uso y el ejercicio de la palabra de las mujeres en el espacio público dentro del contexto patriarcal. Demandas judiciales y testamentos, ilustran la situación de la "palabra de mujer" ejercida sólo por concesión y permiso del otro, el que detenta el poder, o subsumida en el discurso de éste e intervenida en distintos grados que van desde parciales modificaciones hasta su casi total anulación. Igualmente delatan el hecho de que la constitución de cartas o escrituras notariales es territorio vedado a la mujer, no sólo por el hecho de que en las sociedades coloniales, fuesen escasas las que manejaban la escritura, sino fundamentalmente porque los textos notariales, según lo dispusieron las Partidas, tienen el carácter y sentido de instrumento de la justicia encargado de fijar y mantener el orden en el mundo para que éste ande "enderezado". Su constitución, por lo tanto, es tarea de los que dominan la letra –los escribanos- cuyo deber es establecer la realidad en sus documentos conforme al orden que determina el poder imperante, lo que sólo es posible mediante la fijeza y permanencia de la escritura, pues la oralidad -en la que dominantemente se sitúan las mujeres- pertenece al reino de lo inseguro, precario, frágil, inestable.

Con sus cartas, los escribanos contribuyen a la construcción de la llamada por Angel Rama 4 , "ciudad letrada" o "escrituraria", institución fundamental en el proceso colonizador de América, que se impone sobre una realidad dominantemente no alfabetizada, constituyendo "una especie de red que se ajusta sobre la realidad para otorgarle significación, ordenar el mundo físico, normativizar la vida comunitaria, oponerse al desperdigamiento y al particularismo de cualquier invención sensible" y así fijarla y mantenerla con el orden que la monarquía y la Iglesia imponen en todo el ámbito de su dominio.

Sin embargo, la "palabra de mujer" se hace presente cuando se indaga en los archivos conventuales. De allí surge la Relación autobiográfica de Úrsula Suárez que, con la forma de un discurso que se escribe por mandato del confesor, integra una diversidad discursiva que entremezcla confesión, autobiografía, crónica conventual y del mundo exterior al convento, testimonio de experiencias vividas tanto en la realidad cotidiana externa como en la interioridad.

Pero los archivos conventuales conservan también cartas de monjas, que resultan de gran valor para aproximarse al conocimiento de otras esferas de la realidad femenina, como es la interioridad, que no tienen lugar o son silenciadas en las representaciones de las mujeres coloniales que propone los textos notariales, las relaciones, crónicas e historias, los relatos de viajeros, la poesía heroica.

Como señala Asunción Lavrín para el caso de México dichas cartas "fueron posiblemente escritas por millares" . 5 Son como la flores silvestres: salen de la pluma al compás de las necesidades del día y de los problemas personales o de la comunidad; son efímeras y muchas se han perdido porque incluso, a petición de algunas de sus mismas autoras, debían destruirse una vez leídas por el destinatario, conservándose sólo aquellas que a juicio de algún confesor, autoridad eclesiástica o conventual merecían preservarse porque su contenido trascendía lo meramente personal y refería a asuntos de importancia que servían de material para que otros, en especial eclesiásticos, elaboraran crónicas e historias de los conventos, relatos hagiográficos, reflexiones y tratados sobre dogma y espiritualidad o sobre las relaciones del claustro con la Iglesia y las instituciones políticas y sociales, o biografías de las mismas monjas autoras de las cartas.

En sus contenidos, acogen variados asuntos y aspectos de la vida de los claustros y, según sea el relieve que adquiere la cotidianidad o la espiritualidad, siempre imbricadas en las cartas, pueden clasificarse en epistolario de lo cotidiano, predominantemente referido a la vida material, actividades, reglas internas, relaciones del convento con el mundo externo; y epistolario espiritual, referido a "lo cotidiano del alma" por estar constituido por escritos confesionales que, a petición de sus confesores, hacían las monjas de modo periódico, comunicándoles lo que acontece en su interioridad.

Será de estas cartas espirituales de las que me ocuparé aquí, en una primera aproximación al epistolario de Sor Josefa de los Dolores Peñailillo y Barboza, del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Lima de Santiago de Chile. Nacida el 25 de marzo de 1739, ingresó, contra la voluntad de sus padres, a los doce años, al por entonces Beaterio de Santa Rosa, constituido en Monasterio en 1754, en el cual, a los quince años profesó como religiosa de velo blanco por no disponer de los recursos para entregar la dote correspondiente a las monjas de velo negro. A juicio de los cronistas del Monasterio 6 fue "una de las religiosas más santas" que éste haya cobijado; por su mucha virtud y santidad, "el gobierno la tenía en gran veneración y consultaba con ella asuntos de importancia" y "fue tenida en su tiempo por alma de gran santidad y favorecida de la gracia con dones extraordinarios", si bien el Obispo José Miguel Arístegui, en 1861, luego de examinar las cartas y hacer con ellas un extracto de la vida de la hermana Dolores, certifica que "nada se notaba de extraordinario y sobrenatural" en ellas.

Ciñiéndose a la práctica habitual de producción de textos de monjas en los siglos coloniales, la hermana Dolores Peñailillo "comunicaba por escrito a su confesor, el Reverendo Padre Manuel Alvarez, de la Compañía de Jesús, cuanto pasaba en su alma". Esta comunicación se interrumpe cuando el jesuita es expulsado de Chile, en 1767, dejando las cartas en poder del Obispo, cuyos sucesores las fueron heredando hasta llegar en el siglo XIX al Obispo Arístegui quien, luego de "hacer un extracto de lo principal que contienen", las entregó al monasterio haciendo notar que "habiendo entrado ratas al estante o cajón que las contenía, mordieron todo el margen y parte en blanco, pero no faltaba una letra en la parte escrita". Desde entonces se conservan en el Archivo del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Lima de Santiago, donde Raissa Kordic las encontró para constituirlas en objeto de esta investigación que se propone hacer la edición crítica y el estudio de este epistolario.

Lo primero que cabe decir de él es que, en cuanto producto de una actividad a la que obliga el confesor, la situación de su enunciación se define por la desigualdad existente entre sus dos protagonistas.

Quien emite el discurso se identifica como persona de poco valer, casi nula virtud y escaso entendimiento. Mediante recursos y procedimientos discursivos de inequívocas resonancias barrocas, Dolores Peñailillo disemina en sus cartas expresiones que expanden el significado de las afirmaciones acerca de su "ineptitud para todo lo bueno" y de su "bobería" que se aplica en las esferas de lo religioso-moral y del intelecto.

Constituye así una imagen de sí misma en términos de negación superlativa de atributos, condensada en autocalificativos como "mísera", "ruin", "vil criatura", "la más rea y culpada", en zoológicas comparaciones con el "jumento ruin" y la "infame serpiente", y en barroca identificación de su ser con el "polvo ínfimo" y las "cenizas" en que ella y todas sus cosas, incluidas sus cartas, desea convertirse. A ello se agrega un dominante y recurrente "no sé" que introduce enunciados referidos a su "bobería", esto es, a su intelecto capaz sólo de conocer sus ineptitudes y experiencias interiores, en cuanto vividas, pero que es incapaz de entenderlas, explicarlas, percibir o postular sentidos y discernir si son obra de Dios o artimaña del demonio, tarea interpretativa que corresponderá al confesor destinatario de las cartas, quien posee la ciencia y sabiduría y a quien Dolores pide y suplica que la ayude a comprender lo que acontece en su interioridad y la oriente en medio de las tinieblas en que se debate su alma atribulada.

Sumadas a las limitaciones e insuficiencia del conocimiento están las de la palabra a las que Dolores alude en declaraciones acerca del "trabajo" que representa para ella "fiar a la letra lo más íntimo de la conciencia" y en las quejas y reclamos por las dificultades que enfrenta para constituir una escritura que exprese con fidelidad los complejos movimientos de su ser interior y satisfaga los requerimientos del confesor 7 . No obstante lo cual se empeña en escribir para "descubrir su alma", por obediencia, pero también porque la comunicación con el confesor es consuelo a sus tribulaciones, entablando una verdadera lucha con la palabra que la enfrenta a los límites de la escritura cuando advierte "que no se puede reducir a letras todo lo que pasa".

En total contraste con la figura de la enunciante, la del destinatario de las cartas, el jesuita Manuel Alvarez, se representa investido de la autoridad de la Iglesia y dotado de todas las virtudes y saberes que debe poseer el "varón espiritual" que administra el Santo sacramento de la Penitencia o Confesión a las religiosas. Este, según los tratados de confesores de monjas 8 debe ser sacerdote de probada y ejemplar virtud, prudente, piadoso, poseedor de la ciencia, "discernimiento espiritual" y conocimiento del corazón humano –en especial del femenino- que le permitan examinar, interpretar y juzgar lo que acontece en su interior, señalar los medios para corregir las faltas espirituales y así cumplir su misión de guiar a las monjas por el arduo camino que conduce a la Santidad.

La situación enunciativa del epistolario de Dolores Peñailillo corresponde pues a la propia del discurso confesional de monjas que viene a ser particular actualización de aquella básica en que se administra el sacramento de la confesión. Sólo que, por ser las confesadas mujeres consagradas a Dios, se realiza en condiciones especiales las que, en los siglos coloniales, deben ajustarse a una rigurosa preceptiva que presta consideración relevante a la "debilidad" y "la fuerza de la capacidad imaginativa" que, por el hecho de ser mujeres, tiene las monjas y que son las que las inclinan a visiones y peligrosas revelaciones 9 que los confesores deben examinar con extremo rigor y cuidado para "poder distinguir lo que procede de Dios y lo que procede de la naturaleza; esto es, si los movimientos del alma son inspirados por la virtud o por el vicio".10

Pero la situación enunciativa confesional, al establecerse en forma de carta, incorpora elementos de la intimidad y privacidad propios de este género discursivo 11 los que producen modificaciones significativas en la relación emisora-destinatario, en los contenidos y carácter del discurso, generándose tensiones con el modelo establecido por las disposiciones eclesiásticas para el acto confesional de monjas.

Variadas marcas de intimidad van tiñendo de afectividad y confiriendo carácter personal a la relación emisora-destinatario y al discurso en el epistolario confesional de Dolores Peñailillo. Ejemplos de ello son: las afectuosas formas de apelación al confesor en encabezamientos, conclusiones y despedidas en los que, además, se manifiestan preferentemente el interés y preocupación de Dolores por la salud del sacerdote o por la situación en que se encuentra, o la sospecha de que él, por no preocuparla, le "encubra sus quebrantos"; los reproches por la escasa frecuencia con que el padre Manuel le responde o por lo escueto de las informaciones que le da acerca de su realidad personal; y la enternecedora referencia a la objetivación del afecto en regalos con la que concluye una de las cartas: "Remítole un cordobán para que se mande a haser sapatos, no se los mandé a haser porque no sé qué punto calsa, y el pañuelo de vicuña que va, déjelo para su uso o para que se abrigue el estómago con él".

Todas éstas expresiones que indican transgresiones a la normativa eclesiástica que dispone que confesores y confesadas deben "abstenerse de familiaridades y afectos particulares" y "huir de todo trato y comunicación que no sea materia de confesión.12

Igualmente implican transgresiones, las declaraciones abiertas o las veladas alusiones a la exclusividad de la relación confesional de Dolores y el padre Manuel, cuya irrestricta dependencia acarrea alteraciones y "lluvia de cruses" para todos. Para el convento, porque el empecinamiento de Dolores de no aceptar otro confesor que no sea "mi padre Manuel" alborota el claustro y tensiona las relaciones con la superiora; para Dolores que, obligada a confesarse con otros confesores, oculta verdades, responde con rodeos y queda con la culpable conciencia de no haber hecho confesión "pura, verdadera, íntegra y perfecta" y por ello, convierte todas sus comuniones en "otros tantos sacrilegios"; y también para el padre Manuel, quien –se infiere de lo dicho en las cartas- 13 enterado de que su discípula se comunica con otros confesores, experimenta "celillos", envidias y disgustos que, según los tratados, son "muy indignos de hallarse en personas que en todo están obligadas a vivir según las leyes del Evangelio y no según los puntos vanos del mundo".14

A los signos anteriores que imprimen al discurso confesional el sello de la intimidad y afectividad propio de las cartas personales, se suman los que revelan la conciencia de la privacidad que es regla del circuito comunicativo tanto de la confesión como de la carta. Esa conciencia es la que se manifiesta en las expresiones del temor de Dolores acerca del destino que puedan correr sus cartas pues, aunque dice valerse de personas de confianza para enviarlas, hay hechos que la llevan a sospechar que no todas llegan al padre Manuel, lo que la perturba profundamente porque ello representa el peligro de que otros, ajenos, penetren el circuito comunicativo, violando la intimidad y privacidad de la relación remitente-destinatario y de su acto comunicativo destinado a "poner mi corazón y todo mi ser interior y esterior sin ocultar cosa alguna" en manos de quien es para Dolores "archivo de mis secretos". Enfrentada al riesgo de la vulneración de la privacidad de su correspondencia con el confesor, decide someter su discurso a restricciones: "ya no me podré esplicar tan individualmente como hasta aquí lo he hecho, por el peligro de que pueden caber mis cartas de aquí a allá y así le advierto que me esplicaré de modo que sólo su reverencia me entienda"; con lo cual no sólo defiende la privacidad amenazada sino que la refuerza con claves y enciframientos que implican complicidades y secretos sólo compartidos por los dos protagonistas del acto comunicativo.

Las marcas de afectividad, la afirmación y defensa de la privacidad e intimidad de la relación emisora-destinatario se intensifican en la medida que aumenta la distancia que separa a Dolores del padre Manuel, la que se hace máxima cuando el sacerdote debe salir expulsado de Chile en 1767.

Entonces, cuando la distancia se convierte en real ausencia, el discurso de Dolores se hace profuso en informaciones sobre los sucesos que acontecen en el claustro y en el medio externo a raíz de la expulsión de los jesuitas; en declaraciones que, si bien de modo contenido, denuncian la injusticia y expresan rechazo por la medida; en invocaciones a Dios y afirmaciones de fe, confianza y esperanza en que la Voluntad y Misericordia divinas repararán los daños y males que han derivado de la decisión del monarca español. Pero además, se incorporan al discurso expresiones de una afectividad no sólo preocupada por la salud del padre Manuel, sino que se conduele de sus padecimientos, conforta, anima, procura consolar; una afectividad activa que con decisión y energía se manifiesta, por ejemplo, en la carta fechada el lunes 30 de noviembre de 1767, donde dice: "En fin, aliente, esfuerce y dilate su corasón en sólo Dios, y en este punto no me esté pusilánime, que en estas últimas suyas noto escaesimiento de ánimo, lo que ha contristado mucho mi alma y corasón, y por esto me ha hecho salir de mis casillas".

Son los modos discursivos mediante los cuales Dolores se propone "conjurar la ausencia, intentar cubrir la distancia que la separa de su confesor y que son propios de la carta que, como señala Leonidas Morales 15 "es un género concebido nada menos que para responder (a su manera, claro) a una específica fatalidad que, en cualquier momento de la vida cotidiana irrumpe y se interpone haciendo fracasar el proyecto de comunicación verbal que alguien, un yo, quisiera establecer con un determinado tú. Me refiero a la ausencia que de pronto se configura frustrando la expectativa de diálogo: la ausencia física del otro, de ese que habría tenido que ser el interlocutor. Ausencia, es decir, distancia".

Por eso, cuando la ausencia ocurre, en la escritura de Dolores Peñailillo domina el discurso propiamente epistolar por sobre el religioso confesional y se producen transformaciones en identidades y roles de los protagonistas de la situación de enunciación y en la relación entre ellos.

Como Dolores, el discurso "se sale de sus casillas", es decir, traspasa los límites del modelo de discurso confesional de monjas: "la más rea y culpada" y mísera criatura carente de entendimiento y sabiduría, dependiente de la palabra y discernimiento espiritual de su confesor que, como padre, maestro y juez, debe aconsejarla, fortalecerla y guiarla por el arduo camino de la virtud y la santidad, se ha convertido en informada y sabia mujer que, con ese discernimiento sensible que lee e interpreta signos e indicios es capaz de conocer la interioridad del otro, aconsejar, alentar, consolar con afecto y energía y así cumplir funciones que, en el discurso confesional, están reservadas al confesor, el que aquí, en cambio, se representa como el requerido de orientación y fortaleza.

Esta transformación de rasgos identitarios y la inversión de roles entre los actores de la situación enunciativa es resultado del proceso de la escritura de Dolores Peñailillo. Una escritura que, en sus inicios obligada por el confesor, se vuelca sobre la interioridad para indagar en sus profundidades y comunicar, a quien debe interpretarlos y juzgarlos, los conflictos y tormentos de su alma que se debate entre contrarios en permanente lucha por unirse a Dios y alcanzar la santidad. De Dolores podría decirse entonces lo que afirman Victoria Cirlot y Blanca Garí de las escritoras místicas y visionarias medievales: que "se apropiaron de los instrumentos de escritura para hablar de sí mismas y de Dios, pues Dios fue lo que encontraron en sus cámaras, en sus moradas, en sus castillos del alma" 16.

Pero Dolores se encuentra antes que nada con un desolado y atormentado paisaje interior en el que dominan intensa desesperación, desprecio de sí misma por su falta de virtud, culpabilidad, angustias, dudas, padecimientos del alma y del cuerpo y sólo algunos momentos en los que, transitoriamente, parece hallar paz y consuelo en los favores que Dios le dispensa.

Desde allí surgen las ansias de "reformar mi vida y ser otra de la que hasta lo presente he sido" y el discurso confesional inscrito en las formas de la carta, que la llevará al logro de su aspiración. Ese discurso, en el que sólo se entreven las rutas místicas entre el profuso registro de experiencias sufrientes y tribulaciones del alma, sirve al propósito de reformar la vida y ser otra en un doble sentido: el religioso de renovación espiritual, a través del sacramento que la Iglesia ha instituido para alivio y consuelo de las almas afligidas, que hace posible la reconciliación del pecador con Dios y favorece la salvación del alma; y en el existencial de alcances más universales que se manifiesta en la confesión concebida como género literario y método filosófico 17, expresión de tiempos de crisis, enunciado por un sujeto desesperado, "cansado de ser hombre" que se reconoce internamente fragmentado, inacabado, incompleto y quien, desde la conciencia de ser tan sólo "conatos de ser", se confiesa, animado de la esperanza de ser otro, integrado, completo, mejor.

A ello se aproxima Dolores Peñailillo con su proceso escritural que, indagando en su interioridad y registrando lo que en ella ocurre, le va proporcionando un conocimiento de sí misma, del mundo y del otro y una sabiduría que, finalmente, como lo constata la carta del 30 de noviembre de 1767, se instalan en el lugar de la enunciación correspondiente a la confesada emisora la que allí se reconoce como la otra que ha llegado a ser: poseedora de un conocimiento sensible, de la sabiduría que de él emana y de la palabra que los expresa, esto es, poseedora de las capacidades de acceder al conocimiento de las dimensiones profundas de lo humano, interpretarlas, comprenderlas y comunicarlas mediante una palabra que, además, aconseja, orienta y es capaz de dar consuelo y fortalecer al otro; todas ellas funciones asignadas al confesor en el discurso confesional canónico.

"Saliéndose de esas casillas", Dolores Peñailillo, al final del proceso de su escritura, anula las desigualdades y dependencias que existían entre los dos sujetos de la situación enunciativa y establece la propiedad del conocimiento sensible, de la sabiduría y la palabra de mujer para dar cuenta de la realidad, dando prueba de que ellos no son poca ni despreciable cosa, ni desacreditada ni condenable fuente de impresiones lunáticas, desbordantes pasiones o peligrosas revelaciones sino válidos y apreciables medios de conocimiento, comprensión y representación de la realidad. Y así prueba que en la reclusión de los claustros coloniales hay también mujeres que traspasan los límites de las celdas y los jardines cerrados y lo hacen mediante el conocimiento, el saber y la palabra que las llevan incluso a acreditarse como Consejeras del Gobierno en asuntos de importancia.

Notas

* Trabajo generado a partir de Proyectos Fondecyt 1987640 y 1010998.
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1 Asunción Lavrín. "De su puño y letra: epístolas conventuales", en Manuel Ramos Medina (coordinador), El monacato femenino en el Imperio Español. Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios. México, Condumex, 1995, p.43.
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2 Natalie Zemon Davis y Arlette Farge. "Introducción" a VV.AA. Historia de las mujeres 3. Del Renacimiento a la Edad Moderna, Madrid, Ed. Taurusminor, 1993, p.19.
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3 Mónica Quijada y Jesús Bustamante. "Las mujeres en Nueva España: orden establecido y márgenes de actuación" en VV.AA. Historia de las Mujeres. op. cit. p. 649.
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4 Angel Rama La ciudad letrada. Hanover, U.S.A., Ed. Del Norte, 1984.
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5 Asunción Lavrín, op. cit. p. 43.
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6 Sor Rosa Meza. Recuerdos Históricos. Monasterio de las religiosas dominicas de Santa Rosa de Lima de Santiago de Chile, Santiago, Imprenta Lagunas y Co., 1923, 388 pp.
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7 Así lo señala la hermana Dolores: "Díseme su Reverencia que la última que le escribí no está como desea porque está diminuto. Yo no sé que más claro y individualmente le pueda escribir porque antes me reseló porque parece que me egsedo, con que si no sale a su gusto es falta de palabra y capacidad, no falta de malicia en mí".
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8 Estos tratados afirman el carácter y sentido de la confesión o santo sacramento de la penitencia como medio instituido por la Iglesia para "consuelo de las almas afligidas", liberación de los pecados y reconciliación del pecador con Dios que es imprescindible para avanzar en el camino de la Santidad. A partir de ello, establecen las cualidades que debe poseer el confesor de monjas, "varón espiritual", de probada y ejemplar virtud, prudente, piadoso, dotado de la ciencia suficiente, del "discernimiento de espíritu" y conocimiento del corazón humano, especialmente de la mujer, que le permitan examinar y juzgar lo que acontece en su interior y señalar los medios para corregir las faltas espirituales que obstaculizan el avance hacia la Santidad. Los tratados también determinan quiénes pueden ejercer la función de confesores de monjas , los tipos de ellos que existen, las condiciones en que la confesión debe realizarse, las relaciones permitidas y prohibidas entre confesor y monja, las funciones que él, en cuanto "padre, maestro y juez", debe cumplir en su misión de guiarlas por el duro camino que conduce a la Santidad.
Vid. León Carbonero y Sol. Director de "La Cruz". Tratado de los confesores de monjas. Madrid, Est. Tipográfico "Sucesores de Rivadeneyra", 1887, 220 pp.
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9 "No sólo son más débiles y susceptibles, sino húmedas, torpes y viscosas por naturaleza, porque debido a su temperamento no sólo son víctimas de sus impresiones lunáticas sino que con facilidad son presas de las pasiones del odio, el amor, la felicidad y la tristeza".
Citado por Jean Franco, Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, México, F.C.E, 1994 (Colección Tierra Firme), p. 34. Corresponden a palabras del doctor Don Luis de la Peña, Juez Comisario de la nueva información para la Curia Romana, sobre la Aparición de la Milagrosa Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, Rector del Apostólico Colegio de N.S. Pedro y calificación (con exercicio) del Santo Tribunal de la Inquisición de esta Nueva España.
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10 Vid. León Carbonero y Sol, op. cit. p. 139.
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11 Leonidas Morales. La escritura de al lado. Géneros referenciales, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2001.
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12 Vid. León Carbonero y Sol, op. cit. p. 150.
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13 "Lo que han dicho a su Reverencia, de que yo me inclinaba al padre Ramos, es falso, porque aunque me lo han ofresido y me han dicho bastante de su virtud y letras, jamás me ha tirado a mi alma, y así lo he respuesto siempre, que no así a este Padre como a otros que me han ofresido, porque siempre mi alma clamaba por su Reverencia, y fiada en nuestro Señor que le había de mover el corasón me determiné a escribirle a su reverencia".
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14 León Carbonero y Sol, op. cit. pp. 15-16.
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15 Leonidad Morales, op. cit. p. 51.
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16 Victoria Cirlot y Blanca Garí. La mirada interior. Escrituras místicas y visionarias en la Edad Media. Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1999, p. 11.
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17 Vid. María Zambrano. La Confesión: género literario, Madrid, Ed. Siruela, 1995, (Biblioteca de Ensayo), 108 pp.
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