Universidad de Chile

 

De gustu pomi: Hildegard y la condición humana

Por M. J. Ortúzar
Universidad de Chile

La obra de Hildegard von Bingen nos permite descubrir con facilidad su acusada sensibilidad, que resalta ante todo por su uso de imaginería visual, auditiva y olfativa. Un recurso menos común en sus escritos es la apelación al gusto. Este recurso es el que he querido explorar, no sólo para destacar la variedad de su experiencia visionaria, sino también para subrayar la consistencia del uso del "sabor" –y de lo gustable– por parte de la abadesa en relación con la condición humana.

Para desentrañar cómo Hildegard entendía la situación del hombre en este mundo, se puede recurrir al drama litúrgico Ordo virtutum, donde la profetisa presenta al alma humana debatiéndose entre las tentaciones de los vicios del diablo y los consejos de las virtudes. Asimismo, podemos encontrar un alma que se duele por su suerte en la obra visionaria Scivias I.4.1.:

 

"Yo peregrina, ¿dónde estoy? En las sombras de la muerte. ¿Por qué camino voy? Por el camino del error. ¿Qué consuelo será el mío? El del peregrino será (...) Yo debí ser la consorte de los ángeles, porque soy el aliento de vida que Dios insufló al polvo de la tierra. Yo debería, por eso, conocer y sentir al Señor. Pero, ay, cuando mi tabernáculo comprendió que, con sus propios ojos podía mirar todos los caminos, se orientó hacia el Aquilón. Ay, ay de mí. Allí fui capturada y despojada de mis ojos, y del gozo de la ciencia, y mi túnica toda desgarrada. Y así, expulsada de mi heredad, fui conducida a un lugar extraño, privado de toda belleza y esplendor, donde fui sometida a la peor esclavitud (...)".

 

Según el pensamiento medieval el hombre es un peregrino entre dos ciudades: la vida es un pasaje de la ciudad de abajo a la ciudad de arriba, la ciudad de arriba es la de los santos, aquí abajo los hombres, peregrinos por gracia, ciudadanos de la ciudad de lo alto, por elección, peregrinan hacia el reino celestial 1 (Léon-Dufour et al. 1993: 683). El desgarro que sufre el alma en su condición de peregrina es narrado así:

 

"¡Ah, miserable de mí! Pues por Adán heredé también yo su mortífero veneno: cuando quebrantó el precepto divino y se hizo peregrino en la tierra, se unió al tabernáculo de la carne". Porque con el sabor de la manzana que probó en desobediencia, penetró en su carne y en su sangre una perniciosa dulzura y así surgió la ponzoña de los vicios. Por eso, ahora, también yo siento en mí el pecado de la carne y olvido al Señor, que es todo pureza: la culpa me embriaga. Pero no debe seducirme este sabor que mi tabernáculo lleva consigo. Y pues Adán era puro y sencillo cuando, al principio, el Señor lo creó, temo a Dios, porque sé que también a mí me ha hecho pura y sencilla" (I.4.5).

 

En este párrafo se descubre el origen de la condición actual del hombre: la caída, simbolizada muchas veces por Hildegard como un aciago veneno que hizo de su presa la carne del hombre cuando éste sintió el gustus pomi o el sabor de la manzana. Newman (1989: 107-9) indica que para la visionaria, así como para los pensadores del medioevo en general, la meditación acerca del capítulo tercero del Génesis revestía una particular importancia para la concepción del hombre y de la mujer. En esta meditación eran guiados particularmente por la doctrina de san Agustín acerca del pecado original. Según ésta, se adscribía tanto a Adán como a Eva una libertad moral y existencial. Dios los creó con el potencial para pecar como para no hacerlo, y, en consecuencia, para morir o no morir según se determinaba su elección. Como agentes completamente responsables, ellos pecaron, recibiendo por ello el castigo que merecían: la muerte y la corrupción. Dado que Adán escogió desobedecer la voluntad de Dios, él fue castigado con una suerte de justicia poética cuando una parte de su cuerpo, el miembro sexual, empezó a desobedecer su propia voluntad. Así, la concupiscencia, o el deseo sin reglas, se originó como una pena para el pecado, pero también se convirtió en el medio mediante el cual el pecado se perpetúa a sí mismo, puesto que la lujuria insoslayable de la cópula infecta cada nuevo niño concebido con la misma enfermedad. Se desprende entonces, que según esta visión el rol del demonio en la perdición es minimizado. La dificultad en la explicación agustiniana surge puesto que, si bien el pecado se origina con Adán y Eva, es Dios quien se hace responsable por su continuidad al identificar el castigo del pecado con el medio que trae más pecadores al mundo. Además de esta dificultad, la teoría está de alguna manera desequilibrada en que su discusión acerca del "miembro desobediente" claramente es más pertinente a la sexualidad masculina que a la femenina. La mujer participa en la pena por el sufrimiento en el parto, pero no necesariamente en el placer culpable que transmite el pecado. Teólogos más tardíos y menos sutiles compensaron esta desviación contra el hombre en la explicación agustiniana colocando toda la carga de la tentación y la lujuria en lo femenino.

La Eva hildegardiana, en cambio, ni persuade ni seduce a Adán, distanciándose del episodio de la seducción que proveyó a la mayoría de los exegetas de un arsenal de flechas misóginas. Newman (1989), además, indica que el rol que juega el demonio en la visión hildegardiana de la Caída es mucho mayor que en la visión agustiniana. Esto se debería a que quería negar la implicación, inherente a la explicación agustiniana, de que la concupiscencia era un pecado impuesto por Dios; pero también minimizar la culpa de Eva hasta donde fuera posible. De ahí que la única salida fuera culpar a Satanás, quien envidiaba la maternidad de Eva pues sus hijos están destinados a reemplazar a sus ángeles en el cielo, además de ser ella el recipiente de la Sabiduría, a quien él odia.

Revisemos cómo narra Hildegard la expulsión del paraíso en Scivias I.2:

 

"He aquí que entonces apareció un lago muy ancho y muy profundo; tenía una boca semejante a la boca de un pozo, por donde vomitaba humo con llamas y un gran hedor, de la que brotó, extendiéndose, una tenebrosa nube que rozó una figura quimérica, como de vena. Y sopló, en otra región clara, sobre una nube blanca que, desgajada de una hermosa forma humana, contenía muchas, muchísimas estrellas; y al soplar arrojó fuera de aquella región a la blanca nube y a la forma humana".

 

En la glosa de la visión se explica que la tenebrosa nube es el demonio que sopla sobre Eva –la nube blanca– desgajada de una hermosa forma humana –Adán– (una variación de la imagen más típica de Eva saliendo del costado de Adán). En el jardín del Paraíso, el Demonio se dirige antes a la mujer –explica Hildegard en su tratado científico Causae et Curae– porque "si Adán hubiera pecado antes que Eva, esa trasgresión habría sido tan grave e incorregible, y el hombre hubiera caído en tan gran testarudez, que él nunca hubiese ni pudiese haber sido salvado. De ahí que, dado que Eva había transgredido primero, el pecado pudo más fácilmente ser deshecho, pues ella era más débil que el hombre" (citado en Newman, Ibid.). Y al glosar la visión de Scivias recién citada señala: "el Demonio comprendió que la ternura de la mujer sería mucho más fácil de doblegar que la fuerza del varón; y advirtió también que Adán ardía tan vivamente por amor a Eva que, si con su celada lograba seducirla, Adán haría todo cuanto ella dijera" (Sc I.2.10). Asimismo, señalando la complementariedad de hombre y mujer incluso en su expulsión del Paraíso indica: "la serpiente vino y respiró sobre la mujer con su elocuencia, y ella la aceptó y se inclinó hacia la serpiente. Y le dio la cosa que había probado de la serpiente a su marido, y esto permaneció en el hombre, porque es el hombre el que lleva todos los actos a su culminación" (Ep 104, PL 197: 325d-26a).

Newman (Ibid.: 115) observa que, tras esta explicación críptica, descansa una antigua leyenda según la cual la serpiente respira un veneno sobre el fruto prohibido antes de ofrecérselo a la mujer. Esta leyenda se relata en el Apocalypsis Mosis judío, donde Eva confiesa a sus hijos que el demonio "fue y vertió sobre el fruto el veneno de su maldad, que es la lujuria, la raíz y el comienzo de todo pecado, y él dobló la rama hacia la tierra y yo tomé el fruto y yo comí". Este motivo mítico, apropiadamente glosado, encontró su camino a la exégesis clásica occidental mediante Ambrosio (340? - 379), quien escribió que Satán "vomitó una cierta sabiduría ponzoñosa en este mundo, de modo que los hombres tomaran lo falso por lo verdadero y dejaran que su amor fuese capturado por la apariencia" (De paradiso).

Las ideas de lujuria, muerte, engaño, y vómito satánico se confunden en la visión de Hildegard de la nube pestilente con la lengua de la serpiente, desparramando veneno en Eva. Esta suciedad, aquí como en el Apocalipsis de Moisés 2, consiste principalmente en la lujuria o "sabor de la carne" (gustus carnis). Este sabor de la carne es el que se transmite mediante la manzana, figura que puede entenderse como Eva contrayendo la enfermedad del diablo. Para Hildegard, entonces, el pecado original a menudo era también identificado con la lujuria. De ahí que el alma peregrina reconozca en sí el sabor de la manzana que lleva el hombre impreso desde sus primeros padres. En palabras de la visionaria:

 

"Ahora bien, después de que Adán y Eva fueran expulsados del jardín de las delicias, conocieron la obra de concebir y parir hijos. Pero como al caer en la muerte por su desobediencia percibieron la dulzura del pecado –cuando supieron que podían pecar–, transformaron la justicia de esta obra procreadora que Yo instituí en placer ignominioso; y, aunque debían saber que la agitación de sus venas no era para la dulzura del pecado, sino por amor de los hijos, la entregaron a la lujuria, bajo el hechizo del demonio: al perder la inocencia de la procreación, la condenaron a la culpa" (Sc I.2.15).

 

Esta dulzura del pecado es lo que se gusta al probar la manzana. El sabor de la manzana como la lujuria y el pecado original se descubre asimismo en su obra lírica Symphonia en el poema n° 66 O tu dulcissime amator, una sinfonía para las vírgenes donde éstas ruegan a Cristo, su esposo:

Hemos nacido en el polvo,
¡ay!, ¡ay!, y en el pecado de Adán.
Es muy duro resistir
lo que tiene el sabor de la manzana.
Elévanos, Cristo salvador:

 

En este poema se encuentra a las vírgenes marcadas con el sabor de la manzana que se ha impregnado de alguna manera en sus cuerpos: nótese que no sólo han nacido del polvo del que Dios hizo al primer hombre, sino también a partir del pecado de éste, lo que señala claramente la capacidad del hombre, y en este caso de las mujeres, para el pecado. Esta capacidad realizada y sus consecuencias se cantan en el poema n° 67 O pater omnium, una sinfonía para las viudas, donde se realza su condición diversa de las vírgenes pues ellas han conocido el amor del matrimonio según la ley de la carne:

    ¡[Tú], Padre de todas las cosas,
    Rey y Emperador de los pueblos!
    que nos formaste de la costilla de la primera madre,
    que nos edificó una gran caída en la aflicción
    y nosotras la seguimos al exilio por nuestra propia voluntad
    uniéndonos a su dolor.

 

 

  1. ¡Tú, el más noble creador!
    Con supremo celo corremos hacia ti
    y por la más dilecta
    y más dulce penitencia,
    que nos viene de ti,
    te anhelamos
    y después de nuestro dolor
    muy devotamente te abrazamos.
    ...

     

  2. ¡Tú, Cristo,
    el más glorioso y más hermoso,
    eres la resurrección de la vida!
    Por ti hemos abandonado
    el fértil amor del matrimonio
    y te hemos abrazado en la suprema caridad
    y en el virginal vástago del cual Tú naciste
    y nos hemos unido a ti en otra condición,
    que en la que antes estábamos según la carne.

  3. Ayúdanos a perseverar
    y a regocijarnos contigo
    y a nunca separarnos de ti.

 

Las viudas han seguido al exilio a la "primera madre" por su propia voluntad, imitando el pecado de Eva. Pero tanto la caída de Adán como el matrimonio son descritos por Hildegard como "dolor". Tenemos entonces que el pecado se entiende como una suerte de dulce fruto cuya consecuencia final es el dolor. La profetisa aludiendo claramente a la Caída compone estas estrofas en uno de sus más hermosos poemas, el poema n° 54 O virga ac diadema:

 

5a ¡Cuánto hay que lamentarse y dolerse,
porque la tristeza en el pecado
fluyó hacia la mujer por consejo de la serpiente!

 

5b Pues la mujer,
a quien Dios puso como madre de todos,
arrancó sus entrañas marcadas con las heridas de la ignorancia
y produjo un pesado dolor para su estirpe.

 

En estas líneas, el placer que conlleva el sabor de la manzana es completamente olvidado para destacar el dolor que conoció el hombre por la Caída, dolor que fue heredado por los hijos de Eva. En estas estrofas, además, Hildegard muestra a Eva, antes que a Adán, como la culpable de la condición del hombre en su destierro. Esta imagen de la mujer marcando con su pecado a todos los hijos –como si fuera un ombligo– es muy similar a una del demonio que, por haber contagiado al cuerpo del hombre con aquel dulce sabor del pecado, proclama que el hombre es suyo:

 

"Así que esto no ocurrió sin la persuasión del Demonio, que lanzó sus dardos contra esta obra [la procreación] para que no se consumara sin su maleficio, cuando dijo: "He aquí mi fuerza: la procreación de los hombres; por tanto, el hombre es mío" (Sc I.2.15).

 

Volviendo a la dulzura del pecado, ésta puede entenderse a partir de la obra "científica" de Hildegard Causae et Curae. Es en ésta donde Hildegard se permite tratar con más libertad los temas referentes a la sexualidad humana, por lo que se afirma en varios pasajes la dulzura del amor entre hombre y mujer:

 

"Cuando Dios creó a Adán, Adán sentía un gran amor en sueños, pues Dios le había infundido ese sopor. Y Dios creó una forma para el amor del hombre, y así la mujer es el amor del hombre. Y en cuanto hubo sido creada la mujer, Dios dio al hombre la facultad de crear, para que su amor –que es la mujer– engendrase hijos. Cuando Adán contempló a Eva, estaba totalmente lleno de sabiduría, porque contemplaba a la madre con que engendraría sus hijos. Y cuando Eva contempló a Adán, lo contempló casi como a una visión celestial, como el alma que desea lo celestial y asciende hacia lo alto, pues tenía sus esperanzas puestas en él. Y por eso hay y debe haber un solo amor entre hombre y mujer, y ningún otro.

Pero el amor del hombre, en comparación con el amor de la mujer, es en su ardor como fuego de ardientes montañas, que es difícil de apagar, en comparación con fuego de leña, que se apaga fácilmente. Pero el amor de la mujer, comparado con el amor del hombre, es como el suave calor que viene del sol y que da frutos..." (citado en Dronke 1995: 240)

 

Pero la cópula era más dulce antes de la Caída, porque era más tierna que salvajemente apasionada:

 

"Pero el gran amor que había en Adán cuando Eva salió de él y la dulzura del sueño con que dormía entonces, al pecar se convirtieron en una dulzura de signo contrario. Y por eso, como el hombre siente y tiene dentro de sí esta gran dulzura, como el ciervo que va a la fuente, corre él hacia la mujer, y ella hacia él, como una era que recibe multitud de golpes y que se calienta al trillar del grano".

 

Tal como indica Dronke (1995: 244), ni siquiera escribe aquí Hildegard con disgusto: el sexo que describe ahora sigue siendo hermoso, aunque la dulcedo sea de otra clase. Lo que parece incoherente es que, en la descripción primera e ideal, evocaba el ardor del hombre como algo intenso, como el fuego de una montaña, mientras que ahora parece como si Hildegard imaginase el amor en su origen como algo totalmente desprovisto de ardor: "dulce como un bálsamo, suave como el aire, e igual de delicado". De todas maneras, tenemos aquí una inversión de la dulzura del sexo antes de la Caída, que se ha convertido en una dulzura de signo contrario puesto que, tal como en Scivias, parece ser ahora la marca del demonio.

Es interesante la imagen que Hildegard da en Causae et Curae acerca del placer en el Paraíso, sobre todo si se considera –tal como señala Newman (Ibid.: 109)– que los comentaristas, tomando ejemplo de Agustín, sostuvieron que si Adán y Eva no hubieran caído, ellos habrían experimentado sexo sin placer y el nacimiento sin dolor. Quien primero se opuso a la idea de que el placer per se era pecaminoso fue Abelardo, e incluso arguyó que Adán y Eva podían haberse unido en cópula antes de la caída; pero sus consideraciones eran, por razones obvias, sospechosas. Hildegard, si bien señaló que en el Paraíso Adán y Eva estaban libres de la lujuria, afirmó también que su unión no hubiera desconocido el placer, tal como hemos visto en las citas precedentes. A esto podemos agregar además que esposo y esposa habrían yacido lado a lado, "y ellos habrían transpirado dulcemente como si ellos estuvieran durmiendo. Entonces la mujer se hubiera embarazado del sudor del hombre, y, mientras ellos yacían así dulcemente adormecidos, ella hubiera dado luz a un hijo sin dolor desde su costado... en la misma forma en que Dios extrajo a Eva de Adán, y la Iglesia nació del costado de Cristo" (Ibid.: 111). Esto es, se afirma igualmente el placer en el Paraíso, y este placer se vuelve pecaminoso cuando se trastoca en lujuria. Y aparejado a la lujuria está el dolor.

Hemos recalcado anteriormente que "el sabor de la manzana" que el hombre porta consigo indica la capacidad del hombre para el pecado. Pero tal como muestra la situación del alma en cuanto peregrina, en el hombre radica cierta capacidad para el "bien". Esto lo distingue de Satanás quien no conoció el bien:

 

"Pero Lucifer abarcó todo el mal y rechazó todo el bien, y sin probarlo siquiera, se precipitó en la muerte. En cambio, Adán saboreó el bien al aceptar la obediencia, aunque apeteció el mal y, llevado de su ambición, lo cometió cuando se alzó en rebeldía contra el Señor" (Sc I.2.15).

 

Una imagen similar se puede encontrar en otra visión de Scivias (II.1), donde se representa la Caída no del punto de vista de Satanás y Eva como en la visión de la horrorosa nube que revisábamos antes (Sc I.2), sino de aquel de Adán y Dios. En ésta visión, el Espíritu Santo en forma de llama le ofrece al hombre "una blanca flor, que pendía de la llama como de la hierba el rocío, y cuya fragancia sintió, en verdad, la nariz del hombre, pero ni la saboreó su boca ni sus manos la tocaron y, así, apartándose, se precipitó en unas lóbregas tinieblas de las que ya no pudo alzarse". Aquí Adán no come un fruto prohibido, sino que rehúsa tomar la flor que representa "el dulce precepto de la diáfana obediencia, unido a la Palabra en la fragante lozanía de su florecer". Lo que importa retener de esto es que Adán huele la flor.

Esto puede indicar que el hombre, desde su formación, tuvo la capacidad tanto para el gusto de la manzana como para el olor de la flor, eligiendo en un primer instante comer la manzana. Pero he aquí que es ofrecido a los hombres un nuevo fruto nacido de las entrañas de una virgen: Cristo.

En un momento central del ritual cristiano, la consagración, Cristo se vuelve "comida" que es carne. Este momento recapitula tanto la Encarnación como la Crucifixión. Si se considera, como señala Bynum (1988), que comer a Cristo es convertirse en Cristo; y esto se realiza tanto en la comunión como en la imitatio Christi, podemos entender, de alguna manera, que comer lo que ofrece el Demonio es hacerse partícipe, sino de toda su maldad, si de parte de su enfermedad (en este caso, la lujuria). En este sentido, se puede postular que el sabor de la manzana en Hildegard puede ser entendido como una inversión de la figura de la hostia. Por ello, en el poema n° 52 O ignee spiritus, Hildegard dice al Espíritu Santo:

 

5 Pero tú siempre tienes la espada
para cortar
aquello que el funesto fruto
produce por el más negro crimen.

 

Frente a este funesto fruto, Hildegard presenta a Cristo como el dulce fruto al comentar el Cantar de los Cantares 2,3 3

 

"Así es, en verdad: el Hijo de la Virgen, dulce Amado del casto amor, con Quien se funde el alma fiel en suave abrazo apetecido para coronar su plenitud, el Cristo al que, desligada del vínculo de la carne, se une y ama en esta verdadera alianza y en el espejo de la fe se contempla, oh, es el más hermoso fruto del árbol en sazón, sí, como venido de la lozana rama en flor, así es el Hijo de la Virgen, nacido de la castidad virginal: da el pan que conforta a los hambrientos y el agua que dulcifica la sed. Entre los árboles silvestres destaca: entre los hijos de los hombres, que en la culpa nacieron y en pecado habitan, que no dan fruto comparable al Suyo, porque Él salió de Dios y brindó el fruto pleno de la dulzura de la vida, pero, los demás, sólo por Él tienen lozanía y llegan a sazón" (Sc III.8.16).

 

El sentido de la divinidad –en este caso, Cristo– como comida se revela explícitamente en el Ordo virtutum donde Scientia dei –el conocimiento divino o la ciencia de Dios– le dice al alma: "No conoces ni ves al que te ha creado, ni has sentido su sabor".

El sabor de Cristo puede devolver, entonces, al hombre la naturaleza que perdió al ser expulsado del Paraíso puesto que no lleva en sí el pecado original al encarnarse sin tener padre carnal:

 

"En cambio Él, nacido de una Virgen, comió, bebió, descansó durmiendo y sufrió muchas tribulaciones corporales, pero no sintió el gusto del pecado en Su carne, porque no la recibió en la mentira, sino en la verdad. ¿Qué quiere decir esto? Los demás hombres nacen en el pecado de Adán y Eva, por el gusto del placer: nacen, pues, según la mentira, y no según la verdad (...) [El] hombre, nacido en el pecado, no podía rescatar al hombre pecador de la perdición de la muerte. Por eso vino Mi Hijo libre de pecado: venció a la muerte y misericordiosamente rescató de sus cepos a los hombres" (II.6.102).

 

El hombre, entonces, descubre su naturaleza verdadera en Cristo, pues encuentra en sí no sólo el sabor de la manzana, sino también la dulzura del amor por Dios:

 

"Por eso Su dulce fruto, que saboreó mi alma al suspirar por el Señor, es más dulce a mi paladar que toda la dulzura sentida de la carne, otrora apetecida. ¿Y por qué es dulce? Porque, nacido de la Virgen, tiene un dulcísimo sabor y emana un poderoso ungüento: el bálsamo de la resurrección a la vida, por la que los muertos se han levantado, el bálsamo celestial que cura las heridas de los pecados por Su encarnación, llena de santidad y dulzura en todas las virtudes y en la virginidad" (Sc III.8.16).

 

De esto se concluye, entonces, que con Cristo el hombre reconoce su verdadera naturaleza. Esto, no porque recupere el estado paradisíaco, sino porque reconoce en sí la condición que se le ofrecía antes de la Caída: tiene en sí la elección –tal como describiera Agustín a Adán y Eva en el jardín de las delicias– de gustar de la manzana o de la hostia, y por ende, de morir bajo el peso "del siglo" o de acceder a la vida eterna. Sólo con Cristo el alma se vuelve peregrina, y libra su lucha interna entre qué sabor gustar. Antes, estaba condenada a la muerte.

Lo que interesa destacar, por último, es que tanto el gustus pomi o sabor de la manzana, y asimismo Cristo como el dulce fruto sean imágenes que apelan a la sensualidad. Además, el gustar la manzana o la hostia son descritos como actos placenteros, si bien inversos. Este uso del sabor como una sustancia que impregna la constitución humana permite entender a Dios (y al Diablo) como algo que se conoce no sólo desde la razón, sino también –y quizás antes si se recuerdan las constantes advertencias de Hildegard contra la investigación racional de los misterios divinos– desde el cuerpo.4 Y tal vez sea el cuerpo, antes que la mente, lo que sostiene la capacidad humana para el pecado y para la fe.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Bingen, Hildegard von

1986

Ordo virtutum

Editado por Dronke en Poetic Individuality in the Middle Ages, London, Westfield College.

Bingen, Hildegard von

1999

Scivias

Traducción de Antonio Castro Zafra y Mónica Castro. Madrid, Editorial Trotta.

Bingen, Hildegard von

1978

Scivias

Corpus Christianorum, Continuatio Medievalis, XLIII, Turnholt, Brepols.

Bingen, Hildegard von

1978

Scivias

Corpus Christianorum, Continuatio Medievalis, XLIII A, Turnholt, Brepols.

Bingen, Hildegard von

1995

Symphonia

Traducción (en preparación) de María Isabel Flisfisch, con la colaboración de María José Ortúzar (Proyecto Fondecyt Nº1000951)

Bynum, Carolyne Walker

1990

"El Cuerpo Femenino y la Práctica Religiosa en la baja Edad Media". En: Fragmentos para una Historia del Cuerpo Humano (Parte Primera). Editado por Michel Feher con Ramona Nadaff y Nadia Tazi. España, Taurus, pp. 163-225.

Bynum, Carolyne Walker

1988

Holy Feast and Holy Fast: The religious significance of food to medieval women

University of California Press

Dronke, Peter

1995

Las Escritoras de la Edad Media

Barcelona, Drakontos.

Léon-Dufour, Xavier; Jean Duplacy, Augustin George, Pierre Grelot, Jacques Guillet et Marc-François Lacan

1993

Vocabulario de Teología Bíblica

Barcelona, Editorial Herder.

Newman, Barbara

1989

Sister of Wisdom: St. Hildegard’s Theology of the Feminine

Berkeley, Los Ángeles, University of California Press.

Nueva Biblia de Jerusalén

1998

Bilbao, España, Desclée de Brower.

Weeks, Andrew

1993

German Mysticism: from Hildegard of Bingen to Ludwig Wittgenstein

Albany, State University of New York Press.

Notas

1 La concepción de la vida como peregrinaje se descubre también en Sc I.4.30, donde la abadesa conmina: "Resiste, oh hombre, las apetencias de tu carne para que no te desvanezcas en las delicias de este mundo; no plantes tu morada en esta vida con la seguridad del que piensa permanecer siempre en ella: mira que eres un peregrino y tu Padre espera tu regreso, si es que quieres volver con él, allí donde sabes que está".
volver

2 El Apocalipsis de Moisés o Libro de los jubileos ha sido denominado también Génesis pequeño, Testamento de Moisés. Pertenece a los pseudoepígrafos -escritos judíos y cristianos que aparecieron en los últimos días del Antiguo Testamento y continuaron bien entrada la era cristiana, atribuidos por sus autores a figuras religiosas del pasado-, y fue escrito en torno al 100 a.C. Los modernos especialistas bíblicos coinciden que fue obra de un único autor anónimo, al parecer en hebreo, posiblemente como un comentario al Génesis.
volver

3 "Como manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los mozos. Me apetece sentarme a su sombra, su fruto me endulza la boca".
volver

4 Weeks (1993) ha destacado como propio del misticismo femenino medieval en general, y de Hildegard, en particular, su riqueza en sonidos sensoriales e imágenes. Del mismo modo, Bynum (1990) ha subrayado que la actitud según la cual lo corporal facilita el acceso a lo sagrado parece haber crecido dramáticamente durante el siglo XII, siendo más característica de las mujeres que de los hombres; y que en esta devoción, el cuerpo no es tanto un obstáculo para la ascensión del alma como la oportunidad de realizarla.

volver

Sitio desarrollado por SISIB