¿Cómo
no pensar en las reminiscencias de El cántaro fresco de
Juana de Ibarbourou al leer estos poemarios amazónicos? Desconozco
las tradiciones poéticas orales y escritas de la Amazonía, pero
la lectura de estos libros de poemas me han llevado a hacer esta
asociación algo delirante con ciertos fragmentos de El cántaro
fresco. ¿Cómo justificar esta conexión un tanto forzada con
el yo poético que se reconoce parte de una historia ninguneada
y marginal de nuestros recuentos culturales? Dejo a Juana que
lo diga:
Estoy
convencida de que en una vida ancestral, hace ya miles de años,
yo tuve raíces y gajos, di flores, sentí pendientes de mis ramas,
que eran como brazos jugosos y verdes, frutas tersas, pesadas
de zumo dulce; yo estoy convencida de que hace un gran puñado
de siglos, fui un arbusto humilde y alegre, enraizado a la orilla
montuosa de un río ("Presentimientos", Obras
completas, 421-22).
Sería
interesante saber por qué este tipo de voz enmudece en nuestro
continente. Ya no se lee esta clase de literatura a pesar de los
nobles intentos de Gonzalo Rojas con poemas y ensayos para rememorar
la poesía material de Gabriela Mistral o los esfuerzos sobresalientes
de Juan José Saer por llamar la atención de ese libro tan necesario
de más de 900 páginas de Juan L. Ortiz, En el aura del sauce.
O mejor dicho son pocos los que lo hacen. Debo arriesgar
una confesión antes de comentar los libros de poemas que relaciono
con la más importante expresión de vida sobre el planeta que es
la Amazonía. Si he logrado vivir ya varios años fuera de esa realidad
geográfica es gracias al poder de la poesía de reanimar esa intensidad
vital ignorada o negada por nuestras sociedades chichas modernas.
O sea, no importa tanto si esté en Iquitos o en Denver, con tal
de seguir cultivando esta pasión minoritaria que me condena a
los confines de mi imaginación y de la complicidad de mis eventuales
interlocutores. Por ello siempre me siento extranjero estando
en el Perú o no. Debería escribir mis "poesías apátridas",
pero me urge escribir sobre esta falta secular de interés por
la poesía. Ya no se lee poesía por la misma razón que ha marginado
a los poetas en todas las épocas: la exigencia del poema es misión
harto complicada y casi imposible para el común de los mortales.
Octavio Paz en uno de sus últimos libros, La otra voz. Poesía
y fin de siglo, le ha dedicado lúcidas páginas a este asunto
de "descubrir insospechados caminos hacia nosotros mismos"
(80). Aun en esa torre de marfil que sigue siendo la Academia,
uno puede encontrar ese ejercicio mental y moral de concentración
que nos lleva a nuestras patrias más antiguas y más queridas,
que se resiste a la dinámica consumiste y que seguimos llamando
lectura del poema. Quizás peque de ingenuo al pensar que más importante
que parar la inflación sea recordar lo que nuestras sociedades
tercamente han olvidado como el respeto, el miedo y la veneración
a la naturaleza en América Latina. No es el momento de citar cifras
desoladoras ni malos augurios sobre el destino de nuestro planeta,
pero el tono melancólico de ese tipo de "memoria hecha imagen"
no puede competir con el tono divertido de las modas del entretenimiento
imperial ni con el oportunismo folclórico de nuestros políticos.
En nuestros países, en el continente de José Martí los comunes
mortales se olvidan de las cosas importantes. Cuesta decirlo y
entenderlo. Ello no impide que siga resonando en mi interior "la
otra voz" de Juana Ibarbourou:
¿Cuántos
árboles habrán talado para que yo tenga todo esto?¿Qué selvas
enormes se han abatido para amueblar todas las casas del mundo?
Me lleno de tristeza pensando en el duelo del rocío, de los
pájaros y del viento. Y me lleno de angustia imaginando el dolor
de los gajos heridos, de los troncos mutilados, de todas las
selvas de la tierra caídas bajo las hachas brillantes de los
leñadores. Esta madera ahora inmóvil y muda, ¡cómo habrá susurrado
y florecido en un tiempo! ("Los árboles". Obras
completas, 432).
Como
una extensión de este llanto de madera, la poesía que nos ofrecen
Ricardo Reyes Ramírez y María Fernanda Espinosa insiste de una
manera innovadora en ese difícil maridaje entre materia y conciencia,
entre cultura y naturaleza. Del poeta peruano apenas sé que su
pequeña colección de poemas ganó la tercera Bienal de Poesía Premio
COPÉ 1986. Las referencias históricas y culturales que abundan
en los títulos y los poemas de Mirada del búho (1987) no
ahogan una voz ancestral que atraviesa al yo poético. Las metamorfosis
del sujeto histórico van de la mano con la alianza antigua entre
"hombre, planta y piedra" (33). Los nombres selváticos
apenas invocan la misma continuidad frente a la ruina causada
por el progreso occidental, pero no reclaman una solidaridad propia
de ciudadanos maduros. Esa solidaridad estaría del lado del paternalismo
entre seres superiores (nosotros, los humanos) e inferiores (las
bestias, lo salvaje, etc); y lo que leo en los poemas de Reyes
Ramírez es más bien una esforzada pertenencia al mundo vegetal,
mineral y animal. Esta perspectiva integradora está contaminada
de historia y niega con sutileza la concepción de la palabra como
manifestación de una esencia o un mito. La afirmación de vida
es frágil y tenue, aunque siempre ofrece a la vista los signos
de la memoria colectiva, sedienta de justicia y aturdida por las
desgracias apocalípticas del siglo XX. Por ejemplo, en el poema
"Yarapa", una "Gran comarca de lavanderas que atrapan
peces en las bandejas", la voz poética parece expandirse
en el paisaje:
Desde
Moyobamba trepado a una frágil cuerda
desdibujé tu imagen, Yarapa, agua dulce entre las aguas,
canto que fue quebrada, canto que fue quebrado,
tela teñida por luminosas manos capanahuas.
La luna está quieta y me llamas.
No sólo he visto esto,
sino tu nombre enfrascado en arcilla roja,
desde entonces en mis labios el rencor tomó aliento
y te odié y te amé
como a un animal cubierto de espinas cerosas. (37)
El
fragmento apenas puede dar una idea de lo que la lectura atenta
del conjunto ofrece. Sin embargo, el tono insistente de revelar
algo que la memoria ha olvidado puede rastrearse fácilmente. Los
ríos enmudecen, pero se escucha "la canción que resopla un
informe brutal" (42). Siempre hay algo que nos recuerda batallas
perdidas, una vaga conciencia de nación, la lucha del yo poético
no como emblema de la empresa individualista sino como producto
de una historia natural y llena de desmembraciones y olvidos.
Aunque el año sea 1983 la referencia más importante del poema
está en los sueños: "un imprevisible ascenso de cuerpo malherido/
y nuestra piedra imposible una lluvia que rompa/ los cristales
de la memoria que se aventura" ("1983 / Los años",
20). Se invoca en los poemas de la segunda sección que da título
a la colección entera a seres alegóricos enraizados en su naturaleza
vegetal, animal y mineral como en los poemas "Alabanza a
Sinacay" (33-35), "Yarapa" (36-38), "Donde
se habla de una expedición al Yaquerana, el asedio y otras andanzas"
(39-42) y "De un traje yagua exhibido" (45). Por ejemplo,
en este último poema el traje en cuestión se resiste a ser un
objeto de la "inmemorial Arqueología" para ser simplemente
"Tela empapada de humores que la tierra/ reconoce" (45).
La cosa deja de ser mirada como objeto que se ha hablado y palabreado
para ser "Intrépido hilo", "un pedazo de encanto"
que lamentablemente se quema como una hoja seca. Gran acierto
que pasa desapercibido es presentar la realidad selvática no como
un posible símbolo de otredad o de lo que sea fácilmente asimilable
a la cultura urbana, sino como una visión reveladora de la condición
temporal y material en el contexto histórico del saqueo y destrucción
de la naturaleza en nombre del progreso. La tercera sección del
libro, "Eclipse del amor", refuerza esa perspectiva
integradora de la que hablaba al principio, como en el poema "Territorios
para Megwal" (51-55), donde una incierta "cuasi autora
de un inédito libro/ de poemas" teje el cambio de siglo desde
una tradición asfixiada por Occidente y el yo poético intenta
retener más allá de una posible lectura histórica (la violencia
estructural que aplasta a los desposeídos) el sentido de una comunidad
biodiversa que el poema cifra:
Hablo
para que las aves regresen
en un verso que llegará como en un barco,
y así mi nombre será posible en 30,
en 40 páginas de un furtivo diario. ("V", 55)
Es
curioso, pero con el librito de la poeta ecuatoriana, Tatuaje
de selva (1992), tuve una experiencia intensa mucho más compleja
que con el primer libro comentado. Leí los poemas en forma de
árbol y me quedé tan fascinado que procedí sin mucho escrúpulo
a copiar poema por poema en un hermoso cuaderno. Ya había leído
con agrado la gran diversidad de formas de autoafirmación femenina
en poemas cuya calidad e intensidad emotiva (1)
habían empleado una estrategia de desintegración del sujeto dominado,
aquí me refiero a las diversas esclavitudes de la mujer latinoamericana
de clase media, en un nuevo lenguaje de identidad, y debo confesar
que lo que más me interesó leer fueron las estrategias para asumir
una situación de solidaridad para con las mujeres desvalidas y
explotadas de distintas culturas o clases sociales; para algunas
poetas esto significó hallar su eficacia expresiva a través de
las fuerzas y formas de la naturaleza. Y Tatuaje de selva es
un hermoso hallazgo, todavía sin canonizar, pero que ilustra bastante
bien cómo la practica literaria resuelve mejor que el discurso
teórico ecofeminista el desafío de estar constantemente atenta
a las relaciones entre los seres humanos, entre humanos y no humanos,
y de estar con el oído atento a los patrones de dominación que
en cada circunstancia pueden estar en juego. Por eso hay que perderle
miedo a las palabras, o mejor, saber qué hay detrás de ellas y
transformar lo que está ahí productivamente. Para la academia
norteamericana el ecofeminismo es la intersección de dos perspectivas
críticas, la ecología y el feminismo, que generan un mecanismo
liberador a nivel social y político para quienes deploran la denigración
de la naturaleza y de las mujeres (McAndrew, 367). Diferente es
el caso de la multifacética labor de María Fernanda Espinosa (Ecuador,
1964), para quien el ecofeminismo es un punto útil de referencia
para su quehacer ecológico, pero que difícilmente podría autoproclamarse
como “ecofeminista”.(2)
Hablando
de las mujeres indígenas de la región amazónica, Espinosa considera
que las organizaciones feministas occidentales y el discurso académico
tienen poco que ver con las voces de las mujeres indígenas, primero
por haberse involucrado en las luchas étnicas de las organizaciones
indígenas conducidas por hombres; y segundo, por no haberse considerado
los aspectos étnicos de sus reclamos políticos en las agendas
de los movimientos feministas. Espinosa menciona sus fuentes críticas
de ciertas feministas marxistas, de una ecofeminista y de algunas
feministas posmodernas ("Indigenous Women", 250, nota
31, 254). Ahora bien, su discurso poético, al menos el que leí
y transcribí, muestra un fino trabajo de compenetración con la
realidad amazónica en el que el conocimiento antropológico y biológico
sostiene un profundo respeto por el indígena al incluirlo en su
discurso íntimamente conectado al complejo y rico mundo de la
selva. Más bien, habría que notar una suerte de transformación
del sujeto observador en un proceso de autocrítica de sus componentes
culturales occidentales al aceptar ser un activo miembro de esa
comunidad ecológica. En este sentido, Tatuaje de selva vendría
a ser un discurso pionero de una relación intercultural fructífera
y democrática entre el mundo occidental y la cultura indígena
amazónica. A diferencia del libro de Reyes Ramírez donde la dimensión
del yo poético no es del todo completa y clara hacia la comunidad
biodiversa, el libro de Espinosa representa el nítido deseo de
encarnar una actitud de escucha y compromiso, libre de la dinámica
de colonización y desprecio por la riqueza cultural y biológica
de la selva. Quizás la poesía de Espinosa me reafirmó en mi deseo
profundo de comunicarme con el mundo más que humano; y en mi deseo
de alejarme de las preocupaciones nacionalistas sobre fronteras.
¡Qué lejos de los conflictos y negociaciones entre Ecuador y Perú
a lo largo de este siglo! Justamente el no ver las continuidades
del pasado a través de la riqueza biológica y cultural de la Amazonía
formaba parte de aquel entrampamiento litigante.
Regresando
a mi deseo de comunicación, tristemente ajeno a la discusión política
vigente, cuando estaba preparando mi tesis doctoral a comienzos
de los años noventa, me entusiasmé mucho con la perspectiva ecológica
aplicada a la literatura. La extraordinaria poesía de Roberto
Juarroz me hizo ver claramente que el ser humano, ser de la naturaleza,
no puede proseguir esta especie de enajenación que consiste en
dejar de lado las cosas naturales para seguir viviendo. Lo malo
es que, como escuché decir a Barry López, vivimos en una época
en que se menosprecia la conservación de libros, la conservación
de ideas, la conservación del tiempo, la conservación de la oscuridad,
la conservación del amor, la conservación de la inteligencia.
Incluso en el lenguaje, el adjetivo "conservador" tiene,
al menos en castellano, un sentido peyorativo que suele asociarse
a los sectores más recalcitrantes de la derecha latinoamericana.
Lamentablemente muy pocos sectores de las sociedades latinoamericanas
muestran una real preocupación por una dimensión moral de la vida;
por ejemplo, los temas de integridad, dignidad y responsabilidad.
Bueno,
no es mi intención discutir esta situación lamentable de vacío
de poder, de corrupción y ceguera política; pero me refiero al
escaso impacto que esos temas tienen en el tejido social latinoamericano.
Por eso es interesante ver, dentro de la academia norteamericana,
en las últimas décadas, que ha aumentado el interés por estudiar
la relación entre la literatura y el medio ambiente. En esta dirección,
los más recientes estudios emplean el instrumental epistemológico,
principalmente, de la ecología, la historia ambiental, la economía,
la biología y la geografía. De esto hablábamos en mayo de 1997
con Jorge Marcone, profesor peruano de la Universidad de Rutgers,
interesado en estudiar la literatura latinoamericana desde una
perspectiva ecológica. Cuando intercambiábamos nombres de investigadores
y libros, recuerdo que apunté, al lado de Horacio Quiroga y Candace
Slater, el nombre de esta escritora, poeta e investigadora social
sobre temas ambientales de la región amazónica, María Fernanda
Espinosa. De esa serie de conversaciones con Marcone nacieron,
entre otras cosas, proyectos comunes, como un número especial
de la revista Hispanic Journal dedicado a la literatura
y ecología latinoamericanas que pronto va a salir a circulación
y un panel de tema ecológico que organizamos en una conferencia
literaria latinoamericana en la Universidad Estatal de Arizona.
Mi
primera lectura de Tatuaje de selva se realizó gracias
al sistema interuniversitario de préstamos de libros y tal fue
el impacto, como ya dije, que decidí transcribir los versos en
un cuaderno personal. Necesité tiempo para releer los poemas y
pensar desde ellos. Lo primero que pude aprender luego del acto
físico de copiar los poemas, fue sentir la unidad del conjunto,
la insistencia del contorno arbóreo de cada poema. El conjunto
entero se configuraba como una forma de conexión, compromiso y
responsabilidad que me ayudaba a plantear mi vida desde una relación
con la naturaleza que mejorase mi relación con el resto del planeta
y mis semejantes. No es que fuera indiferente ante la destrucción
de la selva tropical, de su flora y fauna, de los grupos étnicos
que la habitan, pero la lectura de los poemas de Espinosa me llevaban
a prestar atención a los algarrobos que tengo al frente de mi
casa en Denver. Del placer de observar a diario lo que palpita
a la sombra de estos árboles regresaba a la lectura de los poemas.
Apenas veía las ardillas correr tan ligeras y rápidas, los diversos
pájaros que revolotean por los alrededores, los ocasionales patos
y gansos, todo un mundo absolutamente desapercibido por la apurada
rutina citadina, surgía mi sospecha de estar participando en una
especie de ritual que no llegaba a entender del todo. Greta Gaard
cree, desde un punto de vista ecofeminista, que la intemperie
da forma a la identidad humana. Una de las experiencias más valiosas
que el paisaje natural ofrece es la oportunidad para un tipo diferente
de orientación perceptual, una manera diferente de ubicarse en
relación con el medio ambiente de uno (17). Debo señalar que la
lectura de los poemas me hacía encontrar vínculos insospechables,
algunas veces totalmente frágiles e inciertos, como el origen
de los algarrobos. Podrían ser oriundos de Asia occidental y países
del Mediterráneo, o bien, de Argentina, Chile y Perú.
Pero
el punto es otro; en parte, ya prestar atención al hecho de que
todo guarda relación con todo me remitía al famoso artículo fundador
de la crítica ecológica en los estudios literarios de William
Ruecker. Y lo que decía Ruecker sobre el poema en general se aplica
perfectamente al ejemplo de la poesía de Espinosa. El poema puede
ser estudiado como un modelo de flujo de energía, de formación
del sentido de comunidad y de ecosistemas. La primera ley de la
ecología, que todo se conecta con todo lo demás, se aplica tanto
al poema como a la Naturaleza. El concepto del campo interactivo
ya era operativo en la Naturaleza, en la ecología y en la poesía
mucho antes de que apareciera en la crítica (Ruecker, 110). El
mérito de Tatuaje de selva es que trasciende su intento
de capturar por un instante la riqueza biológica y cultural que
está siendo borrada del mapa por la modernización de la economía
amazónica. Aunque es cierto que el discurso poético forma parte
de un discurso ecológico en la medida en que muestra el amor a
la selva y su lucha por salvarla de los desastres ambientales,
la misma forma de los poemas plantea una recreación del ámbito
vivo y complejo de los árboles en el espíritu del lector. Desde
el primer poema se percibe la intención de generar una reacción
vital que postula además una radical transformación del sentido
del yo, volcado en su motivación amorosa a una relación más extendida
con los seres que de algún modo dependen de los árboles.
Poética
Lo
temporal está en nosotros
como en las ranas su metamorfosis
atados a la escritura
para no morir
nos enlazamos verbales
jungláseos
lianas buscando el eco
así el pasado permanece
empoemado (9)
El
tiempo está íntimamente vinculado a los contornos y ritmos de
la selva. Su necesario reconocimiento, en este caso a través de
la palabra poética, no es para atrapar un concepto o un entendimiento
cerebral de la realidad amazónica, sino para sentir de cerca la
respiración, el florecimiento de la vida, la coexistencia con
la Naturaleza. La escritura aspira a participar de ese ritmo natural.
Por ello la palabra no está dicha para cuidar del bosque tropical;
más bien la palabra indica el sentido contrario, los árboles cuidan
de muchos otros seres que en realidad somos también nosotros.
El tiempo no se mide en dinero, sino en amaneceres y atardeceres.
Así, la selva misma se convierte en un contexto ideal para visualizar
una cultura verdaderamente democrática en la medida en que es
el lugar donde el tiempo de cualquier ser es valioso y donde el
sentido parsimonioso del tiempo se ajusta a los ritmos naturales
que se basan en ciclos (Gaard, 23). Antes de perderse en una retórica
del ataque a la deforestación, la palabra poética se centra y
se detiene en el amor por la flora y fauna que depende de la vida
aparentemente callada de los árboles. Una premisa válida para
desarrollar una lucha política sobre la selva amazónica es posibilitar
en el lenguaje una presencia interconectada con todos los seres
vivos que se resista a desaparecer, aun sabiendo que el deterioro
físico y económico es irremediable y muy extendido. El uso de
palabras amazónicas, de identificaciones y alianzas con animales,
plantas y personas se da casi siempre en relación con los árboles.
Y hay una explicación para ello: los árboles dan refugio a animales,
modulan el clima, filtran el viento, almacenan el agua de la lluvia,
exhalan oxígeno, son los pulmones del planeta y así hacen posible
la vida (Udall, 14). Tatuaje de selva es un hermoso testimonio
para prestar atención a la gracia del árbol en tanto representa
un bastión de resistencia a la cultura de la indiferencia, un
símbolo de la generosidad gratuita. Los poemas transitan diversas
zonas que se dejan leer como ecosistemas, pero no tratan de describir
la realidad arbórea desde un punto de vista económico o científico.
De allí que también me interese resaltar qué pespectivas éticas
y estéticas se derivan de esta relación tan compleja entre el
arte de la palabra y la existencia misma de una naturaleza rica
e inabarcable, que lamentablemente está amenazada de muerte. Cuando
Espinosa escribe por ejemplo acerca de las mariposas, el tono
sombrío del poema se torna una elegía actual del despojo de vida:
XLV
Las
mariposas
van a morir en la humedad
han cortado la madera de su propio bosque
salobre
ni la sábila ni el guano les harán respirar
tampoco las aureolas eléctricas
o las codornices
dormirán en dormidera
sobre algodón de ceibo
y volverán a ser orugas
herederos de imágenes y constelaciones
inventoras de colores con ojos de lince
cuánto polen derramado
cuánto aleteo inútil (99).
Lo
que se destaca en este tipo de poemas es la diversidad de seres
cuya vida es interdependiente y en su interdependencia, una diversidad
frágil y efímera. La palabra es tierna para nombrar a esos seres
y no sólo reproduce una tristeza enorme por la pérdida del equilibrio,
sino además marca el cambio del ritmo. El verso más breve del
poema es una palabra negativa, "salobre", en contraste
con las palabras avivadas de los seres condenados a su desamparo
por la ausencia de los árboles cortados. Otro rasgo interesante
de esta visión de la naturaleza es el insistente tratamiento de
lo natural como un tú amado al que no se le define según un patrón
de género sexual, lo que evita reproducir la dinámica de dominación
en el seno del tejido familiar. El sentido de familia es más amplio
y no se establece desde un punto de vista fijo. De allí que sea
importante observar las transformaciones que el yo poético muestra
a lo largo del poemario. Un gran número de poemas exhiben una
conciencia juguetona respecto a sus preferencias emocionales con
una gran pasión por compenetrarse con la Naturaleza. Es un vaivén
de sentimientos de ternura por la unión feliz y de sentimientos
de separación. Los adioses abarcan una gama muy grande de sufrimientos
justamente por tratarse de un ser plural al que se le amputa su
parte más vital, sus raíces, sus árboles. La conciencia de estos
conflictos aparece desde el comienzo del libro. El poema VIII
plantea el problema de la dificultad de llevar a cabo una relación
exitosa con esa Naturaleza diversa e infinita:
El
espacio escondido en tus costillas
es eco y silencio
en un pedazo de tu espiga
tu magia
la magia inesperada
de la planta que nace en otra
junto a tus ojos
trompos de luz
o cortezas frías como piel de serpiente
toda la noche cabe en tus costillas flacas
mariposas laterales y transparentes
¿cómo abrazarte?
invisible
caballo de mar (25).
El
mecanismo de esta palabra poética es propio del amor loco por
el otro -encarnado en la figura del abrazo- que termina siendo
uno mismo desde una conciencia expandida, al menos como decía,
volcada hacia una Naturaleza que no se ve como un objeto a ser
explotado. Hay más bien la admiración casi religiosa que nos remite
a una estructura de mitos y creencias que rebasan los límites
estrechos de la existencia individual y aislada. Esa insistencia
en una herencia sabia en lo que respecta a la armonía con la Naturaleza
se explicita en pocos poemas, como cuando se mencionan a los hombres
Xingú (poema LXI, 111) o al hombre Yanomami (LIII, 115). El logro
expresivo de Espinosa hay que apreciarlo visualmente al reconocer
los contornos arbóreos de cada poema y con el oído atento, pues
los ritmos son de importancia decisiva para reconocer la pertenencia
a la tradición viva de la selva, "la misma voz ronca/ de
todos los siglos" (LVII, 123). En el contexto histórico de
los años noventa, este discurso poético se plantea una tarea descomunal:
se trata de encontrar a quien desee escuchar lo que dicen los
árboles, a reflexionar sobre la incapacidad actual de entender
el lenguaje de la naturaleza y plantear algunas pistas para un
cambio de mentalidad, pues enfrentar nuestra cultura urbanocéntrica
y patriarcal demanda un esfuerzo constante y una inteligencia
atenta a los reacomodos de los sistemas de dominación. Espinosa
logra expresar con sutileza una geografía real a través de la
voz de la memoria sobre la selva.
Mauricio
Ostria González hace una observación aguda sobre la poesía de
Juan Pablo Riveros que puede aplicarse a la poesía de Espinosa:
ellos coinciden en el esfuerzo de recuperar, reinterpretar y resemantizar
ámbitos de la cultura latinoamericana sumergidos, ocultos u olvidados
en los discursos constitutivos de la imagen nacional o continental
(109). Si bien al leer De la tierra sin fuegos [1986],
de Riveros, uno no puede evitar contagiarse del esfuerzo del
libro por sumergirse en un cosmos definitivamente extinto como
lo es el mundo de los selknam, yámanas y qawashqar de la llamada
Tierra de Fuego (Ostria González, 113), el tono del poema es una
invitación a superar la enajenación cultural que ya tiene más
de cinco siglos en América Latina. Una paradoja curiosa de la
poesía de Espinosa es que su destinatario definitivamente es el
citadino, del que nos habla Danilo Cruz Vélez, cuyo "sentimiento
de la naturaleza" es uno de los más débiles del planeta en
tanto no acostumbra visitar bosques, ríos o lagos por estar "siempre
encerrado en sus ciudades horribles" (106). Soy consciente
de que Cruz Vélez está hablando del citadino promedio, no de todos
los que viven en el campo o tienen una relación directa e intensa
con la naturaleza, entre los que se encuentran algunos poetas
y una gran parte de la población indígena; por lo tanto estamos
ante un posible frustrado intento de comunicación, sobre todo
si pensamos en la red globalizante de los medios masivos en los
que usualmente se mueve el consumidor urbano.
La
poesía de Espinosa, aunque no se preocupa de autoproclamar su
especificidad cultural y étnica, siendo obvia su referencia al
mundo amazónico, es enfática en la imperiosa necesidad de redefinir
la relación con la Naturaleza. Y considero su discurso poético
radical en su concepción amorosa, no sólo porque rescata el amor
sagrado por la Naturaleza, sino porque lo presenta como si fuera
una pasión interna, personal. Probablemente el tono amoroso melancólico
de la mayoría de los poemas se asemeja al de algunos poemas de
Reyes Ramírez. Este diluir dicotomías, como la que separa al individuo
de su entorno cuando se piensa en la experiencia amorosa. En estos
poemas resuenan voces que deberían reintegrarse de algún modo
a la vida urbana en tanto procuran una restauración de conexiones
entre lo humano y lo no humano. Los poemas condensan la crucial
urgencia de conocer al otro en medio del descreimiento general
que en términos posmodernos nos remiten a la indeterminada posición
del sujeto y del otro. Y ese otro incluye "anillos de oruga",
"palmas plantas como lenguas", "una frente tiznada
por el beso", "piel de caoba y azafrán", "las
hojas inmensas", "tacto y corteza", "cardamono
en café tibio", "caracol desnudo", "tu rito
diario", etc.
Sonia
Lenk menciona dos cosas importantes de la irreverencia posmodernista
de esta poesía: 1) la Naturaleza es el locus para poner en evidencia
el tema de la sensibilidad, del amor y del descubrimiento del
cuerpo; y 2) la recuperación de cosmovisiones alternativas al
mundo occidental que van desde la siembra y fertilización del
objeto amoroso hasta dinámicas de experimentación sensorial "dejando
a los sentidos deleitarse en total libertad dentro de una poesía
orientada a la ternura" (s/n). Aunque sea una insuficiente
referencia, el siguiente poema no sólo emblematiza esa cordialidad
entre especies, sino, sobre todo, un afán de combatir la ideología
humanista centrada en la imaginación masculinista:
XXXIV
Cántame
un verso
despierta mi cuerpo
dame un final en tu laberinto
quiero
ser tu aliada invisible
tu rumor adolescente
tu rito diario
inagotable
fúgate
de ese miedo
del antiguo olor a tragedia
de los cielos sin puertas
quiero
cántame (77).
Es
curioso para mí detenerme en la interpretación que da Sonia Lenk
de este poema y volver a mi lectura menos marcada por la oposición
hombre/mujer y decididamente radical en cuanto a la concepción
integradora de la vida desde una responsabilidad concreta por
el mundo, actuando consecuentemente y trazando los límites precisos
a las presiones de la sociedad moderna. En una perspectiva de
largo plazo, la dinámica de conocer al otro, entendiendo ese otro
como un organismo plural de seres vivos e interconectados a la
sombra de los árboles, termina por convertirse en un proceso de
autoconocimiento y de incorporación de perspectivas alternativas
para armonizar con la Naturaleza, aún con una conciencia de la
desaparición de tribus enteras, de miles de especies y plantas,
de nombres que ya no estarán en los labios de nadie. Deberíamos
notarlo ya por el aire que respiramos y el silencio que crece
en nuestro continente herido. La poesía de Carlos Reyes Ramírez
y de María Fernanda Espinosa nos afinan los sentidos y nos recuerdan
esa otra voz, ese aire conmovido de la selva, que tiene mucho
más de 179 años, tiene nuestra edad y aún está por nacer.