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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


SERVIDUMBRE

Una mujer y un traje de raso ultramarino abominable. Un hombre maduro y un lobo azul entregados al amanecer. Toda materia de cabellos y fluidos y toda la noche pasada crepitando.

Éste es el encuentro de los arlequines.

Salvatore Russo y las camelias. El brillo de las flautas, el alto madero dulce, las sierras y los tímpanos, también los timbales.

No sólo conciertos o flores o voces o ballerinas; el susurro de una tarde, kilómetros a caballo, los agitados monstruos de alguna noche victoriana folle. Educación debiera decirse en el sentido estricto; después de todo Salvatore diseñaba así su futuro: la inmensa casa del padre infestada de infantes y nodrizas y tutoras, la vejez pronta pero perfecta en su caso e insubordinable en ella y la ropa sin arrugas y la casa libre de ratas, incluso la losa mortuoria, siempre juntos, y el verde pasto inmortal e infaltable.

Los años rosas, viajes y también el elefante blanco del zoológico de Londres o las clepsidras salvajes del jardín botánico. Pero el cinematógrafo, le pointillisme, El Cairo, las bicicletas, las reparaciones, los postres, la tarde del fantasma tocando el piano, la enfermedad irremediable de la nona, el lobo azul y la chimenea.

Sin embargo, la noche aquella del marino loco.

Fue como de costumbre espléndida la magia del mago que conduce el sonido, espléndida la luna, los bocados, las insinuaciones, la danza de los muertos y los vivos y ella en el sueño de lo inconstrastable, viviendo como de costumbre afiebrada por el metal sangrante y ahora bailando en las aguas del marino.

Esplendorosa sirvienta de algún ser de las tinieblas emanaba esa siniestra somnolencia propia del ajenjo. Luego de las palabras, los alientos y sudores sugirieron un nuevo destino.

Salvatore, mientras, absorbido totalmente por cifras e historias tontas pero obligatorias, atrapado por el grupo sagrado de los hombres de mundo y tan diferente a aquel animal de infierno con el que se acostaba, tan víctima de la confianza, ese enemigo corajudo que viste nuestra propia carne.

La guió a través de la oscuridad. Con una de sus manos recubiertas de cuero, acarició el dintel de la pequeña puerta trasera. La nueva luz iluminó el aro que llevaba en la oreja, una barba incipiente de días y una sonrisa segura.

Ya lejos los sonidos de la fiesta eran opacados por la rotundidad de lo obscuro. No hubo demasiado ruido, solamente hebillas y piel sobre raso. Se alteró un poco la conducta de las ratas y demás alimañas del lugar. De nuevo la materia informe.

 

CARLOS ESTELA

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