SERVIDUMBRE
Una
mujer y un traje de raso ultramarino abominable. Un hombre
maduro y un lobo azul entregados al amanecer. Toda materia
de cabellos y fluidos y toda la noche pasada crepitando.
Éste
es el encuentro de los arlequines.
Salvatore
Russo y las camelias. El brillo de las flautas, el alto madero
dulce, las sierras y los tímpanos, también los timbales.
No
sólo conciertos o flores o voces o ballerinas; el
susurro de una tarde, kilómetros a caballo, los agitados monstruos
de alguna noche victoriana folle. Educación debiera
decirse en el sentido estricto; después de todo Salvatore
diseñaba así su futuro: la inmensa casa del padre infestada
de infantes y nodrizas y tutoras, la vejez pronta pero perfecta
en su caso e insubordinable en ella y la ropa sin arrugas
y la casa libre de ratas, incluso la losa mortuoria, siempre
juntos, y el verde pasto inmortal e infaltable.
Los
años rosas, viajes y también el elefante blanco del zoológico
de Londres o las clepsidras salvajes del jardín botánico.
Pero el cinematógrafo, le pointillisme, El Cairo,
las bicicletas, las reparaciones, los postres, la tarde del
fantasma tocando el piano, la enfermedad irremediable de la
nona, el lobo azul y la chimenea.
Sin
embargo, la noche aquella del marino loco.
Fue
como de costumbre espléndida la magia del mago que conduce
el sonido, espléndida la luna, los bocados, las insinuaciones,
la danza de los muertos y los vivos y ella en el sueño de
lo inconstrastable, viviendo como de costumbre afiebrada por
el metal sangrante y ahora bailando en las aguas del
marino.
Esplendorosa
sirvienta de algún ser de las tinieblas emanaba esa siniestra
somnolencia propia del ajenjo. Luego de las palabras, los
alientos y sudores sugirieron un nuevo destino.
Salvatore,
mientras, absorbido totalmente por cifras e historias tontas
pero obligatorias, atrapado por el grupo sagrado de los hombres
de mundo y tan diferente a aquel animal de infierno
con el que se acostaba, tan víctima de la confianza, ese enemigo
corajudo que viste nuestra propia carne.
La
guió a través de la oscuridad. Con una de sus manos recubiertas
de cuero, acarició el dintel de la pequeña puerta trasera.
La nueva luz iluminó el aro que llevaba en la oreja, una barba
incipiente de días y una sonrisa segura.
Ya
lejos los sonidos de la fiesta eran opacados por la rotundidad
de lo obscuro. No hubo demasiado ruido, solamente hebillas
y piel sobre raso. Se alteró un poco la conducta de
las ratas y demás alimañas del lugar. De nuevo la materia
informe.
CARLOS
ESTELA
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