ALLÁ
Allá:
Durante toda mi infancia, y después, Checoeslovaquia fue el
país que estaba del otro lado de mis padres. A pesar de haber
nacido allá y de hablar su idioma, la tierra que había quedado
atrás era el lado que yo no podía conocer directamente, sino
sólo a través de historias incompletas. Las de mi madre y
las de mi padre eran dos tipos diferentes de historias. El
breve tiempo que ellos habían pasado juntos en Zatec, mi pueblo
natal, y Praga -es decir el tiempo transcurrido entre el inicio
de su romance y su llegada al Perú- no alcanzaba a unificar
esos relatos sobre el país natal, salvo en una común tristeza
de emigrados descontentos, con dificultades para reconocerse
como tales. Yo escuchaba las historias y registraba la tristeza,
como si se tratara de dos cosas diferentes.
Los
relatos de mi madre eran sobre todo anécdotas de una vida
familiar rural y algo nómade, extraños cuentos infantiles
europeos en los que ella evitaba cualquier arista trágica.
Con los años ese evitamiento se convirtió en su contrario,
y empezaron a aparecer versiones de truculencia inverosímil.
Pero las historias de mi madre no eran importantes frente
a su capacidad para reproducir versiones del mundo checoeslovaco
en la cocina, en los prejuicios, en su relación con la naturaleza.
Todavía hoy me impresiona su hallazgo, en medio de las plantas
de Chaclacayo, de una flor comestible, que se hunde en un
huevo en plena fritura y luego se empuña por el tallo. La
flor era demasiado núbil como para ser alimenticia, y al huevo
no le aportaba sino un aroma evanescente, y un mango. Posiblemente
se tratara de una fórmula popular para engañar al tedio gastronómico.
En
cambio mi padre siempre habló de su familia desde la altura
de la tragedia. Aun cuando intentaba pintar climas amenos,
no tenía manera de eludir presencias como las muertes de seres
queridos en los campos de concentración nazis, la fatalidad
de la diáspora, el confuso sinsentido de la guerra y la muerte
en combate de su primo Leo, la nostalgia de los paisajes borrados,
las ternuras que quedaron sin ser expresadas, las propiedades
perdidas, la maldad burocrática sin rostro de los comunistas
checos.
Creo
que en ambos casos el problema no era con las historias mismas,
sino con la manera como eran contadas: presentadas como cuentos
de un país que se había convertido en una puerta cerrada,
al que nunca se habría de volver. Sin duda la presencia de
un gobierno stalinista volvía a Checoeslovaquia inhabitable
para los tres, pero mi sensación es que eso sólo era un dato
físico, civil, de pronto hasta inexacto en algunos de los
casos. Debajo de eso siento retrospectivamente (¿es eso posible?)
que el país era irregresable sobre todo porque era un lugar
al que mi padre no había podido regresar él mismo: el mundo
que había dejado atrás al escapar de los nazis en 1939 ya
no estaba allí cuando volvió por él con el ejército aliado
en 1945. Como que al emigrar la pareja hubiera perdido la
fe en algo importante que nunca les fue revelado. O quizás
eso ya lo traían puesto, desde la guerra.
El
triunfo se agrió en menos de dos años, cuando se fue haciendo
evidente que Checoeslovaquia había pasado de manos de los
alemanes a manos de los rusos. En ese sentido digo que él
nunca pudo volver. Yo nací en uno de esos breves meses de
tregua en que ello se demostraba. Quizás ese hecho, haber
nacido en el lugar al que mi padre no pudo realmente volver,
un lugar que también había sido fugazmente ocupado por mi
madre, es lo que alejaba de mí lo esencial, en el sentido
de lo histórico, checo. Como ser el hijo de una fuga.
Frente
al país al que no se podía volver, se extendía delante de
mis padres el Perú como el país al que no se podía llegar,
por lo menos al comienzo, cuando ignoraban el idioma y muchos
de los códigos claves. El Perú pronto terminó volviéndose
la pobreza mesocrática que reemplazó a la abundancia de los
primeros meses de matrimonio europeo; el aislamiento lingüístico
y social fue el inesperado corolario del fin de la guerra,
la sorpresa que reemplazó a la esperanza de recuperar lo conocido,
o cuando menos ganar lo desconocido. Quizás el Perú también
se volvió la obligación de permanecer juntos más allá de lo
que lo hubieran hecho en otro contexto, o el accidente que
abrevió artificialmente la relación. Me inclinó por lo primero.
Mi
primer pensamiento en relación al viaje a Praga programado
en 1995 fue que los reinos de checos y eslovacos, bohemios
y moravios, habían sido un mundo al que mis padres no me habían
permitido entrar con la imaginación o a través de la experiencia
transmitida. Como en Pedro Páramo en la versión de
mis padres Praga et environs había sido para mí Comala,
la tierra de los vivos que ya no podían vivir, los muertos
que se resistían a morir, pero sobre todo de las personas
que no era posible conocer. Quizás eso es inevitable en cierto
tipo de emigración traumática (¿hay otras?). Antes de salir
de Lima me pasé días angustiado por la posibilidad de un desencuentro,
de un choque, de una mala relación con lo checo y con los
checos. Quizás temía que lo checo fuera un espacio prohibido
al que yo no debía entrar. Como el cuarto de mis padres en
las horas de la tarde en que yo debía dormir una siesta obligatoria.
Nunca
escuché a mis padres quejarse por haber venido aquí al Perú,
ni los oí tratar su llegada con aspereza. Me imagino que finalmente
eran jóvenes, que no se aburrían en el país, que haber puesto
distancia frente al stalinismo compensaba muchas cosas, o
que les hubiera dolido demasiado reconocer el error de haber
elegido a medias este destino peruano de urgencia. Aun así,
me cuesta mucho creer en aquella resignada discreción. No
sólo porque once breves años después de su llegada ellos,
y detrás y delante de ellos mis hermanos, empezaron a irse
todos por separado y a lugares distintos del Canadá, sino
porque hoy empieza a serme fácil identificar esos temas al
fondo de otras discusiones, aparentemente desvinculadas de
lo checo, dando vueltas en el recuerdo como silenciosos peces
de mal agüero al fondo de un estanque, en la agridulce
década en que ellos permanecieron juntos aquí en Perú, la
que constituye este lado de mis padres, ese que hoy tengo,
y siempre tendré aquí en Lima, todo para mí solo.
MIRKO
LAUER
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