LUZ
Y TRANSPARENCIA EN LOS TEJIDOS DEL ANTIGUO PERÚ
La
primera vez que tuve entre las manos un tejido precolombino, había
apenas cumplido veinte años, pero la emoción que me provocó aún
no se ha desvanecido. Se trataba de una "tela pintada"
de Chancay (una cultura tardía de la Costa Central de Perú, sometida
por los incas y los españoles entre el 1200 y el 1500 d.C.) de
unos dos metros de largo por uno de ancho, y representaba un grupo
de personajes con cabezas-trofeo, serpientes bicéfalas, aves marinas
y otros elementos abstractos. Todo el lienzo estaba pintado
con sólo cuatro colores: rojo cinabrio, ocre amarillo, castaño
y marrón oscuro. El resultado era una suerte de rito de
la primavera, una entusiasmante proliferación de criaturas solares
que parecían generadas por los mismos rayos del sol, tan inclemente
en esa región. El pigmento natural integrado a la gruesa trama
de algodón crudo, el ritmo de la composición, la felicidad y
frescura de las invenciones, el significado cruento -la celebración
de sus dioses, sus frutos, sus animales y sus muertos- todo contribuía
a hacer de esta sencilla tela uno de los más altos momentos del
arte precolombino, y del arte en general. Pero otras emociones
me esperaban todavía, a medida que descubría la gran textilería
peruana: la pintura de Chavín, los mantos bordados de Paracas,
las telas de Nasca y Wari y, finalmente, los encajes de la misma
Chancay.
Para
comprender mejor estos últimos es imposible no comentar aquí,
aunque sea muy brevemente, la pintura de Chavín, una cultura madre
y fundadora, de cuya matriz proviene casi toda la iconografía
religiosa del Perú antiguo. Se trata de creaciones insólitamente
maduras en una cultura primigenia, como es el caso del Formativo
chaviniano, que los arqueólogos sitúan alrededor de 1500 a.C.
El mismo sentimiento -presente en todo su arte lítico y en
la cerámica incisa y escultórica- aparece en estas telas repletas
de fervor cósmico, casi completamente cubiertas por un riguroso
arabesco, o laberinto, en el que, en diferentes grados de abstracción,
aparecen los omnipresentes temas del dios-jaguar, el dios-pájaro
o el dios de los báculos. Obras nacidas de la más íntima raíz
religiosa, ellas no parecían dirigirse tan sólo a los hombres
y se diría más bien que fueron pintadas para dialogar con los
dioses.
El
pasaje de la austera pintura de Chavín a las suntuosas telas bordadas
de Paracas, cultura que se extiende desde el siglo [V a.C. hasta
el IV d.C., es uno de los más fascinantes procesos de la texbiería
pre-incaica. Esta evolución, que por una parte refleja la decadencia
del influjo chaviniano en favor de un estilo regional, conserva,
sin embargo, parte de la iconografía de sus predecesores. Es además
en este período que los tejedores de la costa incorporan la lana
de auquénido, de origen andino, en sus creaciones (notablemente
en los bordados, aplicados sobre tela de algodón), haciendo uso
de una riquísima y brillante paleta textil, que hasta hoy se puede
apreciar en todo su esplendor, gracias a la providencial aridez
del litoral peruano. Si bien es necesario subrayar que desde un
punto de vista eminentemente artístico -motivación principal de
estas líneas- las mayores realizaciones de esta textilería pertenecen
a las culturas de Paracas, Nasca y Wari, es, sin embargo, el arte
del encaje y de las gasas de Chancay el que seguramente marca
su último, precioso hito. Algo así como un golpe de ala final,
una verdadera apoteosis del algodón puro y de la manualidad triunfante.
Los tejidos exclusivamente de lana, mientras tanto, serán privilegio
de la cultura y la tecnología inca, que hará uso masivo de dicha
artesanía y que, a la llegada de los españoles, en 1535, se habrá
convertido en un importante instrumento de ordenamiento económico
y social en manos del emperador, conforme lo atestiguan las crónicas
de Bernabé Cobo, el Inca Garcilaso, Pedro Pizarro y otros.
Ciertamente
ninguna otra forma de arte podría reflejar mejor una "cultura
de la decadencia" como estos encajes que más que tejidos
son verdaderas construcciones de luz y de espacio realizadas con
sutiles hilos de algodón, es decir con una mínima cantidad de
materia que pone en mayor evidencia la intensidad de su contenido
espiritual. No nos debe sorprender esta maestría, si tenemos en
cuenta que desde los tiempos de Huaca Prieta (que Junius Bird
sitúa entre los milenios III y II a.C.) y en excavaciones realizadas
por Frederic Engel, encontramos ya ejemplares de redes con incipientes
diseños estructurales. Más adelante, con la invención del telar,
las técnicas arcaicas evolucionan hasta alcanzar, hacia el 1200
d.C., la inefable sofisticación de los ya citados encajes. Nacidos
originalmente en el período pre-cerámico, con funciones utilitarias,
estos objetos atraviesan prácticamente todas las culturas de la
costa para culminar, entre Chimú y Chancay, pero sobre todo en
esta última cultura, en una suerte de gran fin de fiesta mágico-religiosa
que provoca, en el espectador de nuestros días, una profunda resonancia
interior Y valga aquí mi propia experiencia personal: durante
mis cuatro décadas de residencia europea, en repetidas ocasiones
he podido observar el estupor y el placer que estas obras producen
en quienes las observan por primera vez. Dos son las reacciones
inmediatas: los encajes les comunican, por una parte, un intenso
goce estético y, por la otra, la sensación de encontrarse ante
una obra de arte contemporáneo, o ante un objeto inverosímil,
cuya secular existencia, dada la fragilidad de su materia, les
parece prácticamente imposible. Observaciones que no carecen de
fundamento, puesto que dichos objetos constituyen, sin lugar a
dudas, una de las más delicadas testimonianzas que el hombre antiguo
haya dejado sobre la tierra y que, milagrosamente, ha sido preservada
por la milenaria aridez de la costa peruana. Por otra parte, tales
creaciones resultan hoy día más accesibles al hombre occidental,
debido a su frecuentación del arte contemporáneo. Un estudio comparativo
de las diferentes formas de expresión asumidas por la creación
actual -desde la vanguardia histórica de Klee y Mondrian, hasta
las telas mágicas de Miró, las abstracciones de Noland y Morris
Louis, los "graffitti" de Penck, Haring y otros- daría
como resultado una sorprendente analogía entre las imágenes consignadas
en estos tejidos y las imágenes "inventadas" por dichos
artistas, todos ellos admiradores de tales obras, como lo fueron,
en otro momento, Picasso, Derain, Modigliani o Brancusi, del arte
africano. Por otra parte, ni el más avanzado neo-darwinismo ni
ninguna explicación socio-económica resulta pertinente cuando
se tocan determinados niveles creativos. Más cercanas a la fantasía
mítico-mágica-religiosa y a la creación artística se encuentran,
en todo caso, algunas tendencias del pensamiento contemporáneo
que tienden a adelgazar las discutibles barreras que separan las
diferentes disciplinas humanas. La investigación interdisciplinar,
o pluridisciplinar, es ya una realidad tangible en las universidades
americanas y europeas de mayor prestigio, y las mesas redondas,
reuniones y simposios sobre este apasionante argumento se suceden
siempre con mayor frecuencia. Es cada vez más claro que, sintetizando
mucho, las dos posiciones, racional/materialista e inconsciente/psicológica,
resultado de una concepción parcializada del acontecer humano,
caen en el mismo equívoco: ambas olvidan el impalpable elemento
lúdico/aleatorio que preside toda obra humana, e incluso todo
fenómeno natural. Olvidan que, después de todo, tales obras, generadas
por el mito –"el mito es un exceso de sentido", anota
Levi-Strauss- son y serán siempre incomprensibles, como
toda verdadera obra de arte. En un universo regido por las secretas
leyes del azar, en el que la misma ciencia debería ser considerada
como un juego; en el que los grandes mitos del pasado y del presente
funcionan con mayor eficacia que la misma ciencia, como lo afirma
Thomas Kuhn ¿cómo podemos pretender una lectura lineal y segura
de las obras del pasado, cuya gramática desconocemos y cuyos autores
nos han dejado en ellas, además, huellas patentes de su propia
individualidad dentro de una cosmogonía y una malla cultural más
o menos rígida?
Que
ciencia y mito coincidan en esa entidad parapsicológica, paranormal,
como lo son el sacerdote, el poeta, el artista y el mago, no es
un misterio para nadie. Una suerte de lógica trascendente y delirante,
anterior a toda formulación filosófica y matemática del universo,
atraviesa estos seres excepcionales, cuya excepcionalidad -el
criterio moral varía de sociedad a sociedad- es casi siempre pagada
a duro precio. Es quizás por ello que su mensaje nos toca tan
profundamente. Porque reconocemos en él esa noción de lo sagrado
y lo eterno que subyace en cada uno de nosotros y que nos identifica
con todos los hombres, cualquiera que sea su circunstancia.
Lo
anterior no quiere ser una defensa a todo costo de la individualidad
y la libertad del arista en cualquier agrupación humana, comprendidas
las sociedades arcaicas y "primitivas". Por otra parte,
la idílica concepción de una sociedad armoniosa, en la que cada
cual desempeña un determinado rol, tropieza siempre con una realidad
nada idílica ni armoniosa, desde una perspectiva exclusivamente
social. Por ejemplo, aparte los kimbukamayos, encargados
del guardarropa privado del emperador y sometidos a normas especiales,
todos los tejedores diseminados en el vasto territorio del imperio
incaico estaban obligados a pagar un impuesto, o mita, textil,
so pena de severos castigos o supresión de los más elementales
derechos. Esta directa injerencia del estado en la actividad creativa
se refleja claramente en la rígida factura y el estereotipo formal
de esos tejidos, fruto de una actividad productiva, y repetitivo,
que ya no manejaba el lenguaje mágico y elocuente del mito y del
arte. Es por esta razón que el antiguo arte textil se convierte,
durante la dominación inca, en mera artesanía, no exenta de valor
ornamental, pero desprovista de contenido.
Sin
embargo, como sucede a menudo en el curso de la historia, es precisamente
durante este duro régimen que aparece la excepción. Debido sin
duda a la considerable distancia del centro de poder imperial,
situado en el Cuzco, a 4000 metros sobre el nivel del mar, el
tejedor costeño no sólo conserva su idiosincrasia y sus tradiciones,
sino que las exalta sobremanera, como una forma inconsciente de
resistencia al invasor. Podemos sólo imaginar lo que debió ser
para los habitantes de la región la segunda ola de predominio
extranjero, a de los españoles, infinitamente más cruel y traumática
que la primera, en un lapso histórico relativamente breve.
En
estas condiciones ¿cómo se explica el milagro de semejante textilería?
A mi manera de ver, el milagro tiene varios fundamentos. Ante
todo, heredera de una tradición milenaria, la cultura Chancay
no crea mito alguno. Su vocabulario simbólico está completo. Sus
divinidades terrestres, aéreas y marinas, más que una iconografía,
conforman un alfabeto visual inagotable. A partir de este patrimonio,
los tejedores exploran todas las posibilidades del arte textil
con una versatilidad y refinamiento típicos de las sociedades
decadentes en estado de gracia. El acto mismo de tejer, que en
Chavín evoca un solemne ritual en honor de sus dioses, en Paracas
una suntuosa y policroma danza fúnebre, y en Wari un riguroso
proceso de ascesis religiosa, este mismo acto de tejer, para el
artista Chancay, se convierte en una fiesta, un ritmo, una celebración
gozosa de la vida y de la muerte, como una sublime revancha del
espíritu local, del eterno genius loci, ante las barbas
mismas del invasor.
Fuegos
artificiales de una civilización que toca el fin de su periplo
y que, haciendo caso omiso a la brutal represión inca y española,
da rienda suelta a su espontaneidad, a su carácter brillante y
jovial. Su resistencia al invasor es esta sonrisa textil que atraviesa
toda la costa central del Perú y prolifera generosamente en una
infinidad de formas, técnicas, imágenes insólitas, suntuosos indumentos,
tapices, pinturas, muñecas, frutos y pájaros de tejidos policromos,
abanicos, mantos y máscaras de plumas y, sobre todo, esas increíbles
garzas, gasas y encajes milagrosamente intactos a través de los
siglos, que son como la extrema flor, el extremo perfume de un
pueblo que en ellas supo resumir y filtrar la esencia misma de
su pensamiento.
Si
en los tejidos multicolores de las grandes culturas arcaicas lo
que nos deslumbra es la opulenta simbología, unida a la suprema
elegancia de su expresión, en estos encajes, gasas y garzas lo
que nos maravilla es su aparente sencillez y economía. Como en
la pintura de este mismo pueblo -a la cual me refiero al comienzo
de estas líneas- es la riqueza interior del artista la que se
manifiesta en todo su esplendor, en abierto contraste con la precariedad
de los instrumentos y la materia utilizada. Música y matemáticas
se materializan en estos encajes y se organizan en rigurosas secuencias
escalonadas, como una fuga de Bach; en delicadas arquitecturas
de hilos cruzados, anillados, entrelazados, tejidos, casados,
o tupidos como mallas metálicas; leves y transparentes como alas
de mariposas o libélulas; como telas de arañas humanas, resistentes
a los siglos y a la inteligencia; como insondables galaxias interiores
u organizaciones celulares; como misteriosas metáforas visuales
o estructuras de cristales desconocidos Todas las técnicas y combinaciones
posibles fueron puestas al servicio de un arte sutil como Pocos,
cuya variedad y elocuencia convierten a estas obras en un verdadero
lenguaje; más aún: en un vasto poema visual que resume todo el
arte de la textilería antigua, así como un breve, luminoso poema
verbal puede resumir páginas y páginas de cuantioso texto en prosa.
Un largo tiempo de texto/tejido, a través de los siglos, aparece
aquí acumulado, convertido en encaje, tal como el lenguaje verbal
se acumula, se filtra y se vuelve poema. Es decir, encaje. En
ambos casos la sintaxis -la trama y la urdimbre- se adelgaza hasta
lo inverosímil y, como la cáscara de huevo, alcanza su máxima
fragilidad y resistencia para proteger su más palpitante tesoro:
el mito. La transparencia del lenguaje mítico, en un pueblo que
no conocía la escritura, se vale de un léxico visual que funciona
claramente como escritura. Y es solamente a través de ésta
(que podríamos situar entre el pictograma y el jeroglífico) o
más bien en su intertextualidad, entre un vacío y otro, entre
una forma y otra -pájaro, personaje, pez o felino- que se asoma
el poema, es decir el mito convertido en poema. El cual ahora
significa mucho más de lo que aparentemente nos propone su escritura
de algodón. Como las partículas invisibles de la gramática chomskyana,
o como la Tabula Esmeraldina de la tradición hermética,
todo ha sido consignado en el poema/universo, y al mismo tiempo
nada en él es real sino en la medida en que aceptamos sus
propias leyes: el misterio encerrado en estos encajes es una sola
cosa con su lógica textil, como el misterio encerrado en un poema
no es lo que el poema dice sino lo que el poema es. O sea puro
lenguaje, espejo fiel de un universo que se revela y se renueva
a cada instante, en la medida en que se modifican los parámetros
del observador/creador.
Esta
última hipótesis interpretativa, que tiene como eje el extraordinario
"principio de indeterminación" de Werner Heisenberg*
no debería sorprender demasiado si consideramos que el mismo Heisenberg
atribuye a la naturaleza, en sus estratos más profundos -como
es el caso de la física cuántica- una conducta muy cercana a la
espiritualidad, e incluso a la subconsciencia. Algo así como un
sueño de la materia, muy semejante al de estas imágenes, concebidas
en el límite mismo de lo material, que nos descubren un universo
sin lugar a dudas autre, aunque irremediablemente nuestro.
Lo que llamamos delectación estética no es, en este caso, sino
una calidad superior de la comunicación humana, que nos permite
reconocernos en criaturas al parecer remotas y diferentes, pero
semejantes a nosotros en sus más altos designios. No debe, pues,
extrañarnos que en el antiguo Perú la actividad textil haya sido
considerada sagrada. Estos encajes -testimonio de una sociedad
en declino y por eso mismo orgullosa de su pasado- así lo demuestran:
cada uno de ellos nos propone un fascinante viaje a la raíz de
nuestros propios orígenes de hombres igualmente desencantados
y en declino.
*
Aunque sin citar explícitamente a Heisenberg, desarrollo esta
idea de manera algo más detallada en mi ensayo de 1982 "Estructura
precolombina de cuarzo2 (publicado en volumen profusamente ilustrado
por la Editorial Armitano, Caracas, 1985). Allí también la antigüedad,
o indeterminación polisémica, corresponde íntimamente a la naturaleza
del mito presente en dichas obras y encuentra su más perfecta
respuesta en el material utilizado, en este caso los cristales
de cuarzo.
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