Para
una preparación poética
I
Tal
como en la vida de los artistas hay un aparente desorden semejante
al orden que impera en la naturaleza (el crecimiento caprichoso
de los árboles, por ejemplo, cuyas ramas siguen las leyes naturales
de su propia estructura y del medio en que se encuentran), del
mismo modo la lengua natural del poeta obedece, o debe obedecer,
tanto más a los caprichos o estados de su alma cuanto mayor es
su necesidad interior y su desapego a las normas de la escritura.
La
dificultad mayor no está en plantearse que no comprometen a la
poesía sino en cuanto ésta requiere de una vestidura, la menor
posible para presentarse en público. La vestidura, en tal caso,
es tan adjetiva como lo puede ser la sotana, el uniforme militar,
los trajes civiles, o los taparrabos primitivos. Hacer de estos
indumentarios signos de vida es tan mezquino como encauzar la
propia vida humana según los anteriores tributos externos.
El
ropaje -la retórica- nos permite, muchas veces, un tratamiento
más familiar y sin peligros de la poesía. ¡Tanto menos peligro
cuanto más lejos nos encontramos de ella! Pero, si fuéramos justos,
deberíamos agradecer al buen cielo de que ello sea así. No todos
estamos dotados, ni dispuestos, a la visión de ciertas desnudeces,
de ciertas bellezas o deformidades, cuya suprema realidad no haría
sino enceguecernos.
Y
esto es lo que precisamente ocurre en los mejores instantes del
alma humana; el clímax de una composición es un estado del alma
que los sentidos no nos pueden revelar sino durante un estado
del alma semejante. O, para decirlo mejor, durante un instante
de desnudez equivalente a la que produce el instante de la entrega
amorosa: la ceguera del cuerpo y del alma que nos transfigura
y torna sagrados nuestros sentidos. Violentamente rituales nuestras
más oscuras caricias, definitivos nuestros más terrenales deleites.
La
retórica -el ropaje- del poema nos permite solamente vislumbrar
la poesía. Y cuanto más perfecta pueda ser aquélla, tanto más
vestida estará la poesía, tanto más deslumbrante en su traje de
metáforas. ¿Qué decir entonces de la poesía malvestida, de la
poesía que no posee sino trajes baratos, deteriorados por el uso
y cortados sobre medida estándar? ¿Qué decir de la poesía púdica,
vestida según el gusto de los parientes, o la moda provinciana,
que imita torpemente y con retardo las veleidades de los grandes
costureros de la lengua? Esto es lo que, desventuradamente, con
mucha frecuencia sucede en nuestra poesía latinoamericana.
Excluidos
Vallejo y Neruda, cuya técnica expresiva es un verdadero homenaje
a la nobleza, a la poderosa juventud y a la riqueza de nuestra
lengua, y tal vez dos o tres poetas más, los restantes no hacen
sino remover, con variada suerte, el mismo guiso lírico posmodernista
dentro de la consabida marmita metafórica. Sólo los rasgos de
imaginación brillante de ingenio verbal, de rápidas y prematuras
digestiones de la suculenta creación europea. Tan sólo una multiplicidad
de palabras y de términos ya poetizados en las más vacías e inútiles
variaciones de contenido y de forma. De aquí ese intolerable sabor
a "poesía de vanguardia", que como la música o la pintura
constituyen el más serio obstáculo para la captación de la verdadera
poesía.
El
estilo de una época -que no es obra de la multitud de hombres
o de creadores de segundo orden- es el estilo de dos o tres hombres
llamados a concebir nuevas y más perfectas soluciones a los eternos
problemas del corazón y del espíritu. En este sentido, no existe
una poesía sino en cuanto ella alcanza la categoría de un problema
universal que se resuelve según las inviolables leyes del individuo.
Considerando la intrincada estructura y la perfecta unidad de
un solo espíritu como el instrumento más penetrante para tal fin.
La
poesía llamada moderna de los poetas a la orden del día carece
de problemas que no sean los referentes al vestuario. Basta leer
unos versos de cualquier poeta latinoamericano para apreciar hasta
qué grado de atrofia interior puede conducir el excesivo ejercicio
retórico. El corazón paralizado. Las palabras sirven sólo para
satisfacer el donjuanismo cada vez más doctrinario, intrascendente
y mecánico de los profesionales de la vanguardia.
Habiendo
admitido teóricamente la imperfección de la expresión poética
humana, y no siendo posible establecer un correlativo material
sobre la perfección del poema y la verdad o la belleza de la poesía,
no nos queda -como decía antes- sino exigir la mayor desnudez
posible en el poema, el más sucinto y puro vestido para quien
nace de una sagrada fuente.
Un
poema de Vallejo, por ejemplo, es desnudo porque no hay nada en
él que nos distraiga del supremo objetivo de su poesía: el pavoroso
conflicto entre la vida, la pasión y la muerte humana. Un poema
de Neruda, en cambio, es desnudo, del mismo modo que lo puede
ser una mujer, un pájaro o un caballo, cuya cabellera, plumas
o crines, no son vestiduras convencionales sino atributos inseparables,
verdaderas prendas de su desnudez natural. Tanto en el uno como
en el otro, la poesía reina y se apoya profundamente en lo más
agudo de su propia existencia: la existencia del hombre.
II
Lo
mejor de un poema, como lo mejor de un cuerpo, no son sus elementos
(cabeza, tronco, extremidades, etc.: estrofa, verso, vocablo,
etc.) sino la gracia que los visita y los une en una sonrisa,
un movimiento armonioso, un llanto desesperado.
La
poesía se sirve de las palabras para hacerse comunicable. Ellas
son un medio de expresión, no la expresión misma. Mucho menos
la poesía misma. Superado el medio de las palabras, la poesía
reina ilimitada y se confunde con la esencia de las cosas. La
poesía, por lo demás, puede prescindir de las palabras (pintura,
escultura, música, danza, religión, magia).
Las
palabras no son objetos sino signos. El pensamiento no es la poesía
sino su cauce humano. La poesía es el estado permanente del universo.
Las
leyes de la imaginación, las leyes del universo. Las leyes de
la poesía, ¿límites del poema?
El
hombre se parece al universo en la medida en que reconoce sus
propios límites; su lenguaje, en este caso y tan sólo en este
caso, estará lleno de poesía. Álgebra de la creación: la
suma con el universo del hombre es cero. ¿Es el cero la suma de
todas las cosas? No, luego la suma del hombre con el universo
es -1 o +l, es decir, un caso sui generis, privada un alma.
La unión del alma con el universo se llama poesía. Su separación,
poema.
Las
palabras pasan (ver movimientos poéticos, ismos, diferencias de
estilo), la poesía permanece. En la poesía simbolista -las palabras
como objetos- los sentidos invaden el poema, el pensamiento palidece.
Poesía
china y musulmana, cantos guerreros persas, himnos del Corán,
folclor indio de América: el espíritu transfigura las palabras.
El espíritu como figura sintética (sensibilidad, sentidos, pensamiento)
que despierta y actúa en coincidencia con la gracia.
Upanishadas:
"De todas tus formas la más bendita es la que yo percibo:
tu esplendor". Invisibilidad de la poesía, presencia de la
forma. Invisibilidad de los dioses, presencia de lo creado. (El
universo es como una inmensa serpiente en continuo movimiento:
su cabeza es el espíritu, su cola la materia. Las formas aparecen
y desaparecen según los movimientos que se imprimen recíprocamente
en el transcurso de un segundo o de una eternidad.)
La
poesía confunde el conocimiento: el conocimiento es débil. La
poesía ayuda al conocimiento: el conocimiento es débil. El conocimiento,
en cambio, no agrega nada a la poesía. Una metáfora puede ser
el núcleo de un sistema filosófico. Un sistema filosófico no basta
para desentrañarla: no olvidar nunca que una metáfora es un organismo
vivo, la réplica espiritual de un organismo viviente. La elección
de un lenguaje, de un verso, de un vocablo, cae dentro de los
límites de una función irreversible. La forma del poema depende
de la perfecta coherencia de sus partes y recibe el nombre
de vida. Y dentro del ámbito de las fuerzas vivientes, el menor
error, la menor falsedad, el menor gesto superfluo produce un
monstruo.
No
hay sino una sola posibilidad para escribir un poema: no creer
en las palabras.
Caminando
entre árboles frondosos me vienen deseos de convertirme en uno
de ellos. Renuncio de inmediato y maldigo con palabras entrecortadas
mi forma humana. Nace un poema. Las palabras que me salvan de
lo imposible son también el límite máximo de tal experiencia:
"Yo no puedo ser árbol" es una forma inmediata, el poema:
"yo quisiera ser un árbol" es la realidad poética permanente
inmediata, yo podría escribir mil poemas sobre el mismo tema,
sin convertirme jamás en un árbol. Yo podré caminar toda la vida
entre árboles frondosos y mis deseos serán siempre los mismos,
mientras exista en mí una realidad poética.
La
poesía es la verdad cantada, palabras de un poeta, música de un
pueblo. Los pueblos entonan la verdad, la melopea de la verdad
tortura su alma pero creen en el misterio, adoran lo misterioso
y se abandonan a lo invisible. El poeta muestra a su pueblo
la coherencia terrena de su canto y convierte en liturgia
sus esperanzas y sus terrores. Con ayuda de las palabras, la verdad
y lo sagrado se hacen poemas.
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