Especial
Revista de revistas: dos revistas del Perú
More ferarum Índice Nº
5
Eielson / 1.0
ÁJAX
EN EL INFIERNO
Ájax
avanzó por entre los cedros con una linterna en la mano; el
cuchillo al cinto brillábale con el movimiento sombrío de
su cuerpo bajo el ovérall. Olía ya al enemigo, sólo le faltaba
saltar una tranquera. Los faros de su automóvil de prueba,
apostado cerca de allí, se hundían profundamente en la noche,
partiéndola en dos: de un lado la flora verde, hechizada;
del otro el tablero tibio del establo, dulces animales acostados,
luna y estiércol. Llegó por fin a la tranquera, la salvó,
un violento perfume como un rayo de heno, lo sacudió de la
cabeza a los pies; creyóse ciego entonces, hundió el pie en
una cuba de leche y cayó en tierra, sin poder abrir la boca.
Allí
lo lamieron las vacas, los borregos apoyaron sus dulces
pechos algodonados en su cuchillo y diéronse muerte
uno a uno, las cabras, como grandes estrellas de cuerno, con
el pellejo seco, caldearon su corazón, durmiendo sobre él,
meándose y defecando sobre su blanco cuerpo.
Ájax
movía su cuchillo dormido en medio del establo, postrado en
el haz de luz del automóvil. La sangre de los carneros degollados,
de las vacas, de los cerdos, brotaba y corría por los
muros en caños calientes y sordos. Él veía tras de
ella a alguien que la movía con una gran mano poderosa y
nocturna. Él, hijo de Telamón, cuyas armas hendían
la vid ceremoniosa y arrancaban sus racimos de lo alto
del cielo; él, derribado y levantado en Troya, sobre
grupas de caballos, petrificado por Némesis en el pórtico
del Levante, envuelto en siete pieles de bueyes por Hércules,
caía ahora como una mosca en un pozo de leche de automóvil
La
sangre a su alrededor seguía manando. La sangre llegaría al
cielo. Cuando pudo levantarse, al día celeste, Palas lo recibió
con una estrella de mármol en el establo. Él bramó
de dolor, los músculos del estómago abriéronsele en gajos
de naranja. La escupió salvajemente y le arrojó la
lechuza hierática a la cara:
-¡Detened
esta sangre de borregos -gritó-, detened esta sangre cobarde!
Ella no le respondió. Escuchaba el rumor agorero, la sangre
no se agotaría nunca, por toda la eternidad seguiría manando
del cuerpo de las bestias, subiría más allá del cielo, de
la noche, de los astros, hasta mojar los pies tempestuosos
de Zeus en el Olimpo. En las tinieblas sangrientas él babeaba
de dolor, su gran cuerpo de estatua sacudíase en el plato
de luz que ponía el automóvil en medio del establo.
Las
bestias bramaban sombríamente, lamíanlo con amor, sus cabezas
calientes se aplastaban a su torso frío, besábanle los muslos
como racimos de uva animal. El menor rasguño lo salvaría,
pero todo era allí suave aliento y ubre llena y grandes ojos
babosos, como avellanas en su regazo. La fuerza de los bueyes
husmeaba sus talones, ya casi lo empujaba, pero su cornamenta
emplumada pronto caía ante él como un abanico, sin tocarlo.
Palas, junto al relieve marmóreo del establo permanecía muda.
Las
cabezas de los borregos rodaban por arroyos a las praderas,
a los valles, a los bordes mansos de los arrecifes sombreados
de yedra azul. Ájax estaba pronto a implorar. ¿Qué
había sucedido, oh tinieblas? ¿Por qué esta sangre en libertad,
pobres bestias degolladas sin saber por quién? Como un triste
porquero, aquel gigante griego deslumbrado por una extraña
y mortal civilización, se aferraba a una rueda de hierro,
los ojos curtidos por la electricidad, el rostro cubierto
de aluminio: como un dios futuro, entre los cerdos, moviendo
las poleas del naranjo bajo tierra o acarreando fuego al fondo
de los mares.
¿Quién
era él, vestido de goma, muñeco subterráneo y maldito, quién
era él ahora? Tecmesa ya no estaría a su lado, ya no dormiría
con su mano de media luna sobre su corazón, ni amamantaría
a sus hijos ni le daría su cuerpo de grandes senos altos como
cometas. Tecmesa sería acaso un bello animal, estéril y transparente,
con el útero de vidrio.
Él
seguía tumbado en el establo. De pronto dio un salto y se
abalanzó contra Palas, esgrimiendo una llave inglesa. Ella
se dejó atacar sin protesta, su cabeza de mármol rodó en el
pajar, su busto partióse en bloques de nieve como una paloma
en el aire. Ájax lanzó un grito de triunfo, pero cuando
se inclinó para ocultar la cabeza de la diosa en un balde,
en lugar de su nuca, en lugar de sus ojos perlados y su
perfil diamantino, no encontró sino una escoba sucia y
desmochada y un palo grasiento que la sostenía. Palas
estaría mirándolo impasible desde alguna otra esquina. Él
se tendió entonces en las charcas llorando sin consuelo.
Espectros
decapitados de cerdos, de terneras y borregos rodeábanlo
dulcemente, volvían a él sus cuellos sanguinolentos como un
bosque talado. La niebla tibia, redonda, rebotaba casi sobre
los cuerpos jadeantes, evadíase de ellos en un vaho entre
dorado y grasiento, caía en gotas de amor sobre sus
lomos desnudos. Del establo había sido retirada toda arma,
todo filo, toda herramienta pesada y punzante, y sólo
quedaba en él un contorno romo de césped y de heno, de lana
avellonada y leche caliente.
Ájax
se aventaba de un muro a otro como una dura mariposa, tratando
de lastimarse, pero entonces, o bien se daba contra un hato
de paja o una mota de leche derramada, o contra una pared
de heno. La luz se había retirado, el automóvil jadeaba en
la fronda como un animal herido; alguien lo había puesto en
marcha, alguien le robaba aquella única luz de su siglo.
El
día celeste cantaba ya entre los cedros umbrosos, penetraba
hasta las primeras tapias del establo, pero se detenía allí
donde él, caído en una roja, tibia alfombra, lanzaba juramentos
y lloraba
Para
vergüenza de Aquiles y Príamo, él, cuyo nombre habían
coreado las multitudes en Troya y Salamina, bajo los arcos
del sol y de la luna, habría de quedarse allí abandonado por
todos; con esa sangre infame manándole casi en el mismo oído.
En la oscuridad, tendido en una gran meada dorada, evocó la
ciudad, las calles puras de Atenas, los frontispicios augustos,
ornados de una fría sombra en relieve, cargada de pámpanos
y antílopes, a la altura del cielo.
Todo
era sabio y nítido allí, bañado por una luz de nieve,
con arcos y columnas labradas y templos aéreos, como
sostenidos por marmóreas alas encima del bosque. Aquello era
la civilización. ¿Qué había ocurrido ahora, a qué se debía
esta caída, este abismo inexplicable? Palas había estado constantemente
al pie suyo, con su perfil helado en la portezuela de su automóvil,
persiguiéndolo con insistencia a través de los campos, velando
en las grandes velocidades. El tiempo no había pasado para
ella. Él la sentía acusándolo por su cambio de vida,
por sus nuevos dioses, por su bigote pequeño y sus pantalones
grasientos. Aquella noche, por fin, decidió acabar con ella.
¡Oh tinieblas! ¿Qué había ocurrido entonces?
Ájax
dio un grito en la oscuridad. La sangre de las bestias lo
ahogaba, la sangre llegaría al cielo. Arrastrándose entre
las pezuñas húmedas halló un boquete de luz, a su espalda
el rumor caliente de las bestias lo empujaba hacia fuera.
Desde allí, entonces, misteriosamente, pudo ver su dormitorio,
los muebles conocidos y los retratos que amaba en la
pared ¡él mismo tendido en su lecho de paja con los ojos cerrados!
Hubo
de reconocer así, con horror, desde la ribera de las sombras,
que había sido burlado una vez más: un vaso de agua, volcado
sobre la mesa de noche, mojábale la almohada y la pijama
caliente. Eso había sido todo.
La
Prensa, 2 de diciembre de 1945.
1
«casi» en el original.
Índice
|