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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


Especial Revista de revistas: dos revistas del Perú
More ferarum Índice Nº 5

Eielson / 1.0

ÁJAX EN EL INFIERNO

Ájax avanzó por entre los cedros con una linterna en la mano; el cuchillo al cinto brillábale con el movimiento sombrío de su cuerpo bajo el ovérall. Olía ya al enemigo, sólo le faltaba saltar una tranquera. Los faros de su automóvil de prueba, apostado cerca de allí, se hundían profundamente en la noche, partiéndola en dos: de un lado la flora verde, hechizada; del otro el tablero tibio del establo, dulces animales acostados, luna y estiércol. Llegó por fin a la tranquera, la salvó, un violento perfume como un rayo de heno, lo sacudió de la cabeza a los pies; creyóse ciego entonces, hundió el pie en una cuba de leche y cayó en tierra, sin poder abrir la boca.

Allí lo lamieron las vacas, los borregos apoyaron sus dulces pechos algodonados en su cuchillo y diéronse muerte uno a uno, las cabras, como grandes estrellas de cuerno, con el pellejo seco, caldearon su corazón, durmiendo sobre él, meándose y defecando sobre su blanco cuerpo.

Ájax movía su cuchillo dormido en medio del establo, postrado en el haz de luz del automóvil. La sangre de los carneros degollados, de las vacas, de los cerdos, brotaba y corría por los muros en caños calientes y sordos. Él veía tras de ella a alguien que la movía con una gran mano poderosa y nocturna. Él, hijo de Telamón, cuyas armas hendían la vid ceremoniosa y arrancaban sus racimos de lo alto del cielo; él, derribado y levantado en Troya, sobre grupas de caballos, petrificado por Némesis en el pórtico del Levante, envuelto en siete pieles de bueyes por Hércules, caía ahora como una mosca en un pozo de leche de automóvil

La sangre a su alrededor seguía manando. La sangre llegaría al cielo. Cuando pudo levantarse, al día celeste, Palas lo recibió con una estrella de mármol en el establo. Él bramó de dolor, los músculos del estómago abriéronsele en gajos de naranja. La escupió salvajemente y le arrojó la lechuza hierática a la cara:

-¡Detened esta sangre de borregos -gritó-, detened esta sangre cobarde! Ella no le respondió. Escuchaba el rumor agorero, la sangre no se agotaría nunca, por toda la eternidad seguiría manando del cuerpo de las bestias, subiría más allá del cielo, de la noche, de los astros, hasta mojar los pies tempestuosos de Zeus en el Olimpo. En las tinieblas sangrientas él babeaba de dolor, su gran cuerpo de estatua sacudíase en el plato de luz que ponía el automóvil en medio del establo.

Las bestias bramaban sombríamente, lamíanlo con amor, sus cabezas calientes se aplastaban a su torso frío, besábanle los muslos como racimos de uva animal. El menor rasguño lo salvaría, pero todo era allí suave aliento y ubre llena y grandes ojos babosos, como avellanas en su regazo. La fuerza de los bueyes husmeaba sus talones, ya casi lo empujaba, pero su cornamenta emplumada pronto caía ante él como un abanico, sin tocarlo.

Palas, junto al relieve marmóreo del establo permanecía muda.

Las cabezas de los borregos rodaban por arroyos a las praderas, a los valles, a los bordes mansos de los arrecifes sombreados de yedra azul. Ájax estaba pronto a implorar. ¿Qué había sucedido, oh tinieblas? ¿Por qué esta sangre en libertad, pobres bestias degolladas sin saber por quién? Como un triste porquero, aquel gigante griego deslumbrado por una extraña y mortal civilización, se aferraba a una rueda de hierro, los ojos curtidos por la electricidad, el rostro cubierto de aluminio: como un dios futuro, entre los cerdos, moviendo las poleas del naranjo bajo tierra o acarreando fuego al fondo de los mares.

¿Quién era él, vestido de goma, muñeco subterráneo y maldito, quién era él ahora? Tecmesa ya no estaría a su lado, ya no dormiría con su mano de media luna sobre su corazón, ni amamantaría a sus hijos ni le daría su cuerpo de grandes senos altos como cometas. Tecmesa sería acaso un bello animal, estéril y transparente, con el útero de vidrio.

Él seguía tumbado en el establo. De pronto dio un salto y se abalanzó contra Palas, esgrimiendo una llave inglesa. Ella se dejó atacar sin protesta, su cabeza de mármol rodó en el pajar, su busto partióse en bloques de nieve como una paloma en el aire. Ájax lanzó un grito de triunfo, pero cuando se inclinó para ocultar la cabeza de la diosa en un balde, en lugar de su nuca, en lugar de sus ojos perlados y su perfil diamantino, no encontró sino una escoba sucia y desmochada y un palo grasiento que la sostenía. Palas estaría mirándolo impasible desde alguna otra esquina. Él se tendió entonces en las charcas llorando sin consuelo.

Espectros decapitados de cerdos, de terneras y borregos rodeábanlo dulcemente, volvían a él sus cuellos sanguinolentos como un bosque talado. La niebla tibia, redonda, rebotaba casi sobre los cuerpos jadeantes, evadíase de ellos en un vaho entre dorado y grasiento, caía en gotas de amor sobre sus lomos desnudos. Del establo había sido retirada toda arma, todo filo, toda herramienta pesada y punzante, y sólo quedaba en él un contorno romo de césped y de heno, de lana avellonada y leche caliente.

Ájax se aventaba de un muro a otro como una dura mariposa, tratando de lastimarse, pero entonces, o bien se daba contra un hato de paja o una mota de leche derramada, o contra una pared de heno. La luz se había retirado, el automóvil jadeaba en la fronda como un animal herido; alguien lo había puesto en marcha, alguien le robaba aquella única luz de su siglo.

El día celeste cantaba ya entre los cedros umbrosos, penetraba hasta las primeras tapias del establo, pero se detenía allí donde él, caído en una roja, tibia alfombra, lanzaba juramentos y lloraba

Para vergüenza de Aquiles y Príamo, él, cuyo nombre habían coreado las multitudes en Troya y Salamina, bajo los arcos del sol y de la luna, habría de quedarse allí abandonado por todos; con esa sangre infame manándole casi en el mismo oído. En la oscuridad, tendido en una gran meada dorada, evocó la ciudad, las calles puras de Atenas, los frontispicios augustos, ornados de una fría sombra en relieve, cargada de pámpanos y antílopes, a la altura del cielo.

Todo era sabio y nítido allí, bañado por una luz de nieve, con arcos y columnas labradas y templos aéreos, como sostenidos por marmóreas alas encima del bosque. Aquello era la civilización. ¿Qué había ocurrido ahora, a qué se debía esta caída, este abismo inexplicable? Palas había estado constantemente al pie suyo, con su perfil helado en la portezuela de su automóvil, persiguiéndolo con insistencia a través de los campos, velando en las grandes velocidades. El tiempo no había pasado para ella. Él la sentía acusándolo por su cambio de vida, por sus nuevos dioses, por su bigote pequeño y sus pantalones grasientos. Aquella noche, por fin, decidió acabar con ella. ¡Oh tinieblas! ¿Qué había ocurrido entonces?

Ájax dio un grito en la oscuridad. La sangre de las bestias lo ahogaba, la sangre llegaría al cielo. Arrastrándose entre las pezuñas húmedas halló un boquete de luz, a su espalda el rumor caliente de las bestias lo empujaba hacia fuera. Desde allí, entonces, misteriosamente, pudo ver su dormitorio, los muebles conocidos y los retratos que amaba en la pared ¡él mismo tendido en su lecho de paja con los ojos cerrados!

Hubo de reconocer así, con horror, desde la ribera de las sombras, que había sido burlado una vez más: un vaso de agua, volcado sobre la mesa de noche, mojábale la almohada y la pijama caliente. Eso había sido todo.

La Prensa, 2 de diciembre de 1945.

 

 

1 «casi» en el original.

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