Especial
Revista de revistas: dos revistas del Perú
More ferarum Índice Nº
5
Eielson / 1.0
PRIMERA
MUERTE DE MARÍA
A
pesar de sus cabellos opacos, de su misteriosa delgadez,
de su tristeza áurea y definitiva como la mía,
yo adoraba a mi esposa,
alta y silenciosa como una columna de humo.
Cuando
la conocí, María vivía en un barrio pobre, cubierto de deslumbrantes
y altísimos planetas, atravesado de silbidos, de extrañas
pestilencias y de perros hambrientos.
Humedecido
por las lágrimas de María, todo el barrio se hundía irremediablemente
en un rocio incontenible.
María
besaba los muros de las callejuelas y toda la ciudad
temblaba de un violento amor a Dios.
María era fea; su saliva, sagrada.
Las
gentes, sin confesarlo, esperaban ansiosas el día en que María,
provista de dos alas blancas o montada en un animal divino,
abandonara la tierra sonriendo por primera vez a los transeúntes
Pero
los zapatos rotos de María, como dos clavos milenarios, continuaban
fijos a la tierra.
Durante
la espera, la muchedumbre impaciente escupía la casa, la pobreza
y la melancolía de María.
Una
noche María fue embestida por un ciego, como por un árbol
lleno de flores. María tomó una flor y de su perfume
vivió varios años.
Con
tal perfume, una botella de leche y un perro macilento -Iaías-
María alimentaba su corazón y su cuerpo y vivía
apartada en una cabaña de madera.
Hasta
que aparecí yo como un caballo sediento y me apoderé
de sus senos. La virgen espantada derramó su leche y un río
de perlas sucedió a su tristeza.
Perseguida
por mil velos pálidos, como un nupcial cometa, su rostro inocente
aparecía y desaparecía entre un bosquecillo de naranjos en
flor.
Sin
que ella lo supiera, durante un minuto fulgurante, la virgen
acababa de estrenar su incorruptible, mortal belleza; María
se convirtió en mi esposa.
Pero
su felicidad duró tan poco como su belleza.
Todas
las noches yo rompía una botella de leche en mi habitación
mientras María lloraba su inocencia perdida.
Poco
a poco conseguí alejar de su memoria el inefable perfume del
ciego y asesiné a Isaías de un golpe en el estómago.
Unos
días más tarde María caía a tierra envuelta en una llamarada:
Esposo
mío -me dijo- un hijo de tu cuerpo devora mi cuerpo. Te ruego,
señor mío: devuélveme mi perfume, mi botella de leche, mi
perro miserable.
¡Pobre
esposa mía, su cuerpo sediento se debatía entre las llamas,
asfixiado por el peso viviente de mi amor!
El
instante de belleza perduraba en ella convertido en sangre,
en tejidos, en una carne viva y dolorosa como la mía y como
la suya.
Yo
le acerqué su botella de leche y le hice beber unos cuantos
sorbos redentores. Abrí las ventanas y le devolví su perfume
adorado. Casi simultáneamente Isaías saltó a sus brazos, hambriento
como siempre, moviéndole la cola, oliendo como la infancia,
como la soledad, como la virgen que sólo él había venerado.
Luego
una criatura de mirada purísima abrió sus ojos ante mí, mientras
María cerraba los suyos, cegados por un planeta de oro: la
felicidad.
Yo
abracé a mi hijo llorando y caí de rodillas ante el cuerpo
santo de mi esposa: devorado por un fuego imposible, apenas
quedaba de él un hato de cabellos negros, una mirada, una
mano fría sobre la cabeza caliente de mi hijo.
¡María,
María -grité- nada de esto es verdad, regresa a tu barrio
pobre, a tu melancolía, vuelve a tu cabaña, amor mío, a tus
callejuelas oscuras, a tu incomprensible llanto de todos los
días!
Pero
María no respondía.
Isaías
temblaba solitario en una esquina, como en el extremo de un
cono de luz divina.
Toda
la ciudad, en el otro extremo, me reclamaba a mi hijo, repentinamente
henchida de amor a María.
Yo
confié mi hijo al abrigo y la protección de algunos bueyes,
cuyo aliento cálido me recordaba el cuerpo tibio y la impenetrable
pureza de María.
Literatura,
2; junio de 1958.
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