ALREDEDOR DE ISLAS FLOTANTES

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Los poemas de Islas Flotantes, primer libro de Verónica Jiménez, se ofrecen al lector como breves y fragmentarias observaciones de un sujeto que, desde la inestabilidad de un mundo que se desmorona lentamente, expresa un deseo múltiple de continuidad con el pasado, al mismo tiempo que lamenta las diversas y profundas fracturas que impiden que esta continuidad sea posible. Lo que sigue son algunas notas a propósito de este libro, un intento por acercar su valor, y también, una invitación a leerlo.

Un hogar sobre el viaje de las aguas

El objeto deseado está aparentemente al alcance de las manos: si bien se aleja, su desplazamiento es cadencioso y paulatino. Por eso se hace el esfuerzo necesario para alcanzarlo y es entonces cuando se descubre que no solamente el objeto se aleja sino también quien se acerca, con fundada confianza, a recogerlo. Porque pisa solamente la apariencia de una tierra firme.

Creo que una escena como ésta es la que ocurre constantemente en Islas Flotantes, sobre todo en cuanto a su lentitud cruel de cuadros sucesivos. Porque el sujeto tiene tiempo de observar detenidamente lo que pierde y se ve limitado a describir su alejamiento. Esa trayectoria hacia el horizonte, en más de un sentido, es el poema. Una trayectoria durante la cual cuestiona el carácter implacable de la escena y la llena de personajes, haciendo y deshaciendo sus respectivos parlamentos, dándoles lenguaje, que es lo único que tiene, que es su tabla de náufrago. Los muertos y los heridos se confunden con los restos de los barcos y van, a un mismo tiempo, entrando y saliendo de la memoria, que también los confunde y se confunde. El poeta intentará, como siempre, dar un orden a este continuum y si lo logra es a través de una escritura acumulativa, trabajosa e incesante. No es posible cumplir el deseo fundamental de inocencia porque el naufragio es múltiple, complejo. El naufragio es aquello que no deja de ocurrir, no obstante haya cesado: está antes, durante y después del poema. Fracasa la memoria, fracasa la escritura, fracasa el sujeto en su necesidad de arraigo, de solidaridad, de siquiera ruido o claridad en la destrucción de la que es objeto y solitario espectador. Y no obstante sabe de este fracaso, cada vez vuelve a descubrirlo, como en un poema de César Vallejo: "No me vayan a haber dejado solo/ y el único recluso sea yo."

Los contornos negros de toda desnudez

La mirada entonces sigue este movimiento de falsa tranquilidad ocupando el presente dilatado en que aún es posible fijar la vista para luego hablar. Confunde lo que ve con lo que desea ver: un mundo en el que exista alguna posibilidad de unidad con lo otro, un mundo que incluya su cuerpo. El sujeto desea borrar los límites, lo cual es una manera de detener el alejamiento progresivo e irónico de las cosas. Revisa los lugares de un tiempo anterior e intenta trasladar esa felicidad inocente al momento actual, midiendo, cada vez, las dimensiones de su desamparo, aunque sin cejar en su ilusoria y necesaria búsqueda: "Llegué a las puertas de la ciudad/ para buscar vestigios/ de los que por aquí tuvieron que pasar/ me senté a la berma del camino/ y pregunté a quienes quisieron escucharme/ por Luis, por Virginia,/ por Emelina que siempre hablaba con las estrellas/ y repasaba interminables oraciones/ hasta el amanecer". Acaso los poemas de este libro son las oraciones que alguien repasa interminablemente.

Los claros habitantes que yo busco

El sujeto se aboca a inventar situaciones en las que aparece la comunidad que corresponde a su necesidad de arraigo. Plantea así su anhelo de recuperar a los antiguos personajes de un mundo del cual solamente aspira a formar parte: quiere ser uno más entre los hombres y mujeres, de tal modo que sus invenciones aparecen como un desdoblamiento necesario en un otro que es siempre el mismo, los muchachos que se lanzan en piquero al abismo verde del lago, el filósofo González Pérez o un constructor de barcos que "Marca con un lápiz, clava, cepilla/ y cuando termina su trabajo/ emocionado por el olor fresco de la brea/ cierra los ojos y bautiza// a las pequeñas barcas que se llaman/ Susana, Santa Elvira, María Ester/ o cualquier otra capitana de sirenas". Las vidas que se convocan a la página no son las de figuras heroicas o notables, sino más bien las de quienes comparten la secreta riqueza de una cotidianeidad, riqueza especialmente perceptible en su ausencia actual. La marginalidad de estos seres no es vista como un rasgo negativo del mundo, por el contrario, hay una cercanía con una noción de marginalidad que la valora en cuanto necesaria singularidad del ser humano (como la que hay en los retratos apócrifos que hace Marcel Schowb). Parece que el sujeto desea recuperar a estos personajes agradables ni siquiera para relacionarse de un modo directo con ellos sino tan sólo para observarlos y ser observado. La persona amada es también una figura cuya cotidiana compañía es anhelada y a la vez señalada como imposible de recuperar: "Volverás a salir cuando te canses/ de dormir entre las algas/ en el fondo misterioso y negro/ de donde salen los viejos remeros/ para llevarnos a la playa/ a la isla de los náufragos". La sensación de constante extrañeza que transmiten los versos de Yorgos Seferis puestos como epígrafe, cruza los poemas en muchos sentidos, en especial en su reflexión en torno al carácter incomunicable de la experiencia, a la opacidad del lenguaje, a la imposibilidad del conocimiento entre las personas que son islas, aun cuando quieran dejar de serlo al hablar o juntar palabras en una página: "En las grutas marinas/ días enteros te miré a los ojos/ y no te conocía,/ y no me conocías". Por cierto, el sujeto de esta escritura sabe que sufre el mal de Prufock y está condenado a darse a entender en su trazos negligentes. No puede cantar las canciones transparentes que traía preparadas, porque muchas veces pierde en su combate con el hermetismo, asumiendo cada vez que las palabras fallan, así como también fallan la memoria y los objetos que portan el recuerdo, porque "la fotografía elude transformarse/ en copia exacta/ y yo no he logrado retener nada/ o casi nada/ de los miles e importantísimos detalles". El mapa ha de estar incompleto siempre y la palabra termina por desmemorizar, vaciar en vez de retener.

Cómo no me van a oír

Las figuras fantasmales que pueblan este mundo probablemente escriben el mismo libro, quiero decir, cada uno busca al otro en una cadena infinita de comunión tardía: "por aquí ha de pasar tu voz llamándome/ y tu grito se entregará poseído/ al rumor del agua". Más allá de la destrucción que le es propia, la crueldad de este naufragio estriba en el hecho de que cada náufrago es arrojado a un lugar distinto, separado de quienes, por último, podrían compartir su desgracia. Cada habitante de estas islas flotantes sabe que, a pesar de las apariencias, no hay montaña bajo la superficie: se vive en un momento en que ya no puede dar el mismo significado a lo que antes parecía liso y llano. Como dice el poeta Antonio Cisneros "Las mañanas son un poco más frías,/ pero nunca tendrás la certeza de una nueva estación".

La posibilidad de arraigo que hay en este libro se sostiene en la expectativa de una ansiada reunión en torno a la palabra, reunión a la que tarde o temprano asisten quienes consideran necesario hacer constar el deseo, que es un devenir incesante de palabras no dichas, demasiado puras.

Alejandro Zambra

27 de Mayo de 1999.

 

 

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