Universidad de Chile

 

BUTAMALÓN: DE LAS HISTORIAS MEMORABLES A LA MEMORIA DE "BONICAS HAZAÑAS"

Por Eduardo Barraza,
Universidad de Los Lagos, Osorno

I. LA ESCRITURA COMO MEMORIA DE LA HISTORIA
"Razón individual de la dilatada guerra de Arauco", "desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile", "envejecida y larga guerra de Chile" (Núñez de Pineda 1992; González de Nájera 1970; Ferreccio 1996) son algunas de las expresiones con las cuales la memoria de la sociedad chilena califica y registra, críticamente, el proceso de la experiencia personal y colectiva de la conquista de Arauco. Sin embargo, tales enunciaciones - y otras similares - han sido incapaces de subsistir frente a aquéllas consagradas por el discurso épico que ha fundado y transmitido la memoria heroica de Chile desde la publicación de La Araucana en 1569.

Cuando Paul Ricoeur se pregunta por el tiempo - y su configuración narrativa en el relato histórico - concede a la memoria un lugar privilegiado dentro de su tesis. Afirma, al respecto, que "el tiempo se hace humano en cuanto se articula de modo narrativo" y, a su vez, que "la narración es significativa en la medida que describe los rasgos de la experiencia personal "cuyo asiento estriba en la memoria. Enfatiza Ricoeur que, lo propio de la memoria es el recuerdo, vale decir la certeza de una "imagen o huella que los acontecimientos del pasado dejan en cada sujeto y que permanece marcada en el espíritu" (Ricoeur 1987).

De mismo modo, Mignolo recurre a la memoria como factor diferenciador cuando requiere establecer la distinción entre texto ( literario) y documento (de la historia), sosteniendo que el texto es un "acto verbal conservado en la memoria colectiva y de alta significación en la organización de una cultura" (Mignolo 1982:57).

Por su parte, Jacques Joset distingue entre memoria histórica - constituida como "un depósito de discursos históricos producidos por, en y sobre una colectividad humana" y memoria colectiva, conformada como un archivo de los acontecimientos históricos, fundadores de un grupo humano y así reconocidos por él mismo". Argumenta Joset que la memoria colectiva - "aunque se alimenta del hecho histórico y está mediatizada en la mayoría de los casos por la memoria histórica- conserva las coordenadas cronotópicas y a los protagonistas del relato inicial, pero la alta carga simbólica del evento referido actúa señal de identidad de un grupo (nación, etnia, clase, comunidad cultural, etc.), lo cual hace que las invariantes narrativas puedan combinarse diferentemente y admitan variantes circunstanciales" (Joset 1997: 180-181).

La memoria ha de ser, entonces potencialidad de discurso; caudal y tejido de recuerdos "significativos" o relevantes, capaces de hacer frente al olvido, puesto que indudablemente, sólo se conserva una selección de la experiencia personal o colectiva. "Sólo es histórico aquello de lo que (selectivamente) hemos guardado memoria", dice la escritora Paloma Díaz-Mas. Y, desde ese momento, historiar es inevitablemente tergiversar, pues, se seleccionan unos hechos, unas figuras, unos procesos y se desechan otros igualmente reales y existentes, pero que por una u otra razón han caído en el olvido o se consideran irrelevantes." (Díaz Mas 1997:87). Y cuando del discurso literario se trata, la ficcionalización de la historia "implica un salto cualitativo cuyo eje lo constituye, en y desde el discurso literario la problematización del discurso histórico oficial". La meta ficcional tiende a revelar aquellos olvidos de la historia, proceso en el cual la memoria procede a una elaboración historiográfica que origina la "exteriorización de diversas manifestaciones textuales e intencionalidades estéticas" (Moreno 1992:119) que procuran la recuperación poética de la historia.

En lo que respecta a nuestro propósito, la memoria de Arauco desde la conquista ha sido aquélla que la liga a "ilustres hazañas" que no deben ser olvidadas. Proezas y hechos notables y temerarios, que perpetuarse en la memoria o "celebrarse con razón merecen" protagonizados por esforzados españoles frente a "gente que a ningún rey obedecen", como lo acredita el discurso épico de Ercilla y Oña, entre otros (Ercilla 1980:19).

En este contexto, el privilegio del cronista o del poeta - cuando corresponde- es constituirse en árbitro de lo que se puede callar y de lo que se debe hablar. De la memoria y del olvido, respectivamente. "No digo sus nombres por su honor" o "es justo que se diga sus nombres" (o que se omitan palabras malsonantes, como hace el Escribano en Butamalón; Labarca 1997:50-55) constituyen los extremos de este eje de selectividad que opera sobre los contenidos de la historia en el discurso historiográfico, en el siglo XVI, siendo la norma proclamar hechos desde un polo solamente positivo, desde la perspectiva del éxito o de la feliz empresa, digna de fama, emulación y memoria y acreedora de mercedes. En La Araucana, por ejemplo, las traiciones que provocan la muerte de Lautaro y el suplicio de Caupolicán o la mutilación de Galvarino, no son proclamadas por la Fama, ni disminuye a los victimarios que las usaron para lograr la victoria, puesto que están situados en el círculo hegemónico de quienes han obtenido el triunfo y lo celebran.

Al respecto, cabe hacer notar que el propio Ercilla en 1589 silencia y clausura el "canto" a la guerra de Arauco porque a la percepción feliz de la contienda le ha sucedido la visión infausta de la guerra que sólo es digna de "llanto". Esta ruptura del valor de lo bélico como materia para el discurso épico ha sido claramente analizada por Gilberto Triviños. Arauco ha sido contagiado por "la polilla de la guerra" que contamina cualquier pretensión heroica. (Triviños 1992, 1994,1996). La prolongada guerra ha generado en sus fronteras una inédita interacción cultural interétnica entre los combatientes, que deja paso al "juego del trocado" - equivalente in situ al tópico del vuelco de la fortuna- el cual invierte los roles e "invariantes" agenciales y narrativas del discurso épico lo que - conforme a Joset- da paso a diferentes figuras y tipos humanos y series discursivas de cuyas "combinaciones y agregaciones resultan otros tanto relatos del mismo suceso que configuran su "memoria colectiva" (Joset 1997:181).

Por lo mismo, frente a la premisa de cantar hechos y hazañas ilustres, surge minoritariamente el relato de "los casos que jamás fueron contados" (o cantados) como contradiscursos de las "temerarias empresas memorables/ que celebrarse con razón merecen", denominados eufemísticamente "bonicas hazañas". (Triviños 1994). Estos discursos hacen referencia a actos de transgresión o de disvalor ("juegos al trocado", "bárbaros casos" de españoles tránsfugas o de cautivos y cautivas aindiados) que permiten "mostrar precisamente lo silenciado, lo no dicho, en las programaciones de los relatos laudatorios" sobre este Flandes Indiano. Estos discursos, en el seno de la memoria colectiva, junto con la voz de los vencidos, representan "una conciencia crítica - no feliz ni gloriosa- de la época de la conquista" (Triviños, 1994: 42,43).

Es en este contexto donde se sitúa Butamalón de Eduardo Labarca. Su autor, actualiza - en 1994- la memoria colectiva de la conquista de Arauco y reescribe los episodios del "Butamalón" o gran rebelión indígena - encabezada por los purenes- ocurrida en 1598. Su eje narrativo es la figura estigmatizada de Juan Barba, un sacerdote aindiado, traidor o bárbaro blanco, quien es expresión de los procesos de atracción y de rechazo que se producen por entonces en la frontera. De este modo, Butamalón - al privilegiar el relato de una de estas "bonicas hazañas" ocurridas durante esa confrontación- se postula como un texto que discute la serie conformada - entre otros - por El Arauco domado de Arias de Saavedra y La guerra de Chile de autor desconocido. En esas obras, Juan Barba es una figura no digna de mención ni de memoria épica y se constituye en prueba del "intolerable pasaje de blanco a indio" (Triviños 1994) y, como tal, sus hechos - menoscabados como indignos de la memoria épica- encuentran un espacio adecuado para su desarrollo en el discurso de la nueva novela histórica (Menton 1993).

Sin embargo, en Butamalón, el horizonte épico - que guía la empresa española destinada a someter a Pelantaro y a rescatar las ciudades del sur - surge degradado por el sentimiento de culpa que agobia a los restauradores y en su lugar se impone el discurso antiépico que, como contradictor de los ideales heroicos, desarrolla conflictivamente el discurso de las "bonicas hazañas".

II LA OPACIDAD DEL HORIZONTE EPICO Y LA AUSENCIA DE HISTORIAS MEMORABLES
En Butamalón la ruptura de la imagen prestigiosa de la empresa conquistadora, y la consiguiente polémica sobre la guerra de Arauco, derivará de las actuaciones de los capitanes y soldados de la conquista, de los misioneros y predicadores - en tanto mediadores espirituales, censores, testigos y receptores de confesiones- y de la función metaexegética que en un relato paralelo situado en la contemporaneidad, asume un Traductor contratado para hacer la versión en castellano de la historia del misionero Juan Barba, narrada originalmente en inglés.

En anuncio, en el Cuzco, de la rebelión de Pelantaro precipita el proyecto heroico del encomendero Don Joaquín de Orellana cuyo único deseo era "ir a someter esa provincia de Chile nuevamente descubierta, y pacificalla y sosegalla e irla poblando para que su muy católica Majestad dilatara sus dominios con esa tierra que tantos, antes, habían anunciado como de maravilla" (Labarca 1997:21).

Tal expectativa de conquista es la que viene a destruir la rebelión araucana pues, Chile se ha convertido, nuevamente, en "sepultura de españoles" y se huye del territorio como de las pestilencias, al extremo que sólo un pacto con el demonio permite a Orellana reunir los hombres suficientes que necesita para su empresa pacificadora que se inaugura, así, con esta mala fe, que la desprestigia y degrada.

Juan Barba tiene conocimiento de tal caída mediante la confesión, hecha por Orellana al momento de partir. El secreto de confesión impone, por lo mismo, un silenciamiento a la memoria y al decir. Barba será el depositario de las culpas de otros y de las suyas propias - del tiempo cuando era pastor en España- y el único modo de acceder a esos contenidos de conciencia es mediante el recurso de la introspección. El relato en primera persona está presente en la oralidad de tales confesiones y, en especial, en el testimonio primero del propio Barba y, luego, mediante la precaria escritura de los hechos - en los mismos lugares y sitios de la guerra- que hará el sacerdote con posterioridad.

En tal sentido, el proyecto de Juan Barba quien ha obtenido patente de misionero para evangelizar indios de paz y de guerra en la provincia de Chile, es la antítesis de lal que sustenta el capitán español. No obstante, ya en el territorio de la guerra, Barba será testigo de la lucha irreconciliable entre los bandos, de los verdaderos males y móviles de la guerra y de las querellas y disputas teológicas sobre la conquista. Su decisión evangélica de ofrecerse como cautivo de los perennes le permitirá transitar desde su espacio propio hacia el mundo ajeno y desconocido de Arauco y, una vez atravesado ese umbral, padecerá los efectos de la conversión imperfecta al mundo indígena, dado que le es imposible renunciar a su identidad primera de español y de sacerdote.

Este protagonismo dispar de Barba y de Orellana se expresa en las siete partes o "visiones" que refieren las secuencias de la guerra de Arauco. A partir de esta disposición narrativa se constituyen e ilustran las diferentes fases de los procesos de degradación antes que mejoramiento del proyecto heroico que suscita la empresa de La Araucanía.

La primera fase del pretendido horizonte épico se inaugura promisoriamente con la partida del Cuzco y el exitoso cruce de la Cordillera de Los Andes. En esta etapa, Barba adhiere a los principios de la conquista y es partidario de escarmentar a indios rebeldes de La Serena (Visión Primera, cap. 7). Ya en Santiago, su Superior le informa acerca de las disputas de las órdenes religiosas sobre la guerra justa, todo lo cual no basta para disminuir la percepción positiva de su proyecto de evangelización.

En La Imperial, el encuentro con Oñez de Loyola hace que Barba advierta que en Arauco se percibe una "aura de la muerte" antes que los anuncios de victoria, propicios para el discurso épico. El Gobernador se confiesa con Barba y, a diferencia de Orellana, su culpa es haber sido indolente ante los desmanes de las tropas y su apartamiento de la guerra que ha trocado por el deseo de servir a Dios, a instancias de su consejera espiritual. Su poder lo usa no para la victoria sino para la venganza. Para escarmiento de los rebeldes ahorca a Anganamón, acusado del asesinato de jesuitas, (Foerster 1996), escena que Juan Barba testimonia a la manera de un pintor que plasma un cuadro de horror para la posteridad (Visión Segunda, cap. 7).

Estas acciones, contrarias a los valores épicos, se reiteran después, cuando Orellana - nombrado Maestre de Campo por Oña- toma engañosamente posesión de Purén, hecho que se convierte en materia de "acta" de escribano (Visión Segunda, cap. 8) antes que en digna memoria de canto. Orellana accede, también, a la petición de otro cacique que se finge su aliado, para que en un acto de venganza dé muerte a otro cacique rival. En este contexto, la verdad de los hechos de Arauco es postergada y la percepción feliz de la guerra es imposible.

Tales son los componentes de la secuencia de la guerra, vivida desde la perspectiva del bando español, por parte de Barba, para quien nada hay de feliz en esta empresa de esclavitud, mentiras y pecados que, al de la codicia del oro, suma el de la concupiscencia. Oñez le confiesa su pasión culpable por la coya Beatriz que arrebató a su legítimo marido. Lejos de Natividad, su esposa española, Orellana - como el resto de los soldados- ha cedido a los sabores culinarios y carnales de Cayetana, la cocinera. Al comparar los contenidos de tales confesiones, con aquéllas estatuidas para la evangelización y confesión del indígena, (Foerster 1996: 101-ss) se advierten los privilegios y el arbitrio acerca de los pecados dignos de censura aplicables a uno y a otro bando y las absoluciones permitidas al español antes que al indígena. Tales hechos ponen de relieve las prerrogativas de una cultura y de un poder hegemónico sobre los vencidos, como prueba de un falso cristianismo - una de las cuatro bestias apocalípticas enumeradas por el padre Lacunza- expresada en la hipocresía, el libertinaje, el cisma y la herejía, (Lacunza 1969:63). De este modo, sobre el campo de Arauco y las ciudades fundadas por españoles - como es el caso de Villarrica y otras- se ciernen los disvalores y augurios funestos, signos de exterminio antes que de gloria.

Es así como, en Butamalón, al proyecto frustrado de vivir ilustres hazañas, por parte de Orellana, le sucede el relato positivo de esta "bonica hazaña", protagonizada por Juan Barba, serie estigmatizada en la tradición historiográfica. Como prisionero voluntario de Pelantaro, el sacerdote se constituye ahora en un agente privilegiado desde el cual se percibe - seriamente y sin dogmatismo - la mirada interior del mundo de Arauco y de sus tradiciones o "ad mapu". Barba asiste a las convocatorias y alianzas de guerra y a los preparativos del "Butamalón". Oye la memoria colectiva y etnocultural de Arauco, que Pelantaro evoca en sus proclamas y las machis transmiten en el ceremonial de nguillatunes, lepunes y machitunes. Aprende el mapudungu - la lengua nativa- para ejercer su ministerio. En su cautiverio, oye el relato de otros prisioneros españoles sobre el fin de La Imperial y sobre la muerte de Orellana, y le llegan noticias sobre el debate acerca de la guerra justa y la decisión de los teólogos, y de las acusaciones que pesan sobre él por su escandalosa y criminal condición de "bárbaro blanco".

En la fase final del "butamalón", Juan Barba como cautivo excepcional actualiza el contratexto de las "bonicas hazañas", ya anticipadas en el epígrafe. Animado por el deseo de venganza contra un español que le ha raptado a su mujer indígena para marcarla a fuego y venderla como esclava, se involucra en la campaña indígena y en Concepción actúa como mensajero de Lientur ante el gobernador Viscarra, sucesor de Oñez. Montado en el caballo de Orellana, acompaña a Pelantaro y es testigo de la masacre de españoles y de la devastación de Villarrica, Valdivia y Osorno, regresando finalmente con el "butamalón" hasta las puertas de Chillán, donde se llevará a efecto una batalla decisiva.

La participación de Juan Barba en el "butamalón", desmiente así el relato indignado de "las bonicas hazañas" y rescata para la serie narrativa de la nueva novela histórica la reescritura de tales discursos estigmatizadores de "españoles refugiados entre los indígenas" para competir con aquéllos de las "ilustres hazañas". Conforme al curso de la guerra a fines del S. XVI, Butamalón muestra que "las temerarias empresas memorables" está ya ausentes en la Araucanía o que no son dignas de ser cantadas conforme al canon de la serie épica.

III LAS ESTRATEGIAS TEXTUALES: TEXTO, TESTIMONIO, CONTRATEXTO, REESCRITURA
En el contexto de la serie de la nueva novela histórica, cobra particular interés para este análisis, el discurso del "post scriptum" que actúa como verdadero metatexto de la escritura de la historia en esta novela. Allí, Labarca declara que aunque habiéndose documentado durante años en las fuentes fidedignas, que señala en la novela, le resultó imposible discernir entre ficción e historia, pues, el texto se convirtió, finalmente, en un "amasijo arbitrario de palabras en torno a unas anécdotas inventadas, pura metáfora" (Labarca 1997:419), una suerte de palimpsesto que contiene las huellas imperceptibles de otras escrituras (Genette 1989). Por tal razón, el autor invita a que se efectúe una lectura cooperativa e interpretativa (Eco 1987) que permita descubrir los anacronismos y discordancias históricas - intencionadas o inadvertidas- y a identificar citas de fuentes no declaradas.

Para los propósitos de la nueva novela histórica "dominar el pasado mediante la memoria es imponerle sus propios referentes no documentados - o silenciados (Rodríguez, L. 1997) lo cual genera un particular pacto narrativo con el lector quien habrá de "suspender la incredulidad" frente a la versión de la historia que exhibe el texto novelesco (Bertrand 1996). No se trata de competir con el historiador sino de presentar la historia de una manera doméstica (Bertrand 1996) en busca de las claves del pasado para reinterpretarlo. Un proyecto, así concebido, exige la transgresión de las convenciones narrativas de la historia. Se recurre entonces a un distanciamiento irónico, a la escritura apócrifa y extemporánea de la historia, (Binns 1996) al paralelismo y simultaneidad temporal; a la parodia de episodios y personajes, a las enunciaciones que dialogan polémicamente con el pasado mediante procedimientos metatextuales, autorreflexivos e intertextuales, entre otros recursos del género. (Menton 1993). El objetivo que se persigue con ello, es problematizar los fundamentos epistemológicos del conocimiento histórico (Binns 1996) y que se desenmascare el tópico del carácter ejemplarizador que se le asigna a la verdad heredada de la historia. (De Castro 1996; Mignolo 1978) partiendo de la premisa de que "nada sucede como es debido en la historia."

Por lo mismo, en Butamalón, los episodios históricos y sus protagonistas oscilan entre la fidelidad a la historia y una escritura apócrifa de sus actos. El "Butamalón" de Pelantaro de fines del siglo XVI, es también el enclave del alzamiento de Lientur, de su triunfo en Las Cangrejeras y de la captura de Francisco de Núñez de Pineda y Bascuñán, ocurrido 25 años después. Sor María de Jesús, no nacerá sino hasta 1602, pero ejerce en La Imperial como consejera espiritual de Martín Oñez (Larousse 1964: 1094 b). La sitiada Osorno, será abandonada en 1606 y no en 1601. El padre Luis de Valdivia muere en circunstancias y en una fecha diferentes a la real. La muerte de los jesuitas en Elicura ocurrió el 14 de diciembre de 1612 y no durante la campaña de Pelantaro, etc. Tales libertades frente a la historia provocan la textualidad específica de la novela que apunta a reunir temporalmente, y a enfatizar y reinterpretar en un mismo relato, al modo de un macrotexto, las claves posibles dispersas en el tiempo y en los cronistas de la época. En términos de Seymour Menton, en Butamalón se verifica "la subordinación de la reproducción mimética de cierto periodo a conceptos filosóficos trascendentes" (Menton 1993).

Debido a tales procedimientos discursivos y textuales, el novelista bien puede ser acusado de criptoamnesia, vale decir, que aunque declara la mayoría de las fuentes - como hace en el capítulo X de la Visión Segunda y en el capítulo IV de la Visión Tercera- ignora u olvida que recuerda otras que emplea como propias.

En tal sentido, la denominación de "visiones" dadas a las "partes" de la novela constituye una perspectiva innovadora frente al discurso tradicional de la historia. Semánticamente, la "visión" está ligada a la vista pero su sentido específico expresa el modo como se nos aparecen las cosas en estado de ensoñación (Corominas 1967:602a) o de percepción profunda de la realidad, tal como ocurre a Juan Barba quien, en numerosas ocasiones, se transforma en un sujeto "vidente" que traspasa las coordenadas de su tiempo y espacio propios. Por lo mismo, "la visión" puede proporcionar una percepción dual, ampliada, reducida, plural, especular o invertida de las cosas, actuando más como reverso o contraparte antes que como reflejo del mundo, o anticipación del futuro ecuménico como aquélla que a Barba se le presenta durante la destrucción de Osorno ( Visión VII, cap. VI).

Uno de los signos distintivos de Butamalón es, precisamente, su condición de actuar como contratexto de los discursos que enuncian "historias memorables" y "bonicas hazañas" no dignas de memoria. La novela relega o disminuye a los protagonistas de la historia en beneficio de los menos aclamados o simplemente denigrados. Oñez de Loyola, agobiado por la culpa, es la figura paródica de su linaje. La imagen prestigiosa que en la historia detenta Lorenzo Bernal del Mercado por su defensa de Angol, en 1564 - y afamado por Diego de Rosales- es reproducida ficticiamente y de manera invertida por el personaje de Lorenzo Bernales, ambos identificados por el grito de guerra "Inche ta wecufe Lorenzo". (Rosales 1989: 677, 1376 a, b). Frente a tales personajes, Juan Barba se alza ahora - desde la historia- como el protagonista de un relato positivo que actúa como contratexto de la "bonica historia" de un clérigo de misa de quien hay variadas referencias.

Según Labarca, Juan Barba ocupa un espacio no mayor a dos líneas en la historia de Encina, pero su identidad como "bárbaro blanco" aparece documentada suficientemente en su época y en historiógrafos recientes (Ferrando 1986: 129-ss). A diferencia de tales contextos, el proyecto del novelista es situar a Barba en primer plano y en un rol protagónico para - con él y desde él- reescribir la guerra de Arauco y, particularmente, las versiones mentirosas sobre su vida entre los perennes.

Desde el epígrafe - procedente de una carta que, según Labarca atribuyó al gobernador Viscarra- la mención de Barba es indicio no sólo historiográfico sino una pública denuncia y censura de la sociedad colonial escandalizada por la transgresión de los estamentos civiles, militares y religiosos que representa este personaje. La novela se propone contradecir y cuestionar tal versión de la historia, conforme a procedimientos contratextuales de inversión, amplificación y justificación que libera a Barba de las marcas oprobiosas de la colonia, de las versiones de sus cronistas y de sus poetas.

Contrariamente a lo sostenido por Labarca, la figura de Juan Barba fue tempranamente registrada en El Purén indómito de Arias de Saavedra, escrita casi contemporáneamente a los hechos. (h. 1603-1610). En esta obra, Barba atestigua el tipo de "hombres descomulgados, perversos y mentirosos" (Triviños 1994:155 y ss) protagonistas de "bonicas hazañas", impropias de la programación de un texto épico. No obstante, cuando el Purén indómito, lo incluye es para efectos de moralizar y dar cuenta del "no deber ser" en Arauco, según la apertura del canto XXI. Por lo mismo, la presencia de Barba desde ese canto y los siguientes del poema, está destinada a fijar textualmente y para la memoria histórica y colectiva, los estigmas que permiten desplegar "lo imaginario específico de los hombres ávidos de violencia" (Triviños 1994: 158). Vale decir, desde el discurso de El Purén indómito se avala la legitimidad que asiste a los españoles para perseguir a los mapuches e "indios blancos" como herejes, reacios a la fe y a las paces pactadas, todo lo cual legitima la esclavitud o aniquilamiento de los vencidos.

La suma de epítetos descalificadores que Arias de Saavedra aplica a Barba lo denigran, por cuanto es descrito como:

"bárbaro, enemigo de sí mismo, de Dios y del rey. Comparable a cualquier bruto. Perverso, impúdico, libidinoso. Peor que el disoluto Sardanápalo. Hereje, apóstata, iconoclasta, idólatra, hechicero, traidor". Caudillo de los perennes, pues entre ellos encuentra a sus pares en perversión, por cuanto "un malo entre los malos es querido". (Arias de Saavedra 1986: 685 y SS).

Este retrato antiheroico de Juan Barba, se constituirá, indudablemente en texto y referencia obligada para el discurso historiográfico de cronistas y contemporáneos de Barba, como González de Nájera y Diego de Rosales- aunque Labarca cita sólo como fuente a este último- quienes reiteran y legitiman en sus respectivos textos la condición dada a estos miserables fugitivos y traidores gestados en la guerra de Arauco.

Por tal razón, el hecho de que Juan Barba enuncie en primera persona el relato de su "empresa de evangelización "en Arauco debe entenderse como el recurso propio del discurso testimonial. Como "testigo de vista" misionero y cautivo, Barba no sólo testimonia las actuaciones de capitanes, soldados, clérigos, caciques, indios y cautivos blancos sino que en especial "testimonia su propia conducta" para desmentir - aunque sea extemporáneamente para los lectores de fines del siglo XX- las mentirosas relaciones que circulan sobre él. Butamalón es, entonces, el espacio textual apto para que Barba asuma su propia defensa y deslegitime a sus acusadores y censores. Su discurso testimonial, no es sólo el contratexto de aquéllos dados por "testigos de oídas" sino corresponde a aquél que se hace como deposición ante un tribunal y su función es "servir de información sobre cuyas bases - el juez o el jurado, por ejemplo- se forma una opinión pública acerca de la secuencia de acontecimientos, el encadenamiento de una acción, los motivos de un acto o el sentido de los que han ocurrido" (Marchant 1971:24; Barraza 1997 a, b).

Por lo mismo, en el contexto de la escritura historiográfica de la guerra de Arauco, la voz de Juan Barba busca romper el "silencio" y la "mudez" en que han permanecido figuras como la suya entre los cronistas del siglo XVI y que sólo han sido objeto de "discurso infamante " (Triviños 1992:107-108).

Para los efectos de la proferición del discurso procesal, Barba no sólo debe aportar pruebas de "una vida intachable" sino que también debe situarse en una perspectiva digna para ser escuchado. De ahí que su discurso surge de un sitial prestigioso frente a sus auditores y acusadores. Su privilegio es su rol de confesor de capitanes, soldados e indios. De hombres y de mujeres. Su virtud como hablante es una condición altamente sensible a los signos de la naturaleza y a las expresiones y debilidades humanas. Por lo demás, pertenece a la orden de los predicadores dominicos, habituados al sermón, la polémica y el mensaje moralizador. Es fiel defensor de su fe, en especial cuando los indios infieles ofenden a la iglesia y sus ornamentos. Obediente y humilde ante las determinaciones de los superiores de Orden.

Durante la travesía y las posteriores peripecias con los soldados de Orellana y su vida entre los purenes, Barba recurrirá constantemente a estos contenidos positivos de su conciencia para enfrentar su adversidades personales y las polémicas de la fe y de la guerra. El hecho es que hasta cuando se ofrece como cautivo de Pelantaro, Barba tiene muy poco que reprocharse.

Por lo mismo, cuando confiesa que "nunca había entrado en una ruca", intuye que algo extraordinario va a ocurrirle. En principio, los efectos del contacto intercultural y la vivencia personal del juego al trocado: de misionero a converso; de español a indio; de sacerdote a esposo de una mujer india; de hombre de paz a hombre arrebatado por el deseo de venganza. Tal ocurre porque ese espacio fronterizo de Arauco origina "relaciones de guerra, pero también de paz; de rechazo, pero también de atracción por el otro, de disyunción pero también de cruce; de heroísmo, pero también de prosaísmo" (Triviños 1992: 109; Villalobos 1985,1995).

En Butamalón, Barba declara y desenmascara el discurso mentiroso de las crónicas y referencias acusatorias contra su persona, que ya constan en las Actas del escribano Diego de Rosales y pronto serán legitimadas por Arias de Saavedra en el texto épico como "una hazaña indigna de memoria". En especial, frente al texto épico que lo infama, el discurso personal de Barba corrige y testimonia que no ha sido "doctrinero en Villarrica" sino en La Imperial y en otras encomiendas al sur de Santiago. Menos ha practicado la hechicería ni optado por la idolatría. No es apóstata sino que predica su fe en la lengua de los purenes, que respeta y celebra las festividades cristianas, logrando incluso bautizar a Pelantaro. Que no ha dado muerte a Sor María de Jesús, ni a ningún otro español. Cuando cabalga con Pelantaro, su ira la reserva exclusivamente contra el raptor Lorenzo Bernal y, sólo llevado por ella, participa en el rito sanguinario de los purenes contra Hilario Lobos, quien marcaba a indios con fuego para venderlos como esclavos. Tal es su testimonio, silenciado por la sociedad y la crónica de la época. Es testigo de las mutilaciones de narices y del "desgobierno" del pie que deja inválidos a los indígenas cautivos; del "trewantún" o mutilaciones causadas por los mastines que los españoles azuzan contra los indios, heridas que sólo el "machitún" puede curar. Da testimonio de la captura de indios y marcas al hierro en el rostro. De la inclemencia con el vencido y del abuso de la fuerza con ellos. Por último, como no basta su voz, ni su testimonio, emulando a Ercilla, escribe en "los mismos lugares y sitios de la guerra" su lastimosa, privada y silenciada historia. Su destinatario posible es el hijo mestizo, a quien dirige sus cartas, pero el receptor futuro es aquél que pueda reunir cada uno de los pliegues de la camisa en donde escribe etapa a etapa el avance de los purenes hacia Chillán. A diferencia de lo ocurrido en la historia de Arauco, la clausura de este testimonio de Barba es una apertura hacia un futuro incierto, contratexto del final de El Purén indómito. Si Arias de Saavedra clausura su canto cuando el Gobernador Quiñones ha obtenido la victoria de Yumbel y se dispone a descansar en su tienda de campaña, Juan Barba ve ante sí un futuro en gestación, brotado del cruento choque entre las fuerzas de Pelantaro y las armas españolas a las puertas de Chillán y con la sola expectativa del triunfo indígena y del encuentro posible con el hijo mestizo. "Esperadme" es la exclamación final que dirige a su hijo mestizo, palabra que clausura la novela y deja abierta el futuro inaugural de un pueblo.

En suma, Barba concluye que "la guerra es propicia para que el Demonio - o el Huecufe- haga nido en el corazón de los hombres y les empuje a cometer actos crudelisímos y escandalosísimos" (Labarca 1997:384). En él, la guerra "ha impuesto su efecto tirano" (Labarca 1997:308), pues en ella ha vivido "el juego al trocado" en su máxima expresión. Su discurso, entonces, no es aquél de la percepción feliz de la guerra sino este otro "escandalosísimo" y desnudamente humano surgido del dislocamiento, descentramiento y negación de los fundamentos militares y religiosos de la conquista de Arauco. En medio de la guerra, Barba es el único preocupado por su condición humana. Desde la novela, apela a que sea visto más allá de su hábito y del crucifijo que porta, pues reclama que su identidad primordial no es aquélla de las "bonicas hazañas" sino que es propia de la condición antitética que pugna en todo hombre. La síntesis de este conflicto la resume en la máxima "video meliora proboque deteriora sequor: veo el bien y lo apruebo pero me atrae el mal" (Labarca 1997: 391).

La conflictividad del paso irresuelto de Barba por los avatares dolorosos de la guerra de Arauco, el desenmascaramiento - aunque dado a nivel individual- de los fingidos móviles y verdaderas razones de la dilatada guerra de La Araucanía, legitimadas dogmáticamente por la sociedad colonial, hacen de Butamalón un texto que - entre otros méritos- rescata el discurso de las "bonicas hazañas" relegadas al olvido por no ejemplarizadoras y las transforma en textos dignos de ser actualizados en la memoria colectiva nacional.

 

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