<-- volver

RESEÑA

por Javier Bello


Josefina Plá, Sueños para contar. Cuentos para soñar. Selección, introducción y bibliografía de Ángeles Mateo del Pino. Dibujo de cubierta de Andrés Manríquez. Puerto del Rosario, Servicio de Publicaciones, Excelentísimo Cabildo de Fuerteventura, 2000.



Josefina Plá (Isla de Lobos, Fuerteventura, Islas Canarias, 1903-Asunción, Paraguay, 1999), junto con Augusto Roa Bastos una de las dos cumbres de la literatura paraguaya contemporánea y sin ninguna duda representante fundamental de la literatura latinoamericana, aparece destacándose una vez más de la mano de Ángeles Mateo del Pino (1), incansable conocedora y pródiga divulgadora de la obra de tan indesmentible figura de las letras de la lengua castellana. Esta vez, lo hace a través del volumen Sueños para contar. Cuentos para soñar, que contiene 30 narraciones, las que representan los cuatro libros de cuentos de la autora -La mano en la tierra (1963), El espejo y el canasto (1981), La pierna de Severina (1983) y La muralla robada (1989) (2)- y entre los que se encuentran dos cuentos que la antóloga rescató de aquellos no publicados en libro. El volumen de Mateo del Pino contiene, además, una interesante y clarificadora introducción que posiciona a la autora en el panorama de la cultura paraguaya.

Josefina Plá representa para el Paraguay -tras su estancia en ése su país de adopción desde 1927 hasta su muerte- un núcleo fundamental de pensamiento y creación, y una formadora indeleble de la conciencia de nación; una configuración literaria y artística con una envidiable consistencia y coherencia poética e intelectual en las naciones de nuestro continente. Es difícil dar cuenta en tan breve espacio de la verdadera dimensión de una obra casi desconocida en Hispanoamérica, que "abarca el teatro, la narrativa, la poesía, las artes plásticas, el periodismo escrito y radiofónico, la crítica de arte, la investigación histórica, el ensayo, etc. Casi no hay un sector de la cultura en el que no haya incursionado", tal como testimonia la "Introducción" de Mateo del Pino, y, me atrevería a decir, en todos y cada uno de los cuales su prolongada acción -nunca efimera ni superficial- marca el ejercicio de aquellas disciplinas en el Paraguay de nuestro siglo XX.

No quiero extenderme en los diversos logros de la personalidad artística de Josefína Plá, ni en los abundantes aportes que Ángeles Mateo del Pino ha realizado en favor del reconocimiento de su obra literaria -que reúne méritos suficientes para haber merecido el Premio Cevantes-, sino, más bien, presentar al lector esta brillante selección de los diversos libros de narraciones de la autora, la cual incluye al menos cuatro o cinco piezas que deberían figurar en cualquier antología fundamental del cuento latinoamericano contemporáneo.

La antología se abre con un texto fundacional en diversos aspectos. "La mano en la tierra" -título que encarna un núcleo de sentido de primera magnitud en la obra de la autora- ambienta la muerte y la vida rememorada del personaje Blas de Lemos en la colonia paraguaya, espacio temporal desde donde Josefina Plá configura magistralmente su perspectiva de nación, la cual, en la lectura de los restantes cuentos del volumen, se confirma como un espacio determinado por similares patrones que la autora propone desde su incursión en el mundo de la colonia; una contaminación que se extiende desde esta pieza hacia las demás, donde son patentes las estructuras y discriminaciones sociales a partir de la etnia -indio, mestizo y blanco-, y la constante antropológica del "silencio indio", síntoma, que en la letra blanca y mestiza del otro, aparece como un misterio sin resolver y un comportamiento problemático. La propia descendencia del blanco se concibe como una realidad inaccesible en la conciencia del hidalgo Blas de Lemos, un otro sellado cuya identidad circula entre la madre india y sus criaturas mestizas, pero que ellos no comparten con él ni éste es capaz de penetrar:

"Él, Blas, no habla podido entenderse nunca del todo con ellos. Siempre se habían entendido mejor con la madre. Aún sin hablarle, con sólo dejarse servir por ella. Con ella conversaban a veces en su lengua, de la cual él, Blas de Lemos, no pudo nunca ahondar del todo los secretos. Apenas erguidos sobre sus piernas, recién llegados a la vida en la tierra de aquella, ellos sabían de ella infinitas cosas que para él, Blas de Lemos, serían siempre un arcano. Siempre sintió junto a ellos, aún al tenerlos en sus rodillas, que era el de esos seres por cuyas venas su sangre navegaba irremediable, un mundo aparte en el cual él, Blas de Lemos, era el llamado a aportar la simiente, desgastándose y empequeñeciéndose en la diaria ofrenda, mientras la mujer la recogía silenciosa creciendo con ella, para amamantar luego con sus senos oscuros y largos a hijos que seguían siendo un poco color de la tierra, siempre un poco extraños, siempre con un silencio reticente en el labio túmido y un fulgor de conocimiento exclusivo en los ojos oscuros; que cuando decían "oré"... trazaban en torno de ellos mismos un círculo en el cual nadie, ni aún él, el padre, el genitor, tenía cabida; un ámbito hecho de selva y de misteriosos llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre, un mundo con el cual él nunca habla acabado de sentirse en lucha." (p.49)

La aguda y exhaustiva descripción física que sostiene constantemente Josefina Plá en sus cuentos, la insistencia para nada inocente -lúcidamente obsesiva- en la definición de los rasgos que definen grados de la etnia del personaje, se convierte en una función demarcadora constante del paisaje humano de sus narraciones, revelando y desenmascarando así la permanencia en el entramado social del Paraguay moderno del casi intacto modelo colonial.

Estas descripciones se complementan, en la mayoría de los cuentos del volumen, con aquel "silencio indio" al que hacía referencia más arriba. Al igual que para el hidalgo su prole mestiza, para la familia blanca y burguesa de "La niñera mágica", el personaje casi mudo de Minguela es un misterio encarnado en su constante sonrisa, única respuesta ante el medio en que sobrevive.

Los cuentos de Josefina Plá configuran un mundo protagonizado principalmente por mujeres e hijos, mayoritariamente sin padres, victimizados por otros similares a ellos o, en algunos casos, por figuras paternas y masculinas. Esta presencia constante de mujeres y niños, de madres e hijos en completo abandono o sobreviviendo en situaciones de extrema injusticia, revelan fina pero agudamente a lo largo del volumen el perfil social de un pueblo que como el paraguayo tuvo que pagar el costo de dos guerras -la Guerra de la Triple Alianza y la Guerra del Chaco, ambas causadas por intereses de potencias del primer mundo- que produjeron la casi completa pérdida de la población masculina y el despoblamiento de gran parte del territorio. "El canasto de Serapio" -uno de los cuentos de mayor calibre del volumen- es pieza representativa de este fenómeno: Serapio, un joven sordomudo sobreviviente de la Guerra del Chaco, mutilado de ambas piernas tras una batalla, debe ser trasladado por su madre y un grupo de mujeres de su pueblo en un canasto de regreso a éste, donde Serapio es utilizado como elemento repoblador.

Tanto la Maternidad como la Paternidad son temas constantes, asociados al genocidio de las antedichas guerras como a las diversas pasiones identificatorias de un pueblo mestizo que intenta reconocerse en cualquiera de ambos polos reproductivos, pero que, al verse quebrado su espejo, desata la violencia. Una violencia que en Latinoamérica, más allá de una catarsis meramente psicológica, significa una pregunta en constante movimiento hacia aquello que supuestamente somos, pero que nunca se conserva en el mismo lugar:

"Cómo no va a ser Crisanto quien mató al viejo Tibú el sacristán y robó la corona. Tibú lustraba siempre la corona de la Virgen el primer viernes de cada mes y ese viernes Crisanto taba arrancando los yuyos del atrio. Todos vieron al difunto enorme y flaco como matungo caído en el suelo su cabeza abierta como zapallo, la pala de Crisanto toda llena de sangre y de sesos tirado al lado y Crisanto que corría ya lejos como viento norte por la calle del boliche arriba. Yo mismo le vi correr agachado y con los puños cerrados con aquel sombrero imposible color de botón de oro que no sé dónde se fue sacar. Nadie lo vio más a él ni a la corona. Pero no importa si no lo pueden agarrar no importa si no va a la cárcel la gente nadie le va a sacar nunca más eso de la cabeza.
(...)
Por defender la corona murió: un mártir dicen las beatas, un santo. La gente dice muchas pavadas." (pp. 128-129)
confiesa el verdadero asesino y ladrón de "La corona de la virgen".

La maternidad en estos cuentos de Josefina Plá es disímil casi por completo, por ejemplo, a la maternidad idealizada y sentimental de Gabriela Mistral -cuando la autoría se fija en el rol de "madre" en vez de en el de "hija"; más bien, representa un intento de objetivización de ésta con todas sus implicancias: la irresponsabilidad masculina, la irresponsabilidad e ignorancia femeninas, la relación directa e indirecta con las guerras despobladoras del Paraguay. Es decir, un constante cuestionamiento de la maternidad como hecho biológico y rol social femenino, y, a veces, una verdadera maldición y un destino fatal, como lo es para la protagonista de "A Caacupé" y, en "Sisé", para el personaje homónimo.

Estos relatos pueden leerse como una historia negra -y a veces roja- de las humillaciones e injusticias que padecen aquellos que han faltado a reglas e imposiciones sociales implacables -Maia, la adolescente que en "La jornada de Pachi Achi" es obligada por su hermana y su marido a ceder a su criatura al matrimonio y es constantemente agredida en el encierro de la vergüenza- o de quien antemano está en deuda -por condiciones de etnia o de género, como el personaje indio de "Cayetana" o el ya inútil burgués paralítico en "El espejo". Como anotaba más arriba, en casi todos los cuentos, la violencia se desata en un torbellino de crímenes, asaltos, saqueos y asesinatos; basta nombrar como ejemplos, además de los ya dados, la transfiguración del caciquismo en una sierpe negra y venenosa en "Ñandurié" y los asesinatos paralelos del personaje Perú en "Curuzú la novia".

Otro aspecto destacable de este volumen de cuentos de Josefina Plá, es la intensa tensión existencial que sufren los personajes envueltos en una degradación física invalidante, casi siempre al borde de la muerte: agonizantes, viejos, paralíticos, enfermos pueblan las páginas de estos cuentos. Los personajes sometidos a la enfermedad o la agonía están incapacitados para usar su cuerpo o siquiera hablar en algunos casos, y constituyen a través de su memoria -a la que la autora da voz- el más constante foco narrativo, contraponiéndose a personajes -a veces ellos mismos en su "vida útil"- que trabajan y conspiran sin cesar en búsqueda de la tan ansiada sobrevivencia.

Este énfasis existencial encuentra expresión máxima en el tópico recurrentemente obsesivo de la división entre mente y cuerpo. "Prometeo", el mayor logro en este aspecto de la autora, que hallamos -por orden de aparición- después de "El Espejo", donde esta tensión se logra también magistralmente en la figura de un paralítico. "Prometeo" se configura a partir de la reflexión sobre el dolor de la división del cuerpo y la mente, antes unidos, desperfilándose como cuento. No narra una historia, pero adquiere la corporeidad de una prosa poética -comparable, por ejemplo, a la densidad de la obra de la filósofa y escritora española María Zambrano, exponente de la generación de 1927, a la que históricamente correspondería extrapolar a Josefina Plá-, lo que la hace una de las piezas más interesantes del libro. Cito el comienzo del texto:

"Sólo. A oscuras. Tendido de espaldas, sujetos los pies, sujeto el torso por debajo de los brazos, sujeto el cuello... adónde? supongo que a dispositivos especiales de esta cama-caja que me contiene. Que contiene mi cuerpo. No puedo, aunque lo procuro, pensar en ambos -mi cuerpo, yo- como en mí sólo. Mi cuerpo y yo. Pensé alguna vez así antes? No recuerdo. Sin duda a veces parecía establecer esa dualidad inevitable cuando decía: Me duele el cuerpo. Se me enfría el cuerpo. Tengo el cuerpo afiebrado. Pero no es lo mismo. Mi cuerpo entonces era algo hipostático conmigo, intransferible, impensable lejos y separado de mí, de mi yo: existía entre ambos un pacto cuya única revocación posible, permitida y presentida, era la muerte. Y con qué tremenda angustia visualizaba yo ese instante en el cual mi cuerpo cesaría de obedecerme, de sentirse mío, de seguirme. Yo pensaba: Cuando yo muera. Cuando yo deje de vivir. Mi cuerpo, un poco torpe, un poco remiso, pero dócil al fin y al cabo como un caballo que hemos visto nacer y con el cual hemos crecido trotaba conmigo, a cuestas con mis pensamientos, menos preocupado él de su destino último, delegando en mí toda gestión, aunque a menudo tan frágil y tan acobardado ante las cosas transitorias. Ánimo -le sentía decir yo- con tal que tú sobrevivas de alguna manera, qué importa lo que sea de mí?..." (p. 123)

Una escritura de la misma índole, pero con alguna aportación narrativa, lleva a cabo la autora en "Aborto", visión de la preñez no desde el lugar de la madre sino desde la perspectiva de la criatura.

Josefina Plá no desarrolla en ningún momento una escritura maniquea o militante, ni del punto de vista de las reivindicaciones sociales, étnicas, o de género. La crueldad, siempre vinculada al poder, es ejercida consiente o inconscientemente por mujeres, indios, jóvenes, ancianos, y el rol de las víctimas nunca es monopolizado por ninguna de estas categorías. Sin embargo, en ninguna ocasión el lugar de la víctima deja de ser lúcida e insistentemente puesto en el tapete a través de los diversos narradores y la voluntad autorial. La mirada constante sobre el perfil social del Paraguay se hace presente siempre en la atención y desarrollo mayor de las figuras femeninas y en la constante visión del indígena.

Sin oponerse a la preponderancia del personaje femenino, como un complemento necesario, estos cuentos hacen gala de narradores masculinos muy logrados: "El espejo", "Prometeo" y "La corona de la virgen" son los mejores ejemplos de ello. La gran mayoría de los narradores restantes son omniscientes y carecen de determinación genérica; el espacio en blanco que deja esta modulación narrativa en el texto, permite el desarrollo de personajes de ambos géneros de una particularidad exquisita: la india Úrsula en "La mano en la tierra", Minguela en "La niñera mágica", Manuela en "A Caacupé", Cayetana en el cuento del mismo nombre, Maia en "La jornada de Pachi Achi", Don Celso en "Sesenta listas", Delpilar en "La vitrola", Sisé en el cuento homónimo, Doña Susana en "Adiós doña Susana", Ña Ediltrudis en "Tortillas de harina" y Serapio en "El canasto de Serapio".

Los cuentos de Josefina Plá no sólo revelan un mundo transido por identidades étnicas diversas y en constante fricción, sino que esta recuperación histórica inevitable para la existencia de estas narraciones, se extrapola de manera sintomática y cabal al lenguaje de los textos. La "lengua española" de Josefina Plá se encuentra constantemente -en alguna narración menos que en la totalidad de los cuentos- transida por el guaraní, la lengua nativa del Paraguay, o -en algunos casos, al menos- poblada de los modismos que la interacción de ambas produjo, configurando un documento vivo, un cuerpo de lenguaje híbrido que en ninguno de los cuentos demuestra un esfuerzo por ocultar las junturas de las hablas presentes, sino que revela un habla amalgamada que se deja oír "naturalmente" en boca de narradores y personajes.

En este sentido, la lengua castellana se nutre de un sustrato que hace su aparición a cada trecho de la narración:

"Está vieja Úrsula, con una vejez que no se cuenta por sus propios años sino por los de él, Don Blas, pero su pelo es ala de iribú. En cambio él, Blas, tiene las sienes ralas, y sobre la cabeza pequeña y hazañosa los cabellos aplastan su lana blanquecina. Hace muchos años, muchos, los acariciaba Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña:
-Son oro puro, mi señor.
(También Úrsula le llama ché caraí)" ("La mano en la tierra", p.48)


"- ¿Batatilla, la señora?
- No, Ña Conché. Yo nunca tomo yuyos.
- ¿Mamón?"
- Tengo muchos en mi patio, Ña Conché.
- ¿Jha coco?
- No hay criaturas en casa, Ña Conché.
(...)
-Ah, che memby, ah, che memby cuéra!!" ("La niñera mágica", pp. 59 y 61)

"Si probara a levantarse y hacerse un té de yaguareté caá..."
(...)
-Huele demasiado mal. Me va dar un pyayeré." ("A Caacupé", pp.69 y 71) "

"Gracias, che memby- dijo ella.
(...)
...El mitaí en su asiento inmóvil...
(...)
-En el pellejo de tu muslo? Ayjuelete!!!...
(...)
-Titito yetudo!!!
-Titito fúlmine!!!" ("El canasto", pp. 145, 146 y 147)

sólo por citar algunos ejemplos.

Si "El espejo" logra la maestría y el lujo verbal de la reflexión en una conciencia poseedora de un lenguaje castellano burgués sin interferencia del guaraní ni del habla campesina, "La corona de la Virgen" es una joya verbal del español de la conciencia marginal y desquiciada de un asesino, sintácticamente alterada, cuya experimentación con el lenguaje desarrolla imágenes y construcciones vanguardistas, como en su espléndido final:

"Todo el patio está lleno de milico. Cierro mi ojo embisto por en medio de ellos corro, oigo voces que no entiendo un tiro caigo de boca me alzan me corre algo caliente por el cuello no es nada no te va salir por ahí tu seso, suerte, quién sabe si es suerte. Me llevan arrastrando a los fondos. Delante mío cavan... raíces del ybapurú. La corona está sucia, pero los diamantes brillan, es hermosa, vale plata. Ahora caven acá pronto lo mitá. Sacan el bulto carcomido, hediendo todavía tanto tiempo sale también el sombrero que era amarillo que era el de Crisanto. No iré a Corrientes. No iré a Corrientes. Ni sentiré más el olor a flor machucada, a botón de oro machucado, a botón de oro que era el color del sombrero de Crisanto, a botón de oro machucado que era el olor de la pollera de Manuela." (p. 133)

"El Caballo Marino", por su parte, ficcionaliza la transcripción del habla de un peón de estancia; la voz del campesino narra la leyenda de un caballo blanco y enorme que los campesinos veían salir del mar. La autora entrega la narración a ese campesino y "reproduce" su habla con el mismo intento de verosimilitud que el peón "expone" la historia de la aparición mágica, de la que ha sido testigo:

"Así como te toy diciendo el caballo marino. Era un caballo porá poraité. Que si lo vi? Y claro. Cómo que voy a hablar de él si no lo he vito. Un hermoso caballo todo blanco con su crin largo como ese chal que usaba la señora ante. Salía del agua hata la mitá del cuerpo no más y miraba con unos ojos que parecía que echaba chispa y movía la cabeza y relinchaba. Qué cómo relinchaba?... Y al igual de cualquier caballo. Solamente que mucho má lindo." (p. 266)

En este aspecto, menor interés tiene, a mi parecer, "El gigante", narración directa de una leyenda, donde el lenguaje no alcanza tanta particularidad y eficacia, si se compara esta pieza con "El Caballo Marino".

La mayor parte de los cuentos del volumen editado por Mateo del Pino aborda temas relacionados directa e indirectamente con el Paraguay, exceptuando algunos de reflexión existencial, como "Prometeo", "Aborto" y "El ladrillo", en el cual, a través de una fábula moderna construye un espacio pesadillezco, de raigambre kafkiana, que termina siendo el apocalipsis de la modernidad, donde ésta, ente devorador, se autofagocita para hacer desaparecer el mundo de sus creadores, luego esclavos y finalmente partes de su "cuerpo"; un infinito edificio, sepulcral y mortuorio, donde cada interno se encuentra -por extensión de la conciencia del narrador- completamente solo:

"(... ) hace rato que no llega nadie nuevo. Estoy solo. El edificio, por primera vez, parece inmóvil. La sombra solitaria y enorme se asienta, se aplasta sobre el arenal como una losa de piedra negra. Y ahora comprendo: yo creí quedar fuera del edificio. Pero no. Porque ya no hay dentro y fuera del edificio. Todo es edificio." (p.225)

Debo anotar también el indudable carácter de advertencia ideológica que encierra "El ladrillo" ante el avance de sociedades totalitarias. No por azar el cuento está fechado entre 1946 y 1968, años de debate sobre los efectos del fascismo y el estalinismo, y de la instalación del consumo como práctica epocal sustitutivo. Los habitantes del "pueblo" que va a ser absorbido finalmente por el creciente edificio, tienen directa relación en su construcción tras haber sido engañados o "convencidos" por un ejército de ambiguos y entre sí similares extraños; su colaboración y su posterior silencio cómplice con el "monstruo" es una denuncia autorial del modo de participación de los individuos en la transformación totalitaria de sus sociedades. Reflexiona el narrador:

"Pero el mío fue el primero. ¿O no?... Quizá no lo fue. Pero fue un ladrillo. Y el tuyo, otro; y el de cada vecino, otro. Y cada uno pudo ser el primero, y ahora es inútil que pretendan que no es así, que se obstinen en negarlo. Nadie puede recordar bien. Aunque quisiera, no podría hacerlo. Pero tampoco nadie podría negarlo, aunque quisiera. No está permitido olvidar. Y, sin embargo, la única salvación estaría en olvidar, en olvidarlo todo. Todo. Hasta que una vez llevamos un ladrillo. Porque solamente así podíamos empezar a esperar otra vez algo y hay que esperar algo para vivir. Esperar algo en la vida aunque no sea sino para que la muerte tenga un sentido." (p. 211)

Sin embargo, de manera indirecta, agazapada en la abstracción alegórica, se encuentra, creo yo, una alusión a la larga dictadura paraguaya.

También se alejan de la representación de nación, cuentos habitados por una prominencia de lo onírico: "El nombre de María" -por orden de aparición- y, sobre todo, otra de las piezas fundamentales del volumen, "El rostro y el perro", uno de los cuentos que la antóloga rescata de los materiales no editados en libro por la escritor paraguaya. "El rostro y el perro" presenta la eficacia de una prosa surrealista, sometida a obsesiones autoriales: la búsqueda de una identidad, esta vez un rostro que cambia -imagen señera a este respecto- y la constante carga de la culpa como móvil de la conciencia: -"Supe que me seguiría siempre, porque perro es otro nombre de remordimiento." (p.282), oración que cierra el cuento y el volumen.

Acompañando en la sección "Otros cuentos" a "El rostro y el perro" (1960) se encuentra una pieza de 1926 (3), titulada "La sombra del maestro", que se ambienta en el "renacimiento" italiano. A pesar del tópico de la ambientación -la juventud de una Josefina Plá de 23 años justifica todo ejercicio escritural-, el cuento revela no sólo una maestría envidiable de la narración, sino también una sorprendente capacidad de resolución de los personajes y sus tensiones: en este caso el agón artístico entre discípulo y maestro.

Tanto por el valor intrínseco de la narradora que encierra, como por el aporte crítico y antológico de Ángeles Mateo del Pino, creo que no me equivoco en afirmar que Sueños para contar. Cuentos para soñar, representa un aporte primordial al panorama de la narrativa hispanoamericana.


Santiago de Chile, 20 de mayo de 2001.

(1) Ángeles Mateo del Pino, Doctora en Filología Española y Profesora Titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (España) ha dedicado, además de su tesis doctoral y el presente volumen, los siguientes libros a la recuperación de la autora: Josefina Plá. Latido y tortura (selección poética) (España, 1995); y Josefina Plá. Los animales blancos y otros cuentos (en prensa).
(2) La antología de Mateo del Pino consigna, además, casi todas las fechas de escritura de los cuentos -a excepción de una- que van desde 1948 a 1984, con el adelanto de "La sombra del maestro", no publicado en libro, que data de 1926.
(3) Según las fechas que entrega Mateo del Pino, el cuento debió ser publicado en Paraguay como máximo un año antes del arribo de Josefina Plá al país (Revista "Juventud", nº 70, Asunción, 15 de marzo de 1926).

Sitio desarrollado por SISIB