SUEÑOS PARA CONTAR. CUENTOS PARA SOÑAR

Por Josefina Plá

 

Selección e introducción de Ángeles Mateo del Pino.

Presentación de Francisco Corral.

Presentación de Manuel Díaz Martínez.

Presentación de Javier Bello.

La mano en la tierra

a Carlos Zubizarreta

--------- La casa de adobes se levanta cerca del río. Fue de las primeras en ofrecerse tal lujo y en ella hubo de trabajar no poco Don Blas, que en aquellas tierras nuevas tuvo como todos que sacar fuerzas de flaqueza, y hacer muchas cosas que hacer no pensaba con sus manos hidalgas. Las gruesas paredes, el techo de paja, mantienen un grato frescor aún en los más tórridos días. Úrsula, la vieja mujer india, ha regado el piso de tierra, ha esparcido por el suelo ramitas de paraíso. Afuera, el sol abrillanta las hojas cimeras de co-coteros y bananeros. Cuando Blas vuelve la cabeza sobre la almohada, puede aún distinguir, entre los desgarrones del seto, un trozo de algo onduloso y amarillo que resbala a lo lejos: es el río, que viene crecido. De cuando en cuando, la isla náufraga de un camalote pasa boyando. Con él navega el misterio de tierra adentro, atado a veces con el nudo escamoso de una víbora.
--------- ¡Cuántas veces en aquellos cuarenta años ha pensado Blas de Lemos seguir el camino que señalan unánimes los camalotes!... Pero nunca se decidió a despegar los pies de esta tierra roja y cálida que enceguece con resplandores y seduce con mansedumbres. Tierra tan distinta de las secas y austeras donde él nació -¿cuánto hace?... ¿Setenta, setenta y cinco años?... Ha perdido un poco la cuenta, porque acá son otras las estrellas y rige otro calendario de cosechas y desengaños. Aquella tierra, la suya, era tierra adusta, avara de sonrisas, pero fecunda y cumplidora. Ésta es pródiga y blanda al parecer, pero pura indisciplina... Derribado en la cama, le resbalan a Blas ojos adentro las montañas sequizas y descoloridas, los páramos grises, y también los trigales interminables o los viñedos negreando su carga borracha de azúcar. El recuerdo del mar le abre enseguida en el pecho una ancha grieta azulverde y salada. Nunca más lo volverá a ver: de ello está ahora seguro. Nunca más. Hace más de cuarenta años que pisó estas riberas, hace dos que está allí clavado en la yacija, paralela al río, y con cada camalote que pasa boyando manda una saudade al mar lejano. Al mar de su sed, que no sabe ya si es el mar azulsueño mediterráneo o el mar verdefuria, loco de soledad, que sorteó en su remoto viaje de venida. Qué lejos está todo eso. Qué engreimiento el suyo, y cómo Dios usa a los hombres cuando ellos creen estar usando su albedrío...
--------- Desde ayer se siente peor. Por eso hizo avisar con Úrsula al franciscano Fray Pérez.
--------- A los pies de la cama, Úrsula acuclillada masca su tabaco. Sus movimientos son mínimos y precisos. Hace menos ruido que la brisa en el pasto, afuera. El typoi abierto a los costados deja ver por momento los pechos de cobre, voluminosos y alargados como ciertos frutos nativos. ¿Cuántos años tiene Úrsula?... ¿Cincuenta?... Quizá menos. Doce tenía apenas cuando, mitad rijoso, mitad risueño, la recibió de entre el rebaño núbil ofrecido por un empenachado cacique como prenda de alianza y de unión. Est vieja Úrsula, con una vejez que no se cuenta por sus propios años sino por los de él, Don Blas, pero su pelo es ala de îribú. En cambio él, Blas, tiene las sienes ralas, y sobre la cabeza pequeña y hazañosa los cabellos aplastan su lana blanquecina. Hace muchos años, muchos, los acariciaba Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña:
--------- -Son oro puro, mi señor.
--------- (También Úrsula le llama che caraí).
--------- Se mueve por la pieza, tácita y lenta, cabello de îribú. En su rostro de madera agrietada, aceitada, Blas identifica con sutil tristeza las heces del dilatado exprimirse viril sobre el cauce impertérrito de aquella sangre oscura. Su otra mujer india, María, era más joven. Murió al dar a luz a Cecilia, su única hija, la hija de su vejez. Úrsula en cambio le había dado seis varones. Seis mancebos pujantes. ¿Mancebos? Hombres ya, alguno encaneciendo, desparramados por villas y fuertes de frontera, hasta el último, Diego, el más tierno. Él, Blas, no había podido entenderse nunca del todo con ellos. Siempre se habían entendido mejor con la madre. Aun sin hablarle, con sólo dejarse servir por ella. Con ella conversaban a las veces en su lengua, de la cual él, Blas de Lemos, no pudo nunca ahondar del todo los secretos. Apenas erguidos sobre sus piernas, recién llegados a la vida en la tierra aquella, ellos sabían de ella infinitas cosas que para él, Blas de Lemos, serían siempre un arcano. Siempre sintió junto a ellos, aún al tenerlos en sus rodillas, que era el de esos seres por cuyas venas su sangre navegaba irremediable, un mundo aparte en el cual él, Blas de Lemos, era el llamado a aportar la simiente, desgastándose y empequeñeciéndose en la diaria ofrenda, mientras la mujer la recogía silenciosa creciendo con ella, para amamantar luego con sus senos oscuros y largos a hijos que seguían siendo un poco color de la tierra, siempre un poco extraños, siempre con un silencio reticente en el labio túmido y un fulgor de conocimiento exclusivo en los ojos oscuros; que cuando decían "oré"... trazaban en torno de ellos mismos un círculo en el cual nadie, ni aún él, el padre, el genitor, tenía cabida; un ámbito hecho de selva y de misteriosos llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre, un mundo con el cual él nunca había acabado de sentirse en lucha. Recordó a Diego, su ultimogénito varón. El único que había sacado los ojos azules. Blas lo ama-ba entre todos por eso, sin decírselo; aquel color parecía aclarar un poco el camino entre sus almas... Diego, lejos como todos...
--------- -¿Avisaste al Padre Pérez, Úrsula?...
--------- -Avisé, che caraí.
--------- Una voz, cerca, oxea un bicho. La voz cantarina de Cecilia. Cecilia con su tez clara, sus trenzas negras, sus ojos que si no fueran un poco altos parecerían andaluces. Blas piensa en ella con ternura. Está prometida. La desposará el joven Velazco, el hijo más joven de Pedro Velazco, su viejo amigo hace poco difunto. Hela ahí en la puerta, como empujada por la luz pródiga: Cecilia con sus typois limpios, su flor en la trenza, sus diligentes pies descalzos.
--------- -¿Cómo os sentís, señor padre?...
--------- El castellano en sus labios tiene un acento deslizado y suave, algo así como de otra provincia desconocida de Castilla. La muchacha se acuclilla a la cabecera del padre, y sigue su trabajo en el bastidor, donde poco a poco aparece un diseño semejante a una rueda de delicados rayos. La aguja viene y va. De cuando en cuando una mano pequeña y morena se posa en la frente de Blas. Las sombras se van recogiendo hacia el pie del seto. El amarillo del río se disuelve en el diluvio solar. De pronto una sombra alta obstruye el vano de la puerta. Cecilia se levanta presurosa a su encuentro, besa la mano del enjuto y hosco fraile. Luego se retira hacia los fondos de la casa, junto con Úrsula. Solo Dios puede ser tercero en esta entrevista entre Blas de Lemos y el confesor.

--------- Hace rato se fue el franciscano, dejando tras sí la promesa de volver con los Óleos, y un penoso surco de luz en la conciencia de Blas de Lemos. Al interrogatorio escueto del Padre Pérez, sombras hace tiempo aquietadas se han puesto de pie en su memoria, se mueven sonámbulas a una luz sesgada, dura. Esa luz nueva pule, con claroscuro de antiguo relieve, la imagen de Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña, abandonada en la casona castellana. Prometióse muchas veces hacerla venir; nunca lo cumplió. Estaba encinta cuando la dejó. Muy después supo que había dado a luz un varón; que lo había llamado Blas, como el esposo olvidadizo. El joven Blas -pero no; no sería ya un joven: un hombre ya con la barba rubia quizá y los ojos azules- murió en aquella batalla... ¿Cómo se llamaba? ah, sí, Lepanto, donde dice que tanta honra alcanzaron las armas españolas... Trata en vano de imaginarse al hijo que nunca vio... ¿Y ella, Isabel? Hace años que nadie le dice ya nada de ella. Quizá ha muerto ya. Quizá aún vive retirada en su casona, o en un convento, como tantas otras esposas y novias abandonadas. Quiere imaginarse a Isabel como ha de estar, si vive: vieja, achacosa: no puede. La ve obstinadamente niña, rubia y grácil como una espiga. Cuarenta y cinco años... Quién pensara que el tiempo podía pasar tan de prisa. Quién pensara que aquellas cosas pudieran quedar así tan lejos en las distancias del alma. Al fin y al cabo no había sido un sueño triste; pero le gustaría poder despertar...
--------- -¿Habéisme dispuesto el coleto de piel hoy, Doña Isabel?... He de ir de caza.
--------- -Dispuse, mi señor. Y el tahalí nuevo, ensebado ha sido por Gonzalvico.
--------- Qué lejos todo eso. Y qué de prisa pasó para él tan largo camino; combatiendo de día, vigilando de noche, arcabuz al brazo, cuando no sembrando semilla blanca en aquella corriente oscura que la recibe impasible, aclarándose apenas, pero no en la mirada.
--------- -Acá no va a venir mucha gente por ahora. Tierra pobre, Blas.
--------- -Sí, Pedro. Vamos a estar muy solos.
--------- -Tendremos que hacer nosotros la gente. A fuera de ijada...
--------- (Risas).
--------- Años primeros agitados, llenos de peripecias. Años ricos de peligro y pobres de provecho. Hubo de acompañar a Ayolas al Chaco. En su lugar fue su amigo de infancia, Jerónimo Ortiz, el del perpetuo buen humor, el de la guitarra siempre presta. No volvió. Él, Blas, pudo haber sido encomendero: prefirió ser de los de arma al brazo. Arriba con Irala, abajo con Cabeza de Vaca, de picada en picada y de fundación en fundación. Y cuando quedó inútil del brazo izquierdo, pasó a manejar la pluma. Había escrito mucho. Memoriales y mensajes, pliegos que iban y venían por caminos duendes, hoy abiertos, mañana comidos por la selva; o que dormían meses un sueño de viento y sal en la cámara de algún bergantín perdido entre cielo y mar rumbo a la patria... Y había escrito también sus memorias. Escribió lo que hizo, y también un poco lo que no pudo hacer en aquellas tierras mansas y tenaces. Bajo la almohada guardaba el mazo de papeles. Parte de la conversación con Fray Pérez, sobre ellos había sido.
--------- -Aún no decidí, Padre, qué hacer con ellos. Será cuando vengáis a darme la Santa Unción. Si mi mano derecha señala la almohada... tomadlos, Padre, tomadlos y quemadlos, porque será que así lo he resuelto para mejor descanso de mi alma...
--------- -Se hará como decís, hijo mío.
--------- Allí bajo su almohada están y aún no sabe qué hará con ellos "Centón de aventuras y crisol de desengaños de un hidalgo en tierras de Indias" los intituló un poco presuntuosamente. Hace rato no los relee, pero puede recordar párrafos enteros.
--------- -... Son tierras de un rico verdor; tan verde, que creerías guardaron para sí todo el verdor que les falta a tus tierras castellanas. --------- Y hay flores y bestias extrañas, tal cual las debió ver nuestro padre Adán al despertar crecido y sin remordimiento en aquella mañana primera. Pero los crepúsculos rápidos y excesivamente coloreados no conocen el ritmo lento y señorial de los cielos nuestros y sus árboles enloquecidos como si se hubiesen hecho yelmo de un pedazo de aurora, sólo son eso: flor: no portan fruto que te alimente y satisfaga...
--------- -... Y las abrazas, y no se te niegan nunca, ni conocen remilgo de dama consentida; pero de sus brazos sales como hidrópico que ha bebido vaso tras vaso sin conseguir calmar su sed. Y tu oído se secará sin las palabras soñadas, y tu lengua querrá en vano entregar su dulzura, pues no habrá vaso para ella...
(Isabel, Isabel!!...)
--------- -... Y llevan en sus brazos a tus hijos hasta quebrarse la espalda, y los amamantan hasta derrumbar toda gallardía. Y los podrías matar y nada dirían, pero tú sientes que esos hijos que podrías inmolar como Abraham al suyo, no son tuyos, porque al mirarlos hay en sus ojos un pasadizo secreto por el cual se te escabullen, y van al encuentro de sus madres en rincones sólo de ellos conocidos, y nunca puedes alcanzarlos allí...
--------- -... Y les mandas y te obedecen, los ojos bajos; en vano querrás hallarlos en rebeldía; pero sus labios se aprietan sobre razones que nunca podrás hacer tuyas y sus pies hilan caminos que tú nunca podrás levantar. Y su obediencia te deja defraudado de amor, y su silencio está poblado de cantos extraños...
--------- -... Y tú les enseñaste a tocar tu guitarra clara, tan distinta de sus raros instrumentos de ahogado gemir, y ellos aprendieron pronto; pero cuando empezaron a tocar solos, su música no era ya la que tú conocías, y era como cuando en los sueños alguien ha cambiado tu rostro y tu espejo no te reconoce...
--------- -Y escuchan atentamente a los hombres de Dios que traen Su Palabra, y reciben contentadamente el bautismo; pero adivinas que cuando le hayan acogido para siempre, ya no será el mismo, porque ellos habrán descubierto que Él puede tener también su rostro, y se lo cambiarán...
--------- Herejías también. ¿Qué puede escribir un hombre blanco perdido dos veces en la entraña oscura de esta tierra para no perderse a sí mismo?... Herejías. Un hombre tiene hijos para recuperarse en ellos; Blas de Lemos no ha conseguido reencontrarse en la muchedumbre de sus hijos. Sólo los ojos de Diego se le encienden a trechos en la memoria como lámparas que quisieran alumbrarle algo. Bajo la almohada, el mazo de papeles cruje levemente cuando Blas de Lemos mueve, cada vez con más pena, la cabeza...
--------- El sol ha doblado el techo de la casa, golpea la pared contra la cual se apoya el catre. Una umbría cálida sube del lado del río. --------- A intervalos se oye ahora un grito marinero. Blas pregunta -o cree preguntar:
--------- -¿Qué voces son esas?... ¿Llegan naves de España?...
--------- -Son navíos, señor padre, que se arman para ir a poblar Buenos Aires. Los manda el propio Don Juan de Garay.
--------- Buenos Aires. El estuvo allí. Probó hambre y espanto. No le inquieta ya ahora. Sus ojos cansados se abren para apenas distinguir en la penumbra del atardecer los rostros que se inclinan hacia él, cargados de sueños que empiezan a serle también tan lejanos como aquellos recuerdos: Úrsula, Cecilia, el joven Velazco. El prometido de Cecilia. Es un mancebo de buen ver, cutis aclarado, pelo terso de reflejos leonados, los ojos negros y densos tras los pómulos anchos. No tiene barba a pesar de sus veinticinco años. Estos mancebos de la tierra tienden a lampiño... Los jóvenes están arrodillados a la cabecera, y Blas los bendice. --------- En su alma donde la soledad crece, se filtra como leve vedija de humo un raro temor: ¿hacia dónde va esta descendencia cuya unión ha bendecido hace un instante, con su misterio y su secreta sabiduría siempre vedada por él?... El mazo de papeles cruje una vez más bajo la almohada...
--------- ... ¿El río amarillo se ha tornado de sangre?... Blas flota en un mundo por mitad de sombra y de relámpagos. Alguien solemne y lento se inclina sobre él. Es el franciscano Fray Pérez acompañado de un acólito. Trae los Santos Oleos. Ha llegado la hora para Blas de Lemos, que si ha vivido como pecador morirá como cristiano. La ceremonia se desarrolla entre murmurios de latines y algún sollozo ahogado: Cecilia. Por fin termina. Úrsula reacomoda las ropas de la cama sobre el cuerpo, ya consagrado para la tierra, de Blas de Lemos, y se aparta nuevamente a su sitio a los pies de la yacija. Blas regresa despacio hacia su luz náufraga. A intervalos se le ilumina todo con una claridad de cobre: a intervalos todo es una tiniebla en la cual alguien invisible le lleva suavemente en andas por caminos desconocidos hacia algo desconocido también, pero que para él se llama paz. Voces sordas zumban de cuando en cuando en esa sombra apacible. El empañado cristal se despeja una vez más. Alguien está arrodillado a su cabecera.
--------- -Vuestra bendición, señor padre.
--------- Es Diego, su hijo menor. Todos sus hijos estaban lejos, pero Diego ha venido.
--------- Úrsula a los pies de la cama se frota maquinalmente las manos en la pollera, y balbucea su sorpresa. Estaba muy lejos Diego... ahora, hele aquí.
--------- -Me voy a Buenos Aires con Juan de Garay. Vuestra bendición, señor padre.
La mano de Blas se alza a duras penas, como un pájaro viejo; se posa incierta sobre la frente del joven Diego. Lo mira; ve los ojos azules, que parecen un poco extraviados en el color terrígena del rostro. Y como en las aguas de los arroyos de su niñez, Blas de Lemos ve en ellos hasta el fondo. En aquel rostro moreno, un poco tosco pero noble, en aquellos ojos azules, Blas de Lemos recupera por un instante, en un relámpago, toda su juventud desaparecida. Allí en esos ojos está la sangre soñadora y loca. La sangre destinada a verterse sin sosiego y sin tregua por los cuatro puntos cardinales.
--------- -Dios te bendiga y lleve de su mano. Que tu sangre prospere y tu progenie sea numerosa...
--------- Tal vez quiso decir también: dichosa. Pero no sabe por qué no pudo decirlo.
--------- Sin embargo, se siente feliz, con una felicidad casi dolorosa, que es casi como revivir. Aquellos ojos azules parecen multiplicarse hasta el infinito, pueblan con su destello esperanza un ámbito sin lindes.
--------- La mano de Blas de Lemos, infinitamente fatigada, sube hacia la cabecera.
--------- Se creería quiere alcanzar la sien. Pero el franciscano, inmóvil en su rincón, ha comprendido. Se acerca a la yacija, mete la mano bajo la almohada. El mazo de papeles pasa a su manga. Una mirada aún al lecho donde juega la luz rojiza del velón; a Úrsula con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inmóvil a Cecilia que se enjuga los ojos con un extremo de su manto blanco. Sale, Blas nada ha visto ni sentido. Ha regresado a su mundo de alternadas luces y sombras, cada vez más de éstas, menos de aquéllas.

--------- Al amanecer, algo como una nube o un ala enorme encortina por unos instantes el cielo aún indeciso frente a la puerta. Úrsula y Cecilia han corrido a la ribera. Si Blas estuviese despierto sabría que son los navíos que zarpan llevando a los colonos de Santa María del Buen Ayre. Pero Blas de Lemos yace definitivamente inmóvil. Su mano derecha tendida hacia el suelo, crispada, parece querer prender la tierra.

1952



El espejo

a Augusto Roa Bastos

--------- Yo mismo he pedido pusieran mi sillón frente a este espejo, el espejo del ropero antiguo que ocupa casi todo un testero de la pieza. Un ropero imponente, de fina y compacta madera, que en una época más desahogada le pareció "demodé" a mi esposa -era de su abuela- y fue cambiado por otro, menos sugestivo de sólido bienestar, pero más moderno y vistoso.
--------- El armario y yo estamos por igual arrinconados. El armario está lleno de trastos diversos, esas cosas heterogéneas que no se tiran porque cuelgan todavía de un pelo de sentimiento o una vaga esperanza de utilidad. Cosas que no se resuelve uno a echar a la basura, pero que a las que no se busca sino cuando es preciso. Como a mí.
--------- El armario está a medio metro de los pies de mi sillón cama; el espejo me enfrenta vertical, inamovible, encuadrado en el oscuro panel cuyo lustre natural no pierde, antes gana, al correr del tiempo. El espejo es del ancho de mi sillón, del alto que yo tenía cuando aún estaba en pie. No se hacen ya espejos de ropero así, ahora. Estoy frente a él desde hace tiempo; desde aquel invierno en que, trasladado a esta pieza más pequeña en homenaje a los recién casados -ellos tenían que moverse, yo no- quedé más solo que antes, cuando ocupaba la pieza frente al pasillo y sentía circular la vida de la casa en su diario curso, como quien siente correr su sangre en los pulsos. La habitación no tiene ventanas.
--------- -Te importa mucho que no haya vista afuera? -me preguntó mi esposa al mudarme aquí-.
--------- Y yo dije con la cabeza que no, que no me importaba.
--------- ¿Qué iba a contestarle?... Cualquier respuesta habría dado lo mismo. No había en la casa otra pieza disponible. ¿Y cómo decirle que para quien está clavado en su sillón sin remedio y sin indulto, un pedazo de montaña a lo lejos, un retazo de cielo con sus cambios de día a noche, de sol a lucero, de azul a gris, amarillo a rosa, son su único viaje, su paseo único, su sola opción a alejarse de su cepo un instante?
--------- Desde luego, la pareja joven no habría cabido en esta pieza, con su cama doble, sus mesillas y su ropero. Tal vez -por qué no imaginarlo un momento- de haber yo protestado se hubiesen arreglado los novios de otra manera, aunque no imagino cómo. Pero su descontento me hubiese perseguido en cada réplica, en cada mirada, en cada observación, en cada suspiro, en sus mismos silencios. En cada uno de sus cálculos para el futuro hubiese entrado la x de mi definitiva ausencia y subsiguiente vacancia de la pieza. Quizá piensen: Él ha visto montañas y cielo durante setenta años. Nosotros sólo hace treinta que los vemos. ¿Y de qué serviría que yo les dijese que por eso mismo, porque a mí me quedan menos años que a ellos para verlos, es injusto que yo esté sentenciado a no mirarlos más?
--------- Sí. Soy yo quien menos derecho tiene a elegir su rincón en esta casa. Aunque yo la haya construido palmo a palmo, visto poner cada hilada de ladrillos, acariciado con mi mirada y probado con mis dedos cada paletada de mezcla. Yo levanté esta casa. Su hall, sus dormitorios y su comedor, su living, su cocina, su baño. La construí poco a poco, añadiendo habitaciones a medida que la familia crecía. Esta pieza donde estoy confinado fue la última. La construí pensando en los objetos más míos que había en la casa y que no quería que nadie tocase; libros, colecciones de diarios, instrumentos profesionales. (Todo desapareció hace tiempo; vendido, regalado, tirado; quizá anden por ahí desgualdramillados, alguna novela de Hugo Wast o algún folleto de O'Leary). Tenía una ventana; se tapió un día, unos meses antes de mi enfermedad, porque en la madera entró cupií, y hubo que sacarla; no teníamos ya plata para pagar una ventana nueva. Yo tapié con mis propias manos la ventana, sin saber que cerraba mis ojos en vida para el cielo y los árboles.
--------- Por eso pedí que pusieran acá este ropero, el ropero arrinconado en el fondo del pasillo y que varias veces ya habían estado a punto de vender; lo hubiesen vendido ya si no fuera que daban por él una miseria. (Lo que decía mi esposa: la luna sola valía mucho más). Lo pusieron aquí, porque no podrían negar también esto a un desterrado. Yo lo soy. Desterrado del sol, que sólo en unos pocos días del invierno, cuando está más bajo, entra por el balcón del comedor y se alarga como un puñal de oro hasta el umbral de esta habitación (torciendo un poco el cuello, puedo verlo). Desterrado del paisaje y del aire que se pasea con las manos en los bolsillos de nada por las calles y plazas de las ciudades, por los valles y montañas del mundo. Quizá, si lo pidiese, me sacaran alguna vez al patio. Pero el sillón cama es pesado y fastidioso de manejar; y luego los enchufes... en fin, ni pensar en esto. Y además, ellos se han acostumbrado ya a creerme acostumbrado.
--------- Mi hija Berta trajo el otro día unas flores recogidas en el campo durante un picnic. No cabían todas en el florero del comedor. Celia le ayudó a arreglarlas.
--------- -Ya son demasiadas, ¿ves?
--------- -¿Qué hacemos con éstas?
--------- -Ponelas sobre la mesita de papá.
--------- -¿En ese jarrito desportillado?
--------- -¿Y qué más da? ¿Quién lo va a ver?
--------- Me hace daño oír cosas así. Claro que no lo dicen para mí. Lo di-cen entre ellas. Pero no les importa -es decir, no piensan en ello- si oírlo me va a hacer daño o no. Y por otra parte, no estoy tan se-guro de que un silencio absoluto como el de mi esposa me satisficiera tampoco. Ella nunca me dice nada. Y su silencio, que quizá sea piedad, me suena unas veces a cruel indiferencia; otras veces a indiferente crueldad. Es como si me dijera:
--------- -Ya estás clavado en ese sillón. ¿Qué es lo que puedes hacer, sino perfeccionarte para el entierro?... Medio muerto ya. Para qué querrías saber de los árboles que florecen, de los arroyos que corren y de los pájaros que cantan?... Mejor te olvidas de todo.
--------- O como si la oyese cuchichear a los otros:
--------- -No le digamos del sol en las hojas, ni de los árboles en flor, ni de las calles llenas de gentes que van y vienen contentas. No veis que los ha olvidado?...
--------- Pero nada de eso es verdad. No es cierto lo que piensa su egoísmo ni lo que quiere creer su piedad. Dos formas de un mismo egoísmo al fin y al cabo. Un egoísmo razonable por otra parte. Porque yo sé que no es posible tener siempre sentado sobre el alma este peso de mi cuerpo paralítico. Les impediría respirar. Como les impidió cantar a mis hijas durante un tiempo. Durante esos meses en que, perdida la esperanza de restablecerme, aún, todo les parecía poco para compensarme de lo que perdía; cuando vendieron muebles y alhajitas para proporcionarme este sillón con enchufes en el respaldo, que puedo encender y apagar con solo aplicar la sien... (Cosa del marido de Berta, que tiene cierta imaginación, aunque por otro lado es un farabuti que no trabaja y cuando gana algo es para comprarse algo para él: un revólver, una grabadora, una motocicleta, pero nunca da un peso para la casa). Sí; durante meses, mis hijas enmudecieron. Eso pasó, sin embargo; el nudo de la garganta se cortó un día de primavera, y Berta y Celia cantaron otra vez.
--------- Oírlas cantar no me desagrada ahora. Más bien me gusta, con ese gusto ácido que toda alegría ajena tiene ahora para mí. Porque eso me da a entender que todavía son dichosas. Todavía pueden cantar y reír y poner un pie delante de otro; ir a donde quieren. Ahí está mi nieto Orlandito. Ahora empieza a caminar. (Él es también un paralítico a su modo. Un paralítico que aprende a moverse. Mientras que yo voy aprendiendo despacio a quedarme más quieto). A veces, en el comedor, Berta le enseña a poner sus piernecitas una delante de otra, y yo puedo seguir parte de la lección en el espejo:
--------- -Ahora ésta... Ahora la otra... Así.
--------- Orlandito va hacia el mundo, hacia el cielo azul, la tierra verde, el río fugitivo. Aprende a recordar. Yo vengo de ellos, a aprender el olvido.

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--------- Por eso hice poner frente a mí este espejo. Era una manera de no estar tan solo. De acompañarme yo mismo con algo más que este pensamiento que transita por mi cerebro, que no puede ya circular por mi cuerpo, que a veces se precipita angustiosamente, hasta sentir que me golpea y lastima la bóveda del cráneo, como una rata enjaulada. Este pensamiento que no puede salir de mi cuerpo y que no se dice a nadie. Aún suponiendo que yo pudiese humillarme hasta decirlo. Porque hay algo obsceno en el pensamiento que corre dentro de un cuerpo inmóvil, como una serpiente bajo una alfombra. Pero acaso se les ocurre a ellos esto? Para ellos mi pensamiento libre, el pensamiento que traspasa muros y salta semanas y años atrás o adelante, se ha detenido en el mismo instante en que caí fulminado por el derrame en las escaleras de mi casa. No olvidan que puedo necesitar comer, beber, ir de cuerpo. Pero otras ansiedades que pudiera yo sentir no les inquietan; que la cabeza que corona este montón de miembros inútiles pueda pensar, no se les ocurre. No pueden -o no quieren- pensar que este cuerpo inmóvil puede sentir odio, hastío, asco, y hasta -en ocasiones raras y trucidantes como relámpagos abriendo en mí una grieta nauseosa- un ansia inenarrable de vivir. Su imaginación se agotó mucho antes que su pena y su inquietud. Al principio, sí, se preocupaban por mí; les interesaba estar tranquilos, y para eso trataban de conocer mi pensamiento. Era cuando me hacían preguntas. Preguntas reiteradas girando disimuladamente en torno de sus propias inquietudes, no de las mías. Preguntaban cosas que no podía contestar, y mi desgano en responder los llevó a pensar -con qué alivio- que mi pensamiento dormía. Cesaron de interesarse por él.
--------- Lo malo es que al cesar de interesarles mi pensamiento, dejaron de interesarse por mi cuerpo también. Poco a poco -muy poco a poco, es cierto- dejó de atendérseme con la escrupulosidad de antes. A veces me siento sucio, desamparadamente sucio. El pensamiento hiede como mis carnes empaquetadas en una ropa siempre excesiva, como mis axilas insuficientemente higienizadas.
--------- -Quisiera afeitarme, Berta.
--------- -El barbero está enfermo. No viene esta semana, papá.
--------- Y luego, queriendo decir una gracia:
--------- -¿Total, a quién vas a agradar?...
--------- La paciencia se hizo para las esperas largas, pero no para las eternidades; y esta espera se prolonga quizá demasiado. Cada vez se aproximan a mí con menos frecuencia. Su proximidad forzada, espaciada, a horas fijas tiene la rigidez del deber y la frialdad del encargo.
--------- -¿Querés un refresco?
--------- -Tomarías un café?...
--------- -Te agradaría otra almohada?...
--------- -¿Sentís frío?...
--------- He catalogado sus preguntas. Diez y siete frases que se repiten con rara variante, como cuando me trajeron mi primer nieto; frases que se repiten día a día a lo largo de los trescientos sesenta y cinco del año. Sus sentimientos están fijados ya económicamente en esas frases. Y no conciben que los míos funcionen más allá o más acá de ellas.
Estas diez y siete frases son casi todo mi código de relaciones, y he de conformarme, porque mi aporte es más pobre aún. Un sí. Un no. Un no sé. Muy poca cosa. El resto es silencio. Y mis horas se enlazan unas con otras como una cadena de eslabones arbitrariamente desiguales: largos tramos que son momentos, abreviados eslabones que son horas y horas de un sopor que me transporta de un día al siguiente en un angustiante duermevela como la negra barcaza tapiada de los piratas infantiles.

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--------- Al principio tenía la radio. Era cuando estaba en la otra habitación. La pieza grande que da al pasillo. Había lugar, y a menudo, cuando no venían visitas, se reunían mi esposa y las muchachas para escuchar la radio, de sobremesa o de noche, acompañándome. Pero en esta pieza solo quepo yo. Y en el comedor mi esposa no quiere poner la radio. Y así yo estoy sin ella. Desde luego, las voces del aparato -avisos, goles, carcajadas de comedia fácil, gritos de orador de pacotilla- llegan hasta mí; pero es la radio que ellos disfrutan lejos de mí, sin mí; no es la distracción que yo comparto con ellos y ellos conmigo; yo no participo de ella; al prender la radio no piensan nunca en mí: nunca me preguntan qué desearía escuchar. Al comienzo dijeron de comprar una pequeña radio de transistores, siquiera, para mí; pero nunca pudieron juntar plata para ello -bastante hacen para vivir con los sueldos de Berta y Celia- y no se compró.
--------- En torno a la vieja radio que conserva su voz clara y fiel -la radio que yo compré para la alegría de la casa, y con cuya música inclusive yo bailé el día del compromiso de Berta, hace cinco años- se reunen todos: mi esposa, Berta y su marido; Celia y su novio; Emilia, mi sobrinita; Luci, la vecinita que llega aquí a afilar porque su madre no tiene radio, y su pretendiente, un mocoso todavía; dos o tres jóvenes vecinas y vecinos. Antes no los invitaban, a causa mía. Por mi presencia. (¿O eran ellos los que no querían verme?). Una vez mi esposa sugirió que podría oír la radio "algunas noches, siquiera". No quise. Aunque todos hubiesen insistido; y nadie, ni aun ella, insistió. Convertirme en espectáculo de esas gentes me resultaba intolerable. Pero además, repito, los programas que a ellos les encantan a mí me resultan horripilantes. Pensar que puedo morirme de pronto y que lo último que resuene en mis oídos sea el frenético bramar de un comentarista deportivo, o las incoherencias a go-go de un misero melenudo vocalista, una frase de amor rancia de uno de esos radioteatros estúpidos... o una de esas frases de retórica demagógica... Deporte a mí. Novelas de amor a mí. Política a mí!...

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--------- ¿Cuánto tiempo hace que no recibo visitas? Al principio las recibía. Y tras la horrible depresión de las primeras veces, el sentimiento de inferioridad, el saberme allí, disminuido y amordazado, me divertí contando las variaciones que en la boca de los saludables pueden tener la misma frase hipócrita de consuelo. La promesa de salud. El "se te ve muy bien"... "Te encuentro mejor que la última vez"...
--------- En esas frases falsas como monedas de plomo, retiñen el deseo de huir, su poquito de asco, la sensación de que cada instante allí es perdido para la alegría de vivir. Esto no es sólo de los mayores. Berta me trajo un día a Orlandito.
--------- -Aquí está tu abuelito, Orlandito.
--------- El chico se pone a llorar desesperadamente.
--------- -¡Orlandito! No sea pues así mi hijo. Es abuelito. Abuelito, ve?
--------- El chico llora más fuerte si cabe. No es para menos. Con mi barba crecida y canosa -el barbero cada vez es menos asiduo- con mis largos brazos flacos saliendo de la camisa remendada y las manos nudosas y amarillas, engarabitadas sobre las piernas, debo parecerle un monstruo. Se suelta de las manos de su madre, sale lo más deprisa que le dan sus piernecitas inexpertas...

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--------- Por eso quise estar frente a este espejo, mi otro yo, mi compañero. De noche cuando todo lo borra la sombra, cuando siento que pierdo en mi quietud de madera la realidad de mi existir, oprimo el botón de la luz con la sien derecha. La luz se prende, y me veo: veo al otro sentado frente a mí, inmóvil y amarillo como yo, insomne como yo, abandonado como yo. Nunca falta a la cita. Nunca tengo que esperarlo interminablemente, torturadamente, como al vaso de agua o el orinal. Está allí, sentado, atento, prisionero amordazado como yo, pero infaltable. Lo miro, él me mira. Y sus ojos son los ojos con que lo miro. (¿Quién dijo eso?... Hace falta estar como yo estoy para saber qué verdad es eso). Son también los ojos con que lo veo. Y dialogamos:
--------- -Gracias por estar ahí.
--------- -No hay por qué.
--------- -Tenés razón. Perdoname.
--------- -No te veo muy animoso.
--------- -Pero te veo todavía.
--------- -¿Por cuánto tiempo aún?...
--------- -No puedo decírtelo. Decímelo vos a mí.
--------- -¿No tenés sueño?
--------- -Acá dentro se vive como dentro de un bloque de vidrio. No podés ocultarte. Sólo la oscuridad te disuelve, te borra. Los dos dejamos de existir.
--------- -¿Vas a descansar?...
--------- -Decímelo vos.
--------- -Estás más flaco y amarillo.
--------- -Pero me ves. Es algo.
--------- -¿Dónde irás cuando yo no esté aquí?...
--------- -Estaré siempre contigo. Pero ya no seremos dos, sino uno solo.
--------- Apago la luz. Sé que está allí, obediente y sin ausencias. De día, el "otro" tiene otro humor. Un humor tímido. Nos rehusamos a reconocernos, a mirarnos. El vidrio refleja además de cuando en cuando otras figuras. Figuras que se mueven en el comedor, entran y salen en su recuadro; en eso se conoce que están vivas.
Una vez entró en mi pieza el perrito, Ñato. Era el perro de Boni, mi esposa; de Berta luego. Ya era viejo: y al casarse Berta, sintió tal vez que el mundo se enfriaba en torno suyo. Nadie -pensó Ñato- le quería ya; quizá los niños: pero para aguantar a los niños se precisa optimismo y paciencia; y Ñato no los tenía ya. Ñato era sólo eso: un perrito viejo y malhumorado. Siempre al paso de los otros, recibiendo reprimendas. Se sentía de más. Y comprendió con ese infalible instinto de los perros, que aquel era un lugar propicio al reposo, porque en él no entraba gente a menudo.
--------- -Aquí se podrá descansar.
--------- Y se aposentó en la habitación. Se acostó a mis pies, se durmió. Y allí se acostumbró, maniático. Hay que llamarlo mucho para darle su pitanza. Ama más el sueño que la comida, y duerme, duerme a los pies de mi sillón cama. Como es pequeño, no alcanza a aparecer en el espejo. Sólo cuando sale de la pieza se encuadra un momento en la puerta su cuerpecito despelechado, su cola raída, en retirada.
--------- Ñato me acompañó muchos días. Cada día más tardo y despelechado. Yo no podía ver si estaba o no a mis pies; pero siempre me lo dejaba saber un suspiro profundo salido de cuando en cuando de sus entrañas de perro; perro cansado y viejo para el cual la vida no ofrece ya atractivos. Un suspiro tan humanamente cargado de can-sancio y desánimo, de descreimiento en el reposo, que a veces no podría yo estar muy seguro de que aquel suspiro no había salido de mis propias entrañas.
--------- Así muchos días. Meses ¿Cuántos? De pronto un día noté que Ñato no suspiraba más a los pies del sillón. Cuando Boni entró trayéndome la sopa, la puso sobre la mesa, se sentó para dármela a cucharadas, pregunté:
--------- -¿Ñato?...
--------- -Lo enterramos hace tres días.
--------- La miré.
--------- -Era muy viejo. Estaba enfermo.
--------- Otra mirada mía.
--------- -Belí le pegó un tiro. No sintió nada. (No, Belí, Ñato no sintió nada. Quién lo sintió fui yo. En alguna parte de mi cuerpo ajeno, un lento desgarro como una tela que se abre sin ruido). Cerré los ojos.
--------- -¿No querés mas sopa?...
--------- -No.
--------- -¿Querés algo mas?...
--------- Moví otra vez la cabeza.
--------- -¿Te sentís mal?...
--------- Otra vez denegué.
--------- -¿Tenés sueño?...
--------- -Sí.
--------- Se fue. Ñato me dolía allí donde tendría que haber entrado con placer la sopa. Su suspiro ausente me dolía y no me dejaba suspirar. No quería mirar al espejo: el cuadro de la puerta por la cual no vería alejarse su cola desilusionada, pura pelecha. Pocos días después sentí la regocijada risa de Orlandito a la par del recién estrenado cómico ladrido de un perrito. Orlandito tiene un cachorro nuevo. Pero el cachorro nunca entrará en mi cuarto. Nunca llegará a ser tan viejo como para eso.

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--------- Ayer fue domingo. Mi familia fue al cine. Toda, menos los niños que quedaron dormidos en sus respectivos cuartos. Celia quedó en casa, con Emilia, la sobrinita, para cuidarlos. Fueron mi esposa, Berta, Luci la vecinita con su pretendiente, Ña Damiana la madre. Celia quedó con Emilia, en el comedor. Un leve cuchicheo, a veces; una risita. Hojeaban revistas, y nadie pensaba en mí. Saben ustedes lo que es estar en el mundo y saber que nadie piensa en uno?... A veces sucede que uno tampoco piensa en los otros, y así nadie siente nada. Pero cuando se está en mi condición se piensa en todo el mundo, y entonces es cuando es horrible que nadie piense en uno.
--------- El espejo refleja un rincón del comedor, el ocupado por el largo sofá donde se alinea la gente para conversar y que está un poco alejado de la mesa. Celia y Emilia estaban sentadas a la mesa, yo las oía, pero no las veía. Ya pasado un buen rato, alguien llamó. Era Braulio, el novio de Celia. Tenía permiso para venir a verla una hora ya que estaba Emilia para hacer de tomasita.
--------- Entró y vi su silueta en el espejo al pasar hacia la mesa. Es delgado, un poco encorvado: tiene una carita pequeña, facciones menudas de chiquilín, aparentemente afable y simpático; a mí no me gusta; ¿pero quién me consulta? En casa están locos por él. Es un mitaí de suerte: a los veintidós años tiene un puesto bueno, auto, plata siempre en el bolsillo. A mí, repito, no me gusta. Pero Celia está loca por él. Y mi esposa... Berta ve en él el redentor de la casa. Ha prometido puestos a todos. Hasta a mí. (Un puesto en el asilo). Cuando se case. Pero no había hablado aún de casarse. Se sentó al lado de Celia en el sofá: yo sólo veía a mi hija: él quedaba invisible. Conversaban en voz baja. Emilia seguía al parecer hojeando las revistas. Yo sentía el roce de las hojas.
--------- Luego, éste cesó.
--------- -Emilia!
--------- -Tengo mucho sueño.
--------- -Aguantá un poco. Ya pronto vamos a dormir.
--------- -¿Por qué no la dejás irse a la cama?
--------- -Mamá se enoja si vuelve y no la encuentra aquí.
--------- -Pero yo me voy antes que tu mamá llegue.
--------- Emilia se fue a dormir. Celia y Braulio quedaron sentados hablando. Ahora yo lo veía más a él: se había acercado más a Celia: sus cabezas estaban juntas. La conversación no me llegaba. Cuchicheaban. Cada vez más bajo. Pero luego vi las manos. Las manos de Braulio, invadiendo todo el rincón visible del espejo; invadien-do, como lepra movible, el cuerpo de Celia. Vi el rostro de mi hija en el espejo, su cabello cayendo hacia atrás. Vi su rostro y también su cuerpo; el cuerpo de mi hija develándose a mis ojos por vez primera desde su ya remota -y tan próxima- infancia (yo he visto a Celia en el Mbiguá pero el traje de baño más audaz no es el desafío a la imaginación que representa las más púdica bombacha de nylon). Y no cerré los ojos. Porque los hijos son nuestra vida misma que sigue sin nosotros, y era la vida también la que en aquellos momentos buscaba sus límites en la imagen del espejo. Vi el cuerpo de mi hija. Vi lo que es amor en una mujer que no es de uno, que está fuera del tiempo y el espacio para uno. Y es, sin embargo prolongación de nuestra carne desintegrada. Una parálisis que no era ya la del cuerpo me mantuvo así, sin gritar, sintiendo que por paralíticos que estemos, podemos estarlo un poco más. Hasta que de pronto el resorte de la voluntad adormecida se disparó sin yo mismo saber cómo, mi sien apretada contra el respaldo prendió la luz en mi habitación. La pareja se separó. A tiempo todavía.
--------- Braulio se puso de pie. Qué largo fue el silencio. Yo veía su izquierda apretada arrugar nerviosa el paño del pantalón al costado. Oí su voz ronca:
--------- -Me voy.
--------- -Quedate un poco más.
--------- -No.
--------- -¿Estás enojado?
--------- Sin verlo, adivino su rostro de niño testarudo y mimado, fruncido en el gesto de que ve arrebatársele de la boca el dulce que creía ya suyo. No le importa nada en ese instante: ni el rubor ni el íntimo trepidar de Celia; su pudor, hecho trizas ahora no antes; sólo su egoísmo insatisfecho. Braulio es malo; yo lo sé. Se pone su campera, se va. Celia no le acompaña. La puerta de calle se cierra con un chasquido. Celia está sentada, quieta. Sólo veo una mitad de su cuerpo, que hace apenas unos momentos se volcaba ya desnudo sobre el sofá. Un brazo, un hombro sacudido por el lloro.

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--------- El noviazgo de Celia se ha roto, al parecer. Después de aquella noche Braulio volvió dos o tres veces, pero ahora hace quince que no se le ve. Y Celia está descompuesta y pálida. Cuando entra a traerme algo, la miro en el espejo: adelgaza. No quiero mirarla a la cara. Me lastiman sus mejillas adelgazadas, sus ojos cargados como cielo con lluvia.
--------- Braulio ha partido para Villarrica sin despedirse. Tiene allá otro empleo, dicen. Celia va y viene por la casa como un fantasma. Me pregunto, en mis largas horas, a oscuras, si aquella luz debió prenderse. Y no prendo la luz. No quiero ver lo que me dice el otro.

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--------- Yo he oído primero que nadie los quejidos de Celia. Los otros han tardado un poco más. Las luces se encienden: pies que no tuvieron tiempo de calzarse se apresuran por toda la casa. Voces an-gustiadas de mi esposa, de Berta. Belí dice algo, enojado. Lloran los chicos. Emilia trata de acallarlos. Siento abrirse y cerrarse la puerta delantera: luego el zumbar de la motocicleta de Belí alejándose. Ahora mi esposa llora y Berta dice cosas incomprendibles en voz urgente y afligida, mientras Emilia va y viene a la cocina y los ruidos de la vajilla denuncian sus nervios desatados. Celia sigue quejándose desgarradoramente. Yo sigo sin prender mi luz; me oculto en la sombra como un cobarde. Cómo puede en un cuerpo muerto haber tanta amargura desbordando la garganta, oxidando la lengua? Se oye otra vez la motocicleta: un coche detrás: luego, como si un cuerpo enorme se introdujese en la casa desquiciando sin rumor puertas y descuajando tabiques. Breves voces gruesas entran, crecen, regresan, se alejan. Ya no se oyen los quejidos de Celia. El automóvil parte y la motocicleta detrás. Se cierra la puerta de calle. Yo quedo en el centro del silencio. Un silencio. Un silencio que tiene el mismo tamaño de la noche...
--------- Las luces llenas de la mañana me encuentran sólo: siento la casa desvalidamente enorme en torno mío. En el patio ladra el perro de Orlandito, abandonado también. Hasta el otro del espejo me abandona: no quiere verme; yo he cerrado los ojos. ¿Qué podrían decirme los suyos?
--------- Cuando la puerta de la casa se abre de nuevo, los pasos traen una calidad nueva: son desesperanzados, graves y urgentes. Arrastran muebles, dan órdenes recatadas. Una pausa luego: un coche se detiene junto a la puerta de calle. Sin que nadie me lo diga, sé que traen el cuerpo de Celia. Sin que nadie me diga nada, sé que es su cuerpo el que ponen sobre la mesa del comedor, trasladada a la pieza grande, aquella donde antes se reunían junto a mí para escuchar la radio. Sin verlos, veo el resplandor de los blandones. Sin oírlo, escucho el susurro de las cortinas. Sin oírlo, escucho cómo Boni le dice a Berta:
--------- -¿No se lo diremos a él?
--------- -De ningún modo. Le haría mal.
--------- -¿Qué estará pensando?
--------- -No se habrá dado cuenta.
--------- Sin verlos ni oírlos veo y escucho la salida del fúnebre cortejo. Estoy abandonado como nunca. Frente a mí, inmóvil, el otro no me mira. No podría soportar mi mirada. Cierra los ojos. Espera. Espera esa hora definitiva en la que todos los pasos dicen adiós, esa hora que la gente descuenta siempre de su tiempo como la moneda que se da por compromiso. Y la casa se vacía, se vacía de ruidos y de voces. En silencio espera para levantarse la ausencia de Celía, algo que se despega como un vaho de la pieza mortuoria, de la mesa enfaldada de negro; avanza, como un aire pesado, como el relente soso -tierra y vacío- de un viejo cántaro seco, por el pasillo. Está aquí, en la puerta. Penetra enorme, nauseoso; me toma por la espalda, me sumerge, entra por mis poros, me sube hasta el corazón, me sale por los ojos en lágrimas que el otro no ve, no verá nunca.

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--------- Cuando vuelven, ya anochecido, los pasos y las voces son como pisando tierra blanda. No se pone la mesa para cenar. Emilia me trae leche por toda comida y dice al salir, de un tirón, como echando un paquete sobre una silla:
--------- -Celia se fue a Formosa.
--------- Es verdad que Celia hace rato quería irse allí. Yo no pregunto:
--------- -¿Sin despedirse de mí?
--------- ¿Para qué? ¿Para que tengan que seguir mintiendo? Pero escucho sin oír:
--------- -No ha preguntado nada...
--------- -Nada.
--------- -¿Lo ves? El pobre ya no gobierna.

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--------- Cuando se es pobre, pobre, se echa mano, en los apuros, de cuanto se tiene, para remediar. Mi esposa ha vendido seguramente sus joyitas últimas para pagar el entierro. Luego ella y Berta han recorrido la casa buscando por todos los rincones qué es lo que se puede vender. Y han encontrado el ropero. Dan poco por él. Pero lo poco que den viene bien. Lo compra la madre de Luci, la vecinita, que se casa pronto. Lo van a modernizar, dicen, sacándole el horrible cajón de abajo, desmochándole el frontispicio que lo hace parecer un retablo. Se lo llevarán y el espejo se irá con él.
--------- Hoy amanecí sin el ropero. Sin el espejo. Inútilmente prendo la luz de noche. Ya no existo. Nadie me mira cuando yo lo veo. --------- Estoy listo para el entierro. Estoy maduro para la muerte. Esta mañana Berta lo ha dicho. Lo he oído sin escucharlo:
--------- -Papá está muy mal. Fíjense la cara que tiene.

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--------- Hay demasiado silencio en la casa. Es cierto que ya no está Celia. Pero tampoco están las criaturas. No sé dónde se las han llevado. Piensan que no deben estar por acá, estos días. Tampoco se oye al perro. No me interesa. Mi esposa y Berta entran más a menudo en el cuarto. Me dirigen rápidas ojeadas. Me hablan. Pero no las oigo. No quiero oírlas. Es otra voz dentro de mí, lo que estoy tratando de escuchar. Una voz que tiene algo para decirme; algo que no sé que es, pero que preciso oír para cerrar los ojos en paz y encontrar en el fondo de ellos algo parecido a un espejo. Un espejo infinitamente vacío donde "él" ya no me espera.

1962-1966

 

Prometeo

a Roque Vallejos

--------- Sólo. A oscuras. Tendido de espaldas, sujetos los pies, sujeto el torso por debajo de los brazos, sujeto el cuello... adónde? supongo que a dispositivos especiales de esta cama-caja que me contiene. Que contiene mi cuerpo. No puedo, aunque lo procuro, pensar en ambos -mi cuerpo, yo- como en mí sólo. Mi cuerpo y yo. Pensé alguna vez así antes? No recuerdo. Sin duda a veces parecía establecer esa dualidad inevitable cuando decía: Me duele el cuerpo. Se me enfría el cuerpo. Tengo el cuerpo afiebrado. Pero no es lo mismo. Mi cuerpo entonces era algo hipostático conmigo, intransferible, impensable lejos y separado de mi yo: existía entre ambos un pacto cuya única revocación posible, permitida y presentida, era la muerte. Y con qué tremenda angustia visualizaba yo ese instante en el cual mi cuerpo cesaría de obedecerme, de sentirse mío, de seguirme. Yo pensaba: Cuando yo muera. Cuando yo deje de vivir. Mi cuerpo, un poco torpe, un poco remiso, pero dócil al fin y al cabo como un caballo que hemos visto nacer y con el cual hemos crecido trotaba conmigo, a cuestas con mis pensamientos, menos preocupado él de su destino último, delegando en mí toda gestión, aunque a menudo tan frágil y tan acorbadado ante las cosas transitorias. Ánimo -le sentía decir yo- con tal que tú sobrevivas de alguna manera, qué importa lo que sea de mí?... Yo sé que siempre hallarás una manera de recordarme, de recordar cómo era, de perdonarme mis flaquezas, de absolverme. Y acaso podrás seguir mis rastros, con tu mirada ya no sometida a mis pobres cristales marcesibles; perseguir mi fuga innumerable por las cuatro esquinas del mundo: sonreír ante el libertinaje de mi loca diáspora. Y me sentiré menos desterrado y solo...
--------- Sí: era algo tan familiar y conocido; algo no tan grato a veces -quién está del todo conforme con su cuerpo a los cincuenta años?- pero siempre perdonable, porque cargó y calló todas mis debilidades.
--------- Ahora...
--------- Ahora mi cuerpo es tierra desconocida en la que quiero plantar mi memoria como una planta traída de otro huerto, y golpeo siempre en piedra; una superficie siempre igual, rasa, dura, impenetrable. Ninguno de sus rincones cobija un recuerdo mío, hizo carne un apetito mío, albergó una alegría mía. Ni siquiera oculta una vergüenza que pueda llamar mía. Es prodigiosamente puro de mí, sabio sin mí. Ah, pero también pecador y sucio sin mi consentimiento, condenado sin mí, y por eso, yo con él. Me obedece en los detalles cotidianos, en cosas de la fisiología elemental (no es que se obedece, a sí mismo, ahí; o que se sirve, taimado, de mí, sin que yo lo sepa, como aquel que obtiene informes de los empleadillos subalternos, a espaldas del jefe?). No le he puesto a prueba en más hasta ahora. Me obedece, pero no me confía, no me confiará nunca su experiencia, no me entregará nunca su historia y yo me siento huérfano del mundo, al faltarme esa biografía, con sus éxtasis y sus cobardías, sus ascos y sus sacrificios, su pureza y su miseria, sus virtudes y sus vicios.
--------- Pienso en mi cuerpo, antes. Tocar cada pedazo de él era poner en marcha el itinerario de viajes arrollados como el hilo en los carreteles, en la memoria; agitar la campanilla que desdoblaba voces desvanecidas; era recomponer el mapa de un mundo disgregado como las piezas de un rompecabezas, presto siempre a reintegrarse bajo una luz diferente, como un paisaje de montaña en sus cambiantes bajo las nubes viajeras. Tocaba mis labios, y los besos de los amores olvidados retiñían de nuevo persiguiéndose unos a otros como los sonidos de una cadena de fugitivas campanillas: las palabras de amor, las palabras traicioneras, los ayes de dolor, volvían en bandadas, como gorriones arregostados a la era. Tocaba mis piernas; y todas las locas carreras de la niñez, las errandas soñadoras y aventureras de la adolescencia; las obscenas prisas de una juventud no siempre casta ni contenida; los pasos vergonzantes o del hombre maduro, de regreso del desencanto, volvían a so-nar sobre los pavimentos, hacía rato descartados, de salas deshabitadas, de calles ya ciegas, de caminos despoblados. Tocaba mis cabellos; y era toda una gavilla de dedos huyendo de ellos como golondrinas a refugiarse en el corazón, a veces con un ruido seco de tijeras malignas o un lento sedimentarse de claridades lastimeras sobre sus hebras aún vivaces. (No me he mirado aún al espejo: qué color tienen ahora mis cabellos; qué perfil mi rostro, que yo amaba con un amor hecho a veces de odio y de pena?... Mi rostro, sobre todo. Al levantarlo hacia mis visitantes, tengo la impresión de que levanto una máscara, un forro que no me pertenece; que me ridiculiza y traiciona con su sonrisa o su angustia). Tocaba mi sexo, y brotaban espesas las aguas cenagosas del recuerdo arrastrando los ahogados sin rostro del deseo hacía rato descompuesto y podrido a la orilla de caminos por donde no quise nunca volver a pasar. Volvían senos y caderas a diseñar sus curvas en mi memoria y con ellas el vaivén de un oleaje agrio: a veces hastío, a veces nostalgia, hasta odio, a veces.
--------- Pero este cuerpo que me encadena y me lastra, que me da habitación, y es mi celda, no puede saber nada de ello. Lo ignora todo de mí, como yo lo ignoro todo de él. Mis manos, sé que son más grandes, más toscas, que las otras; dieron golpes por los cuales yo no puedo pedir perdón, realizaron trabajos cuyo fervor o desencanto yo no conocí, acariciaron cuerpos en los cuales mis riñones no se derramaron, se alzaron para maldecir o bendecir lo que yo no odié ni amé. Mi sexo desperdigó quizá hijos, hijos que yo no he engendrado; ha tenido desfallecimientos de cuyo naufragio yo no guardo la huella. Y quizá ha hecho también el mal. El sexo del hombre es una posibilidad de hacer el mal. De herir. Cuando lo toco siento miedo; un miedo que hiela mis dedos. Antes no me avergonzaba. Quizá fuese lo mismo que ahora, un triste trapo de carne, que sólo ante el llamado del signo caliente y torpe recupera su forma y su designio. Pero yo lo conocía, lo llevaba a sabiendas; iniciando conmigo en la fiebre y en el hastío, con sus caprichos y sus limitaciones, con sus subitáneas arrancadas y sus amilanamientos imprevisibles. Yo lo comprendía. El mal que hice con él me pertenecía. Era todo mío. Su saber irrrenovable, su insaciada curiosidad; su lento apagarse, sus llamaradas súbitas, yo los conocía. Me conformaba con ellos, porque su traición permanente era lo único que podían ofrecerme. Pero este sexo cuyo letargo feral puedo palpar; yo no lo conozco. Derribado a mitad de la batalla, monto ahora un potro desconocido. Cabalgo una cresta de otros paisajes. Estoy atado como Prometeo; pero hasta Prometeo se extrañaría si bajo sus cadenas dejase de reconocer la dureza y el relieve de la roca del Cáucaso familiar a sus buitres.
--------- Y no me sirva de nada pensar que, si yo lo ignoro todo de él, él lo ignora todo de mí; porque, la partida no es igual. Él es quien ofrece al mundo su fachada y su estatua; yo soy el motor que nadie revisa, del que nadie se acuerda. Yo llevo su nombre.
Estoy encadenado a un cuerpo que se supone ha de obedecer como siempre lo que yo le ordene desde mi oficina caprichosa y regulada a un tiempo. Pero la pregunta angustiosa se resiste a aplacarse, está ahí, prendida a mi garganta. Me obedece efectivamente? Mi cuerpo de antes me obedecía, es verdad, hasta cierto punto. Pero yo conocía ese punto; habíamos crecido juntos, tanteando en los años como a través de túneles oscuros a veces, a veces fulgurantes como de irradiantes gamas. Sabíamos acompañarnos. Y si cometíamos desaguisados mutuos, nos perdonábamos. O nos resignábamos el uno al otro, sin demasiada protesta. Ahora, yo no conozco su punto, él no conoce el mío. Aunque ambos quisiéramos, nada podemos hacer. Él tiene su son y su maraca; yo tengo mi canto y mi compás. Ahora mismo...
--------- Ahora mismo, cómo sé yo que no está oyendo lo que pienso, precaviéndose, preparando su resistencia? Dispuesto a presentarme su ultimátum a cada volición, a cada decisión. Díscolamente proyectando negarse a una sumisión en cuyo contrato él no ha participado. Aunque su lengua haya dicho sí, y su mano firmado. Porque el que firmaba era ya un dimitente, y carecía de poder para firmar. Aunque creyese tenerlo. Aunque pensara que en aquel momento realizaba el más intenso acto de voluntad de su vida. Y yo no estaba allí para decir mi palabra. Para consentir o rehusar.
--------- Estoy encadenado a la roca como Prometeo. Antes lo estaba también. Pero ahora no reconozco más mi Cáucaso, no es ésta mi roca; he perdido mis abismos y mis cumbres familiares, desconozco estos vértigos. Zeus ha faltado a su palabra. No podemos conocer dos Cáucasos; basta y sobra uno para el castigo. Necesitamos un castigo conocido. De todos los desconocidos que me rodeaban, el menos desconocido era mi cuerpo. Eso hacía soportable la vida. Ahora ni eso conozco. Es demasiada soledad, demasiada soledad. No lo acepto. Y en cuanto me desaten...
--------- ... Sólo me punza, de repente, la idea terrible. Tal vez él quiera vivir, y se resista... Me obedecerán sus manos cuando yo mande mi señal desde mi jaula ajena?... Me obedecerán?

1967


 

Sisé

--------- El hombre -chata escultura, casi relieve en la luz dura del amanecer- afirmó entre la rota maleza la pierna embarrada; en la máscara pétrea del rostro se clausuró la mancha amarillenta de una esclerótica. Se echó a la cara el fusil. El informe bulto doblado sobre las plantas de maíz no alcanzó a oír el tiro; pero se echó atrás en un movimiento sorprendido, casi gracioso, y quedó medio oculto entre las hojas secas, mientras la mazorca otra vez libre se balanceaba como jugando.
--------- El hombre se aproximó despacio, acompañado del sordo rumor de sus bombachas, el fusil en la mano, los ojos ahora dos cautas hendijas en la sombra del Stetson. Tocó el montón inmóvil con el pie. Por encima de la madera lustrada de una espalda, algo envuelto en una red oscura rebulló: una lerda arañita torpe que se desperezó, pareció ir a escapar, regresó de un desmayo, se abrió toda; y un quejido se disolvió en el aire filoso de la madrugada. El hombre se inclinó, echó mano al revoltijo, levantó hasta su rostro un burujón que se contorcía flojamente y piaba como un pájaro. Lo examinó con rápida ojeada, lo dejó en el suelo, tanteó otra vez con la puntera del pesado zapatón el bulto caído, sintiendo a través del rígido cuero la pesadez irremediable de su abandono. Miró un instante la espesa mancha que rodeando el cuerpo acrecía su contorno -curiosa sombra a favor de la luz naciente- alzó el montoncito oscuro, echándose la red al hombro, y se alejó en la misma dirección en que había venido entre neblina y rocío, esa mañana.
--------- Del fondo de la isla próxima, una mosca verde volaba ya veloz hacia el abandonado montón, como hacia una tierra prometida a su raza desde los siglos de los siglos.
--------- Cuando llegó a la casa, larga aún la sombra, y fría, en la mañana lila, charlaba el consentido loro hambriento en el hombro del peliblanco peón Luzarte -el único allí que se cuidaba de los animales- chirriaba la cadena del pozo hondo como la sombra misma del día recién nacido. La madre del hombre tomaba mate en el patio, allí donde la vieja palma espinosa se mimaba de orquídeas. El hombre dejó caer el burujoncito oscuro a los pies de la señora, le sacó la red sospechosamente parda. La señora lo miró, escupió en el solado:
--------- -Una cuñá. Podías háber tenido mejor ojo. Y enseguida:
--------- -Cambiate la ropa. Tenés sangre en la espalda.
--------- La cocinera llegaba con el mate de pesada plata. Lo entregó a la patrona; luego alzó a la criatura, le miró la boca como a un animalito:
--------- -Un año, a gatas.
--------- Lo dejó en el suelo y fue a buscar otro mate. Cuando volvió:
--------- -Tiene que tomar leche, la señora. Estos maman hasta tarde.
--------- La vieja hizo un gesto desdeñoso, entre dos chupadas:
--------- - ¿Quién va perder tiempo en eso?
--------- -Yo le daré. Yo cuidé el chanchito guacho, ¿te acordás, pa?...
--------- Y la cocinera se llevó la criatura a la cocina. Le dio leche, con la misma mamadera del chanchito, lavándola bien primero, claro. La mantuvo lejos de las piezas, para que su lloro -aunque pocas veces lloraba y tan bajito- no molestara. Y le puso entre las manecitas oscuras una vieja lata de café en la cual había encerrado unos porotos, que al agitar la lata sonaban suavemente. La criatura sentada en el suelo de la cocina, chupaba un hueso que la cocinera le pasaba de su plato, y de cuando en cuando se llevaba la lata al oído.

--------- La patrona, allá en la capital, iba siempre a misa; acá en la estancia no siempre podía; le pesaban mucho las piernas. Pero allá en la ciudad y aquí en el monte era igualmente católica. Fue ella la que dijo:
--------- -Hay que bautizar esa mitá cuñá.
--------- Fue asunto dilatado hallarle un nombre, porque a nadie se le ocurrió que ese nombre podía ser de todos los días, como Clara, o Teresa, o Juana, ni siquiera Romilda o Sebastiana. Por fin al viejo Luzarte le vino la idea de mirar un desgualdramillado calendario de veinte años atrás que constituía su lectura eventual. Buscó y buscó en el santoral. Y encontró Sisenando.
--------- -Sisenanda... Sisé... Eso era.
--------- Un nombre cristiano, y sin embargo, no demasiado parecido al de los otros cristianos. El viejo peón de blanquecino bigote y modos bondadosos fue el encargado de llevarla a la iglesia al arzón de su montado. En la iglesia se vio en apuros. El cura era hosco, de pocas palabras y modos impacientes.
--------- -Hay que tenerla en brazos.
--------- -¿En brazos ... ?
--------- -Mientras se administra el sacramento. ¿No sos vos el padrino?...
--------- -¿El padrino?...
--------- Con esto no había contado el viejo Luzarte. Pero ¡qué iba a hacer! Fue padrino. El cura le puso la criatura la sal en los labios, como si la castigase. Con el mismo aire enojado le untó la frente con el crisma. Recitó sus latines corto y frunció, mientras la niña paladeando con extrañeza concentrada la sal le fijaba las dos lunitas negras de sus ojos.
--------- -Y no olviden enseñarle la doctrina.
--------- Luzarte se sentía un poco ridículo. Sus compañeros iban a burlarse de él. Luego se tranquilizó. Si él no contaba nada, nada se sabría.
--------- -Sí, paí.
--------- Y luego, innecesariamente:
--------- -La patrona no quiere herejes en su casa.

--------- Los días pasaban, metálicos y ardientes, dejando su huella abrasadora sobre las islas, borrando las charcas espesas; o ensanchando el verdor de los matorrales, agrandando las lagunillas hasta pintarlas de un azul profundo por donde pasaba el tiempo embarcado en nubes y en el olvido de todos los relojes. Pasaban los días ardorosos o escarchados, y las manchas del ganado cambiaban sus mapas en atropelladas idas y venidas sobre los caminos. Los tocones que señalaban el despojo gradual del bosque iban perdiendo su desnudez de juventud pulida, ennegrecían, se jubilaban del carnaval bajo la luna, masticados por la podredumbre. Y en la cocina ahumada, tenebrosa, donde el fuego nunca dormía, la pequeña sombra apenas más clara que su propia sombra iba y venía, de un lado a otro; crecía como pidiendo perdón al tiempo, recogiendo, de los días desvanecidos como sueños, un poco menos de su desnudez de madera pulida, un poco de cabello sobre los ojos, un poco más de redondez en las mejillas de lustrado lapacho. --------- Tres destellos blancos -dos los ojos, uno la boca- la acompañaban en su humildad y se abrían temerosamente sobre su oscura ansiedad de sobrevivir. La vieja cocinera era la única que le hablaba, pero hablaba muy poco; entre ella y la criatura que aprendía apenas a deslizarse, como de prestado, en aquel mundo incomprensible, sólo existía el puente de unas palabras, siempre las mismas, siempre repetidas. Los peones a veces le decían algo, que Sisé no acababa de entender si era para ella o era entre ellos de ella, y terminaban riendo: sus risas la asustaban.
--------- Un día la cocinera le puso en la mano el mate de labrada plata maciza; con una mano en su espalda y llevando la otra la pava hirviente, la empujó hacia el corredor, donde la señora echada en la mecedora balanceaba su mugrienta zapatilla de cuero a ras del suelo. Le puso bajo las sentaderas un banquito apenas más alto que el misal de la señora, y le dijo:
--------- -Ahora serví el mate a la patrona.
--------- Fue el comienzo de un aprendizaje en el cual el líquido del plateado porongo se juntó muchas veces sobre su rostro con las lágrimas; pero mucho más caliente que ellas, ah, mucho más caliente.

--------- Sisé fue creciendo. La tez color miel de abeja oscura, la piel pulida como los muebles de jacarandá de la sala, las pupilas grandes como dos lunas negras, los labios morados, como cortados en la flor un poco obscena del bananero. Ya llegaba a la cintura de la cocinera, cuando ésta se acostó, una noche, y no se levantó más; tendida como estaba la pusieron en una larga caja negra que alguien trajo en carreta de alguna parte -qué ocurrencia, meter la gente en cajones- la cargaron en la misma carreta y se la llevaron. --------- Dónde, nadie lo dijo, o si lo dijeron ella no lo entendió. Abandonada por horas en la cocina, Sisé rompió de pronto en un largo alarido, de bestia salvaje; y luego otro, y otro. Un perro, allá en el patio, se sintió solidario, y aulló. El patrón gritó algo desde adentro con su voz vozarrón de viento en el monte; un peón se sacó el cinto y le dio dos cintarazos a Sisé y otros dos al perro.
--------- Vino la cocinera nueva, una mujer flaca, bigotuda, impaciente, que gritaba a Sisé y la sacudía a cada paso como si sacudiera el trapo de cocina. Fue entonces cuando Sisé dio en huir. Tres veces huyó. Las tres veces la encontraron a poco buscar, porque el término de su fuga era siempre el mismo: la horqueta de algún árbol en la isla próxima. La descubrían los perros latiendo con rabioso anhelo al pie del árbol; los peones no sabían verla entre el ramaje, porque era oscura como él. Los perros la conocían, la dejaban circular por la estancia siguiéndola sólo con el leve giro de sus ojos perezosos; pero en cuanto escapaba habría bastado una sola palabra de uno cualquiera de los peones para que la destrozaran sin demora. Cada vez Sisé llevó una tremenda paliza que dejó moteada de manchas rosáceas su piel de lapacho. Por fin cejó. No huyó más. Pero siguió escondiéndose por los rincones inhallable cuanto más se la llamaba, y seguía creciendo y recibiendo palizas. Un buen día la cocinera aquella la miró de reojo, hizo una mueca, y dijo:
--------- -Es una indecencia que vaya así, pues. Ya demasiado se ve lo que crece.
--------- Y le echó entre los brazos un vestido viejo suyo, que Sisé se ató a la cintura con una piolita encamada que encontró entre las basuras del patio. Ya los senos punzaban la tela, y la cocinera le cortaba el cerquillo sobre la frente. Los peones la miraban cada vez más incomprensible y temerosamente. Aquel año, después de mucha lluvia y frío el viejo Luzarte desapareció del patio: tosió mucho en su pieza unos días, y luego se lo llevaron envuelto en una frazada en la carreta. Y fue para Sisé como si se hubiese apagado el fuego de la cocina en una tarde de invierno.
--------- Unos pocos meses más tarde una noche de luna llena, en que los perros ladraban mucho, la patrona tuvo un ataque, y se quedó acostada; pero a ella no la metieron en una caja no se la llevaron en carreta. Quedó en la cama, entre colchas de colores, y desde la cama gritaba con la misma voz del loro huérfano, y daba órdenes y hacía correr a la gente, y todo el tiempo Sisé estaba metiendo y sacando de la pieza jarras de agua, pocillos de tés de yuyos y bacinillas. Pero la señora ya no tomó más mate ni balanceó la zapatilla colgada del dedo gordo del pie, en el corredor. Ni volvió a pegar a Sisé. Le pegaban otros por orden suya. Con el talero. Menos la cocinera, que le pegaba con una ramita de typychá jhú, para que recordase.
--------- Fue al terminar esa misma primavera un día lluvioso, pero no de noche sino de siesta, cuando el patrón llamó a Sisé a su pieza, cerró la puerta, la tomó en vilo del brazo, la echó en la cama y desplomó sobre ella sus ochenta kilos de musculatura recia y de hueso pesado. Sisé creyó que el patrón la iba a matar: desorbitó los ojos, quiso sin duda gritar; pero el hombre le apretó la boca con su mano enorme como la paleta de blandear los bifes -india de mierda, callate- y la mantuvo muda a la fuerza durante mucho rato. Cuando la echó del cuarto, quedándose él boca arriba con el aire del que ha comido demasiado, Sisé se limpió con el borde del vestido. No se le movía un músculo del rostro, pero un agua lustrosa le corría mejillas abajo. La cocinera que vio antes que nadie el vestido manchado, rezongó ásperamente algo, pero no le pegó esta vez. Le pasó por las mejillas su delantal de dudosa limpieza, le dio otro vestido y quemó aquél en el fogón de la cocina.

--------- Se convirtió en una costumbre del patrón. Costumbre espaciada, porque sus sesenta y pico de años no le permitían ser muy frecuente en sus entusiasmos. Los peones estaban ciertamente al tanto de lo que ocurría. Era lo que tenía que suceder, y sólo esperaban que llegase el momento inevitable en que el viejo se cansara de Sisé y la dejara tácitamente a su disposición.
--------- Pero antes de que esto sucediera llegaron ese verano a la estancia los hijos menores del patrón, Nando y Toncho y su nieto Rucho. Veinticuatro, veintidós, diez años. La estancia se llenó de galopes, de polvaredas gratuitas, de gritos en desarmonía con el paisaje. La casa crepitó de carcajadas a deshora, de ruidos incongruentes. La postrada patrona pareció cobrar ánimos; Sisé no terminaba nunca de cebar mates, y en la cocina flotaba perennemente el olor del asado.
--------- Los pelirrojos Nando y Toncho desparramando en derredor sus miradas de halcones jóvenes, se dieron al punto cuenta de que Sisé era cosa del viejo. Durante quince días apretaron los dientes. Sólo durante quince días. Una tarde agobiante de febrero, Nando siguió a Sisé al bananal donde tiraba la basura y se le echó encima. Siguió haciéndolo siempre que se le ofrecía una oportunidad. Toncho al principio se reconcomía sin atreverse; pero terminó siguiendo los pasos del hermano, y aprovechándose de Sisé cuando el hermano levantaba el campo. Cómo, no lo supieron; pero el viejo se enteró. Sé sacó el cinto ancho como la palma de la mano, y Nando y Toncho con todos sus estudios universitarios, llevaron el torso a rayas por una semana. Pero aquellos azotes fueron a modo de pago y rescate. Porque el viejo no volvió a tocar a Sisé. Nando y Toncho quedaron dueños absolutos de ella. Los peones asistían a las peripecias con amarilla sonrisa. Muchas veces cobró Sisé porque se la llamaba y no acudía; estaba debajo de alguno de los muchachos allá en el bananal.
--------- Rucho, morenito y pálido, apenas un poco más alto que Sisé, vagaba inquieto rehuyendo a sus tíos. Miraba a Sisé disimuladamente volviendo la cabeza cuando ella por casualidad lo miraba. Una vez se acercó a ella y le mostró una colección de tapas de cajas de cerillas, con caras de actrices. Sisé le mostró su cajita de café cuyos porotos hizo sonar. Rucho abrió la lata y sustituyó los porotos por unas municiones, con lo cual la lata sonó mucho, sí, mucho mejor. Cuando Rucho y Sisé se separaron, un peón, sonriendo suciamente dijo algo a Rucho. Rucho se puso colorado hasta las cejas, no contestó. Siguió sonriendo a Sisé cuando la encontraba. Y al hacerlo le parecía que él sonreía con todos los dientes de Sisé.

--------- Pasó el verano. En mayo se fueron Nando y Toncho y también Rucho. Pero fue al llegar los fríos de agosto cuando la cocinera una mañana rezongó mirando a Sisé.
--------- -Jesú, che Dió. Esta no parece casa de cristiano.
--------- Pero lo rezongó bien bajo por si acaso. Echó a los pies de Sisé unos trapos:
--------- -Ponete esa pollera. No podés andar así.
--------- Sisé endosó la pollera, ancha y largona, y disimuló su vientre engrosado. No supo porqué pero le agradó verse así, flotando dentro del género. Los peones le decían cosas y se reían, ella no les entendía pero se asustaba. Tenía frío: pero nadie parecía preocuparse por ello. Seguía trabajando como siempre, aunque aquella hinchazón incomprensible delante de sí la molestaba cada vez más. El patrón parecía no verla. Había dejado de cebar el mate a la señora, y le habían prohibido entrar en el cuarto de ésta, después que la patrona, mirándola, había entrado en una cólera terrible, había hecho llamar al señor y habían gritado los dos mucho rato, espantosamente. Los peones la miraban y hablaban entre ellos. Una siesta:
--------- - ¿Te animá?...
--------- -¿No te animá?...
--------- Sisé volvió a cobrar por no acudir a tiempo a los llamados.

--------- Sisé desapareció aquella mañana. Pero aunque se dieron cuenta muy pronto, nadie se preocupó en el primer instante de hacerla seguir con los perros. De todos modos, pensaban, no podría ir muy lejos. Todo el mundo estaba ocupado en la estancia. Había llegado el día anterior la señora Fausta. La mamá de Rucho. Al día siguiente llegaría el marido, el doctor. Habían enviado un árbol de Navidad y todos estaban encantados arreglando las cosas para la fiesta. Habían matado chanchos, ovejas, gallinas, patos. Era Navidad, y como la patrona estaba impedida en cama la familia quería hacerle la fiesta lo más alegre posible. La señora Fausta había traído un Nacimiento con un niño Jesús como nunca se había visto; con un vestido todo bordado y dorado.
--------- Pero a la mañana siguiente sí salieron en persecución de Sisé.
Al principio los peones quisieron seguir el camino del monte. Pero los perros se resistían. Se resolvieron por fin a seguirlos. La perrada no tuvo que ir lejos. Se internó en el maizal cercano a la casa. Y a las tres cuadras escasas, en medio del plantío, en un hoyo cubierto de hojas de maíz, estaba Sisé de espaldas, inmóvil y desnuda. Entre sus piernas había algo envuelto en el vestido que se había quitado, lleno de oscuras manchas. Los perros latían presos de una angustia distinta a la de otras veces, una angustia casi lastimera. No atacaban; gemían. Los peones se miraron unos a otros. Uno se inclinó, alzó el bultito, lo descubrió. Estaba frío; tan frío como la madre. Era un varoncito de tez mucho más clara que Sisé y pelambre rojiza.
Los peones dejaron otra vez el bulto en el regazo de la muerta. Uno de ellos se inclinó a su vez para recoger algo casi oculto bajo el cuello de Sisé. Era una latita de café herrumbrada que al removerla dejó tintinear dentro algo metálico. La hizo sonar un poco: luego la tiró por encima del hombro, entre los maíces.
... Caminaban los peones en fila india, precedidos por los perros. Allá lejos en el aire de la mañana se oyó un sonido flébil y gozoso. Era día de Navidad. La campana de la capilla lejana anunciaba la venida del Niño Dios.

1953



El canasto de Serapio

--------- Llegaban caminando, en rotosa fila india; avivando el cansado paso al divisar de lejos el mangrullo destacándose sobre el cielo azul frío de ese día de invierno. Al frente el viejo Paí Conché machete en mano. Tras él las seis mujeres. La más vieja, Ña Sotera, la primera, llevando, a medias con Lucía el sagrado bulto: la imagen de San Onofre. Inmediatamente después, Engracia, con su enorme canasto sobre la cabeza. Las otras -Librada, Lucía, Benigna, Catalina- luego, cargando cada una sobre la cabeza o al brazo sus pobres pertenencias salvadas del largo calvario. Por delante del grupo o detrás de él, a capricho, Luí, el mitaí, que, flaco y ojeroso, aún tenía ánimos para correr. Varias cuadras atrás, invisibles, avanzaban también, en la bruma del atardecer, la vieja mula con Don Luciano a cuestas y Marta su criada y mujer, a pie.
--------- El mangrullo ahora había desaparecido, tras los árboles, a la vista del grupo, conforme éste avanzaba. Pero la capilla estaba allí. Les esperaba. Y así se mostró de pronto al dejar el grupo atrás la arboleda y penetrar en el calvero de la plaza. Paí Conché se quitó el sombrero. Las mujeres -también Engracia, aplastada por el peso del canasto- se arrodillaron. Su rezo fue casi un alarido:
--------- -Gracias, Señor, por tu misericordia. ¡Gracias San Onofre! Has permitido que estemos otra vez aquí.
--------- Ña Sotera no quería esperar para devolver el Santo -su Santo: era suyo- a la capilla, aunque ésta se veía sin puertas, y sus pocos bancos astillados. Pero tuvo que renunciar a su deseo. Había que limpiar y reacondicionar la capilla, para que volviera a ser "decente".
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--------- Las casas, sordas y mudas, color de los huesos sucios de tierra, cobran vida. Las mujeres entran y salen buscando entre esas paredes para siempre quizás ya sin su antiguo dueño, la que mejor les acomoda: alguna quiere quedarse en la que era suya pero elige otra para estar cerca de sus compañeras. Reunen los pocos muebles desvencijados. Rebuscan en sus bártulos tratando de encontrar algo que comer. El mitaí recorre los dispersos naranjos en busca de fruta. Paí Conché echado sobre el pasto al sol, con el sombrero sobre la cara, duerme.
--------- En una de las casas menos destruidas -una pieza grande cuya puerta ha resistido a los años de abandono- Engracia, después de barrer meticulosa con la improvisada escoba de ramas, ha colocado en un rincón el enorme canasto que trajo sobre la cabeza leguas y leguas, días y noches, y en el cual duerme su hijo. Serapio el mutilado. Serapio, al cual le faltan las dos piernas.
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--------- Serapio Rojas era el único hijo de Engracia Rojas, resultado del encuentro de ésta con un arribeño, quizá no muy lindo ni guapo, pero audaz y maravilloso guitarrero; no muy trabajador de día pero activísimo de noche, hasta el punto de ser recordado como viril campeón en los pueblos que había visitado. El idilio duró muy poco. Lo que se precisó para que el Romeo se diera cuenta de que su éxito con las muchachas de la compañía iba a ser pronto inevitablemente publicitado. Y acometido de repentina modestia, desapareció rumbo a otros pagos.
--------- Engracia trasegó con resignada melancolía los meses que faltaban para la llegada de su vástago, sin otro trabajo que pasar por alto las borrosas protestas de su vieja abuela paralítica a la cual mantenía haciendo chipa. Cuando llegó su criatura, sana y robusta al parecer, se sintió contenta de no compartirlo con nadie, ni aun con la abuela, porque ésta eligió para ausentarse del todo esos mismos días. Crió a Serapio consentido y mimado conforme al uso de las madres de su condición y su tiempo. Y Serapio creció; y aunque no se podía decir que fuese un Adonis, seguía por lo menos robusto y sano. Trajo no obstante al nacer un defecto de dificil corrección y que le dificultaba bastante su manejo en la vida: era sordomudo. No pudo pues aprender guitarra como el padre (como era quizá el secreto sueño de Engracia) por su sordera; pero ser mudo no fue óbice a que tuviera éxito con las mujeres, pues a falta de palabra desarrolló una mímica específica muy exitosa, aparte otras facultades al parecer muy convincentes; heredadas del padre que no conoció.
--------- Engracia se veía muchas veces negra para satisfacer los caprichos del hijo -camisa nueva, pantalón bien planchado, platita para los sábados-. Pero lo hacía con placer. No tenía otra ilusión que el hijo. Para ella era como si se hubiesen acabado los hombres. --------- Y así no quería nunca ver a Serapio mucho rato lejos de ella. Que se enamorara cuanto quisiera, y que embromase a la que se dejara embromar, no le importaba. Hasta es posible que hallase un cierto placer secreto cuando se enteraba de alguna hazaña del hijo. Pero que no le viese con síntomas de marcha hacia el casorio, o sucedáneo de éste, porque se ponía frenética.
--------- Al comenzar la guerra, Serapio, con veinte años cumplidos, fue de los primeros que salieron de San Onofre como de otros pueblos, en grupos reunidos y encaminados por las autoridades para instrucción idónea al Campamento de Cerro León, y de allí al frente. A Engracia no se le ocurrió preguntar a la autoridad si los sordo-mudos también tenían que ir a la guerra; y las autoridades no parecían haberlo tomado absolutamente en cuenta, pensando quizá que un fusil o un machete no se manejan con la oreja ni con la lengua, sino con las manos.
--------- Engracia lo vio partir, como otras madres, vendándose el alma con la radiante convicción de que su hijo iba a cumplir un deber que no podía menos que reportar grandes satisfacciones a todos. Y siguió trabajando conforme a consignas acogidas con entusiasmo, para enviar vituallas al ejército. Vendas, o calzoncillos o camisas de poyvy, o ponchos, o fruta, o chipa, o mandioca. Cada vez que efectuaba una entrega, Engracia se sentía feliz con la idea de que al mandarlas estaba contribuyendo también al bienestar de Serapio.
--------- Pero llegó el aciago momento en que no pudieron seguir trabajando en sus capueras; vino la orden de seguir al ejército en retirada, no sabían hacia dónde ni por cuánto tiempo. Y allá fueron: aunque ni aun arrancadas de su querido pegujal se resignaban a estar inactivas; y en cuanto la permanencia en el campamento les daba lugar a ello, se ponían a sembrar, hilar, tejer. Y cuando había combates no entendían sino dos palabras: victoria y derrota; y con una u otra, muertos y heridos. Y obraban en consecuencia.
Durante cuatro años Engracia supo a menudo de su hijo, gracias a que su condición de sordo-mudo lo hacía más fácilmente localizable. Dios y la Virgen de Caacupé lo conservaban vivo; y parecía muy popular.
--------- Fue en Piribebuy donde Engracia recuperó a su hijo, aunque no como pudo desearlo. Al empezar la batalla Serapio estaba vivo, aunque más flaco; había aprendido a gritar más alto y fuerte. Pero al cuarto día, en la acción final, Serapio, si volvió de la trinchera, no lo hizo por su pie. Una granada le había destrozado las piernas, rodillas inclusive. Nunca supo Engracia cómo se dio con él y lo recogieron. Lo daban por muerto; pero un doctor inglés -nunca pudo repetir su nombre- aun dando poco por la vida de Serapio, probó a salvarlo cortándole las machucadas extremidades. Sin anestesia: por suerte estaba desmayado. Lo encomendó a Dios, porque realmente nada más se podía hacer: ni siquiera vendas había. Engracia rasgó lo que restaba de sus en otro tiempo crujientes enaguas y luego tejió rústicas vendas de roído algodón recogido en un campo abandonado.
--------- Pero el enemigo apretaba. La retirada debía seguir. Engracia, desesperada se encomendó a la Virgen de Caacupé. Y se disponía a cargar a su hijo a cuestas y llevarlo en sus brazos hasta donde pudiera -pesaba poquísimo, reducido a huesos en su restante humanidad; pero siempre mucho para carga de una mujer desfalleciente-. Fue cuando la Virgen de Caacupé le puso al paso aquel enorme canasto. Habría contenido ropas de gente rica, quizá de la Lynch. Caído de una carreta, alguien había recogido el contenido, sea el que fuere; pero había abandonado el canasto. Engracia recostó en él el cuerpo mutilado de su hijo y se lo acomodó sobre la cabeza como supo. Ni siquiera tenía con qué hacerse un apyteraó. Y emprendió camino, seguida por varias mujeres, dos o tres viejos tembleques y unas cuantas criaturas. Cuántos días, no supo. Sólo recordaba que en el camino alimentaba a su hijo con maíz cuyos granos ella mascaba previamente porque el muchacho estaba demasiado débil para masticarlos. Pero Serapio sobrevivió. Los muñones cicatrizaron. Lógicamente, sin embargo, le sería ya imposible en su vida caminar por sus medios.
--------- Al no conseguir un lugar para Serapio en alguna carreta que alcanzaba al grupo o que lo sobrepasaba -todas iban desbordando- Engracia tuvo que continuar llevando el canasto en la cabeza. Hasta el final. Pero entretanto, en el largo camino, y fatigados hasta la muerte, incapaces algunos de dar un paso más, sorbidas las fuerzas por el hambre y la fatiga, Engracia y su grupo, aumentado, fueron alcanzados por los brasileños.
--------- El mísero grupo esperaba ser masacrado; pero no fue así. Los brasileños les dieron de comer y los hicieron descansar aunque no dejaron de lanzar algunas pullas sobre lo que significaba que el Mariscal les hubiese estado matando de hambre y que ellos, los brasileños, fuesen los que les dieran de comer. Libres, pocos días después, para seguir camino, Engracia, junto con cinco mujeres de su mismo pueblo, con el viejo Paí Conché y un adolescente huérfano, pudieron volver atrás para tomar el desvío que en fatigosas jornadas las llevasen hasta las orillas del Ypoá.
--------- En el camino se les había sumado don Luciano, el viejo ricacho usurero que había sobrevivido sin mucha penuria, parecía, aunque nadie supo cómo; y a su sirvienta y mujer, Marta, que no pocos desagrados les habían traído en el camino con su terquedad y abuso, queriendo disponer jornadas y menesteres de viaje a su gusto. Don Luciano, no se supo cómo, disponía de una mula vieja y flaca, pero que aún le ahorraba a él caminar; jamás ofreció -ni lo esperó nadie- la cabalgadura para llevar el canasto por un rato siquiera y desentumecer él las piernas caminando.
--------- La guerra había terminado ya hacía meses cuando por fin alcanzaron su pueblo. Pero no sintieron, carne y alma, que ella había terminado, hasta el instante en que vieron de nuevo el campanario de su iglesia.


* * *

--------- Durante los primeros meses no pudieron las seis mujeres, con Paí Conché y con el adolescente Luí -con el viejo usurero y con su mujer no había que contar- pensar en otra cosa que en prender de nuevo raíz en el terrón de la antigua vida. En adecentar sin tener con qué la capilla lo primero (aunque se resignaron a verla sin puertas hasta que el Señor y el mismo San Onofre dispusieran) las viviendas. En cavar o algo parecido -con el machete de Paí Conché, una pala mellada y varios palos aguzados- un par de hectáreas, en las que, recogiendo, en los restos de las antiguas chacras, semillas menesterosas, sembraron un poco de maíz, de algodón, de poroto. Los plantíos de mandioca abandonados aún fueron, aunque leñosas y sin gusto las raíces, provisión bien recibida; plantaron los liños nuevos que fue posible. Las mujeres se turnaban para acompañar a Paí Conché en la pesca y para preparar la comida en común en los primeros tiempos y aún después.
--------- Pero cuando la dolorosamente gustosa y maravillada fiebre del regreso hubo cedido un poco, a los pocos meses, las mujeres empezaron a sentir extrañas añoranzas e imprecisas melancolías. A sentir que las tardes caían agobiantes de dulzor y las noches parecían llenarse de indefinibles pulsaciones de vida. Las estrellas allá arriba guiñaban picando como sal implacablemente los ojos y su titilar llovía en el corazón no sabían qué misterioso penetrante desasosiego. Ña Sotera era ya vieja. Engracia aunque tan joven como alguna de las otras no sentía ese desasosiego, sino bajo la forma de una constante súplica sin palabras por el hijo en el canasto. Pero Lucia, Catalina, Benigna y sobre todo Librada, que eran tan jóvenes como Engracia o más, lo sentían en la raíz de la entraña. Sin saber cómo se volvieron irritables e imprevisibles, mostrándose a ratos encarnizadas en el trabajo y otras gritando díscolas que necesitaban descanso.
--------- -Para quién picó que vamo seguir trabajando.
--------- Se produjeron discusiones por motivos fútiles: algo que antes jamás había ocurrido. Se le encontraron defectos antes desconocidos a Paí Conché y la despectiva palabra viejo se oía con demasiada frecuencia. El adolescente Luis participaba también de las consecuencias de esta mala disposición de ánimo.
--------- -Muchachito inservible.
--------- -Mitaí tepotí.
--------- Por otra parte, Serapio, nunca fácil de tratar, se mostraba de más en más insoportable. Mimado por la madre, que renunciaba en él a todo alimento y casual provista, engordaba a la par que su madre enflaquecía, y la vital superabundancia a la cual parecían haber puesto un paréntesis sus lesiones, la operación y la larga convalescencia, se manifestaban de nuevo en lastimosa forma. --------- Costaba retenerlo en el canasto; si no se le ataba con un cinturón se volcaba del canasto y se arrastraba por tierra.
--------- La situación duró, con altibajos, algún tiempo. Y sucedió lo que sucedió.
Nadie supo cómo, pero sucedió. No necesitaron las mujeres seguramente conversar para ello, ni tampoco confidenciar ni ponerse de acuerdo. Por allí anduvo maniobrando un duende que con misteriosa pero unánime brújula las llevó a todas las cuatro a la misma conclusión y decisión. Y se manejaron, justo es decirlo, con una discreción exquisita. Catalina, la más viva, fue la primera en abordar el asunto. Engracia por entonces estaba muy desmejorada; tenía fiebre y tosía mucho; y tras cuidar todo el tiempo al hijo, velarlo de noche le resultaba muy fatigoso. Caída en su yacija en el suelo, no podía ya atender a Serapio al alocado ritmo gritón de éste, y el mutilado se mostraba insoportable, gritando a más no poder a toda hora y echando mano a las pantorrillas de las mujeres en cuanto rozaban el canasto. Catalina se ofreció gentilmente a ayudar a Engracia dándole descanso: para ello se encargaría del cuidado del mutilado: lo llevaría a su casa dos o tres noches a la semana. Engracia volando de fiebre dijo que estaba bien; que lo llevase. Y así lo hizo Catalina. A los dos días Benigna y Lucía hicieron a la postrada Engracia el mismo ofrecimiento; cuidarían a Serapio un día cada una. Vino Librada después, con la misma oferta. Y la caritativa prestación de servicios funcionó. Con una regularidad maravillosa y sin fallas, cada mañana la mujer que había cuidado el día y la noche anterior a Serapio, llevaba a éste a la casa de la siguiente, que a su vez hacía lo mismo; y así sucesivamente. Engracia se recuperó algo, a las pocas semanas; pero no se habló de cambiar el régimen: sólo Ña Sotera se fue a vivir con ella. Engracia visitaba a su hijo todos los días hacia mediodía llevando siempre algo de comer, con el pretexto de llenar algún capricho de Serapio; en realidad para que éste no gravase la escasa despensa de cada una. Serapio no parecía necesitar mucho a su madre.
Pero si ni las mujeres ni Engracia tampoco hablaron jamás del reparto de este quehacer samaritano no por eso el tácito convenio pudo permanecer oculto o mantenido dentro de los límites parvos de San Onofre. Imposible decir cómo trascendió y circuló más tarde por muchos lugares hasta convertirse en chiste picante en el que quiso cuajar el drama de aquella época arrasada de hombres.
--------- A Serapio se le veía ahora como rejuvenecido, animado, casi alegre, con una alegría que le barnizaba los ojos y le hacía descubrir en la recuperada sonrisa su deteriorada dentadura. No gritaba ya, dormía mejor, de día al menos; comía como nunca. Las mujeres por su parte parecían ahora más dispuestas para el trabajo, más animadas; y se notaba en ellas una evidente apacible aceptación de los inevitables desagrados de su vida. Ya no increpaban a Paí Conché ni al mitaí. También en Engracia se manifestaron ciertos cambios. Contra lo que se pudo presumir, se la vio más delgada, más demacrada y fatigada y en su cabello negrísimo aparecieron canas y en su mirada la velatura de una especie de impuesta resignación. Sin embargo, en el fondo se sentía satisfecha porque su hijo estaba ahora amparado por la solicitud de estas mujeres y vagamente acariciaba la esperanza de que a través de alguna de ellas pudiera ver realizadas las esperanzas que un día puso en Serapio.
--------- No fue defraudada. Con intervalos diversos, Librada tuvo una hija. Benigna y Catalina sendos varones. Lucía mellizas. No hubo nadie a quien la cosa chocase. Si acaso, el viejo usurero. Ni siquiera Marta, su mujer, a quien el viejo, avaro en todo, decían las mujeres, no había dado un hijo. Nadie abrió la boca. Ña Sotera no alzó ni una vez los ojos hacia Engracia buscando en esa mirada permiso para confidencia o comentario. La mirada de Engracia estaba siempre lejos del alcance de las otras. El único que llegó a rezongar muy bajito alguna protesta e insinuación dirigidas al mundo en general y a nadie en particular, fue Paí Conché. Pero cuando en única ocasión se permitió dirigir unas palabras un poco fuertes a las mujeres llamándolas perras, aunque sin especificar la razón del epíteto, las mujeres reaccionaron en forma tan violenta, refiriéndose a la escasa eficacia colaboradora del viejo en cualquier menester, que Paí Conché se hundió el sombrero hasta la nariz y no volvió a hablar sin comunicárselo entre sí, todas las mujeres reaccionaron íntimamente en la misma forma: envidia que tenía el viejo. En cuanto a Luí, miraba cuanto podía, se le encendían los pómulos y ya le llenaba un vello el espacio baldío entre nariz y labio; pero no decía nada.
--------- El diáfano secreto se mantuvo, pues aun cuando las criaturas eran ya seis y luego llegaron a nueve. Para entonces Luí había cumplido dieciseis y se hacía cada día más útil. Librada y él desaparecían, dicen, simultáneamente, en las siestas. Pero a nadie importaba mucho eso. No había por entonces quién sufriera celos. Paí Conché perdía a ojos vistas su interés y Serapio veía el suyo siempre atendido. Luego el pueblo empezó a crecer, poco; poco es algo. Dos parejas campesinas, llenos de cicatrices ellos, veteranos; con sus mujeres. Un joven que sabía leer y escribir y contar y quería ser maestro pero no halló nadie a quien enseñar ni tampoco lo suficiente que aprender, y se fue pronto. Llegó luego un brasileño simpático y dicharachero que puso un bolichito. Venía solo; y pensando, como el Señor, que no está bien que Adán viva solo, cortejó a Librada. Y ésta, que no era tonta, abandonó a Luí sin tambor ni campana y pasó con su hija al hogar del paulista. Luí no perdió tiempo. Cortejó con éxito a Benigna, que sólo le doblaba la edad.
--------- El brasilero comerciante había hecho venir a un pariente pobre que realizaba trabajos secundarios en Piribebuy, para ayudarle en el bolichito. Era un hombre de edad mediana, terriblemente feo pero servicial. Simpatizó con Engracia -la única persona en el pueblo que no lo trataba como a un perro- y desinteresadamente se ofreció a hacer algo para facilitar la vida al mutilado. Serapio se pasó casi una semana fuera del canasto, convirtiéndose en pesadilla para la escuálida Engracia, pues no había forma de retenerlo sobre un pirí y disfrutaba desplazándose de un lado a otro de la pieza y hasta afuera en la calle, rodando con la ayuda de los brazos, llenándose de tierra, de hojas secas y otros materiales menos líricos. Afortunadamente, Marcelino, el brasilero, no tardó más que esa semana en realizar su idea: reforzó el fondo del canasto, le acopló cuatro ruedas de madera, que si no eran la matemática del círculo se le aproximaban tolerablemente, y acolchó el canasto con loneta y algodón de desecho. ¡Ah! y una manivela rudimentaria pero que funcionaba lo bastante para manejarlo, conducirlo y frenarlo.
--------- Serapio estrenó este carrito un Sábado Santo. Fue un delirio. Se pasó el día maniobrando con el carrito, dando vueltas en él por la plaza, entrando en la capilla, haciendo carreras en ella hasta que se atascó entre dos tablones y hubo que sacarlo antes que le diese un patatús de rabia.
--------- En sucesivas jornadas de alborozado rally Serapio descubrió los domicilios de Lucía, Catalina y Benigna y se introducía en ellos gesticulando y llamando con gritos ahogados que le encendían el rostro de un subido y brilloso carmesí. A Catalina, que estaba en cama, enferma, la sacó de ella tirándole de un brazo, y la arrastró dos metros. Las mujeres ahora cerraban sus puertas mientras maldecían en guaraní puro o mezclado al brasilero. La gente reía. Ya todos sin que nadie hubiese dicho nada sabían el secreto del mutilado y del crecimiento infantil de la población: pero el cuento sólo empezaría a pertenecer al acervo común años más tarde.

* * *

--------- La vida de Serapio ahora se convirtió en una desesperada persecución del tiempo perdido. No podía comprender el abandono en que le habían dejado; hasta Benigna, decaída y ocupada todo el tiempo con sus cuatro hijos, sólo le prestaba desganada atención; y su hartazgo de años se había convertido en desesperado ayuno. Su persecución pareció fijarse en Marta, por la simple razón de que el papel de ésta al lado del usurero la llevaba a muchos recados fuera de la casa y ello la hacía toparse con Serapio cuantas veces éste se hallaba en la plaza. Que era a menudo, pues el mutilado era lo bastante inteligente para procurar la coincidencia. Perseguía a Marta frenéticamente. Marta se desesperaba porque, aparte de que la ponía en escandalosa evidencia, sirvienta como era no podía variar a capricho el horario de las salidas al boliche, a la fuente de la plaza o al lavadero en el río. Sin contar los celos del viejo usurero. Por deprisa que Marta corriese el mutilado le daba a las ruedas más prisa y la alcanzaba. Marta acudió a Engracia. Ésta le prometió ayudarla. Pero cuando quiso retener al mutilado dentro de casa en las horas pico de Marta, Serapio se irritó terriblemente, gritó hasta quedar ronco; la sangre se le subió a la cabeza convirtiendo su cara en una máscara roja, de espanto; la madre temió verlo quedar frito de un ataque y abrió la puerta.
--------- El amor del mutilado por Marta se convirtió en comidilla del pueblo, ahora aumentado con un español y su hijo muchacho, con dos veteranos jóvenes y dos mujeres, una madre con su hija ya madura. Serapio acechaba a Marta y saliendo de cualquier parte la perseguía gesticulante; a veces obsceno, donde quiera iba. Los ya crecidos chicos que jugaban en la plaza llegaron a hacer un deporte de su participación en la competencia, azuzando al mutilado mientras Marta, saltándosele las lágrimas de rabia, corría a refugiarse en cualquier casa en la cual no podía permanecer mucho porque el viejo usurero, su amo, la estaría esperando furioso y viperino.
--------- Un día Marta salió de su domicilio rumbo al lavadero. No vio al mutilado y creyéndose milagrosamente libre esta vez de él emprendió lo más rápido posible su camino al río descendiendo la breve cuesta. Pero Serapio la había visto y la siguió, gritando frenético. Marta corría con la esperanza de dejarlo atrás. Serapio le daba a la manivela cuesta abajo. La manivela ya cansada de manipulaciones eligió ese momento para romperse. Y sucedió lo que es fácil de imaginar. El canasto-carrito sin gobierno aceleró cuesta abajo y al no encontrar en el camino nada que lo detuviera se zambulló en el río: boca abajo para más. Marta, a dos varas, vio la zambullida, y corrió pidiendo a gritos auxilio. Al cabo algunos acudieron; pero ya nada pudieron hacer. Serapio estaba ahogado. Omanoité.
--------- O así lo dedujeron, pues el carrito-canasto -y con él el cuerpo del mutilado siempre sujeto a él por un cinturón- no fue hallado por los que acudieron al salvamento. El cuerpo apareció tres días después en un poblado situado unas leguas más abajo y fueron esos vecinos quienes le dieron cristiana sepultura. Dicen que la cruz allí plantada hizo luego varios milagros, y hasta llegó a levantarse una pequeña capilla. La verdad, según la conocemos, es que realmente el milagro estaría en que Serapio hiciera milagros.

1969-1980

 

 

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