Universidad de Chile

 

 

EL DIARIO DE LUIS OYARZÚN:

por Leonidas Morales.

 

1. LA CULTURA CHILENA QUE NO HA SIDO *


Entre los manuscritos de Luis Oyarzún (1920-1972), estaba su Diario de vida. Para mí, que ignoraba su existencia, conocerlo ha sido una inesperada y a la vez luminosa revelación. Oyarzún se refiere a él calificándolo de "íntimo". No corresponde entender la palabra como si lo revelado fueran las intimidades de un sujeto psicológico o biográfico, aun cuando tales intimidades no estén ausentes. El Diario es "íntimo" porque es el registro circunstanciado, la crónica de una conciencia "íntima": interior, emocionada, libre en su movimiento, sometida a sus propios límites. Una conciencia que se interroga en silencio y busca, obstinada, su verdad como una verdad del hombre. Pero no lo hace en el solipsismo de una subjetividad cerrada sobre sí misma, sino en la relación viva, como protagonista o testigo, con la realidad cotidiana y cultural del mundo contemporáneo. En Chile, fuera de Chile. En las ciudades, en la naturaleza. En el espectáculo de las calles, en la experiencia del amor. En los libros, la pintura, la música, los periódicos. En la política. Entonces, lo revelado en este empeño de la conciencia de Oyarzún por determinarse a sí misma en el diálogo con lo real, es un saber sobre el mundo contemporáneo y, dentro de él, como parte de él, aunque con rasgos diferenciados, un saber sobre Chile, el chileno y su cultura.
El Diario contiene alrededor de mil páginas de anotaciones. Las primeras están fechadas en 1949 (1), es decir, cuando Oyarzún tenía 29 años, y las últimas, en la víspera de su muerte. Cubren por lo tanto un largo período de veintitrés años. El conjunto no fue haciéndose sin contratiempos. De pronto descubrimos al autor confesando el extravío, o peor, la pérdida de algunos cuademos. En una oportunidad lo vemos ante la tentación de recurrir a su memoria, prodigiosa por lo demás, para reconstruir determinadas páginas. Pero de inmediato reflexiona, y concluye con un comentario desalentado: "desvanecidos los instantes" que las engendraron, "toda reconstrucción parece una impostura". En más de un pasaje se acusa a sí mismo, entre irónico y resigna-do, de "máximo desorden", y de no sostener una regularidad productiva en su trabajo. Pensaba probablemente en la escasa cantidad de ensayos y libros de poemas publicados. Sin embargo, y curiosamente, nunca interrumpió la continuidad de su Diario hasta el final.
¿Cómo entender esta constancia sorprendente, en apariencia contradictoria con su autoacusación de discontinuidad? El no ha dicho una sola palabra sobre este punto. Pero surge un principio de explicación si se relaciona su personalidad con el diario de vida como género. Es éste un género abierto a toda clase de solicitaciones y estímulos imprevistos de la vida cotidiana, y a las reacciones de una conciencia que construye sus respuestas. Un género así se avenía mejor con una personalidad como la suya: reacia al trabajo intelectual programado y sujeto a imposiciones formales, disciplinarias, tal como es uso en los medios universitarios, a los que Oyarzún siempre perteneció. Una personalidad, por el contrario, proclive sin remedio a dejarse seducir por la magia imprevisible del "instante". Por eso dice: "Yo no elijo. Soy elegido". Esta concordancia entre personalidad y género permite sin duda comprender la fidelidad por tantos años de Oyarzún a su Diario. Pero el resultado de esa fidelidad, es decir, el Diario, no fue comprendido por Oyarzún en su exacta medida como escritura, en su exacto valor literario.
Quien conozca las publicaciones de este autor, sabe que en ellas poesía y pensamiento crítico se alternan, no como universos separados entre sí sino convergentes en sus matrices profundas de sentido. Igual alternancia y convergencia se observa en el Diario. Los temas que aquí animan el pensamiento crítico, desarrollados a menudo con un impulso ensayístico, son literarios, artísticos, historiográficos, políticos, de so-ciología urbana, de antropología cultural. Haciendo visible, de paso, lo que siempre se supo de Oyarzún: que era un lector inagotable, portador de una cultura y de experiencias de vida insólitas por su universalidad e integración. Por otra parte, intercalados, numerosos borradores de poemas e incontables textos en prosa cuya marca dominante es el lirismo, suscitado, en ambos casos, por la contemplación de la naturaleza o la vivencia del amor. El elemento lírico en realidad es una constante: una corriente vibratoria a ratos explosiva, a ratos soterrada o latente, que recorre todas las páginas, haciendo así del Diario la escritura de un poeta. Esta escritura nunca cae en las efusiones sentimentales o en la falsedad disfrazada de las expresiones retóricas. Es, como dice Jorge Millas, "al par lírica, profunda y exacta"(2) .Más fresca todavía aquí que en los libros, porque es más espontánea y suelta.
Si bien la alternancia y convergencia mencionadas se repiten en el Diario, las diferencias son importantes. Por la misma estructura del diario de vida, el pensamiento crítico, por ejemplo, aparece más entrecortado y puntual. Pero también ramificado en un campo de direcciones temáticas mucho más vasto, lo que se traduce necesariamente en la percepción, por parte del lector, de una riqueza asociada a una variedad mayor. En seguida, el Diario nos abre, una y otra vez, a las motivaciones profundas, es decir, a la fuente originaria de donde emergen los temas, tanto los de reflexión como los poéticos. Bien podría identificarse esta fuente como una apetencia casi compulsiva de ser, insobornable, vivida como pasión y drama. Finalmente, la "intimidad" en la que escribe libera a Oyarzún de esas máscaras y conven-ciones inevitables en los escritos destinados a la publicación, y le permite mostrarse casi desnudo en sus contradicciones, heridas biográficas, ambigüedades, resentimientos (3). Los últimos se insinúan sobre todo cuando habla de algunos escritores chilenos, Neruda especialmente, o cuando toca el tema político. Pero ello, en lugar de debilitar la validez de su pensamiento, lo sitúa en un contexto humano dentro del cual pareciera adquirir una dimensión de autenticidad y verdad aún mayor.
Aun cuando alternancia y convergencia se reiteran, sin excluir la temática, cualquiera, sin conocerlo, podría razonablemente suponer que el Diario constituye una producción azarosa, menor, marginal con respecto a la re-presentada por los libros de poesía y de ensayos. Tengo, sin embargo, la impresión de que no es así. Si a la palabra obra, aplicada al campo de la creación y el pensamiento crítico, le damos el sentido de una producción donde la conciencia activa de un autor pone unos principios a partir de los cuales se despliegan unos temas, configurando un modelo de lenguaje, una visión del hombre y del mundo histórico en el que vive, entonces es difícil restarse a una evidencia: el Diario, al revés de lo que Oyarzún creía, no sólo es una obra genuina, marcada por las propiedades del género (abierta, imprevisible, poblada de "instantes", es decir, de los estímulos del día tras día y de las elaboraciones de la conciencia que los procesa), sino la mejor de sus obras, en un sentido estético y crítico. Una obra, además, que ocupa un lugar central como proveedora de los demás libros de Oyarzún.
La idea de una centralidad atribuible al Diario en los términos dichos, recibe de inmediato una primera confirmación al comparar, por ejemplo, su material textual con el de los libros de ensayo. La mayor parte de los textos incorporados a Defensa de la tierra tienen su origen en páginas de aquél, algunas transcritas literalmente, otras reelaboradas con un desarrollo más amplio. Y la temática del libro, en ninguno de sus aspectos, le es ajena sino subsidiaria. Algo similar ocurre con Temas de la cultura chilena (4). Poniendo a un lado los ensayos nacidos de conferencias o discursos de homenaje, en los demás incluidos en este libro es fácil reconocer, aquí y allá, pasajes del Diario, recompuestos e integrados a un nuevo conjunto. De su temática general, y del espíritu que la anima, puede decirse lo mismo que de Defensa de la tierra. Hay, por otra parte, algunos artículos aparecidos en periódicos que son simples traslados de páginas del Diario. De modo pues que toda esta producción es en lo esencial dependiente o derivada con respecto al Diario. El único que se escapa de su órbita es El pensamiento de Lastarria (5) . Se trata de un ensayo sujeto a las convenciones propias de las tesis universitarias, que se escribió, probablemente, por compromisos académicos. Presenta una rígida y sistematizado distribución temática, y un estilo mucho más formal, casi marmóreo, rasgo este último extraño a los otros dos libros y, por supuesto, al Diario. Aunque en éste se hallan también algunas de las ideas críticas fundamentales del libro sobre Lastarria, por el año de su publicación, 1953, no corresponde proponer la misma relación tributaria válida para los otros dos, que son muy posteriores.

2

La vida profesional de Oyarzún es la de un universitario chileno: profesor de Estética e Introducción a la Filosofía en la Universidad de Chile y otras universidades del país, decano durante nueve años de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, además de otros innumerables cargos y funciones. Tal vez la universidad le resolvió problemas prácticos de sueldo. Seguramente ella tampoco es ajena, como escenario institucional, a lo que Oyarzún pudo representar en su momento. En la mayor libertad, bastante desformalizada, de un medio intelectual y humano como el de la Universidad de Chile, debe haber encontrado también la oportunidad para experiencias gratificantes. Pero es evidente asimismo, a la luz del Diario, que en un medio semejante no podían surgir los estímulos vitales profundos a los que era sensible, esos "instantes" mágicos que lo seducían. De hecho, no hay en el Diario testimonios en tal sentido. A lo más, el registro de pequeñas anécdotas, encuentros, situaciones, actitudes, gestos que pudieron despertar en él un interés circunstancial. De sus múltiples cargos y funciones dirá, al recordarlos: "ceniza". Uniendo observaciones de distintos momentos, surge una visión crítica de la universidad: privilegios, estructuras caducas, discutible idoneidad de profesores. No deja de hallarles razón a los estudiantes que, en la década del 60, buscaban su reforma, aun cuando condena la violencia, la politización. Diría, resumiendo, que la universidad entra en el Diario de una manera bastante tangencial. Las referencias a ella aumentan en los últimos años del gobierno de Frei y durante la Unidad Popular, cuando se convierte en un espacio que reproduce las tensiones de la sociedad chilena.
He proporcionado ya suficientes indicios como para alertar a quien esperara leer en el Diario las anotaciones cotidianas de un intelectual universitario, poeta y ensayista a la vez, de hábitos metódicos, de vida regulada por un trabajo que exige continuidad, de lecturas pacientes en bibliotecas. Las de un intectual cuya conciencia de sí y del mundo fuera ante todo el espejeo de un universo de lecturas. En fin, una conciencia que arriba a sus evidencias, inmer-sa sí en la corriente del tiempo, pero que habla desde el interior relativamente estable de un espacio como su sede. Es decir, una conciencia sedentaria. El Diario no ratifica ninguna de estas expectativas. Es una más de las tantas sorpresas con que recompensa a su lector. No sólo no las ratifica, sino que las contradice: nos lleva en una dirección justamente opuesta a la idea de sedentariedad. Porque lo que leemos es realmente un diario íntimo bajo la forma de un diario de viaje inusual y apasionante.
Es inusual, en primer lugar, desde el punto de vista de nuestro saber sobre los diarios de viaje. De acuerdo con este saber, todo viaje es siempre un acontecimiento excepcional en la vida de quien lo realiza y escribe su relato. Y no pierde esta condición por más largo y ramificado que sea el itinerario, como el de Pigafetta o el de Humboldt. Pero en el caso de Oyarzún, la excepción parece haber pasado a convertirse en norma de vida, y su Diario en un diario de vida como viaje. En efecto, es el registro de viajes que se suceden, interminables, a lo largo de veintitrés años (y razonablemente podemos suponer que la cadena se prolonga más atrás de 1949). El alcance de cada viaje desde luego varía: a veces no rebasa los límites de Chile, y en otras ocasiones se extiende por países y continentes, pero con frecuencia recorta su vuelo reduciéndose a los términos más modestos de excursiones a zonas cercanas a Santiago. A menudo vuelve a los mismos lugares, que jamás acaban siendo los mismos: las impresiones anteriores son corregidas o se enriquecen con otras nuevas.
Santiago va tomando así una irreal fisonomía de puerto: punto de partidas y de retornos, de anclaje provisorio, de trabajo profesional que no podrá mantenerse por períodos demasiado largos. Mientras el azar o la fortuna preparan la felicidad de un nuevo viaje o, a lo menos, de una excursión, las caminatas por la ciudad o hasta el cerro San Cristóbal, y las imágenes revividas por la memoria, vienen a ser domésticos sustitutos. El espíritu del viaje nunca deja de soplar. Es cierto que en los últimos años de pronto toma conciencia de que toda esta movilidad ha sido a expensas de una producción literaria y ensayística que podría haber sido más cuantiosa, y expresa entonces, con alguna desesperación, el deseo de "echar raíces", de trabajar en forma más concentrada. Pero reincide. No sabía que el Diario era su verdadera obra, la mejor.
¿Cuál es el mapa resultante de toda esta sucesión de viajes? Los espacios geográficos y culturales por donde pasa se multiplican. Las líneas de viaje se abren a todas las direcciones. De tal manera, que poco a poco se va configurando un escenario universalizado. Chile de extremo a extremo, Isla de Pascua, América Latina, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, España, Portugal, Italia, Checoslovaquia, Rusia, China, Japón, partes de Africa. Oyarzún recorre ciudades, pueblos, villorrios, bosques, campos, playas. Se mueve a pie o en los medios de transporte más heterogéneos: caballo, avión, tren, barco, camión, automóvil, bote, motoneta. Mientras viaja, lee: poesía, narraciones, ensayos diversos. Y escribe su Diario. Cualquier lugar es bueno para hacerlo: en el avión entre Moscú y Praga, en la habitación de un hotel de Lisboa, sentado en la tierra y apoyado en el tronco de un árbol del patio de una casa de campesinos del centro de Chile, en tanto a su alrededor hacen su vida los pavos y los patos.
No se niega a ninguna experiencia. Pero no hay en él asomo de snobismo, esa distancia falsificadora del sujeto consciente de la originalidad de su gesto. Todo lo hace como si fuera natural hacerlo, sin remilgos, dándole el mismo rango, como objeto de experiencia iluminadora, a una flor silvestre del campo chileno y a una ciudad europea de tradiciones medievales. ¿Otro rasgo de inusualidad?


3

Oyarzún es un intelectual contemporáneo absolutamente atípico. No lo es sólo por asumir lo excepcional como norma de vida y el viaje como recurrencia biográfica compulsiva. O por poseer una cultura totalizadora e integrada en torno a unos problemas vitales profundos, que hacen estallar la camisa de fuerza de la especialización. Lo es también en otro plano menos obvio, para mí más sugerente. Tratándose de un escritor que ante todo es un poeta, lo que ve no es nunca un mero dato de la realidad, anotación de inventario. Lo que ve, por la forma en que lo ve, se llena de indicios, de rumores de sentido detrás de los cuales hay una clave del hombre. Oyarzún la piensa, la desarrolla, saca conclusiones. Pero no siempre, y entonces es el lector el que ocupa su lugar. Así sucede, por ejemplo, cuando las connotaciones de que se inviste lo que ve ponen en movimiento la memoria cultural del lector. Junto con ponerla en movimiento, la transforman en una memoria viajera a través del universo histórico de las culturas. A la memoria llegan reminiscencias renacentistas, del siglo XVIII, de la Edad Media, del mundo griego y bíblico, del budismo, de las crónicas de la conquista de América.
No puede uno dejar de asociar con el Renacimiento el espíritu de universalidad que se halla en Oyarzún. Pareciera que de pronto el mundo se hubiese abierto ante sus ojos en una multiplicidad de horizontes insospechados, irresistibles todos, porque ninguno de ellos es menos digno que otro para el hacer y el saber del hombre. Esos horizontes -geográficos, culturales- lo invitan con sus expectativas a entregarse a la aventura del cuerpo, de la sensibilidad, la imaginación, el pensamiento, y a romper las rigideces, los acostumbramientos: la petrificación de la rufina. Y él dice: "No sé decir que no". Al territorio del Renacimiento pertenece también ese aspecto de su sensibilidad que se complace en el "gozo" de la descripción de huertos: flores, hojas, combinaciones de la luz y la sombra, colores siempre en proceso de reinventarse a sí mismos. Y como marco, un fondo de silencio afiebrado por las abejas y moscardones. A ratos, más que un escritor, parece un pintor. Por lo demás, constantemente está refiriéndose a cuadros y pintores para extraer de ellos elementos de comparación o de reflexión.
A la memoria vienen asimismo los viajeros del siglo XVIII y comienzos del XIX, armados de una curiosidad racionalista por las formas de vida, la naturaleza y la geografía en todos los rincones del planeta. ¿Cómo no recordar, leyendo el Diario de Oyarzún, a Humboldt y el suyo?(6) Oyarzún se mueve desplazándose con una curiosidad también ilimitada, aunque de otro signo. Hace la reseña de paisajes, usos, costumbres, arquitecturas. Como un naturalísta en campaña, describe plantas, flores, árboles, con precisión y detalle de miniatura, sin olvidar sus nombres científicos. Igual atención pone en los pájaros, insectos, en moluscos y crustáceos encontrados en playas. Pero Oyarzún es un poeta: no le interesa la diversidad de formas por sí misma, sino la unidad del hombre a través de la diversidad. No intenta halagar las pretensiones reductoras de la razón como instancia fundadora de conocimientos científicos, pero sí descifrar en la huella dejada por los hombres la presencia de un destino común. En la diversidad hay puertas secretas que la razón es incapaz de abrir, pero sí en cambio la intuición poética. Por ellas nos introduce para conducirnos a la percepción de la unidad. En la diversidad, y sin borrarla, Oyarzún descubre, activa y pone en juego un sutil sistema de correspondencias proustianas. En la imagen de una campesina chilena ve, evocada por la semejanza, la de una campesina china. ¿Y no son, en el fondo, la misma? Y si la naturaleza lo subyuga, es porque ella le revela al hombre, o porque el hombre se revela a sí mismo en su trato con ella.
Hay por otra parte en el Diario páginas que sitúan a la memoria en la perspectiva de lo medieval. En el Mercado Central de Santiago, Oyarzún ve a "un cura viejo de abrigo azulmarino apolillado oliendo con fruición un puñado de langostinos". La figura y su contexto llevan al lector a preguntarse si ese cura viejo complaciente con las debilidades del cuerpo no podría haber sido el mismísimo y humano Arcipreste de Hita. Durante un viaje al norte de Chile, Oyarzún camina por el valle de Lluta, cerca del lugar donde acciona una motoniveladora removiendo la tierra salina. Ve por todos lados huesos humanos, calaveras de momias bruscamente sacadas de su sueño. Se detiene, desaprensivo, a observarlas. Frente a una momia de sexo femenino, que había quedado más entera si bien en una postura cómica, irónicamente se la imagina refunfuñando, profiriendo advertencias vengativas sobre lo que también le espera al distraído conductor de la máquina, y al resto de los mortales. Informa además del olor nauseabundo esparcido en el aire. Una escena de macabrismo medieval. Sus elementos aleccionadores recuerdan la literatura de avisos de la época. En Oyarzún hay sin duda una sensibilidad de la muerte, no sólo del hombre, en general de los seres del reino animal. Tal vez se protege con esa actitud de emotividad como distanciada, pero curiosa, de tal modo que la muerte se ofrece siempre como espectáculo, grotesco por lo común. También violento y cruel cuando ve en alguna playa peces muertos, moluscos y crustáceos que se devoran. Son frecuentes las reflexiones sobre el "pecado" y el "mal", en e hombre y en la naturaleza, un tema que turba la conciencia moral de Oyarzún. Adheridas a esos pensamientos se perciben igualmente connotaciones medievales.
Lo atípico en él está detrás de lo que ve, pero que lo hace posible: la sensibilidad. No parece diseñada para reaccionar en forma restrictiva, en una sola línea de experiencias. Se abre receptiva a todos los estímulos culturales. Se deja penetrar por ellos, y al hacerlo no renuncia a sus fueros, porque es en esa disposición de apertura donde reside su propia identidad. Lo absorbe todo porque ella está en todo. Una sensibilidad, pues, versátil, dotada de recursos de amplio espectro. "Cibernética", pensaría con humor el mismo Oyarzún (usa la palabra, pero para referirse a su cerebro). "Transculturada", diría Darcy Ribeiro (7). Una sensibilidad, sin embargo, unitaria, espontánea, perfectamente integrada, aunque sea posible rastrear el diverso origen de los estímulos, de las absorciones culturales.
La atipicidad lo es sólo en relación con los patrones europeos o norte-americanos, pero en cambio no lo es desde el punto de vista de la realida cultural viva de Latinoarnérica. ¿Acaso el mundo latinoamericano no es también una integración de elementos culturales de origen y tradiciones dispares? Y una realidad así, ¿no reclama una figura de intelectual que le sea fiel? La de Oyarzún responde, como pocas, a esta realidad. Entre tanto servilismo intelectual dominante hoy en Chile y los demás países latinoamericanos, especialmente en el medio universitario, la respuesta de Oyarzún viene a ser más bien una propuesta para el futuro inmediato. Cuando él mismo medita sobre Latinoamérica, su pasado y su futuro, condena los brotes de sectarismo cultural: el precolombinismo de los mexicanos, o el hispanismo estrecho, por ejemplo. La singularidad latinoamericana, tal como se desprende de su propia historia, debe estar en un abrirse a todas las tradiciones, de modo que confluyan en la creación de formas nuevas, originales. Así se explica su simpatía por Carpentier, con el cual dice compartir además la afición por la lectura de toda clase de documentos y "librotes", tras un saber nunca concluido sobre el hombre latinoamericano y su destino.

4

Ver, es el título de uno de los libros poéticos de Oyarzún. Una "pasión de ver", advierte en él Jorge Millas (8). Pasión de ver y ver apasionado en la movilidad cambiante del viaje, donde el ver se renueva para ser en cada caso otro. El Diario es pues el ámbito de una palabra viajera que sigue de cerca, vigilante, sensible, la sucesión de momentos -tiempo y espacio- por los que el ver transita. Hay dos frases que se repiten a menudo en el Diario. Son citas: "En el comienzo era la acción", de Gocthe, y "temor y temblor", de Kierkegaard. No están incorporadas al cuerpo de un texto, sino que son independientes y funcionan como leitmotiv: si retornan, es porque también retornan los dos elementos que destacan. La "acción", con cada viaje reemprendido. El "temor y temblor", en la atmósfera que preside el viaje y envuelve el ver. A ratos la atmósfera parece limpiarse, como olvidada de lo que la perturbaba, pero su alteración se restablece. En una oportunidad en que visita a Neruda en Isla Negra, lo encuentra trabajando rodeado de un silencio de paz doméstica, benéfico, y declara no haber tenido nunca esa fortuna, porque ha vivido en medio de la inseguridad, "la mía, la de los otros, la de siempre, aun la inquietud del globo que gira en los espacios vacíos". ¿Sólo un rasgo psicológico? Ese estado de inquietud e inseguridad, con proyecciones casi cósmicas, nos habla más bien de la atmósfera perturbada por pensamientos y signos ominosos en que vive cotidianamente el hombre contemporáneo. Dentro de ella tiene lugar el ver, que así se impregna de dramatismo y de verdad histórica. Sólo los momentos de felicidad los desalojan, provisoriarnente. Por lo demás, es la angustia también la atmósfera del libro de Kierkegaard, a cuyo título corresponde la frase citada.
En la experiencia de Oyarzún se desenvuelven dos tiempos, distintos pero conectados. Uno es lineal, sucesivo, abierto al futuro como un horizonte de imprevisibilidades: es el tiempo histórico, cotidiano. El viaje podría ser su metáfora ejemplar. Pero la vida como una sucesión arrebatada de viajes, tal como en Oyarzún, revela una exacerbación del tiempo histórico. De manera entonces que la pasión de ver acaba siendo una pasión de tiempo. El segundo tiempo nace en el primero y no fuera de él. El tiempo histórico es el lugar donde se desata, pero luego se aparta y gira sobre sí mismo en un movimiento de circularidad. A medida que progresa, no sólo se aleja del otro sino que va disolviéndolo, negándolo, y termina de trazar su figura cuando el movimien-to de disolución y negación concluye. Es el tiempo de las simultaneidades, del no tiempo que anula la sucesión, el tiempo sin historia, eterno. El yo pertenece al tiempo histórico: es su hechura, su vaciado. El no yo pertenece al reino de lo simultáneo, del no tiempo, y sólo sabe abrirse camino en la nega-ción del yo, en su disolución. Detrás del no yo anda Oyarzún. Viaja en el tiem-po histórico para descubrir las puertas secretas que lo retiran de él. En sus palabras, para ser "mi perdido y mi ganado". La vivencia de esos frágiles segundos en que se "gana" a sí mismo, son para él los momentos privilegiados: son los momentos en que se es de verdad. La pasión de ver, que era pasión de tiempo histórico, acaba siendo una pasión de ser: la meta final, el destino último. Por eso puede decir que "los grandes momentos que eternizan al hombre no son sociales".
De ahí su amor por la naturaleza. Es en ella, preferentemente, donde a veces se produce la suspensión del tiempo, el olvido de su yo, el derivar hacia sí mismo. La convierte en el objeto predilecto del ver. En sus descripcio-nes, siempre exactas y a la vez conmovidas, uno adivina el gesto de gratitud, pero también de expectativa. Hasta que de pronto ocurre el milagro: "Me que-do pasmado en el árbol, dormido en las plumas del gallo, me hundo con las raíces en la tierra, me caliento en el horno, soy pan y, ¡oh, maravilla!, pluma, fruta, deslizamiento de arenas, pepita de oro en el ojo de la paloma, soy". En la contemplación de la naturaleza es cuando se encuentra a sí mismo. Entonces todo es ingrávido, deslizante. La discordia desaparece, las diferencias entre el adentro y el afuera son absorbidas por la semejanza, la altura y la profundidad se reconcilian confundidas. El espíritu sopla... Pero estos momentos excep-cionales en que se es en el acuerdo consigo mismo y con el todo, son que-bradizos: la disonancia rompe su equilibrio y los desploma. Dice Oyarzún en otra página del Diario: "En este crepúsculo tibio, escuché y vi después el salto de una lisa en el agua como la encarnación del Todo, en la Perfecta Paz. Casi el satori, sin juicio, sin conflicto, sin tiempo. Yo era ahí el tiempo y lo que a la vez lo consuma. El río, la lisa, el cielo, tan fuera de mí que al fin podría reconocerme y poseerme. Estaba entrando sin movimiento en mí, saliendo. Mas no era todavía el momento. Distraje mi atención en unos cantos de jóvenes que remontaban el río en bote. Cantaban mal, desentonaban como borrachos. Perdí la armonía, no bien alcanzada".
Para Oyarzún, sólo los hombres que han vivido las grandes experiencias contemplativas, de identificación "acordada" con el todo, en el libre mo-vimiento de "entrar" en sí mismo "saliendo" de sí, son capaces de fundar una auténtica cultura humana. Una civilización que no los incluya, que no recree esas grandes experiencias en el arte, en la arquitectura, en las formas y condiciones de la vida cotidiana misma, está condenada al fracaso. Este es el origen de su crítica a la civilización tecnológica y científica moderna. No ha hecho más feliz al hombre, al contrario. Exacerba su yo, su historicidad, pero le cierra los caminos que podrían conducirlo al reencuentro consigo mismo. Programa el futuro a expensas del presente. Rebaja al hombre al reducir su destino al de un consumidor de cosas, y al representarle la felicidad en la imagen comercializada de un consumo ilimitado. Crea masas ignorantes cuya ig-norancia manipula. Finalmente, desvirtúa el espíritu al uniformar sus creaciones en productos que no lo canalizan, sino que lo suplantan, lo falsi-fican, en beneficio de la masa. En Estados Unidos, "un poeta maldito se transforma rápidamente en tesis doctoral, como los cerdos en embutidos en los mataderos de Chicago". El resultado es una civilización que degrada al hom-bre, lo deforma, hundiéndolo en la soledad, en la violencia, en impulsos de ceguera autodestructiva.
De Estados Unidos escribe: "En este país siento en todas partes una apacible aureola de horror". En ningún otro lugar como ahí es más perturbadora la atmósfera de presentimientos funestos de la vida cotidiana del hombre contemporáneo, justamente por su apariencia "apacible". De "miedo" es la reacción de Oyarzún. Del espectáculo de las calles de Nueva York dice: "En ninguna parte he visto expresiones más atormentadas". La "multiplicidad sin armonía" de la vida norteamericana pasa a ser en Rusia uniformidad em-pobrecedora. Aun cuando reconoce que en las calles de Moscú "las expresiones no son radiantes, pero tampoco revelan angustia", la ausencia de la riqueza de lo diverso y múltiple le produce la impresión de una existencia deslavada, provinciana. No podría vivir, confiesa, en un país donde, fuera de la ciencia, el pensamiento aparece congelado en consignas y slogans, donde "la libre y ociosa vagancia de una conciencia que se mira e intenta ahondarse a sí mis-ma" no figura entre las actividades "aceptables". Para su pasión de ver y de ser, la libertad no es sólo el supuesto, sino la que gobierna el movimiento de "convergencia" armónica de los elementos en las creaciones del espíritu humano. Tal convergencia es frecuente en Europa (de ahí su "encanto"), y hace posible visiones como la de Oyarzún caminando por Praga: "torres, cúpulas, palacios, jardines, calles, que, sin concierto previo, se armonizan como si hubieran sido rigurosamente planeados, gracias a una comunidad espiritual que, sin propaganda ni partidos, engendra estilos victoriosos".

5

Pero este viajero, para quien no son ajenas las formas de vida y las obras humanas en cualquier lugar del planeta donde hayan brotado, y que asume como propios los problemas que el mundo contemporáneo le plantea al destino del hombre, el mismo en todas partes, es al fin y al cabo un chileno. ¿Qué visión de la realidad chilena ofrece en su Diario? Desgarrada, sin duda. Chile se abre y se cierra frente a él: lo consuela y lo agrede, lo acoge y lo expulsa. "Si no amara la tierra, algunos paisajes, algunos árboles, no me sentiría unido a nada de él". En su conciencia chocan, hiriéndole, las razones del homenaje con las pruebas contundentes de la condena. "Contradictorio país", repite. "Pobre país", dice también, con piedad, como si en la historia de sus miserias adivinara una cierta fatalidad. Hasta la naturaleza, que tanto ama, se vuelve de pronto contra él, como enemiga. En 1965, a la noche siguiente de un terremoto en la zona de Santiago, en un estado de angustia y derrumbe psicológico, con la sensación de estar "perdido", llama a la naturaleza "nuestra Madre madrastra". Y agrega, sin ningún comentario: "que yo puedo idenúficar con la mía".
Probablemente no haya otro chileno que conozca a su país de manera tan minuciosa y con tanta generosidad como Oyarzún. En viajes y excursiones observa con ojos atentos, sin prejuicios, la arquitectura, los materiales de construcción de ciudades y pueblos, el rostro de sus habitantes: cómo viven, qué dicen, los efectos de conjunto. Su pasión de ver nunca deja de privilegiar la naturaleza, el paisaje, buscando en ellos la presencia humana. Conversa con los campesinos, se hospeda en sus casas y no es raro hallarlo escribiendo su Diario alumbrado por una vela. ¿Dónde está aquí la libre convergencia armónica de las líneas? ¿Dónde los testimonios de una comunidad espiritual? ¿Dónde las formas que en su concordia hacen visible la unidad del hombre con el todo, los momentos contemplativos cuya felicidad recrean? ¿Y dónde la convivencia, las actitudes, los gestos asentados en su propia dignidad? En otras palabras: ¿hay en Chile una genuina cultura?
Si algo hay, son apenas débiles claridades, islotes tenues y dispersos que no llegan a formar un suelo común, compartido. Lo dominante en el medio general de la vida chilena es lo oscuro: la torpeza disonante, la áspera vulgaridad, la incuria, reveladoras de un sujeto colectivo cuyo género de vida parece estar al margen o a contrapelo de los bienes del espíritu y, por lo tanto, de la verdadera cultura. En efecto, detrás, en el fondo de lo que ve, Oyarzún percibe la existencia de un sujeto de páramo, a la intemperie, que no ha sabido "humanizar" la naturaleza fría, humanizándose a sí mismo en el proceso siempre renovado de transformarla en cultura: tibieza, calor, gracia. Es en este proceso, que se da en el tiempo histórico, donde el hombre recrea la figura entrevista o contemplada de su ser, y al hacerlo, echa raíces en la tierra: las raíces de sus obras. Por eso Oyarzún puede decir: el chileno es un pueblo "sin raíces". Está en la tierra, pero sin poseerla, porque tampoco se posee a sí mismo. Está "como si estuviera de paso".
Si los españoles trajeron consigo algunas imágenes que podrían haber originado creaciones culturales, o si los indígenas aportaron otras, la historia de Chile se ha encargado de borrarlas o de reducirlas, debilitadas, a un status de periferia. Las "bellas imágenes" o los "ritos creadores" no han "fecundado" la tierra. El resultado es una tierra empobrecida, "sin hadas, sin elfos". Ante semejante desamparo de la tierra y sus habitantes, Oyarzún exclama con dolor: "¡Oh, tierra nuestra sin fuego interior, sin dolores sublimes, tierra opaca, espejo nuestro!" Y concluye, abatido: "Esta es la tierra triste de unos hombres tristes". Nuestra danza nacional, la cueca, tampoco escapa para él al signo generalizado de la tristeza. Comparada con las de otros países latino-americanos, mucho más exultantes, la cueca despliega una modesta alegría que sólo disimula o encubre la misma tristeza subyacente.
La falta de arraigo, el vivir como si se estuviera de paso, la tristeza derivada del desamparo cultural, son aspectos que se inscriben en el mismo nivel de primitivismo del sujeto colectivo de la vida chilena. Pero no son obvia-mente los únicos. Oyarzún aporta otros que van oscureciendo todavía más la visión. Por ejemplo, el abandono de sí mismo, "la pasividad" vecina a la de los moluscos. Cuando tiene que enfrentarse a fuerzas o poderes externos que no controla ni sabe cómo conjurar, el sujeto reacciona aguantando, es decir, exhibiendo como virtud elemental la de la "resistencia". Le parece igualmente un fantasma, con la vista "empañada", "ciego". No ve con los ojos del espíritu, sino con los de un subjetivismo "infuso", "visceral", "intestino". En un viaje a la zona sur, a Puerto Montt y Chiloé, en 1951, escribe sobre la ausencia de un sentido de vida interior en las casas, la penumbra de las habitaciones, y se sorprende del entusiasmo que demuestra en cambio la gente del lugar para comer y beber hasta "reventar". Como si se hallara ante seres de otro planeta, dice que en ellos el mundo no entra por los ojos, "sino por la boca".
Como arquitectura y espacio de vida, las ciudades chilenas son expresión de este sujeto de sensibilidad turbia, larvaria. Escribiendo en la década del 50, dice Oyarzún que difícilmente habrá en el mundo una ciudad más "fea" que Santiago. Los edificios nuevos parecen "monstruos": desconocen la liviandad, la gracia. Los antiguos, algunos construidos con pretensiones de mansión, deteriorados, sin pintura, en manos de arrendatarios que convierten las habitaciones en pocilgas, en amontonamiento de cosas diversas. En los sectores populares, la miseria humillante, poblaciones "callampas" a la orilla del Mapocho, con sus aguas contaminadas con toda clase de inmundicias. Y por todas partes el polvo que se levanta de las calles, del material carcomido de edificios y casas. Desde el avión, el polvo flotante le da a Santiago el aire de una "cantera". En vez de la convergencia armónica, el caos. Los pueblos del interior del país reproducen el mismo efecto deprimente derivado del descuido, de la ausencia de sentido del "adorno". Nacimiento, Negrete, Carahue, Gorbea, Collipulli, Nueva Imperial, son pueblos "sin flores", ennegrecidos por el uso y el "desuso". La ruca indígena es superior al rancho campesino: "menos sórdida y hasta, se diría, más funcional, con todo a la mano y a la vista en su ruedo sin recovecos".
La pobreza del país es el emblema de su historia. Desde el siglo XVI se mantiene como nota permanente: "indios pobres, miserables; colonos pobres, vecinos pobres". En ningún lugar encuentra Oyarzún obras arquitectóni-cas que hablen de un esplendor. Quienes se hicieron ricos, se fueron con su riqueza a otras partes, a Europa. La miseria del pueblo humilde, la injusticia que conlleva, lo escandaliza moralmente. Viéndola, comprende y desea el cambio social. Pero no confía en las revoluciones. Ninguna de las revoluciones modernas, con sus planificadores y tecnócratas, ha sido capaz de ir más allá de las necesidades puramente materiales, de consumo de cosas: "remueven la tierra como bulldozers, pero no han hecho visible ninguna nueva revelación del hombre". Es decir, no refundan ni reorientan el destino superior del hombre, que pasa por su espiritualidad y la cultura que en el espíritu tiene su asiento. En este sentido, "el hombre a que aspiran los comunistas no es, en el fondo, diferente ni mejor que el hombre del capitalismo. Es el mismo hombre".

6

El gran protagonista del Diario es la naturaleza, el principio de todo. Como en los mitos, nos habla del origen, la condición y el destino del hombre. La pasión de ver de Oyarzún tiene en ella su objeto primero y último. Sin ella, jamás el hombre sería dueño de sí. Para poseerse hay que poseerla. Se es en ella, o no se es, pero no fuera de ella. Hay en el amor de Oyarzún por la naturaleza un amor de siempre, un eco del amor cortés de los trovadores provenzales. Es su vasallo. Si ella lo escucha o atiende a su mirada, lo vitaliza con la esperanza. Si le brinda la ocasión y la sorpresa de un encuentro unitivo, dejará de ser él para ser él, salvándose en ese "trance de beatitud" que lo lleva a un estado de "conciencia pura", a la "conciencia quieta que las cosas tienen de las cosas". Pero si ella lo ignora o lo rechaza, si ella misma revela elementos de perversidad, o si otros la traicionan o la ultrajan, entonces la oscuridad cae sobre él porque está "perdido", y la naturaleza se llena de resonancias medievales de "pecado", "mal".
Se demora describiendo la naturaleza chilena, como si describirla fuera una manera de cortejarla a la expectativa de algún "trance de beatitud". Jamás la descripción abandona el rigor de la exactitud, pero tampoco la emoción contenida. No importa de qué se trate: si de árboles, aguas, flores, cielos, montañas o pájaros. De pronto atraen su atención las golondrinas: "Tan rápidamente volaban y tan fuera de toda línea regular, que parecían a veces volar de espaldas". Todo elemento alterador del orden de la naturaleza, de su limpia imagen, aunque provenga de ella misma, lo pone en guardia. Hace la defensa de la diuca, pájaro nativo y claro, frente al gorrión depredador, y además extranjero. O inicia una guerra contra los cardos armado de tijeras, para combatir su fealdad y espinas agresivas, y con humor se ve en esta tarea imitando a Rolando en Roncesvalles. A veces las expectativas comienzan a cumplirse, y el lirismo acelera su pulso: "Aquí vuelan, Señor, tus mariposas. Vuelan en mí, y yo vuelo en ellas". Cuando la integración con la tierra y la vida ocurre, el hombre llega a sentir su espíritu, y entonces, "todo él se transforma en pluma y sopla donde quiere".
Si un hombre ha podido vivir la experiencia contemplativa, no importa que haya sido por una sola vez, y recrea el espíritu de la unidad en su vida cotidiana, se convierte en sujeto de cultura, con raíces en el tiempo histórico. Funda de esta manera una nueva relación consigo mismo, con los demás, con la propia naturaleza. El acuerdo con el todo del que forma parte, se prolonga y reasoma en el gesto, la palabra, la convivencia. En el trabajo diario, doméstico o de siembras. En el cultivo y cuidado de árboles y flores. En la casa que construye y habita. En el paisaje como inserción cultural del hombre en la naturaleza.
Oyarzún ha visto esos acuerdos, esos paisajes en algunos lugares de la cordillera de la costa en la zona central de Chile, y en otros de más al norte, en el valle de Elqui: Colliguay, Caleu, Los Pozos, Montegrande. Sencillos, sí, pobres, con la pobreza inveterada del país, pero auténticos. La gente de esos lugares vive dentro de una economía de subsistencia, en el límite de la necesidad, cosechando frutas, miel, vendiendo pequeñas cantidades para proveerse de algunas cosas indispensables. A pesar de todo "la civilización como cosa del espíritu y no de la técnica hace de esta gente un grupo de humanidad mejor, más acordado en sí mismo y más generoso hacia los demás, que cualquier grupo urbano, no sólo de Chile". A estos grupos "acordados" pertenecen los cantores campesinos a lo humano y a lo divino, a quienes Oyarzún les dedica varias páginas del Diario y presenta en el marco de sus actividades diarias: podar parras, fumigar, cosechar limones, reparar el techo de las casas. Y también esas otras figuras de la tierra humanizada, que evocan imágenes de tiempos remotos, tal vez del mundo mediterráneo antiguo, griego: las peladoras de firutas de Elqui, que realizan su oficio con una pericia y velocidad asombrosas. De ellas obtuvo las sabias recetas para preparar variedades de arrope, copiadas en una página del Diario.
Pero en general el sujeto colectivo de la vida chilena no ama la naturaleza. Desconoce para empezar el nombre de sus árboles. No tiene el "sentido de la belleza", y por eso no la ve, no descubre en ella los milagros de la luz y el color, la armonía de líneas, de sombras, los gérmenes del mito y del misterio enredados en la espesura del bosque nativo. Para Oyarzún, la expresión más lamentable, siniestra, de este sujeto ciego, fantasmal, es la larga historia de desmanes en su relación con la naturaleza. No sólo ha sido incapaz de amarla, sino que se ha empeñado en destruirla sistemáticamente. Y con un método igualmente primitivo: el fuego. Las páginas del Diario dedicadas a Chile están llenas de incendios, de humo y árboles calcinados. Mientras, el causante de esta desgracia se solaza en el espectáculo, o lo mira indiferente, o si le preguntan responde revelando una sensibilidad de cartílago, como aquel indio que le dijo a Oyarzún, en el sur de Chile, de cara a una montaña arrasada por el fuego: "¡Viera Ud. la fuerza con que salen después los renovales, patrón!" Pero un Presidente de Chile le había dado años atrás una respuesta no menos indigna: "¡Qué importan estos bosques! ¡Ya se reforestará!" Desde el siglo pasado recoge testimonios de estas quemazones de alucinación, algunos de extranjeros perplejos ante lo que veían.
Poco antes de morir, Oyarzún entregó los manuscritos de su libro Defensa de la tierra, publicado en 1973. No puede uno leerlo sin consternación. Escrito con dolor y amor, presenta el estado catastrófico de la naturaleza en Chile y en todo el planeta. Los chilenos sólo se han adelantado, con una perfección insuperable, a la destrucción y envilecimiento de la naturaleza que la socie-dad industrial y tecnológica ha traído consigo en todas partes. Oyarzún, en el caso chileno, pasa revista con ojos funerarios al bosque nativo, a sus especies. Da cuenta del exterminio, y de las especies sobrevivientes escribe de tal modo, que el lector adivina el sentimiento de las despedidas irremediables. Defensa de la tierra es en realidad una elegía, donde la esperanza parece ser un gesto trabado por la conciencia de su misma inutilidad. Es sintomática la suerte de este libro. Publicado hace quince años, con un tiraje de apenas tres mil ejemplares, aún es posible hallarlo en librerías del país. ¿Tan poco interés ha despertado? Ni los ecologistas, que en los últimos años se han organizado, hacen la menor referencia a él. Ni los críticos literarios, que podían haberse ocupado de él al menos por su hermoso lenguaje. Un libro que tendría que haberse convertido en lectura obligada en las escuelas chilenas, sigue siendo inadvertido. Otra prueba más que confirma la visión de Chile que Oyarzún ofrece en su Diario: la de un país con una cultura que no ha sido.

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