Universidad de Chile

 

 

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EL DIARIO DE LUIS OYARZÚN:

por Leonidas Morales.

EL DIARIO INTIMO DE LUIS OYARZÚN *


Los orígenes del diario íntimo parecieran estar asociados, en Europa, a determinadas prácticas de vida cotidiana operadas por la Reforma y la Contrarreforma. Se trata de prácticas de racionalidad religiosa, comunes tanto en aquellos centros eclesiásticos reformados más estrictos, como asimismo en los medios de religiosidad católica moderna liderada por los jesuitas, que introducen, dice Max Weber, la costumbre de llevar un libro con la cuenta de los pecados, tentaciones y logros de cada día, como técnica auxiliar del examen y la regulación del comportamiento moral (9). Independizado de sus orígenes religiosos, y con otras funciones, el diario íntimo se instala de manera estable entre los géneros de la literatura europea moderna a partir del siglo XVIII, sobre todo con el Romanticismo y su giro hacia la subjetividad. Han sido principalmente literatos y artistas quienes desde entonces lo han cultivado, aportando páginas insustituibles sobre la personalidad, el pensamiento y el proceso de producción de la obra del autor, o sobre particularidades del contexto cultural en el que se forma y actúa.
Es curioso: en contraste con su difusión en Europa o Estados Unidos, el diario íntimo ha tenido una presencia pobrísima en la literatura hispanoamericana moderna. Son escasos los publicados como libros, y ninguno ha ocupado un lugar de importancia en la recepción crítica dentro de esta área cultural. El material existente de textos diarísticos se ampliaría desde luego si se pesquisa la publicación de fragmentos. Una revisión minuciosa de revistas y otras clases de publicaciones, descubriría en ellas no pocas inserciones de páginas provenientes de diarios íntimos. Algunas nos son conocidas. Por ejemplo las de José M. Arguedas, escritas entre mayo de 1968 y octubre de 1969, e incorporadas a la composición de su novela póstuma, El zorro de arriba y el zorro de abajo (10). Faltan además las investigaciones en archivos, con probables hallazgos de diarios íntimos inéditos. Pero cualquiera sea el rendimiento de estas pesquisas e investigaciones, no modificará, creo, la evidencia del disminuido desarrollo del género a nivel hispanoamericano.
En la literatura chilena moderna, los géneros de la intimidad (memorias, diarios íntimos, cartas, autobiografías) se hallan dominados en términos apabullantes por el de las memorias. Desde el siglo XIX hasta hoy, escritores y políticos se han turnado para mantener viva su tradición. Por la facilidad con que proliferan, dan la impresión de ser la otra cara, la privada e informal, de la pasión chilena por la historiografía. Sospechosa pasión: habría base para levantar la hipótesis de que las memorias y el ensayo historiográfico acaban siendo, en la mayoría de los casos, portadores de discursos cómplices del poder: articulados a él, absorbidos por él. Interesante sería, en el campo de la hipótesis, estudiar el diario íntimo y la autobiografía como discursos periféricos, de margen, elaborados en un espacio de ruptura y resistencia. Tal vez fuera posible construir así un cuadro donde los géneros de la intimidad se ordenarían de acuerdo al modo en que sus discursos responden a las estrategias del poder, plegándose a ellas o quebrándolas.
Una tarea para otra oportunidad. Ahora sólo me ocuparé de esta pieza mayor de la literatura chilena que es el Diario de Luis Oyarzún. Trataré de precisar su forma, aislando algunos rasgos, y de establecer el marco de una propuesta de salvación espiritual del hombre que contiene, inscrita en una experiencia de la modernidad. Pero antes es necesario fijar la breve y magra trayectoria chilena del género, que desemboca en el Diario de Oyarzún, una realización sin antecedentes comparables, ni en Chile ni en el ámbito hispanoamericano, desde el punto de vista de su volumen y de los efectos de verdad del lenguaje (poéticos y de pensamiento).
Del siglo XIX no se conocen diarios íntimos. Hay sí textos publicados con el título de "diario", pero son, casi todos, diarios de "viaje", proclives por lo tanto a dar cuenta de sorpresas o asombros en escenarios geográficos y culturales recorridos por primera vez, lo que los pone a menudo en la perspectiva de la "aventura". Por ejemplo, el de Vicente Pérez Rosales, Diario de un viaje a California (11), con anotaciones desde diciembre de 1848 hasta marzo del año siguiente. O el de Vicuña Mackenna, Páginas de mi diario durante tres años de viaje (1853-1855) por América y Europa (12). O el Diario de Isidoro Errázuriz sobre los cinco años (1851-1855) de su permanencia como estudiante en Estados Unidos y luego Alemania (13). También José Victorino Lastarria llevó un "Diario" desde junio de 1849 hasta marzo de 1852, pero no de viaje: el suyo recoge la actividad política de esos años en Chile, las pugnas parlamentarias entre liberales y conservadores, en las que el autor es figura protagónica (14).
Si bien todos estos textos registran y comentan experiencias del día, se cierran a la dimensión propia del diario íntimo: la reflexión interior, el autoanálisis, los conflictos de la personalidad, las tensiones de orden moral, los fantasmas de la memoria biográfica. El diario íntimo (y el tono inconfundible con que se anuncia) aparece en las primeras décadas del siglo XX. Quienes comienzan a escribirlo son mujeres: Lily Iñiguez y Teresa Wilms. Ambas mueren jóvenes, y en Europa: una a los 24 años, de tuberculosis, y la otra a los 28, suicidada.
Las anotaciones del Diario de Lily Iñiguez van desde abril de 1913 hasta agosto de 1926, año en que muere. Lo escribe en francés, lengua de uso entonces ritualizado entre escritores y artistas de diversas nacionalidades, eco todavía de aquel status de París como "capital" cultural del siglo XIX (Benjamin). Intercala pasajes en inglés e italiano, y frases en alemán, gesto que se repetirá en Oyarzún con citas en francés, inglés y latín. Da familia rica, Lili Iñiguez vive en un medio de objetos y gustos refinados. Los viajes y el placer de vivir, muy en el estilo "belle époque", marcan los ritmos cotidianos que la palabra del Diario retiene, sólo amenazados por la sombra de la revolución marxista, que la diarista condena desde su refugio burgués y elitista. Su intimidad no conoce las sequedades de la conciencia insatisfecha, o los desajustes perturbadores del sentimiento, ni siquiera cuando se entera de su enfermedad. Una reacción piadosa, de dulzura, disuelve en aceptación tranquila lo que podría haber sido una crisis desestabilizadora. Por lo mismo, el Diario, escrito con finura y sentido del detalle, tampoco da lugar a grandes iluminaciones (15).
El mismo año del suicidio de Teresa Wilms en París, en 1921, la revista argentina Nosotros, en la que había colaborado, publica sus "Páginas de diario" (16). Las anotaciones, enmarcadas por una introducción y una conclusión, no son regulares (saltan de un mes a otro) y conciernen nada más que a dos años: 1919 (Londres, Liverpool, Madrid) y 1920 (Madrid). Las páginas serían parte de un diario más extenso, inédito hasta ahora, cuya escritura se habría iniciado en Chile en 1916 (17). Pero las publicadas (apenas ocho) son suficientes para percibir una existencia muy distinta a la de Lily Iñiguez. No hay aquí a la vista ningún contexto familiar: ni rutinas ni la nitidez de los objetos domésticos para apoyar la mirada. Lo que leemos es un Diario de la soledad, de lenguaje alucinado y emotividad deshidratada. "No he podido dormir. A la una de la madrugada cuando iba a entregarme al sueño, me di cuenta de que estaba rodeada de espejos", escribe el 16 de octubre de 1919 en Liverpool, probablemente en un hotel. Son los espejos de la irrealidad de una conciencia que parece suspendida en el vacío, sin pasado ni futuro, veladora impotente de la angustia. "Me siento mal físicamente (...). Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido", dice en la conclusión, ya en la víspera de su muerte.
Después de las páginas inaugurales de estas dos mujeres, es Luis Oyarzún quien asume a continuación el género. Oyarzún saca el género del mundo clauso de sus predecesoras (el de un orden doméstico y social cerrado sobre sí mismo, y el de una conciencia fantasmalizada, sin suelo real al que articularse), y lo abre a la profusión de estímulos de la vida cotidiana contemporánea. Comienza su Diario hacia fines de la década del 30. No lo interrumpe sino un día antes de morir en 1972 (había nacido en 1920). Lo escribe con talento y recursos (de lenguaje y cultura) inencontrables en Lily Iñiguez y Teresa Wilms. ¿Leyó sus Diarios? No tengo noticias que lo confirmen. Sí leyó la poesía de Teresa Wilms, de méritos literarios para él menores. Pero se interesó en ella por su valor de testimonio indirecto del fin de un orden social y cultural: el construido a lo largo de la Colonia por la aristocracia chilena, a la que la autora pertenecía. A este problema le dedicó un ensayo, que sigue siendo lo mejor que se ha escrito sobre Teresa Wilms (18).
Oyarzún fue profesor universitario (de Filosofía y Estética), Decano además por tres períodos (de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile). Pero, ¿cuándo haría clases? Porque las anotaciones de su Diario no son, para fortuna del lector, las de un académico sedentario, preso en la parcela de su saber, que acepta la aridez de una disciplina de trabajo continuado como condición por la que pasa la expectativa de conquistas intelectuales superiores. Son en cambio las de un hombre que pareciera habitado por demonios (o ángeles) que maquinan sin cesar la compulsión de los desplazamientos, la avidez por los imprevistos estímulos del mundo circundante. "No podré salvarme, pienso, si no lo veo todo, si no veo bien lo que tengo frente a mí" (3 de diciembre, 1952). Las regiones geográficas y culturales por las que transita (a pie, a caballo, en tren, automóvil, barco, avión), sumadas, casi coinciden con la extensión del planeta: Chile minuciosamente (incluyendo la isla de Pascua), América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia, parte de Africa. De ahí precisamente uno de los rasgos singulares de su Diario: es el diario íntimo de un viajero. O mejor: el diario de una conciencia íntima que intenta autodeterminarse o aprehenderse, a la luz contrastante o afín de sociedades y culturas de distinto signo. No hay en él dispersión: desde la vasta variedad retornan las mismas tensiones subterráneas, los mismos núcleos de pensamiento.

2

Sin embargo, este escritor amante de la diversidad, de excusiones y viajes interminables, enemigo de toda vida (y de toda sociedad) gobernada por rígidas planificaciones, que celebra la libertad creadora de la naturaleza y del espíritu, acató durante décadas las imposiciones de un género como el diario íntimo. Tiránicas sin duda. Porque el diario íntimo está sometido, dice Blanchot, "a una cláusula de apariencia liviana pero temible: debe respetar el calendario" (19). En otras palabras: está obligado a ser siempre la escritura de un presente, el presente de cada día, y a desplegarse por lo tanto en la perspectiva de lo cotidiano. Aun cuando Oyarzún se acusa de un "máximo desorden" y a menudo extravía o pierde cuadernos, no incurre en transgresiones a la cláusula a la que se refiere Blanchot. Sabe muy bien que de su acatamiento deriva la identidad misma del género: que en ella se funda. En 1961 comprueba la pérdida de un tercer cuaderno. Surge entonces la tentación de salvar, rememorándolo, el caudal de anotaciones perdido, pero de inmediato lo detiene la conciencia de su prohibición. Anota el 24 de mayo de ese año: "¿Cómo recomponer un Diario íntimo perdido? Desvanecidos los instantes que lo engendraron, toda reconstrucción parece una impostura". Se transforma en "impostura" porque ya no se trataría de un diario íntimo: las "reconstrucciones" de la memoria biográfica rompen con la sujeción al calendario, abrogan la identidad del género y deslizan la escritura hacia el territorio de un género distinto, si bien vecino: el de la autobiografía (20).
Del diario íntimo como género decía Amiel, otro gran diarista: "El Diario es una almohada para la pereza; dispensa de profundizar los temas, se acomoda a todas las repeticiones, acompaña todos los caprichos y vueltas de la vida interior y no se propone objeto alguno (...). Es un engaña-dolor, un derivativo, una escapatoria. Pero este factótum que reemplaza todo, no representa, debidamente, nada" (Diario íntimo, 26 de julio, 1876). Dos frases, de significado compartido, resultan claves en la cita: el diario íntimo "no se propone objeto alguno" y "no representa, debidamente, nada". El pensamiento formulado negativamente en estas frases tiene su fundamento en algo que Amiel no dice pero que es el supuesto de lo que dice: el diario íntimo "no se propone objeto alguno" ni "representa, debidamente, nada" porque, simplemente, para Amiel no es propiamente obra (21). No lo es desde el punto de vista de un concepto de obra que entonces se tiene, últimas décadas del siglo XIX, un concepto bien traducido por la fórmula "el arte por el arte", y que sin duda Amiel hace suyo. La auténtica obra de arte, dentro de este concepto, es una creación que se delimita libremente desde dentro de sí misma. No conoce más dependencia que la del principio unitario de visión cuya energía la despliega y constituye. El diario íntimo, en cambio, es dependiente: del calendario, de los estímulos de cada día. La misma dependencia que trabaja en contra de su unidad. En definitiva: la suya es escritura parasitaria, residual, condenada a la dispersión. Es decir, todo menos lo que el concepto de obra desde donde se lo enjuicia exige.
Oyarzún también veía en el diario íntimo una construcción de dudoso estatuto estético y también desde el punto de vista del mismo concepto de obra en el que se apoyaba Amiel. En cualquier caso, un estatuto marcado por la minoridad, al borde de la insignificancia. Pero los modelos estéticos que han terminado rigiendo la producción artística en el siglo XX no confirman desde luego las percepciones de Amiel o de Oyarzún, porque no son modelos que prolonguen la vigencia del concepto de obra al que el pensamiento de estos dos diaristas remite, sino, al contrario, son modelos surgidos justamente de la crítica radical a ese concepto decimónico y a sus componentes ideológicos, una crítica iniciada por las vanguardias históricas de las primeras décadas del siglo XX y que tuvo, entre sus consencuencias, la instalación de un nuevo concepto de obra artística, de cuyo ámbito ya no queda afuera un género discursivo como el diario íntimo (ni la carta, la autobiografía o la crónica). Se produce pues una expansión de la noción de lo "literario" hacia otras prácticas de escritura, que son al mismo tiempo otras prácticas de libertad creadora, hasta entonces reprimidas en su dignidad estética por el antiguo concepto de obra. Desde este nuevo horizonte conceptual que se introduce a partir de las vanguardias, y desde la nueva sensibilidad estética a la que se halla asociado, el Diario íntimo de Oyarzún se nos aparece como una de las obras fundamentales de la literatura chilena moderna, algo que el mismo Oyarzún nunca hubiera imaginado. El fragmentarismo del género, la condición "parasitaria" o "residual" de su escritura, se convierten, en la sorprendente realización de Oyarzún, en las vías de acceso a un inédito "placer del texto" (Barthes), para mí desconocido hasta entonces en la literatura chilena. Entre paréntesis: ¿no habrá algo de infantil en quienes como Amiel u Oyarzún se han dejado seducir, y atrapar, por este género? ¿No decía Walter Benjamin, gran iluminador del mundo de la infancia, que los niños acostumbraban jugar con "desechos", y que con "las cosas que hacen jugando entre sustancias de muy diversa índole crean una nueva y caprichosa relación"? (22)
Dentro del conjunto de la producción literaria de Oyarzún, el Diario ocupa una posición central, originaria desde el punto de vista de los textos y del fragmentarismo como rasgo estructural del género. Dos de los libros de Oyarzún son páginas fechadas de su Diario: Diario de Oriente (1960) y Mudanzas del tiempo (1962). Un tercero, póstumo, fue preparado por el propio autor con trozos entresacados del Diario, de los que eliminó las fechas para darles una presentación ensayística: Defensa de la tierra (1973). Otro de sus libros, Ver (1952), desarrolla pensamientos que son una constante a lo largo de todo el Diario (el "ver" como órgano de la redención espiritual del hombre), e incluye modificadas algunas de sus páginas. Muchas de las reflexiones que pueden leerse en sus dos colecciones de ensayos: Leonardo da Vinci y otros ensayos (1964) y Temas de la cultura chilena (1967), fueron primero anotaciones del Diario. El primer libro que publica, La infancia (1940), a los 20 años (aunque terminado a los 18), pretende ser una ficción bajo la forma de la novela. Pero el carácter autobiográfico de la narración, y su proximidad por lo tanto al género del diario íntimo, apenas lo disfrazan el cambio de nombre de los personajes y el uso de la tercera persona. En Los días ocultos (1955) Oyarzún retoma, ahora desde la primera persona, el tema autobiográfico del libro anterior. El tono de intimidad, el espacio cotidiano y las tensiones del mundo del niño protagonista, que oscila entre sentimientos de beatitud y de miedo (con la madre como centro luminoso, pero frágil, de un paraíso corroído por la incertidumbre), son los mismos. Incluso el final de ambas evocaciones es textualmente casi coincidente.
De manera pues que estos libros, o son publicaciones parciales del Diario, o están armados con trozos suyos, o reelaboran algunas de sus anotaciones, o remiten al ámbito de las constantes de su pensamiento, o, por el contenido autobiográfico, se sitúan en la vecindad del género. Pero es importante además considerar las proyecciones de un procedimiento constructivo consustancial al diario íntimo: la formación de conjuntos textuales mediante fragmentos. Oyarzún parece haberlo aplicado a la composición de la mayoría de sus libros. No me refiero desde luego a aquellos que son páginas desprendidas del Diario, donde la presencia de tal procedimiento es obvia, sino a los demás. Defensa de la tierra, por ejemplo, no es sino un montaje a partir de fragmentos cuyo lugar de origen, ya se dijo, se halla en el Diario, y que en el traslado conservan la forma primitiva o sufren reescrituras. (Una variante de esta manipulación de textos previos la ofrece Los días ocultos: en su totalidad es una reescritura de la novela La infancia.)
Pero la marca del fragmentarismo de la composición sigue siendo perceptible aun cuando no se advierta la incorporación de textos previos, o sean de inclusión ocasional. Las páginas de los libros Ver y Los días ocultos están llenas, como las de cualquier diario íntimo, de los intersticios derivados de una composición que opera articulando fragmentos. Causan la impresión, inseparable de un tipo de composición semejante, de corte suave en las junturas interiores de los textos (entre párrafos) y abrupto en sus fronteras externas (entre separaciones mayores). Una impresión similar produce la lectura de algunos ensayos de crítica cultural o artística. Quizás el más notorio en este sentido sea el que encabeza a los reunidos en Temas de la cultura chilena: "Resumen de Chile". Los seis últimos de la colección Leonardo da Vinci y otros ensayos, muy breves, semejan, cada uno de ellos, redacciones de un todo inconcluso, o partes desgajadas de algún conjunto ausente. De paso: este fragmentarismo de la escritura de Oyarzún, ¿no es, justamente, uno de los rasgos del pensamiento moderno más vivo, menos obsecuente, y ligado a empresas intelectuales empeñadas en disolver centros, visiones organizadas alrededor de ejes metafísicos? (23)
La misma personalidad de Oyarzún se nos revela prisionera dentro de un campo de fuerzas dispersoras, centrífugas. Fuerzas fragmentadoras que conspiran contra una continuidad disciplinada de propósitos y tareas de orden intelectual, urdiendo siempre rupturas, fugas. Oyarzún cede: se va de excursión o de viaje, se entrega a la lectura de libros diversos (viejos y nuevos), se reúne con amigos a beber, a derrochar ingenio, humor, cultura, se enamora una y otra vez, siempre con el saldo de un sentimiento de pecado. Pero luego censura su incapacidad para resistir. Se acusa de "debilidad de carácter", de "avidez por todo lo insustancial", de "tendencia al goce y al escepticismo" (31 de diciembre, 1961). Vuelve en otra oportunidad a esta querella secreta, nunca resuelta, que mantiene consigo mismo, y dice: "No puedo elegir. Por eso todo se me desordena y tiende a plastarme. Yo no elijo. Soy elegido. Me llevan y me traen, y a veces me canso" (20 de marzo, 1964).
"Yo no elijo. Soy elegido". Estas palabras podrían ser también la divisa de la relación de Oyarzún con el género del diario íntimo, al que le fue fiel por tantos años, prácticamente los de toda su vida de escritor. Si se tiene en cuenta la función determinante de su Diario como cantera de la mayor parte de su producción y modelo originario del procedimiento constructivo al que ella responde, y, por otra parte, las incontrolables tendencias de la personalidad del autor, solidarias con la idiosincrasia del diario íntimo, habría que concluir en que la obstinada adhesión al género está lejos de corresponder a una verdadera elección. Lo cierto sería lo contrario: que el género lo eligió a él. Anota el 28 de agosto de 1954, después de más de un mes que no lo hacía: "He vuelto a este Diario como a una patria perdida". La imagen hace visible la dirección del vínculo, puesto que nadie elige a la patria, sino al revés. Algo muy parecido a lo que le ocurrió a Amiel, con quien Oyarzún tiene además muchas otras zonas comunes.
Pero esta entrega al género del diario íntimo, para un escritor como Oyarzún, que soñaba con una obra, no se dio sin dejar tras de sí sombras mortificantes, de desvalor. En una obra de verdad, pensaba él (la de un narrador, un poeta, un músico, un pintor), el yo del autor se borra. Desaparece en el orden arístico libremente creado (24). Sólo así se accede a la medida profunda de sí mismo y a una "salvación" espiritual. Oyarzún cree en cambio que en sus libros, comenzando con el Diario, el yo permanece intacto, sin que el orden de una "obra" lo transfigure, con su carga biográfica no liberada, con los nudos ciegos que retornan, siempre los mismos. Por eso decía: "Me he dejado llevar. Soy mi propio desconocido. He huido de mi propia medida" (15 de junio, 1959). Termina pensando que cuanto ha escrito, al no estar recubierto por los privilegios de la "obra", lo reducía a una condición de autor menor: habla de sí mismo como de un "autor inactual e insignificante" (11 de septiembre, 1967). Un juicio a todas luces injusto, e "inactual", él sí. Ya dije: desde los nuevos paradigmas estéticos, desde las nuevas condiciones de lectura, la escritura del Diario de Oyarzún impone la pertinencia de su estructura, de su verdad, de su belleza con una fuerza apabullante.
Al revés de lo que pasa con el resto de los géneros literarios, el diario íntimo obedece al proyecto de una escritura replegada sobre sí misma, sin destinatario, que se constituye como secreto. Dentro de un movimiento circular, el de una suerte de grado cero de la comunicación, el autor se desdoble en su lector: en guardián del secreto. Es cierto: algunos diarios incluyen narratarios, es decir, destinatarios inscritos en el texto, pero éstos son parte del secreto. Ahora bien, con la intervención de un lector externo, ¿se desbarata el secreto? No: simplemente el secreto queda expuesto a la mirada. De ahí que la lectura de un diario íntimo sea distinta a la de los demás textos: está marcada por las connotaciones de lo clandestino, del voyerismo. Aparte de las publicaciones póstumas decididas por los herederos del autor, u otros, la historia del género revela también participaciones del propio autor en la exposición del secreto a la mirada de un lector. A veces se lo da a leer a un lector privado (es el caso de Anaïs Nin). O resuelve, en una iniciativa de máxima apertura, compartir su secreto con el lector institucionalizado: autoriza la publicación póstuma del diario (Amiel), o él mismo lo publica (Gide) (25).
El secreto del diario íntimo se cruza, en Oyarzún, con la convicción de que no puede renunciar al lector, porque es en él donde la palabra escrita, al ser acogida y suscitar una respuesta, cumple su destino vinculante, eminentemente comunitario. Dice: "Si estuviera en una isla desierta, seguiría pensando en el lector. Aun entonces necesitaría un eco, por más remoto o quimérico que fuese" (26 de febrero, 1956). Por el cierre de su escritura, ¿no es el diario íntimo una "isla" de signos, y "desierta" asimismo en la medida en que el proyecto del género no contempla al lector, el único que podría animar los signos, dándoles vida? ¿Cómo sale Oyarzún del atolladero? Pone en práctica dos estrategias supletorias de apertura. En la primera, hacia el lector institucionalizado: publica aquellas páginas del Diario que no comprometen los pliegues más interiores de la intimidad. En ellas se leen los encantamientos de una sensibilidad y las aprensiones de una conciencia moral en su tránsito por escenarios del mundo contemporáneo. Se trata de descripciones de la naturaleza y reflexiones sobre tópicos culturales y políticos. Diario de Oriente y Mudanzas del tiempo se originaron así. Y además varios artículos aparecidos en periódicos.
La segunda estrategia tiene en la mira un receptor comparable al de Anaïs Nin, que le daba a leer su Diario a un lector privado (Henry Miller, su amante). Sólo que en Oyarzún no es un lector sino un oyente privado, y no es uno sino una multitud. Los oyentes pertenecían al grupo numeroso de sus amigos, formado por escritores y artistas de la generación del 50, pero también anteriores y posteriores. Solía leerles, de cuadernos o agendas del Diario que acostumbraba a llevar consigo, pasajes diversos: descriptivos, humorísticos, de ironía, y otros demoledores sobre personajes conocidos del medio cultural. Porque el carácter privado del oyente, la relación de amistad, la informalidad de los encuentros ( en bares, paseos públicos, alguna casa particular, en excursiones), permitían relajar la autocensura, pero sin abolirla. Sin duda con estas lecturas Oyarzún ganaba para la palabra del Diario un receptor cómplice de su secreto, le devolvía la función comunitaria, vinculante (26), junto con gratificarse de los efectos estéticos de su recepción. De la impresión imborrable que dejan los textos oídos, de la curiosidad con respecto a las páginas no reveladas al oyente (y dentro de su secreto, se sospecha, aquellas asociadas a la homosexualidad del autor), se fue creando en ese grupo de amistad, con filtraciones al exterior, una verdadera leyenda sobre "el Diario de Oyarzún".

3

De todos los estímulos del mundo cotidiano a los que este Diario les presta atención, ninguno retorna con más insistencia, ni es abordado con más riqueza de conexiones de sentido, que el de la naturaleza. Oyarzún nunca deja de responder a él, no importa donde se encuentre, si en Chile o en viaje por el extranjero. Pero es la naturaleza chilena el objeto principal de su interés. Son escasos los rincones del país donde no estuvo, atento a las formas, la luz, los colores, olores, sonidos, movimientos, para traducirlos mediante la palabra. A algunos lugares de la zona central, hacia la costa, regresa regularmente, como si fuera el oficiante de un rito: Caleu, Til-Til, Lo Gallardo, Horcón. El lenguaje de sus descripciones, con inserciones ocasionales de nomenclatura científica (la del botánico), es el lenguaje del entusiasmo, a ratos el del arrobo, y también el de la elegía, cuando el que escribe se enfrenta al espectáculo sombrío de especies ya exterminadas o próximas a estarlo. Los procesos modernizadores causantes de la depredación, la misma en todo el planeta, encuentran en Chile, demuestra Oyarzún, terreno abonado: una actitud crónica de indiferencia, cercana al odio, ante la naturaleza. Ya lo dije en otra parte (27): ese pequeño libro de amor y dolor, Defensa de la tierra, debería ser tenido por los ecologistas chilenos como su manifiesto fundacional.
En el cuento y la novela de la literatura chilena moderna, la presencia de la naturaleza ha sido desde luego constante, sobre todo entre los narradores "regionalistas", que además hicieron de ella una instancia determinante de los personajes. Sin embargo, Oyarzún nos sorprende con una descripción frente a la cual las anteriores resultan casi olvidables. Nos era por completo desconocida esta naturaleza que surge del Diario. El despliegue de su belleza es una conquista inesperada en la prosa literaria de nuestro país. ¿No será, como pensaba Benjamin, que las cosas se dejan ver de verdad sólo en el momento en que comenzamos a perderlas?(28)¿Y no será este movimiento de retiro el que aporta esa nota de melancolía que se adivina en el trasfondo de la mirada de Oyarzún? Pero cuando la describe, la percepción es atrapada por el goce refinado de los sentidos. Pone todo su enorme saber, el de su experiencia, el de su cultura, al servicio de una retórica feliz que privilegia los efectos estéticos. El lector reacciona seducido ante las galas de la naturaleza chilena que el lenguaje de las anotaciones va haciendo visible, como recién nacida. A continuación destaco tres de los procedimientos retóricos más comunes, ilustrándolos con breves citas.
Uno, el de la hipérbole. La figura, aquí, no deforma el objeto ni lo vuelve extraño, a la manera barroca, sino que la exageración es el modo de celebrar algún aspecto extremado de su apariencia. De las hojas de los castaños dice: "Son tan grandes las hojas de los castaños que en cada una podría escribirse una égloga de Garcilaso, sobre la tez tostada del otoño" (6 de junio, 1959). Dos, el recurso a la sinestesia. Se tiene la impresión en estos casos de que la riqueza de un determinado estímulo rebasara la capacidad de registro del sentido al que por su índole va dirigido. Así ocurre con el olor de unas flores, las de la acacia, que termina exigiendo el concurso de la vista y el oído: "los racimos opulentos de las acacias, con su olor silencioso, soñoliento, envolvente, un olor de atenuada blancura" (21 de octubre, 1961). Tres, el uso de las comparaciones. Son infinitas. El término de la comparación proviene de variados ámbitos: el arte, la literatura, la historia, la vida cotidiana, la náutica. Un árbol nativo, el coigüe, no pierde su identidad real al comparárselo con un bergantín y una telaraña, pero de la comparación sale transfigurado poéticamente: "Nada más fino, más aéreo ni más firme en la tierra que un coigüe. Tiene la elegancia de un bergantín, la nervadura sutil de una telaraña. Cuando lo remecen los vientos, él se estremece entero, tiembla como un velamen y no suelta una sola amarra, elástico, tenso y dócil" (9 de noviembre, 1965).
Los efectos estéticos en las comparaciones (y también en otras figuras) suelen ir acompañados de connotaciones humorísticas, un componente esencial del lenguaje del Diario (y que en anotaciones ajenas al tema de la naturaleza puede derivar en ironía o abierta mordacidad). La descripción del moscardón incluye, más de una vez, estas connotaciones: "Un moscardón salió recamado del interior de una digital, como un sacerdote que se dispone a iniciar el rito" (26 de enero, 1959). En otra anotación el mismo insecto queda aprehendido en una imagen de graciosa sensualidad por su comparación con un personaje histórico conocido: "Un moscardón chupaba con avidez el néctar de cada pervinca, colgado de la corola como un Enrique VIII al seno de una doncella" (10 de octubre, 1954). El mismo día, mientras escribe tendido sobre el pasto, ve pasar una cuncuna: "¿De dónde saldría una cuncuna gris y anaranjada que acaba de pasar al lado de mi pluma, muy apurada, equilibrándose sobre lo alto de los tréboles? Va tan decidida como si fuera a misa". Rodrigo de Triana aparece sorpresivamente evocado por el término con que compara el grito de unos tiuques: "Los tiuques graznan de pronto como si hubiesen descubierto América" (21 de febrero, 1958). En otra de las anotaciones de ese día, el circo le presta uno de sus personajes para comparar el ajetreo de los choroyes en la rama seca de un árbol: "iban y venían como tonies de circo sobre una rama seca de pellín. Si alguno perdía pie se sostenía con el pico".
Es necesario, por último, referirse al marco de pensamiento en el que se inscribe la representación de la naturaleza en el Diario. Ella se dentro de una visión que acoge tradiciones espiritualistas y núcleos del pensamiento bíblico y cristiano. La visión se articula, en la base, a una percepción desolada de la vida moderna: la de una sociedad de masas vacía de todo ideal de trascendencia, rota en su unidad interior, sometida a racionalizaciones que junto con rigidizarla, la planifican para el consumo de bienes materiales e imágenes hedonistas, sin lograr erradicar la miseria, más bien contando con ella. Pero esta conciencia no se cierra alrededor de las certezas que la perturban o angustian: en dirección contraria, las de las ausencias, la atraviesa una permanente aspiración a restituir en el hombre los equilibrios rotos, a reandar los pasos perdidos de una unidad. En resumen, a religar la cultura de la vida cotidiana a experiencias de trascendencia.
Frente a la tradición cristiana para la cual la imitación de Cristo es el modelo de salvación, Oyarzún apuesta, también, a la vía de la contemplación de la naturaleza como fuente de una cultura renovada. Le parece la salida a una situación que conduce al empobrecimiento extremo de la vida, si no a su final destrucción. El suyo no reintroduce exactamente el gesto romántico, porque no le vuelve las espaldas al mundo histórico: mediatiza su transformación. Ni tampoco esconde una idealización de la naturaleza. Oyarzún pareciera concebir el paraíso bíblico como un estado "unitivo", de fusión del hombre con la naturaleza. Después del "pecado", que lo rompe, ambos quedan igualmente "contaminados". La raíz del mal no reconoce pues fronteras. "Cada cosa tiene su sombra. Cada árbol, su pequeña serpiente viva en el interior" (17 de septiembre, 1951). Hay que aceptarlo, dice: el mal forma parte del inventario de lo real. Pero si en él la naturaleza no es un paraíso hollywoodense, sí es un paradigma: desde el fondo oscuro, "cruel", se levanta, en ritmos cíclicos, desplegando los signos que llaman a la salvación, al reencuentro del ser consigo mismo, trazados en el vuelo de los pájaros, las formas perfectas de flores y árboles, las combinaciones felices de colores, los milagros de la luz, los sonidos y murmullos.
Contemplar amorosamente estos signos, penetrar en ellos hasta que la "lectura" silenciosa de la mirada los sature, constituye un acto espiritualmente liberador: nos descarga del lastre de la temporalidad biográfica (la del yo), nos reconcilia con el todo, nos devuelve un momento de unidad y, en la medida en que su orden rija la cultura de la vida cotidiana en los diversos grupos sociales, nos hará en definitiva una humanidad mejor. Oyarzún no cesa de afirmarlo. Quien lo afirma es alguien consciente de su propia incapacidad para resistir los impulsos que lo precipitan en el mero goce de los sentidos, en la promiscuidad sexual, en el alcohol. Pero estas "caídas", en vez de banalizar la afirmación, de volverla espuria, acentúan su verdad dándole una dimensión de dramatismo. Es una de las tantas tensiones que recorren la escritura del Diario y la entregan a un juego dialéctico donde los destellos de verdad surgen de la fricción, del tironeo de los contrarios.
Oyarzún es un escritor moderno, y en él se reitera una constante de todos los grandes artistas y escritores desde el Romanticismo: la de vivir la modernidad como una camisa de fuerza. En su caso particular, el conflicto adopta la forma de una contradicción entre dos propuestas: de un lado la suya, es decir, la de la contemplación de la naturaleza, y del otro la de la sociedad moderna. La segunda no sólo se mueve en dirección opuesta a la primera: bloquea su desarrollo y en definitiva la hace inviable. Porque ella es portadora de un proyecto cultural cuya realización pasa justamente por la borradura de la naturaleza como "texto", cancelando así el horizonte de trascendencia a que nos abre su "lectura", y al mismo tiempo de un proyecto económico que la condena cada día a su destrucción material. Pero a pesar de las evidencias históricas en contra, Oyarzún no cree inhabilitada su propuesta. Más aún: desde el paradigma de la naturaleza hace la crítica de las estrategias, sofismas y estragos de la modernidad. Una crítica siempre iluminadora y nunca suspendida a lo largo del Diario. Los escenarios culturales en los que opera son múltiples y entrecruzados. Me limitaré a tocar algunos aspectos de la crítica referida al arte y la literatura, y a las relaciones entre espacios urbanos y naturaleza.
Oyarzún nos recuerda que el hombre y el protozoo comparten una misma condición: son animales. Pero el protozoo vive en fusión con el cosmos, y si tuviera conciencia "gozaría", dice, de la "contemplación unitiva". El hombre en cambio es "un animal degenerado y loco" que se obstina en renegar de ese gozo salvador: "construye neuróticamente murallas y diques para apartarse de la naturaleza y devorarse a sí mismo remojado en su propia salsa" (28 de diciembre, 1961). Las grandes ciudades del siglo XX, allí donde el espíritu de la modernidad se exhibe, se recrea y profundiza, son la encarnación delirante de esos "diques" y "murallas" de separación. Una anotación hecha en Nueva York nos deja ver, con asordinadas vibraciones apocalípticas, el corte radical entre la ciudad moderna y la naturaleza: "Bandadas de aves migratorias se estrellan con la torre del Empire State Building y caen muertas o agonizantes en plena ciudad" (28 de septiembre, 1970). La imagen es todo un emblema de la relación de ruptura que expulsa a la naturaleza. Como objeto de contemplación configuradora de una conciencia cultural, ella está ausente de estos espacios urbanos. A la vida cotidiana que alojan la gobierna una cultura des-naturalizada, ajena a las experiencias de la unidad del ser. Una cultura mercantil, tecnológica, fragmentadora de la conciencia. En vez de absorber la soledad y la violencia, las induce y exacerba. Hasta el vicio y la miseria resultan más desamparados dentro del paisaje urbanístico. El rascacielos, que domina ese paisaje, supera al árbol en altura, en monumentalidad, pero carece de su aura humanitaria: "Un borracho al pie de un rascacielos está peor que al pie de un arbol. El árbol siempre tiene algo de misericordioso" (9 de marzo, 1968).
El juicio crítico de Oyarzún sobre la literatura y el arte está determinado por un concepto de obra de creación, según el cual ésta sería "una tentativa para imponer un orden al sufrimiento metafísico del hombre" (7 de agosto, 1959). Se trata de un orden espiritual, trascendente, sinónimo para él de "belleza". Paralelo, y semejante en la función liberadora, a aquel otro orden al que se accede a través de la contemplación de la naturaleza. Aun cuando en el Diario se comenta un vastísimo conjunto de producciones literarias y artísticas de variada procedencia (europea, norteamericana, latinoamericana, chilena, o de culturas premodernas), quiero circunscribirme al juicio sobre dos poetas chilenos: Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Estos nombres regresan con regularidad a las anotaciones del Diario. Y con razón: el concepto de obra de creación de Oyarzún encuentra en la Mistral una ratificación, y en Neruda, una provocación.
Con la poesía de la Mistral Oyarzún establece desde el comienzo una identificación esencial. Porque ella "no cierra el mundo". No lo cierra alrededor de su pura materialidad, o del sufrimiento "metafísico" que lo habita. Por el contrario, "transfigura a las visiones de la tierra en exaltación ultraterrena" (15 de junio, 1959). Es decir: abre el mundo hacia un orden trascendente y, al abrirlo, lo redime. Bastaría con invertir el sentido de las afirmaciones anteriores para tener la lectura que Oyarzún hace de Neruda. Su poesía cierra el mundo, no lo abre a ningún orden trascendente, y cuando lo abre, lo hace en una dirección que él considera uno de los sofismas de la modernidad: la de la revolución social. Su lectura de Neruda es ambivalente, o ambigua. No puede negarle el talento poético. Pero el marco de pensamiento desde donde lo lee, lo lleva a rechazar en él la dimensión ideológica como un error: la revolución no suprime, dice, la enfermedad, el dolor, la muerte. En este punto Oyarzún revela una afinidad con Nicanor Parra. Ambos protagonizan en la literatura chilena el mismo gesto generacional: la crítica de las ideologías como visiones distorsionantes. Y la posición de Parra frente a la poesía y la persona de Neruda no es menos ambigua que la de Oyarzún (29).

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