Universidad de Chile

 

La escritura de al lado.
Géneros referenciales.

Por Leonidas Morales T.

 

GENERO Y DISCURSO: EL PROBLEMA DEL TESTIMONIO *


Dentro del léxico especializado de la crítica literaria y cultural contemporánea en América Latina, el término "testimonio", en cuanto con él se quiere designar una determinada clase de discurso, protagoniza, todos lo sabemos, una historia inusual de conquista de status durante la segunda mitad del siglo XX. Inusual porque en muy breve tiempo, apenas en dos o tres décadas, abandona una condición de marginalidad, de casi anonimato, para instalarse en un plano donde su presencia habla ya, diría, de derechos adquiridos y, hasta ahora, reconocidos. Yo pretendo aquí, justamente, poner en cuestión la legitimidad de esos derechos adquiridos y establecer, en cambio, aquellos que en propiedad le corresponderían como término conceptual y que, pienso, son otros muy distintos. Pero quisiera antes recordar algunos de los momentos por donde transita la historia ascendente o exitosa de este término, y de lo que designa, supuestamente, sin detenerme en ninguno de ellos y sólo con la intención de trazar una escueta panorámica de su trayectoria, suficiente para disponer de un marco general donde situar los problemas que específicamente me interesan.
Algunos de estos momentos corresponden a la década del 70. Precisamente, en 1970 Casa de las Américas, de Cuba, decide incluir al testimonio entre las clases de discursos a que anualmente llama a concurso. Una decisión con efectos inmediatos en el terreno académico: por ejemplo, al año siguiente, en 1971, se abre un seminario sobre "Literatura Testimonio" en el Departamento de Español de la Universidad de Chile (7). Por último, cerrando la década, en 1979, Margaret Randall redacta su manual "¿Qué es, y cómo se hace un testimonio?", un texto que al parecer inicia la discusión teórica en torno al estatuto del testimonio como clase de discurso. Sin duda es a lo largo de las décadas del 80 y del 90 que esta discusión se generaliza en los medios académicos latinoamericanos, pero sobre todo en aquellos medios académicos estadounidenses atentos a los temas literarios y culturales del mundo latinoamericano, al mismo tiempo que proliferan los trabajos críticos dedicados a textos "testimoniales" concretos. En un recuento de esta productividad crítica y teórica alrededor de la temática del testimonio en las dos últimas décadas, período en el cual quedan expuestos y establecidos los términos del problema tal como me propongo abordarlo, tendrían que figurar, necesariamente, tres compilaciones: Testimonio y literatura, de René Jara y Hernán Vidal (8), La invención de la memoria, de Jorge Narváez (9), La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa, de John Beverly y Hugo Achugar (10).

Algunos de quienes protagonizan la discusión generada en torno a la cuestión del testimonio, y desde ella, "descubren" de pronto en la literatura colonial latinoamericana antecedentes que parecen articular una larga línea de continuidad discursiva "testimonial" no interrumpida hasta el presente. Pero no cabe duda: en lo medular, la discusión opera con un referente textual contemporáneo, al que se le asigna, como orden, un valor paradigmático. Se trata de un corpus específico de textos, cuyo punto de despliegue lo constituiría, en el tiempo, el libro de Ricardo Pozas, Juan Pérez Jolote, de 1952. Menciono los demás que junto con éste conforman el núcleo del corpus de los indispensables: Biografía de un cimarrón, 1966, de Miguel Barnet, Hasta no verte Jesús mío, 1969, de Elena Poniatowska, Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, 1977, de Moema Viezzer, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, 1982, de Omar Cabezas, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, 1985, de Elizabeth Burgos.

Veo que la discusión crítica y teórica de que hablo se desarrolla sin dejar nunca de lado dos constantes que de alguna manera terminan caracterizándola. La primera: en la línea de la definición del testimonio se ha tendido, desde el comienzo, a subrayar en el corpus con que se trabaja un componente político e ideológico, hasta el punto de que a veces la reflexión sobre o desde el testimonio pareciera más bien remitir a la teoría de una praxis textual de "liberación" (constructiva o desconstructiva). En efecto, en su lectura el corpus testimonial es convertido, para empezar, en un campo de relaciones de poder textualizadas. Un campo estructurado en torno a un polo hegemónico y a otro cuya posición, desde luego, hace posible y sostiene la hegemonía: el polo de la subordinación. Ahora bien, por las características con que se presentan estas relaciones de poder, es decir, por las formas particulares que asumen (con elementos sociales y culturales arcaicos, o aún coloniales, o de un capitalismo heterogéneo, lejos todavía de la "homogeneidad" del Primer Mundo), la lectura del campo textual en el que se inscriben tales relaciones vendría a ser al final una lectura que las postula como analógicas de América Latina, o, en una perspectiva más amplia, del Tercer Mundo. En otras palabras: esos textos testimoniales que configuran y hacen visible la especificidad de estas relaciones de poder, pasan a ser vistos como extensiones discursivas y metafóricas de una "identidad" latinoamericana.

Pero el testimonio, y he aquí, según los más ortodoxos de sus críticos y teóricos, lo que en última instancia lo distingue o lo diferencia como clase de discurso, no se limita a poner en juego unas determinadas relaciones de poder, sino que instala en el centro de su escenario discursivo la "voz" del subordinado (o del "subalterno", como acostumbra decir la crítica cultural estadounidense, con su crónica tendencia a codificar rápidamente términos y conceptos). Es una voz, además, a la que se le suele atribuir la condición de "ejemplar". La ejemplaridad consistiría en que es una voz de "resistencia" (frente al poder hegemónico), que habla desde y por una clase social o una etnia sojuzgadas, y que contiene los elementos que permiten desconstruir una historia "oficial" y construir otra, instalando así una verdad hasta entonces oculta o reprimida (11).

Desde la década del 80, aproximadamente, la crítica y la teoría feministas se han ocupado también de los textos considerados como "testimonios". La razón salta a la vista: en muchos de ellos la voz del subordinado es la voz de una mujer, y a los problemas generales de unas relaciones de poder profundamente desequilibradas y excluyentes, se suman los desequilibrios y exclusiones que afectan de manera diferenciada y específica a la mujer.

Pero las lecturas del testimonio como textualización de unas relaciones de poder, como escenario ocupado por la voz de un subordinado que, además, aparece investido de una "ejemplaridad" en el sentido antes señalado, nada dicen, nada hablan, en definitiva, del testimonio como una clase de discurso. Las precisiones o distinciones que se ofrecen como diferenciadoras y definitorias de esa clase de discurso tienen que ver, a mi juicio, sólo con variables del contenido, que no afectan al testimonio como tal, o sea, como clase de discurso, o también, como forma. Y aquí entramos en contacto con la segunda constante del proceso crítico que origina la problemática del testimonio. Se trata, esta segunda constante, de la ambigüedad conceptual que marca, también desde el comienzo, el empleo del término "testimonio". Aún más: creo que es difícil encontrar en la historia de la crítica moderna latinoamericana un término conceptualmente más confuso que éste. Desde luego, mi contribución (si es que efectivamente lo fuera, porque también podría resultar un nuevo capítulo de esa historia de ambigüedad y confusión) no pretende ser otra cosa que una propuesta de deslinde y determinación conceptuales mínimos en este terreno.

En 1970, dije ya, Casa de las Américas incluye al testimonio entre los géneros a los que anualmente llama a concurso. Pero, claro, el suyo es un acto institucional, donde no se plantea el problema del concepto, es decir, lo que de manera explícita hay que entender en definitiva por testimonio: lo da por sobreentendido, remitiendo implícitamente a una determinada práctica de escritura, reconocible pero no definida. Ese planteo parece darse, por primera vez, en 1979, con Margaret Randall. En su manual, antes citado, "¿Qué es, y cómo se hace un testimonio?", comienza con una comprobación que la sume en la perplejidad. Dice: "Si consultamos textos o manuales de Teoría o Preceptiva Literaria no hallaremos en ellos ninguna referencia a un género o función "testimonio". Sencillamente, no existe" (12). Pero como ella piensa que sí existe, se entrega a la tarea de definirlo. Su estrategia para llegar a una definición del testimonio como género privilegia los aspectos que ya señalé a propósito de la primera constante de la discusión crítica y teórica que nos concierne: las relaciones de poder, la presencia de la voz del subordinado en el centro del escenario textual y el carácter ejemplar que esta voz asume, más otros aspectos para ella también importantes en el momento de elaborar un testimonio, como la "calidad estética" del texto y las informaciones complementarias que se requieren (cronologías, iconografías, etc.). Los críticos posteriores, de las décadas del 80 y del 90, podrán aportar nuevos elementos a la discusión teórica o llevarla a terrenos más formalizados, con un manejo más sutil y menos lineal de los componentes ideológicos, pero de todas maneras se mantendrá la postura inaugurada por Margaret Randall: la que afirma que el testimonio es un género discursivo y que lo define, en lo esencial, por determinadas marcas del contenido.

Pero me parece que aquí, en el punto de vista que teoriza Randall, se halla justamente el origen de las ambigüedades, de las confusiones conceptuales a las que antes me referí. Es ya sintomático del forzamiento o la inadecuación que significa la sumisión del testimonio al concepto de género discursivo, el que sea casi imposible toparse con un texto donde se asuma el punto de vista teórico de Randall, que no comience, o que no termine, haciendo perceptible en el autor un ademán de desazón, de incomodidad, cuando no de impotencia, asociado al reconocimiento de lo "difícil" que es definir lo que hay que entender por testimonio. Algunos esgrimen, como explicación de la dificultad, el argumento de que están frente a un "género nuevo". Pero, a mi manera de ver, el problema fundamental radica en otra parte: está en la decisión misma, para mí errada, de concebir el testimonio como un género.

Hay por supuesto muchas clases de discursos, pero no todas son, en propiedad, clases genéricas. La teoría contemporánea de los géneros discursivos, y estoy pensando en Todorov, Genette, Schaeffer (13), insiste una y otra vez, y con razón, en que los géneros, tanto literarios como no literarios, en cuanto clases de discursos se definen por su historicidad. Se trata de una doble historicidad. Afecta, por una parte, a las propiedades específicas del género: éstas son percibidas, en todos los casos, como inscritas en el tiempo. En otras palabras: como un fenómeno histórico. El que las propiedades que delimitan y constituyen a un género sean históricas, explica las contingencias a las que ellas están expuestas. Por ejemplo, a transformaciones que si bien no anulan la identidad del género, introducen sin embargo cambios importantes en su codificación, o que, en el extremo, provocan desplazamientos que pueden hacerlas entrar en el proceso de formación de un nuevo género y, por lo tanto, en la órbita de otra codificación.

Pero la historicidad está presente al mismo tiempo en el modo de la existencia social de los géneros. Estos nunca tienen una existencia de mónada, sino que funcionan siempre en el interior de una institución que los regula, que dice, por ejemplo, cuáles son "literarios" y cuáles no, y que los jerarquiza confiriéndoles a unos posiciones estelares, mientras mantiene al resto en posiciones de trasfondo. Ahora bien, toda institución, cualquiera que sea, es por naturaleza una configuración histórica, y está sometida por lo tanto a cambios y reformulaciones, sin excluir desde luego la posibilidad de su sustitución. En el caso de la institución de la que aquí se habla, se comprueba que las jerarquizaciones y distribución de roles que determina varían con el tiempo, que los géneros que regula no son siempre los mismos, que, observando amplios tramos temporales, se constata tanto la incorporación de géneros nuevos como, por el contrario, la conversión de otros en obsoletos. Con respecto a los primeros: fuera de la cultura moderna, ¿dónde hubo un género como el diario íntimo, o géneros tales como la entrevista o el reportaje, asociados ambos históricamente al periódico? Y en la línea de los que se han retirado: ¿alguien diría que son actuales y están vigentes hoy las tragicomedias o los diálogos platónicos?

En resumen, ningún género como clase de discurso puede sustraerse a esta regla de doble historicidad, a menos, claro, que no sea un género. ¿Lo es el testimonio? Es una clase de discurso, qué duda cabe. Pero, ¿es también un género? Es decir, ¿satisface la exigencia de historicidad en su doble expresión? ¿Qué clase de discurso sería en definitiva el testimonio? Para empezar, es siempre un relato en primera persona: en él alguien, un yo, habla y dice haber visto u oído tal o cual cosa, y lo que dice es un elemento de prueba, que establece o contribuye a establecer una verdad, cualquiera que sea (incluso una verdad aparente, engañosa). Pero el relato del testigo, el testimonio, pertenece al grupo de las formas que, según Todorov, es imposible fijar "en un único momento del tiempo". Por el contrario, son formas "siempre posibles", es decir, formas que han estado ahí, disponibles para el usuario, desde que la lengua existe (14). Lo mismo cabría decir, según Schaeffer, de la parodia: "La parodia es una relación textual posible (lo es desde siempre y en todas partes), mientras que un género es siempre una configuración histórica concreta y única" (15).

De manera que frente a la pregunta de qué es un testimonio como clase de discurso, cabe ya una primera respuesta: el testimonio es una clase de discurso cuyas propiedades son perfectamente reconocibles en sus diferencias, pero se distingue de las clases de discurso que son géneros por el hecho de que sus propiedades no son históricas. Más exactamente: es un discurso transhistórico. Y no lo afectan para nada en esta condición las variaciones "históricas" de su contenido. Por ejemplo, el hecho de que de pronto, en algún momento y en algún lugar, el testigo pudiera ser la voz de un subordinado, en términos de una estructura de poder, a la que se le atribuye una "ejemplaridad" moral y política, en el sentido antes declarado de que desmonta una verdad "oficial" para instalar en su lugar otra, la que aquélla oculta (ocultamiento en el que se funda la verdad "oficial"). Y nada cambiaría tampoco, desde el punto de vista de la clase de discurso que el testimonio representa, si esa voz fuera lo contrario: una voz degradada, pervertida, o incluso la voz del poder hegemónico mismo, encubierta o cínicamente expuesta.

Ahora bien, de la primera respuesta a la pregunta por la clase de discurso que sea el testimonio se deriva, necesariamente, la segunda. En efecto, si el testimonio es un discurso transhistórico, no puede entonces ocupar, por derecho propio, un lugar en la institución, histórica, que regula a los géneros. O, lo que es igual: no puede ser actualizado de manera independiente o separada, por sí mismo, como sí pueden serlo los géneros auténticos. El testimonio tiene una sola posibilidad de ser actualizado dentro de la institución: como discurso parásito, o incorporado, es decir, desplegado por, y en el interior de, alguno de los discursos genéricos existentes. Y no es ésta, sin duda, una mera posibilidad teórica: su profusa actualización en los términos dichos es una comprobación generalizada. Por lo tanto, a la primera respuesta, que dice que el testimonio es un discurso transhistórico, hay que agregar ahora una segunda respuesta, complementaria de la anterior, que dice: el testimonio es al mismo tiempo un discurso transgenérico.

Aun cuando su actualización fictiva, como mera forma, o recurso, es frecuente en los géneros literarios, en los narrativos sobre todo (novelas y cuentos de forma autobiográfica), es en los géneros referenciales donde su presencia y actividad resultan previsibles, además de inevitables. Cuando digo géneros "referenciales", me refiero a los que no son ficcionales: a aquellos donde el sujeto de la enunciación remite a una persona "real", con existencia civil, cuyo "nombre propio", cuando los textos son publicados, suele figurar como "autor" en la portada del libro que los recoge. Estoy pensando en géneros como la carta, el diario íntimo, la crónica urbana, la autobiografía, la biografía, las memorias, el reportaje, la entrevista, etc(16). Entre todos estos géneros y el discurso testimonial hay una relación "natural" de complicidad, de interdependencia inevitable: siendo aquéllos, géneros donde el sujeto de la enunciación es un yo biográfico, difícilmente podrían desplegarse sin poner en actividad, en algún momento, el discurso de un yo testimonial. Pero no hay que confundir los discursos: el género es de aquéllos, no de éste. Estaría pendiente sí el examen de ciertas coyunturas históricas: me refiero a cómo, de pronto, surgen, confluyen y se entretejen determinadas condiciones (culturales, sociales, políticas, incluso geográficas), frente a las cuales, y para ciertos grupos humanos bien específicos, algunos géneros referenciales, por ejemplo la carta, o la autobiografía, resultan, como medio de comunicación o forma de expresión, más "pertinentes" que otros. Esas mismas condiciones pueden conferirle al discurso testimonial, dentro de esos géneros privilegiados, una particular función, o mejor, un particular estatuto. Pero no hay aquí espacio para desarrollar este aspecto, de especial importancia por lo demás(17).

Así planteada la cuestión del testimonio, es decir, concibiéndolo como una clase de discurso transhistórico y transgenérico que interviene de modo decisivo en la realización de los géneros referenciales, es posible resolver, o por lo menos plantearlos de un modo coherente desde el punto de vista teórico y crítico, los problemas que afectan, en mi percepción, a la definición del género discursivo de los libros incluidos en el corpus, un corpus que ha sido, precisamente, el referente inmediato de la discusión crítica y teórica en torno a la cuestión del testimonio. A la luz de un enfoque como el que aquí estoy proponiendo, que distingue, en el universo de los discursos, unos que son géneros, y otros, como el testimonial, que no lo son y requieren de los primeros para actualizarse, ¿qué serían en este sentido los seis libros del corpus? En primer lugar, y por las razones dichas, ya no puede hablarse de ellos como si su "género" fuese el del testimonio, porque tal género simplemente no existe. Es cierto: el discurso testimonial es una presencia viva y persistente en estos libros, pero es un discurso subordinado a otro. El que lo subordina es el que lo hace posible en la medida en que lo actualiza. Es él el que en verdad se halla investido con las propiedades del género. ¿Cuál es, exactamente, el género del discurso actualizador? La respuesta pasa por una constatación que desplaza el objeto de la pregunta: en los seis libros del corpus el discurso actualizador adopta la forma de una narración. La pregunta debe pues reformularse. Así: ¿a qué género pertenece esta narración? En adelante distinguiré entre narración y relato, y hablaré de relato cuando me refiera al testimonio.

Creo que, a diferencia de los demás libros, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde permite un acceso bastante cómodo a la identidad genérica de su narración. Se advierten en ella propiedades que dibujan una figura reconocible con facilidad por el lector. El autor del libro, Omar Cabezas, un nicaragüense miembro del Frente Sandinista de Liberación, presenta en él una imagen de sí mismo, desplegada en el tiempo, que comienza justamente con su ingreso, en la adolescencia, al Frente. La identidad genérica de la narración queda de inmediato a la vista: se trata claramente del género de la autobiografía. Junto con actualizar el relato testimonial, la autobiografía lo somete a sus propios encuadres y orientaciones, que son los del género. El lector percibe sin dificultad en la narración todas las marcas que definen al género de la autobiografía, teorizadas en nuestro tiempo sobre todo por Philippe Lejeune(18). Tales marcas son: narración retrospectiva, en prosa, centrada en la historia de una personalidad, donde el autor es el narrador (el sujeto de la enunciación) y el narrador, a su vez, es el personaje (el sujeto del enunciado).

En el resto de los libros del corpus, el género de la narración que actualiza al relato testimonial no es de percepción tan expedita como en el primer caso. Indicaré por lo pronto una constante significativa que atraviesa a la narración en los cinco libros: la forma con que se presenta al lector es una forma derivada o construida: es el resultado final de una serie de transformaciones sufridas por una forma anterior, bien distinta a la definitiva, pero que fue la primera. En efecto, los autores de Juan Pérez Jolote, Biografía de un cimarrón, Hasta no verte Jesús mío, Si me permiten hablar, Me llamo Rigoberta Menchú, han declarado, en prólogos o escritos independientes, que los materiales de la narración registrada en estos libros surgieron originalmente suscitados por y desde el diálogo de una entrevista. Si los libros hubiesen conservado su forma primitiva, la entrevista sería pues, y sin apelación, el género actualizador del relato testimonial, y todo el proceso de discusión en torno a la identidad (falsa para mí) del testimonio como género no se hubiese dado, o se hubiese dado en términos muy distintos.

Pero desde luego no ha ocurrido así: los autores optaron en cambio por intervenir el género inicial, desarticulando la estructura de sus propiedades para construir una nueva figura discursiva. El movimiento implica dos operaciones sucesivas. Primera: todos los autores empezaron por eliminar las preguntas. Al ser eliminadas las preguntas, las respuestas pierden, automáticamente, su condición de tales. Desaparece así el diálogo, y con él, necesariamente, el género mismo de la entrevista, del que el diálogo es su piedra angular. En otras palabras: desaparece el género que actualizaba al relato testimonial como parte del contenido de las respuestas e incitado por el tenor de las preguntas, que marcaban su dirección. Segunda: con las unidades narrativas contenidas en las que habían sido respuestas dentro de un diálogo que con su alternancia (la del yo-tú) les imponía, a esas unidades, una inevitable fragmentariedad, todos los autores procedieron en seguida a construir una continuidad narrativa. Se trata de una construcción diseñada desde luego según estrategias de textualización (y estetización) distintas en cada caso, pero reductibles a ciertos modelos básicos.

El resultado final de estas dos operaciones es una narración independiente, autónoma, "liberada" de su anterior sujeción al orden específico de unas determinadas respuestas, activadas por unas determinadas preguntas, y portadora de un relato testimonial igualmente "liberado" en este sentido. Reitero aquí la pregunta anterior: ¿cuál es entonces el género de esta narración que porta y actualiza al relato testimonial, y que, según se ha visto, es una narración armada con materiales de otro género previo, el de la entrevista? No es fácil responder. La dificultad reside, me parece, en la ambigüedad de las relaciones entre la forma de la narración y quien, desde la portada de los libros, asume la condición de "autor". Hay por lo menos dos vías (dos criterios) para abordar esta ambigüedad y de alguna manera "reducirla". No son vías opcionales ni válidas para los cinco libros (cada una de ellas es aplicable sólo a un grupo de éstos).

Me gustaría comenzar refiriéndome a dos aspectos constantes de la forma de la narración en los cinco libros. Ellos permitirán decir primero lo que la narración no es en cuanto a su género. Uno: el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciado, o el narrador y el personaje, son en cada caso siempre el mismo. Tal reiteración de identidad, como se vio, es la que se observa en el libro de Omar Cabezas, y es la que se da regularmente en la autobiografía. Dos: la narración en los cinco libros es también una narración retrospectiva y centrada en la historia de una personalidad, propiedades éstas constitutivas asimismo de la autobiogría. Estamos pues frente a la presencia de un conjunto de propiedades inherentes al género de la autobiogría, al menos tal como lo conocemos. Pero, ¿son estas propiedades suficientes para sostener que la narración en los cinco libros es una autobiografía y que es la autobiografía el género que actualiza al relato testimonial? Algo falta para que lo sea de pleno derecho: si bien el narrador y el personaje son el mismo, el autor sin embargo es alguien distinto, ruptura de continuidad que la codificación de propiedades del género de la autobiografía no contempla, y que, por supuesto, no se daba en el relato de Omar Cabezas. Los narradores-personajes son aquí Juan Pérez Jolote, Esteban Montejo, Jesusa Palantares, Domitila Barrios, Rigoberta Menchú, pero los autores (los que en la portada de los libros aparecen como tales) son otros: Ricardo Pozas, Miguel Barnet, Elena Poniatowska, Moema Viezzer, Elizabeth Burgos.

Y si esta narración no puede ser considerada una autobiografía, por la interferencia de un autor que no es el narrador ni el personaje, menos podría comprendérsela como una biografía. Hay también en la biografía, como en la autobiografía, un personaje cuya historia personal se constituye asimismo en el objeto de una narración retrospectiva, pero en este último género, el de la biografía, el personaje no es el narrador, y ya sabemos que en la narración de los cinco libros son en cambio el mismo. En la biografía, además, el autor y el narrador son el mismo, relación de identidad que tampoco se da en la narración a la que me refiero. La única propiedad que terminan compartiendo es que el autor y el personaje son distintos. Seguramente Ricardo Pozas y Miguel Barnet privilegiaron esta relación de oposición y, pensando en que es la historia personal de un personaje el objeto de la narración, asumen desde la portada de sus libros la biografía como género. Pozas lo hace en el subtítulo: Juan Pérez Jolote: Biografía de un tzotzil, y Barnet en el título: Biografía de un cimarrón. Pero son atribuciones genéricas en última instancia arbitrarias.

Hay que volver al punto de partida, a la afirmación de que la dificultad para definir el género de la narración, es decir, del discurso actualizador del relato testimonial, reside en la ambigüedad de las relaciones entre la forma evidentemente autobiográfica de esa narración (narrador igual personaje) y un autor que no es, sin embargo, el narrador. Tal ambigüedad, ya se vio, al final impedía definir el género de la narración como autobiografía, o, más difícil todavía, como biografía. Pero anticipé la existencia de dos vías (o criterios) para abordar y absorber esa ambigüedad. Quisiera a continuación exponerlas. Ambas ponen el acento en el polo desde donde, a mi manera de ver, se introduce la ambigüedad en las relaciones: el polo del autor. El problema de fondo puede plantearse en los términos de una pregunta. La siguiente: Ricardo Pozas, Miguel Barnet, Elena Poniatowska, Moema Viezzer y Elizabeth Burgos, ¿son aquí propiamente autores? La pregunta parece ir en contra de un pacto de lectura: el que establecen justamente Pozas, Barnet, Poniatowska, Viezzer y Burgos al inscribir su nombre en la portada del libro, instruyendo así al lector para que lo lea atribuyéndole a ese nombre la autoría. Ahora bien, pienso que en determinados casos pueden darse pactos de lectura no legítimos del todo ...

La primera de las dos vías cuestiona, en efecto, la propiedad de la autoría en tres de los cinco casos: en Ricardo Pozas, Moema Viezzer y Elizabeth Burgos. ¿Serían ellos autores de qué? No de la narración misma, que, como tal, le pertenece a quien es su narrador y personaje: Pérez Jolote, Domitila, Rigoberta Menchú. Las intervenciones de Pozas, Viezzer y Burgos se limitan, ya se dijo, primero, a la desarticulación del género inicial, la entrevista, y, luego, a la construcción, con las unidades narrativas contenidas en las que habían sido respuestas, no de la narración, sino de su continuidad, de su forma "liberada" de la sujeción original a la dialéctica de un diálogo. Yo no diría que quien ha sido el protagonista de esas intervenciones pueda, considerando la naturaleza de éstas, arrogarse la condición de autor. En cambio sí puede, y con entera propiedad, investirse con todos los atributos de un editor. Son tareas típicas de editor las suyas. Esta revisión de funciones elimina de inmediato la ambigüedad y despeja el horizonte de las identidades. Al redefinir al autor asignándole la identidad de un editor, el género de la narración queda por fin a la vista: se trata de una autobiografía, donde el narrador, que es el personaje, es también el autor. Tal como ocurre con la Relación autobiográfica, donde autor, narrador y personaje son una misma persona: la monja Ursula Suárez(19), pero quien prepara el texto para su publicación es un editor: Mario Ferreccio Podestá. Ferreccio no hubiera tenido menos méritos que Pozas, Viezzer y Burgos para declararse "autor"(20).

La segunda vía para abordar y absorber la ambigüedad afecta a los dos autores restantes: Miguel Barnet y Elena Poniatowska. Su caso es muy distinto. Más aún: de entre los cinco, son los únicos que pueden reclamar para sí la condición de verdaderos autores. Como Pozas, Viezzer y Burgos, también Barnet y Poniatowska partían desmontando el género inicial, el de la entrevista, para luego construir con las unidades narrativas contenidas en las que habían sido respuestas, la continuidad de una narración autonomizada. En ellos, la construcción responde sí a un modelo de reconversión genérica orientado en otra dirección. Ambos someten tanto a la narración como al relato testimonial que ella actualiza, a un proceso de ficcionalización. Este proceso incluye recomposiciones, reescrituras y escrituras nuevas. Pero ninguno de los dos altera ni desfigura en lo esencial (en su léxico, su sintaxis, su oralidad) la especificidad del modelo estilístico original, el de las unidades narrativas contenidas en las respuestas del diálogo de la entrevista. Por el contrario: proceden según su dictado. En estos dos casos, el proceso de ficcionalización ha transformado el género inicial de la entrevista, llevando el relato testimonial a su actualización dentro de un género narrativo distinto y perfectamente reconocible: el género de la novela. Y así leemos ambos libros, el de Barnet y el de Poniatowska: como novelas. Miguel Barnet, por lo demás, se ha referido a estas transformaciones y reconocido que el producto final es una novela, afirmando de paso que el tiempo de la novela tradicional ha terminado y que ha llegado el tiempo de la novela testimonial, de la ficción incrustada en un relato testimonial(21).


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