Al analizar los cantos que los peregrinos evocan cada 16 de julio a la Virgen del Carmen se descubre el fuerte sincretismo cultural que hay en esa celebración y que se habría producido al combinarse símbolos cristianos con ritos índígenas.
 Prof. Juan Van Kessel. |
La festividad religiosa más importante
del Norte Grande de
nuestro país corresponde a la
Fiesta de La Tirana, que se celebra
todos los años en el pueblito del mismo
nombre y que se sitúa a casi 90
kilómetros de Iquique, capital de la I
Región. Cada 16 de julio llegan entre
ochenta y cien mil personas a visitar
a la Virgen del Carmen de la Tirana.
Los peregrinos y las más de 180 cofradías
de bailes religiosos provienen
de toda la zona entre Arica y Copiapó,
los que presentan sus ofrendas a la
Virgen a través de oraciones, ritos,
cantos y bailes con atuendos
altiplánicos y máscaras de variados
colores y formas. A la vez, el pago de
las mandas ofrecidas por numerosos
visitantes comprende muchas veces
inmensos sacrificios y esfuerzos físicos
que se llevan a cabo en símbolo
de agradecimiento.
¿Pero cuál es el origen y relación de
la cultura aymará y católica de esta
celebración nortina?, son algunas de
las preguntas que fueron abordadas
dentro del marco del Encuentro en
torno a la Religiosidad Popular que
lleva a cabo el Museo de Arte Popular
Americano “Tomás Lago”
(MAPA), donde no estuvo ausente el
análisis histórico social que tiene esta
popular fiesta.
Según cuenta la leyenda, el origen de
la festividad se remonta a mediados
del siglo XVI cuando el misionero
mercedario, Fray Antonio Rondón,
encontró una cruz cristiana en los claros
del bosque del Tamarugal y ordenó
construir una iglesia dedicada a la
Virgen del Carmen de La Tirana en
honor a la historia de amor que había
protagonizado una bella pareja.
Con el auge que tuvo entre 1880 y
1910 la explotación del salitre, muy
pronto llegaron empresas que generaron
decenas de campamentos mineros.
Muchos de ellos provenían de las
comunidades aymará del interior del

Tarapacá y del altiplano boliviano por
lo que esta celebración religiosa fue
rápidamente arraigada por los obreros
de las oficinas salitreras quienes
la interpretaron de acuerdo a su propia
cosmovisión del mundo.
“Es difícil imaginar el terrible impacto
del traslado masivo de zonas rurales
tradicionales al inclemente medio
minero en el desierto, donde estuvieron,
sin escape, expuestos al libre juego
de mercados y capitales”, explica
el Prof. Juan Van Kessel, sociólogo
de la Universidad de Chile. En esas
condiciones nació el pampino, un tipo
mestizo, endurecido por la lucha proletaria
no obstante, en su seno nacería
el movimiento de los bailes religiosos
que peregrinarían a los santuarios.
Pachamama
La Pachamama o Virgen María es el
símbolo central de la religiosidad
aymará y del mestizo-popular. Ella
es la madre universal, andina y cristiana,
y forma la temática de más interés
y relevancia. Sin embargo, en
otros aspectos el aymará y el mestizo
se plantean de manera diferente la
vida. Mientras el primero mantiene
una relación muy cercana con el espacio
en que habita y labora hace
tiempo, el segundo ha redefinido esta
visión para ir a la par con los procesos
de cambios sociales y culturales.
Es así como si el aymará se orientaba
al Naciente, por razones ecológicas,
socio-económicas y mitológicas, el
mestizo se ha occidentalizado y se sitúa
en todo sentido al Poniente. Estas
orientaciones expresan una valoración
de fenómenos y una priorización de
valores, expectativas y pretensiones;
que en resumen expresan una
cosmovisión particular.
“Con esto no se debe entender que hay
dos sistemas religiosos que tanto el
aymará y el mestizo manejan alternativamente.
Sino que hay un solo sistema
religioso integrado y de una sola
liturgia que contiene elementos de
origen cristianos y andinos”, explica
el académico.
Por eso no debe de extrañar que el
mestizo peregrino que baila en los
santuarios populares de Tarapacá para
cumplir su promesa a la Virgen y que
hace mandas por ella y se arrastra de
pecho por las calles, no se desdobla
cuando después va a misa y recibe la
comunión en la catedral. Tampoco se
contradice, cuando en toda su orientación
‘al Occidente’ se dirige en el
momento transcendental del año a su
santuario en el Oriente, para volver a
sus raíces, llenarse nuevamente de
vida y recuperarse de los golpes recibidos
en la lucha existencial.
Cosmovisión andina
Este mestizaje cultural, muy ignorado
por los propios peregrinos está presente
en todas las expresiones culturales
y religiosas y afloran al ser analizados
en profundidad. Con ese interés
el Prof. Van Kessel recopiló 1.210
cantos que expresan todo el fervor y
fe de los creyentes. Si bien muchos
han sido olvidados por las nuevas generaciones,
al estudiar cada uno de
estos cánticos es posible encontrar
más de alguna relación entre la religiosidad
aymará y la de tipo popular
del Norte Grande. “Cada verso de los
cánticos revela una variedad de temas
autóctonos muy antiguos que nos demuestran
la supervivencia de la cultura
aymará en la ciudad”, señala el
académico. Entre sus características
formales los cantos son creaciones
colectivas que tienden a copiarse
unos a otros y están conformados por
estrofas de cuatro versos sobre una
temática que en general va dirigida a
la naturaleza.
Según explica el Prof. Van Kessel, son
la expresión de una cosmovisión tradicional
andina que interpreta fielmente
la descendencia cultural del
peregrino y su percepción indígena
del medio natural y religioso. Por
ejemplo, el Santuario es el centro único
de culto y para muchos peregrinos
tiene carácter de “eje del mundo”.
Dentro de ese contexto, el Centro es
el punto de unión entre el cielo y la
tierra por lo que los hombres acuden
a él buscando seguridad ante un mundo
hostil y amenazante. De ahí que
cada año los peregrinos deben acudir
allí para celebrar su culto. De no hacerlo,
romperán el lazo trascendental
con el Santuario lo que les ocasionará
inseguridad y desconfianza.Si el
Centro es lo sagrado, el camino para
llegar a el debe ser difícil. “El sacrificado
peregrinaje hacía el Centro, es
en el fondo, un rito que marca el paso
de lo profano a lo sagrado, de lo efímero
a lo eterno”, indica el académico.
Un cántico que ilustra lo anterior
es el siguiente:
De lejanas tierras venimos por polvorientos
caminos A buscar a nuestra Madre, la Madre
de nuestro Señor.
Asimismo, la percepción del tiempo
que evocan los cantos no es histórica
ni lineal, sino cíclica. Su modelo más
básico es el ciclo anual de la vegetación
y es la que ordena su ciclo litúrgico
con expresiones tales como
“Hasta el año” y “Este dichoso día”,
en que el bailarín no tiene una actitud
de conquista ni de confrontación con
el mundo natural que lo circunda, sino
más bien una actitud receptiva, suplicante
y de adaptación al orden preestablecido.
“De ahí que al analizar detenidamente
cada uno de estas simbologías, uno
puede darse cuenta de la persistencia
de la religiosidad andina en el medio
popular urbano y de los rasgos
andinos en la identidad cultural popular
de Tarapacá, algo que muchas
veces los propios feligreses no están
dispuestos a asumir”, concluye el
Prof. Van Kessel.