Universidad de Chile

 

LA LÍNEA DE SOMBRA

Por Cristián Gómez,
U. de Chile

Para una poesía con y sin pureza
No deja de parecerme extraño encontrarme aquí, en el medio de una reunión de especialistas e iniciados en los oficios literarios, tema en el cual aún me siento, y no hablo en ninguna especie de sentido figurado, el más torpe y vulgar de los aprendices. Aún así, agradezco la invitación de la comisión organizadora y parto con el asunto, que no es otro que una suerte de examen de los actuales derroteros de la poesía chilena, en especial los de la última hornada, aquellos que en su trasunto cotidiano bordean con suerte los treinta y se apresuran al momento de la redacción de estas líneas en los festejos de sus bienvenidos segundos libros, esa hermosa barrera donde ya no es fácil perdonar la muñeca rígida e inexperta que tantos y tantos se demuestran en la espesura incapaces de franquear.

Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes -dice la voz que abre las primeras líneas de una novela de Joseph Conrad, y agrega: Llenos de ardor y alegría, caminamos, reconociendo las lindes de nuestros predecesores, aceptando tales como se presentan la buena suerte y la mala -en las duras y las maduras, como reza el adagio-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guarda para el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí: caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.

Para hablar de la poesía joven, entonces, habría que señalar en prir lugar lo ridículo del adjetivo, porque la poesía, a fin de cuentas, es una sola, mucho más allá de los múltiples apellidos que usemos para parcelarla a nuestro acomodo y gusto.

En segundo lugar, se me hace imprescindible ubicar a las y los poetas de la hora más reciente sobre el heterogéneo telón de fondo de nuestra creación poética durante el siglo XX. El símil, quizás, sea ineficiente, porque esta imagen de telón de fondo puede dar la idea de un contexto muerto o inactivo, que es todo lo contrario de la tradición que actualmente está en diálogo y en juego con los autores que hoy en día están haciendo sus ingresos a la lid. Este es, tal vez, uno de los primeros rasgos a destacar: el arraigo y desarraigo en el aliento poético chileno, a saber: la ligazón indesmentible de varios poetas noveles con voces consagradas en nuestro país. Así, por ejemplo, de un Germán Carrasco (y muchos otros) con la sombra ineludible de Enrique Lihn, el amparo de Andrés Anwandter bajo los rezagos de los rezagos de la escena más vanguardista de los '70 y los '80, por dar sólo dos pruebas al canto. O la recuperación, en los dos libros precoces y maduros de David Preiss, del decir existencial y religioso de David Rosenmann Taub o Guillermo Trejo. No obstante que los ejemplos como éstos podrían multiplicarse, de inmediato se nos viene a la mente el nombre de Armando Roa como una buena muestra de todo lo contrario, es decir, del enraizamiento en la extrañeza de la lengua -y no sólo del idioma- como punto de partida para la construcción de una lengua poética. O el de Santiago Barcaza, autor de un poemario relevante en este campo y que se titula, no por mera casualidad, Carta-oceáno, en múltiple referencia a sus predecesores Apollinaire, Rojas Jiménez y, de manera algo más tácita, a toda la poesía neo-helénica, donde descollan personajes como Yanis Ritsos, Odisseas Elytis y Giorgos Seferis. Heterogeneidad a sol y sombra, podríamos entonces concluir. No se trata, en todo caso, de hacer un catastro exhaustivo y detallado de la particular angustia de las influencias de cada uno de estos poetas, sino más bien de dejar establecido lo siguiente: en el baile viejo a estas alturas de la tradición y la innovación, los autores de los cuales se ocupa esta ponencia han sabido crearse un espacio de habla, un lugar para legitimar sus palabras que aúna aquellos polos que parecieran ser vientos contrarios, pero que -en su escritura- logran una síntesis renovadora que nos recuerda los mejores momentos de nuestra poesía. Han establecido su diálogo con la tradición, como decía Eliot, para asumirla y modificarla.

Cuando escribía un prólogo para ese libro maravilloso de Stella Díaz Varín como es Los dones previsibles, Enrique Lihn escribió el afortunado aserto que postula la escisión de la poesía de los cincuenta entre canto y escritura.

Tradicionalmente, las historias literarias se dedican a repletar sus páginas de una larga lista de nombres, títulos y fechas, sin mayor ahondamiento en cuestiones estéticas o cualquier otro rasgo que diga relación con los mundos posibles de la obra; cuando mucho, se atienen a un esquema generacional que poco tiene que ver con la particularidad de la misma obra. Ejemplificadores resultan, a este respecto, los libros de Vicente Mengod o Manuel Rojas, ambas historias prolijas tanto en nombres como en omisiones. Aquí, para retomar lo que decía anteriormente, entra en juego la propuesta de Enrique Lihn. Centrar la diacronía no ya en un asunto de concordancias generacionales sino en las mayores o menores cercanías a la hora de escribir, implica un cambio de perspectiva que a mi juicio nos es menor. De seguro más de alguno de mis amables auditores y/o lectores estará pensando que no he dicho nada nuevo ni tampoco he descubierto la pólvora. Totalmente de acuerdo. Sin ir más lejos, el mismo Jauss hace un par de décadas (al elaborar sus teorías sobre la estética de la recepción) nos recordaba sobre la necesidad de tener a la vista las distancias estéticas que se generan entre los horizontes vitales del lector y los horizontes implícitos e invariables que la obra en sí misma alberga. Grínor Rojo, por su parte, ha abogado en favor de una historiografía que sea capaz de desligarse del lastre generacional que se atiene rigurosamente a esquemas en los cuales hacer historia literaria significa ordenar el corpus material en el tiempo de acuerdo a un método, y que ese método, hablo de los tiempos de Henríquez Ureña, José Antonio Portuondo y su infinita cáfila de seguidores, no era otro que el esquema generacional. Estas dos últimas proposiciones justifican, o al menos eso creo, la aseveración de Lihn y su aplicación no sólo al grupo coetáneo al autor de A partir de Manhattan, sino su extensión por sobre buena parte del panorama de nuestra poesía en este siglo XX agónico y visceral. Lo que dice Lihn es lo siguiente:

"La voz de Stella es fiel a sí misma. Subrayo esa palabra para agregar que la mayor parte de los poetas de mi generación entendíamos la poesía como canto, en primer lugar y sólo en segundo como escritura. En el poema hablaba, una primera persona que debía robarse con su voz todas las pelícu las, empezando por la Biblia" (1)

Paso, ahora, a explicarme: en la segunda década de nuestro siglo, Chile enfrenta la aparición de las voces más destacadas de toda la centuria, los cuatro grandes como suele llamárseles: Gabriela Mistral, Pablo de Rokha, Neruda y Huidobro. 1923, primera edición en Chile, Nascimento, de Desolación. Un año después, los veinte poemas de amor y nerudianos. Antes, dos años antes, aparecería en su formato descomunal Los gemidos, "corroído hasta la médula por la voluntad de querer y por la horrible tristeza de conocer", según el decir de nada menos que el mismo Neruda antes de que se desataran los fuegos y la artillería pesada. Huidobro, por su parte, ya había comenzado, según su propia confesión, a escribir Altazor, había publicado también El espejo de agua, Halalí, Ecuatorial y algunos otros libros de su etapa más ferviente y fervorosamente creacionista.

Según mi criterio (o descriterio), aquí se sientan las bases de lo que será todo el siglo XX en nuestra patria en lo que a la poesía se refiere. No me refiero, obviamente, al simple acto de presencia de la escritura de estos cuatro autores en los próximos ochenta años, sino a que se asientan (o establecen), aquí, las dos grandes líneas que hegemonizarán -y polarizarán, contradictoriamente- al resto de la lírica chilena. Por una parte, para usar de nuevo las palabras de Enrique Lihn, aquellos que entenderán la poesía como canto, emblematizados por la figura muchas veces acaparadora de Neruda, con un hablante lírico hipertrofiado y estatuario, y por otro lado, aquellos que practican la poesía como una escritura, como un hecho que no está previamente dado en el mundo, sino que, a partir de la imaginación - o posteriormente, del lenguaje- se crea. Esta dicotomía, que puede ser fácilmente cuestionada y de cuyas objeciones soy el primero en estar consciente, quiere explicar la historia reciente de nuestra poesía, desde el punto de vista de la gestación del poema, más allá o más acá de las determinaciones sociales que se ven involucradas en el momento secreto de la producción, las que no sólo me parecen válidas, sino necesarias, pero que, aun así, han dejado de lado la preocupación por el quehacer inherente del poeta en favor de sus circunstancias. Así se ve, por ejemplo, en Javier Campos, en los ensayos acuciosos de Grínor Rojo, quienes evidentemente privilegian el contexto del poema al poema en sí. Rojo, en particular, quien tiene la virtud de hacer siempre explícitas sus directrices metodológicas y de opinión, subraya la autonomía relativa de la esfera ideológica (normas morales y expresiones artísticas) de sus condicionantes económico y sociales, tal y como lo hiciera Marx con varias décadas de antelación:

"Considerando tales transformaciones debe observarse siem- pre una distinción entre la transformación material de las condiciones económicas de producción, que pueden ser de - terminadas con la precisión de la ciencia natural, y las for - mas legales, políticas, religiosas, estéticas o filosóficas -en síntesis, las formas ideológicas- dentro de las cuales los hombres toman conciencia de este conflicto y lo combaten" (2)

No basta, sin embargo, sólo con decir que la superestructura ideológica descansa en -y no es determinada por- las infraestructuras económicas de una sociedad y los designios de una clase social dominante. Valga, entonces, el matiz, si nos damos cuenta que hasta ahora, a pesar de reconocer esta autonomía relativa a la que hacíamos mención unas líneas más arriba, nuestros estudiosos más sagaces se inclinan, de todas maneras, por los alrededores del texto antes que por el texto mismo. Un problema grave en las apreciaciones de estos especialistas es que traicionan una de las premisas más preciadas del propio Marx, derogando la fuerza originaria de la crítica marxista, al separar "las 'áreas' de pensamiento y actividad (como en la separación de conciencia y producción material) y contra la evacuación consiguiente del contenido específico -las verdaderas actividades humanas- por la imposición de categorías abstractas. Por lo tanto, la abstracción habitual de la 'base' y la 'superestructura' es la persistencia radical de los modos de pensamiento que él atacaba" . (3)

Volvamos, entonces, a la escisión o a la dicotomía que delineábamos hace poco. Después de Neruda, después de Huidobro, las polaridades se continúan aunque con otros disfraces. En la llamada generación del '38, la mayor parte de los críticos reconoce dos vertientes, vertientes que a mi modo de ver se condicen con la distinción entre canto y escritura. Por una parte tenemos a los denominados angurrientos, recuerdo y homenaje del célebremente olvidado Juan Godoy, con Parra a la cabeza y otros poetas como Victoriano Vicario, Tomás Lago y otros, abocados a la poesía como canto; luego el grupo mandragórico, con Gonzalo Rojas en primer lugar, mal que le pesen sus orígenes, heredero este último de lo mejor de las vanguardias dentro de todo un sector de nuestra poesía más cercano a Huidobro que Neruda, entendiendo el ejercicio más bien como escritura antes que canto.

Para abreviar el cuento: en los '50, la edad de Lihn que es de donde salen estas palabras, cabe la misma distinción, ahora con los nombres del mismo Lihn por una parte y Teillier en la otra esquina, escritura y canto nuevamente como hitos opuestos y paradigmáticos para nuestros creadores. Escuchemos a Teilier:

"Yo diría que en la poesía de Lihn hay una autocrítica muy ro- tunda. En cambio, la poesía del 'poeta de los lares', como lo llamaba yo, es más referencial. El poeta de los lares no toma la poesía como una actividad intelectual, sino como una acti - vidad de nacimiento. No puede 'hacer' poesía: la poesía está antes que él mismo, es parte de su subconsciente. Jorge Edwards ha dicho que mi poesía continúa la gran tradición chilena. Esto, claro, no en el sentido de que yo sea un gran poeta. Creo que sí, que Edwards tiene razón, que continúa cierto tipo de poesía en Chile, como la poesía de Neruda en Crepusculario, que me sigue gustando, igual que la de Romeo Murga, o la poesía de Rojas Jiménez. Mi poesía también con- tinúa, creo yo, la poesía de poetas ya olvidados como Victo - riano Vicario(…). En cambio, un poeta intelectual rompe con la continuidad chilena".

Y si hemos de hablar de continuidades, sigamos entonces con esta división que cruza, casi de punta a cabo, nuestra historia literaria, ya que en la generación del '60 vemos cómo se repite este esquema bajo la forma de un continuismo de estilos consagrados previamente, continuismo en el que coinciden tanto Grínor Rojo como también uno de los involucrados, en este caso Waldo Rojas, al señalar que los del sesenta eran "poetas que se definían sobre todo por un estado de ánimo frente a la poesía chilena y por, yo diría, una apertura hacia la tradición más que hacia la renovación vanguardista(…) que muy claramente han aceptado el papel de continuadores, rescatadores, en lugar de hacer enmiendas en la memoria colectiva de la literatura chilena". No es irrelevante el comentario de Rojas. Contemplar estos hechos a la luz de los últimos treinta años, nos obliga a verlos como los últimos momentos de un país que definitivamente ya no es y -desde ese entonces- probablemente ya no sea nunca más, esto es, un país que aún mantenía viva la idea de nación y, por consiguiente, la de unidad del conjunto de sus componentes (4). Estas consideraciones cobran especial trascendencia en relación con el golpe militar de 1973 y la supuesta ruptura que no fue tal en el largo hilo de las poéticas nacionales. Esto porque en los sesenta, tanto Waldo Rojas como Oscar Hahn, entre otros, representan una línea de continuidad con la escritura de Enrique Lihn, así como en sus primeros libros Jaime Quezada y Floridor Pérez demuestran una dependencia obvia del mundo lárico de Jorge Teillier. De igual manera, ya entre las décadas de los '70 y los '80, cuando el panorama se hace algo más nebuloso y del cual es más difícil tener una apreciación acabada por la proximidad con los hechos, se repiten algunos gestos en la escritura de los jóvenes de ese entonces, todos ellos, de uno u otro modo, aferrados a la voz del sobreviviente: si reducimos la diversidad inalienable de esta época, vemos cómo algunos se alinean en torno a posiciones cercanas a las del poeta militante o "comprometido", en tanto otros optan por un intento de renovación, radical en algunos casos, de las estructuras poéticas predominantes, como es el caso de Raúl Zurita, Juan Luis Martínez, Gonzalo Muñoz y algunos otros de menor notoriedad pública pero de igual interés al momento de hacer estos balances, como Roberto Merino, Andrés Morales o Juan Cameron.

Lo que me interesa recalcar es que, a partir de la aparición en esta última década, este esquema bipolar tiende a erosionarse definitivamente. Si Tomás Harris y Raúl Zurita fueron capaces de aunar en su obra las vertientes de las dos tendencias que hasta ahora he identificado, durante los últimos años veremos cómo, entre los poetas más significativos de los noventas, este oxímoron se anula en su totalidad y pierde su vigencia para dar paso a otros senderos que hoy recorren estos poetas.

Hay un poema de Derek Walcott, cuya traducción debemos a Verónica Zondek (5), que sin dejar de recordarnos cierta dicción horaciana o la mejor de las venas de Omar Khaiame, nos dice con simplicidad: "Ahora, ya no le pido nada a/ la poesía sino buenos sentimientos,/ ni misericordia, ni fama, ni curación. Mujer silenciosa,/ podemos sentarnos a mirar las aguas grises,/ y en una vida inundada/ por la mediocridad y la basura/ vivir al modo de las rocas./ Voy a olvidar la sensibilidad,/ olvidaré mi talento. Eso será más grande/ y más difícil que lo que pasa por ser la vida". Y traigo a colación estos versos porque con ellos quisiera representar, en sus principales aristas, el ambiente en que ven la luz los libros de los poetas más recientes, un medio literario y cultural marcado al mismo tiempo por el desencanto y la renuencia a dejar de soñar. Existe en ellos un abandono de los estereotipos del escritor latinoamericano, i.e., los poemas que en este minuto se encuentran escribiendo en el medio del fogonazo heterogéneo de sus vidas, tienen el mérito de haber terminado definitivamente con los complejos del escritor regionalista y con el mito o aún mejor la mentira de que escribir en nuestra Sudamérica significa necesariamente hacer poesía sobre ciertas ruinas centroamericanas en las que no nos reconocemos o redactar manifiestos en favor de algunas minorías que políticamente pueden ser muy respetables pero que en el plano de la estética aún tienen un lugar que ganarse por derecho propio y no por sus propios derechos por muy pisoteados que estos hayan sido.

Las características de las que ahora hablábamos son comunes a varios de estos autores -Enoc Muñoz, Andrés Anwandter, Julio Carrasco, Alejandro Zambra, Javier Bello, Vero Jiménez, Alejandra del Río, Damsi Figueroa, entre varios otros nombres- con quienes se podría conformar, en los términos de Raymond Williams, una "estructura del sentir", esto es, una hipótesis cultural que intenta explicar los elementos sociales e individuales que en su tensión inherente quieren ser entendidos tal como son vividos y sentidos activamente, sin ser considerados como epifenómenos ni de sus condicionantes sociales o económicas o de formaciones institucionales y creencias modificadas, "o simplemente como una evidencia secundaria de relaciones económicas y sociales modificadas entre las clases y dentro de ellas (6)"; por el contrario, pese a estar en una situación emergente o preemergente, no necesitan ser territorializados ni racionalizados ni haber establecido límites para ejercer una presión sobre su campo de acción y su experiencia. Sin estar articuladas ni sin ser explícitas, las estructuras del sentir se acercan -según Williams- a la evidencia de las formas y las convenciones, lo cual en términos de una periodicidad literaria, es el primer síntoma muchas veces irrefutable de que se está formando una estructura de este tipo.

No sin una sana polémica han comenzado a batirse en las arenas literarias los autores de esta década que he nombrado. Lo que, en todo caso, no podemos aceptar es que se tergiversen con vulgaridad los términos de una discusión que, ante todo, requiere de rigurosidad y altura de miras. Cuando se dice por parte de Jaime Lizama, que ciertos autores de los que quiere hablar esta ponencia (aquellos que forman parte de esta nueva sensibilidad, de esta nueva "estructura del sentir" como la llamamos más arriba), son dueños de una visión light que ha optado claramente por delimitar al conjunto de los autores jóvenes como aquellos que estén "ligados o relacionados con retóricas deliberadamente canónicas, depositarias de lo bello, la tradición y la academia, que cejan del buen gusto y de la connivencia pacífica con el espacio poético y cultural de los noventa: léase el lirismo del consenso"(7) , no sabemos si reír o llorar ante tamaña ceguera crítica frente a la nueva poesía chilena. Suponer que se incurre en un siniestro oficialismo literario o convertir a los poetas en compinches de la academia por el sólo hecho de no compartir los horizontes de una marginalidad auto-arrogada y de un imaginario tribal y juvenil que no es otra cosa sino la cara oscura de esa visión light de la cual pretende renegar -¿dónde reside, en verdad, lo oficial? ¿y cuándo un discurso es cuestionable de plano por circular en un ámbito académico?- nos parece por lo menos desfasado si queremos tener una visión cabal de nuestra realidad cada día más cambiante, donde las fronteras entre la estetización del mercado y la mercantilización de lo artístico son día a día más borrosas (y discutibles), donde las entradas y las salidas de la modernidad no pasan en términos culturales por un vanguardismo trasnochado ni mucho menos por rebeldías de poca monta. "Hay que soñar hacia atrás -escribe Octavio Paz, que de seguro no debe ser del gusto de nuestro crítico-, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba, más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo" . (8)

Ninguna palabra sobre el oficio es suficiente si no es puesta en práctica. El mar se demuestra pero nadando, decía no sin certeza Gonzalo Rojas. Por eso, si bien es cierto que un número importante de los poetas aquí referidos se detienen en una reflexión sobre el artificio lingüístico que es, entre otras cosas, el poema; o sobre las páginas en blanco que son otra forma del callar que no enmudece, también es cierto que muchos de los poemas de estos autores dan cuenta de la capacidad de ser "aquello que realiza el traspaso, aquello que traspasando permanece"(9) - la expresión, por lo lúcida, la tomo prestada de Heidegger-, son capaces de superar el viejo problema de inmanencia y trascendencia, donde lo particular adquiere categoría simbólica en un acto creativo en que el poema es a su vez texto e imagen del mundo.

Pero en esta tierra de nadie como es el escribir sobre una poesía aún en formación, cuyos autores en su mayoría recién rondan la edad de la razón, tal vez sea bueno recordar la frase abrumadora en su lucidez que pronunciara Paul Celan un veintiséis de Marzo de 1969: "La poesía ya no se impone más, ella -ahora- se expone", a lo cual habría que agregar lo que decía el mismo Celan con motivo de la concesión del premio Georg Büchner, el 22 de Octubre de 1960. Refiriéndose al creador de Woyzeck, Celan se plantea si desde la escritura de Büchner no hay un cuestionamiento al cual tiene que volver toda poesía de hoy, si quiere seguir preguntando: "¿hemos de partir -interroga el poeta de Czernowitz-, como acontece hoy en muchas partes, del arte como de algo dado y que tiene que presuponerse incondicionalmente? (…) Ciertamente, el poema -el poema hoy- muestra, y esto tiene que ver, creo yo, pero sólo indirectamente, con las dificultades -que no han de ser menospreciadas- de la elección de las palabras, con la caída más rápida de la sintaxis o con el sentido más despierto para la elipsis, -el poema muestra, esto es inconfundible, una fuerte proclividad al enmudecimiento.

Entonces el poema sería -todavía más nítidamente que hasta ahora- lenguaje, vuelto figura, de un individuo solo -y, en su ser más íntimo, presente y presencia" . (10)

El enmudecimiento del que habla Celan es rastreable en la poesía que ahora nos ocupa cada vez que estos autores abordan el tema y quieren irse a vivir al cementerio, como hubiera dicho el abuelo de Germán Carrasco, o, como lo expone pleno de lucidez Armando Roa en su Elogio de la melancolía, la angustia ante la pérdida del habla relega lo sagrado al ámbito de lo inefable y condena al poeta al universo agonizante del lenguaje. Según Roa "(…) La palabra es apenas un cadáver, un remedo, que jamás alcanza la posesión de aquello que nombra". Este es, sin duda alguna, otro de los caracteres más destacados de este grupo, por llamarlo de alguna manera, sin que el nombre signifique, por lo menos en esta ocasión, denominación de origen o rango estatutario alguno: la obligación de recurrir a un repliegue sobre su propio lenguaje, no sólo como una forma de reflexionar al interior del poema sobre el propio poema y sus alrededores, sino como un intento, diríase desesperado, de tender puentes con la hipotética comunidad de sus lectores. La relación de la literatura y la sociedad no es la de dos entidades mutuamente ajenas, sino la de dos construcciones sociales, complejas, dinámicas e íntimamente relacionadas y es, además, una relación afecta no sólo al tiempo, sino también a la cultura en que se lleva a cabo; para el caso que nos ocupa ahora, entonces, el lenguaje es el material con que estos autores quieren construir este puente, roto por ahora.

Si ya hemos señalado fehacientemente la relación de estos poetas con la poesía como escritura, véase, si no, los libros El árbol del lenguaje en otoño, de Andrés Anwandter, o el de David Preiss Y demora el alba, no podemos dejar de lado que los autores de la nueva camada también participan de la poesía como canto, que el yo retorizado del que habla Alfonso Reyes en La experiencia literaria es consustancial a esta promoción. Así por ejemplo el Escrito en Braille de Alejandra del Río, en tanto este libro es, según opinión de la misma autora, "(…) la contradicción misma entre forma y contenido, esta es la jugarreta de la persona, este es el ocultamiento del sujeto… "; este libro dista con mucho de poder asimilarse a la desnudez del lenguaje que tanto elogiara Foucault, a los silencios que se producen en la ausencia de toda subjetividad. Otros libros, que también juegan al escondite con la pronunciación del poema a través de una especie de sujeto cero, un yo intercambiable hecho en apariencia de puro lenguaje, comparten de este modo la sentencia del ensayista mexicano. Poesía con y sin pureza, poesía que anula la contradicción sólo aparente entre escritura y canto y que debiera tener siempre en cuenta estas palabras: "Tanto se ha hablado de la abolición del yo -escribe Gonzalo Rojas- que dicho ocultamiento se ha hecho sospechoso de originalismo irrisorio.(…) Ser nadie es aquél al que no se le ve la mano, como a Dios. Al otro, al que se oculta detrás de lo impersonal forzado, también se le ve la mano aunque la esconda".

Los poetas hablando de poesía nueva: chacales gruñendo en torno de un manantial seco. Si fuera cierta esta afirmación de Cyril Connolly, yo no podría estar aquí ni ustedes deberían estar escuchándome. Tal vez tenga algo de razón el inglés. Hace un par de años atrás, Luis Ernesto Cárcamo, crítico del extinto diario La Época, publicaba un artículo donde lamenta el tono simplemente re-creativo, por no decir repetitivo, que había asumido la poesía chilena (refiriéndose entre otros autores a Guillermo Valenzuela, Víctor Hugo Díaz, Eduardo Vassallo y Adán Méndez) desde la generación del '50 en adelante con las salvedades de Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. Dicho artículo se publicó cuando aún no habían aparecido volúmenes como Las jaulas, de Javier Bello, Odio o la ciudad invertida, de Christian Formoso, El árbol donde envejece la muerte, de Marcelo Pellegrini o La insidia del sol sobre las cosas, de Germán Carrasco. Como no soy adivino ni profeta ni pretendo serlo, no sé cuáles serán los próximos pasos de esta poesía de la última hora, en el momento en que ésta se encuentra en el albur de esa temida línea de sombra de la que hablara, hace casi un siglo, Joseph Conrad. Pero tengo la certeza de que si Cárcamo hoy tuviese que escribir de nuevo ese artículo, titulado no por nada "Poesía en desconcierto", a la hora de hacer el balance de la actual poesía chilena, no volvería a escribir lo mismo.

 

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NOTAS

1.- Lihn, Enrique. "Stella Díaz Varín", en Díaz Varín, Stella. Los dones previsibles. Editorial Cuarto Propio. Santiago, Chile. 1994. volver

2.- Marx, Karl, en Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Ediciones península, col. homo sociologicus. Barcelona, España. 1980. volver

3.- Williams, Raymond. Op. cit. volver

4.- De acuerdo a lo planteado por historiadores como Sol Serrano y Cristián Gazmuri, es a partir del segundo gobierno de Arturo Alessandri que se consolidan los factores de legitimización de la democracia política chilena, compartida, en mayor o menor grado, por todo el espectro político, al amparo de una Constitución de 1925 si bien resistida, útil para muchos sectores de acuerdo a sus necesidades coyunturales. No es mi idea, sin embargo, la de ofrecer la visión de un período armónico o idealizado, imagen de la cual las cuatro décadas que van del año treinta hasta 1973 están muy, muy distantes. volver

5.- Walcott, Derek. Poemas. Ediciones Bajo el Volcán. Santiago, Chile. 1993. volver

6.- Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Ediciones península, col. homo sociologicus. Barcelona, España. 1980. volver

7.- Lizama, Jaime. "Poesía activa: poesía de fin de siglo. Producción/recepción en antologías", en: Postdata, números 1 y 2, año I, 1998. Santiago, Chile. Es lamentable que un crítico que se supone serio, como es el caso de Lizama, sea incapaz de ubicar en su exacta medida aquellas poéticas que se alejan del sobredimensionado aprecio crítico que él insiste en otorgarle a algunos autores ligados con la revista Piel de Leopardo. volver

8.- Paz, Octavio. Citado por Jaime Quezada en ¿Quién es Quién las Letras Chilenas?, Agrupación de Amigos del Libro. Santiago, Chile. 1978. volver

9.- Martin Heidegger, citado por Roberto Fernández Retamar en su libro La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953). Editorial Orígenes, La Habana, Cuba. 1954. volver

10.- Celan, Paul. El meridiano. Ediciones Intemperie. Traducción y notas de Pablo Oyarzún. Santiago, Chile. 1997. volver