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Para que nadie quede atrás

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Raquel Correa

LA INDEPENDENCIA FUE SU SELLO PROFESIONAL

Por Lidia Baltra Montaner

Tuve la suerte de conocerla bien durante casi seis décadas.

Ingresamos juntas a la Escuela de Periodismo de la Universidad

de Chile, esa primera semana de abril de 1956. La vi paseán-

dose por entre las filas de los “mechones” que dábamos el exa-

men de admisión. Pensé que era una profesora, por su figura que

irradiaba autoridad, pero días después la encontré sentada en un

pupitre al igual que nosotros en el flamante edificio de calle Los

Aromos en Ñuñoa. También postulaba al primer curso, sólo que

como estudiaba Sicología en el vecino Pedagógico, le pidieron

ayudar en ese examen que por primera vez se hacía con test de

este tipo.

Fue de mis primeras amigas. Impresionaba por su carácter, su

locuacidad, su modo de hablar directo y su risa franca. Estaba

recién casada y vivía con su marido, Eduardo Amenábar, en un

departamento en Avenida Lyon que a mí me pareció muy elegan-

te (viniendo yo de la Avenida Matta), lo mismo que su anillo de

compromiso de brillantes, tradicional en los matrimonios de la

alta sociedad.

Provenía de una antigua familia de la aristocracia de la tierra, pero

ella misma era sencilla en su cotidianeidad. Los verdaderos aris-

tócratas, los de la tierra, al menos en esos tiempos no eran osten-

tosos. Tenía 11 hermanos y hermanas y todos juntos veraneaban

en el fundo familiar, en Sagrada Familia (Lontué, VII Región). Su

padre había sido un terrateniente que sufrió los efectos de la Refor-

ma Agraria bajo Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende. Padre

y madre eran católicos y conservadores. Me contaba que por las

noches, cuando se retiraban a dormir, su padre los bendecía uno

por uno haciéndoles la señal de la cruz sobre la frente. Su madre la

obligó a retirarse de las clases de teatro con Hugo Miller por ser un

oficio inadecuado para la familia.

Asistimos a la clase magistral de Ramón Cortez Ponce en la Escue-

la de Periodismo, quien nos asombró afirmando que los primeros

periodistas de la Historia fueron los Doce Apóstoles, al difundir al

mundo la Buena Nueva. Nosotros, entonces aprendices de

chas-

qui,

nos conmovimos, más aún viniendo de un radical y masón.

También Raquel, entonces escéptica e incrédula, dos materiales in-

dispensables para hacer de ella la excelente periodista que fue.