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Enrique Canelo Córdova
TENÍA NOMBRE DE ÁRBOL FUERTE
Por Federico Gana Johnson
Su bigote era, geométricamente, una perfecta figura de trapecio. La
intensidad de la navaja hacía que la figura variara según el pulso de
cuando manejase el adminículo. O del eventual corte que (quizás,
nunca se supo), le confiara a un peluquero de barrio. Quisiera, al
comenzar a escribir estas líneas, conocer a ese peluquero pues hay
diálogos que se convierten en tesoros. Y a Canelo le gustaba con-
versar. La verdad, hablar, reír, discurrir. Escuchaba poco, debido a
la porf ía que lo caracterizaba, esa característica del ser humano (lo
que se llama humano), que en él era inclaudicable, pero aceptada
por todos.
Meritoria, además.
A Canelo le habrían dado la Medalla al Mérito, si ella fuese per-
mitida para aquella parte de la existencia que no se mide en éxitos
comerciales, en buenos pasares económicos ni en “felicidades de
la vida”, vaya uno a saber lo que eso significa. En cambio, se la hu-
bieran otorgado por todos los motivos que tienen que ver con la
amistad, el ejemplarizador ejercicio de la profesión de periodista, el
compañerismo laboral, la acuciosidad del detalle informativo que
en Economía vale como el oro, su entrega de hecho y de corazón a
las mil y una horas de cierre que conoció en los días y las noches,
sobre todo las noches, de su vida. Y por el buen humor, claro está.
Es que, en aquello de cumplir, Enrique Canelo fue, de verdad, in-
claudicable. Cumplió con todo, y también con él mismo. Yo aquí
confieso un ejemplo que me fascina, de su libertad de decisión. Es
una breve e inofensiva historia en la que Enrique demostró no sólo
su personalidad, sino también que a él no le venían con huevadas.
Así, tal cual, aunque alguien se enoje.
Estábamos en el día final de la APEC 2004, la jornada de cierre en
que nacen (y luego se olvidan) los acuerdos trascendentales entre
los presidentes y principales representantes del mundo. Corrían
trescientos, cuatrocientos, quinientos periodistas buscando las no-
ticias fundamentales para Oriente y Occidente. Yo estaba a cargo
de la Sala de Prensa bajo aquella inmensa, aplastadora carpa en la
Ciudad Empresarial de Santiago y desde dónde, oficialmente, se
dictaban los caminos a recorrer por las potencias y sus dignatarios.
Todos los sistemas, todos los computadores, todos los teléfonos,
Enrique Canelo, con su perfecto bigote de trapecio.