Cyber Humanitatis, Portada
Cyber Humanitatis, Indice
Cyber Humanitatis, Otros Números
Cyber Humanitatis, Secciones
Cyber Humanitatis,  E-mail
©Sitio desarrollado por SISIB Universidad de Chile 2002
 

Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


De Vivir es eso (1968):

 

DÍGASE EL HOMBRE

A Nicolás Guillén

 

Dígase el hombre y ábranse las puertas.
¡Ábranse sin más seriales!
Que el citarista no quede solo con la noche
ni el herrero, adentro, solo con el yunque
hasta ser el soñador tan sólo sueño
y el herrero tan sólo golpe.
Que el hombre pueda entrar y salir,
reconocerse.
Que el citarista pueda cantar sentado sobre el yunque,
que el herrero pueda pasear su martillo por la noche,
que entre los dos puedan hacer,
y hagan,
una espada y una cítara.

 

EPITAFIO

Es inútil escribir un epitafio.
Es inútil escribir palabras que nos sustituyan,
que sean testimonio de lo que anhelamos ser,
espuma de la vida que ejercimos
-la vida, que no cabe en las palabras.

Es inútil escribir un epitafio,
hilvanar una leyenda que será repetida
con gravedad
y que ha de ser, nada más, la sombra menos fiel
de nuestro cadáver.

 

LA GUERRA

Todos los aviones regresaron a sus bases.
Pero no todos los hombres
regresaron a sus casas. Pero no estaban
todas las casas de los que regresaron. Pero
no todos los que regresaron
encontraron a todos en sus casas.

 

UNAS POCAS PALABRAS A DARÍO

¡Ah, qué desgracia! Señor, doña Eulalia ha sido muerta en Dachau con los hebreos; el aire suave de pausados giros se ha llenado de manchas radiactivas; los prusianos vuelven a tomar Lutecia; Verlaine se hincha entre las llamas de sus rosas; los cisnes, con los patos, gotean en los ganchos de Chicago; el "Missouri" transporta los centauros a Viet Nam... Huele a podrido en todo el mundo.

¡Ah, qué desgracia!

Darío, usted no se haga ilusiones. Los dueños de este matadero no saben quiénes son Ronsard y Mallarmé, y el templo de Venus es pequeño para salvarnos. Usted quiso, quería, usted no pudo, no puede ni podremos hacer del alma pura una fuente sonora en los jardines del City Bank.

Yo me descubro ante la puerta de ese extraño museo roto -fascinante e improbable como un pedazo de cielo cristiano- donde usted refugiaba su vida, su miedo y su esperanza.

¡Ah, qué desgracia! Que usted haya sido fuerte e hiciera un tiempo, un mito, un limbo para usted y que haya muerto así como nosotros.

 

TANGO CAFÉ VERSALLES

Era un ciego que tocaba mal el piano
todas las noches, y allí estaba
bajo la luz pálida de la piedad,
sonriendo lindamente y como queriendo
hablar a la muchacha que de vez en cuando,
digo que de vez en cuando sonreía
a la muchacha gorda que a veces cantaba,
y ella quería decirle algo.

Así todos los tangos, triste
era el que cantaba el ciego, y sus cortos
dedos apoyaba sobre la dentadura,
que era la del piano en la sombra,
fijo a la sombra más lejana del café
en que la muchacha tarareaba por lo bajo,
encharcada en su vestido verde
-abiertos en el piano sus ojos de vaca.

Y no fue morir precisamente aquella angustia
del ciego con el tango en el café,
sino su mano débil llena de miedo, muerta
de miedo buscando la mano de la muchacha gorda,
que lo miró parada en seco, redonda, muda,
sorda, oso panda, ojos de vaca, y que atinó
a decirle sólo buenas noches entre una lágrima
y otra, entre una lágrima y otra.

 

CARTA A UN AMIGO

A Severo Sarduy

Cuando llegaste a París, de noche y con bufanda,
yo conocía el silencio de aquel sótano
y la tos seca del conserje que pasaba hipando por el vino.
Esa ciudad antigua que ambos habitamos
¿no recuerdas que estaba hecha de puertas que jamás se abrían?
Supe allí lo que es dar vueltas sin remedio
frotándome las manos y espiando no sé qué pasos sigilosos
ni qué extraña, inesperada muerte
que ansiaba recibir de manos de Suzanne.
Suzanne quizás sigue de ronda en Clignancourt,
entre cafés con leche bebidos con tirios y troyanos
y escribiendo cartas a nadie en su libreta rota
(cahier du cadavre la llamaba),
que escondía debajo de las colchas como una travesura.
Suzanne era un sucio secreto que jamás fue revelado.
¿Recuerdas que viví obsedido por las carnicerías,
el hedor que emana de las tiendas de queso
y los negros pescados que boquean en la rue Daguerre?
Ah, la virtud que tienen esos versos
que escribí aquel invierno es que pueden olvidarse fácilmente.
Esos versos fueron, son harto compasivos,
y el mejor efecto de un poema se parece al de un insulto
gritado al oído del que duerme,
seguido de un golpe si acaso no despierta.
Dudo de todos los poemas que no engendren la sorpresa y el recelo.
Celebro que un poema se haga odiar.
Si ves a Sonia, háblale de su ternura;
me salvarás del infierno si lo haces.
Desde entonces se han vaciado sobre el mundo siete años
y recurro a tu memoria y a la mía
para no perder aquellos meses (sin verdaderas penas
y sin ninguna gloria, pero vividos con delirio).
Nuevos inviernos te habrán hecho envejecer un poco;
para mí son los veranos la medida del tiempo.
¿Pero esto no es un viaje que se recomienza?
Nos reiteramos, amigo, el mundo se reitera.
¿Llegaremos a tener la tos seca del conserje
que vagaba por la casa hipando, rezongando?
Todas las nevadas caerán en nuestros ojos
y un día -¡sea así!- no será más que verano abierto
meciéndose sobre el olvido de nosotros dos.
(Has de pensar que es ésta una pésima esperanza).
Vivo, quiero decir que me devoro:
tengo a cada instante una mayor urgencia, un más vasto apetito.
Lo grande es hacer de la vida cotidiana una suma de sorpresas.
Hablamos de esto algunas veces y un día me citaste a Apollinaire:
A la fin tu es las de ce monde ancien.
Dije que sí, y aquella noche, en mi cama, Suzanne me reveló
que la vida sigue siendo la parte más hermosa de la muerte.
Descríbeme el entierro de Breton.

 

MI MADRE, QUE NO ES PERSONA IMPORTANTE

A José Lezama Lima

Nadie ha dispuesto aún tus funerales,
señal de que no eres una persona importante.
Sin embargo,
te veo frente a mí, moviendo los brazos, las cejas, la boca
y te siento como una muerta interminable, definitiva y violenta
que no podré tocar ni con la punta de mis lágrimas.

Ahora escribo palabra tras palabra y sé que será inútil
repetirlas algún día: he abandonado la esperanza
de creerte inmortal,
y al gozar la presencia de tu pequeña piel oscura
te palpo en la medida en que ya eres memoria,
días y casas y viajes fulgurando sobre mí.

Has estado muy bien esta mañana,
rogándome paciencia para tus temores. Estás vieja
y no hablas más que de morir tranquila.
No sé cómo será la entrada a la noche que esperas;
sospecho que ha de ser de pronto un sobresalto
y después la nada.

No importa si estás viva o si estás muerta:
nunca perderé tu imagen en el polvo
al que van cayendo mis pupilas,
que acabarán por descubrirte, entresacarte, iluminarte
donde ya mi piel no toque fondo.

La eternidad se extiende entre tú y yo y nos enlaza.
El tiempo entre los dos se ha convertido
en una hoja delgadísima que el aire transparenta,
haciendo de ella un prisma que te desmenuza
hasta agotar todo el espacio.

Para mí no cesarás de registrar tu bolso
ni de pronunciar esos desmesurados consejos que me aturden
y que algunas veces me hacen daño.
Para mí ya eres como serás cuando te mueras
y en tu casa de infinitas partículas brillantes
se exhiba el retrato en que apareces con mi padre,
sonriente y tímida, joven como la esperanza,
decidida a encontrarme en el fondo de tu amor.

Ahora sólo llegas para despedirte.
Muy desolada te encuentro, madre, con tus preocupaciones.
En menos de dos días me has hablado varias veces de la muerte,
de cómo será ese misterio que a todos nos recibe.

Vete tranquila, madre, cuando el tiempo lo decida.
Vuelve a tu casa en paz, cúbrela con tus cuidados,
pule tus ollas para que sean soles
y piensa que nunca acabarás aunque te mueras.

 

LA CENA

A Rafael Alcides

Mi abuelo se sentó a la mesa con su muerto al lado.
No levanté los ojos de la sopa:
sabía que él también estaba muerto.
Mi madre tampoco levantó los ojos
a pesar de estar tan muerta como él.
Pero el muerto más muerto era Jacinto el ciego,
que no tenía ojos para ver la sopa.
Y peor aún era el caso de Donata,
que no tenía sopa para meter los ojos.

Mi abuelo se levantó, entonces, de la mesa
y nos dejó solos con su muerto
(un muerto sin ojos y sin sopa,
un terrible muerto hecho de bocas y de huesos).
Lo miré al soslayo, ya sin pizca de apetito,
y deduje que era un muerto que buscaba nombre.
Le puse el nombre de mi abuelo.
Mi madre protestó y le puso el nombre de mi padre.
Mi padre protestó y le puso el nombre de su hermano.
A Donata y a Jacinto se los tuvo en cuenta
cuando llamaron al muerto con mi nombre.

Fue cuando pregunté:
-¿Es necesario que los muertos tengan nombre?
¿Por qué meter los ojos en la sopa?
¿Hay que sentar los muertos a la mesa?
Mi padre respondió al momento:
-Conviene darles un carnoso nombre
donde poder pegarles la mordida;
ellos se pasan el tiempo con la boca seca
raspando con sus dientes nuestros platos.
Si no tuvieran nombre, ¿cómo poder llamarlos
y cómo poder, si queremos, despedirlos?

-Es muy justo sentarlos a la mesa
-añadió mi madre sonriendo
y cortando el pan en rebanadas.
-Nadie puede negar que tienen boca y, por tanto, hambre;
y manos y, por tanto, ganas;
y huecos, enormes huecos fríos que llenar.
Ellos también han de poner sus huesos en la mesa.

Jacinto el ciego le sirvió más jugo al muerto
y mi madre le arrimó toda la sopa
mientras Donata, solícita, decía
¡Buen apetito! en italiano.

Fue cuando pregunté de nuevo:
-¿Todo se hace en el nombre de los muertos?

-Manuel, ¡cállate y come!

 

RESTOS DE COMIDA

Yo recuerdo un sillón de maderas negras y rejilla,
un diccionario Parvus, un piso de mosaicos
catalanes, una baranda sobre un patio, unas arecas
y un niño que leía;
las puertas con cortinas azules, y dentro
¡qué fresca el agua oscura en los porrones!
Yo recuerdo que era un niño que aprendía palabras.
Me llamaban por mi nombre a grandes voces:
siempre fui Manuel vete a bañar, Manuel
ven a dormir, Manuel llegó tu abuelo,
Manuel no gastes el arroz con las palomas.
Recuerdo que yo soñaba un barco
cargado de silencio para llegar a ser
Manuel dónde estás que no te oigo,
que ya está la mesa puesta y no resuellas.
Yo quería ser Manuel que no te encuentro.
Yo recuerdo que era un niño en una casa de huéspedes
y los tiestos bajo el tragaluz de polvo,
y mamá dando golpes a los ajos y la carne,
qué dolor en el hombro, sal del cuarto.
Yo recuerdo y si me muero ¿mi padre no vendrá por mi?
Ya tenía las barandas de estribor y el velamen
de la claraboya. Me faltaba el mar;
pero los mosaicos catalanes no pueden ser el agua
ni ese sillón podría ser jamás una cueva ni un tesoro,
y corría y buscaba en los restos de comida
las cortezas de pan y con palillos
hacía una flota que esperaba la noche.

[Señales de vida (1968-1998)]
[De Vivir es eso (1968)] [De Mientras traza su curva el pez de fuego (1984)] [De El carro de los mortales (1988) ]
[De Memorias para el invierno (1995)] [De Paso a nivel (inédito, 1998)]


 

Sitio desarrollado por SISIB - Universidad de Chile