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Cyber Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)


De Memorias para el invierno (1995):

 

PRIMER TESTAMENTO

Les devuelvo
lo que me dejaron:
la agonía.

El eco exhausto
de mis soliloquios
no:

esto, a saber,
lo hereda el viento.

 

QUE CANTEN ESTE SALMO

Gloria a mí,
que estoy sobre la tierra.
Que de este mundo tomo
fatigas y alimentos.

Gloria a mí,
que caigo y me levanto
en trance de ser polvo
y nada más que polvo.

Gloria a mí,
que he estado enfermo grave.
Que soy parte afectada
y testigo ocular.

Gloria a mí,
que he conocido el hambre
y soportado el frío.
Que puedo ser terrible.

Gloria a mí,
que me he quemado en celos.
Que aporto devociones
y dudas personales.

Gloria a mí,
que habré de ahogarme a solas
un martes presuroso
o un viernes demorado.

 

PARA LLEGAR A LA CASA DE KAFKA

Salgamos de aquella Sinagoga, la pertinaz
y neblinosa Sinagoga de la Praga Vieja.
A la derecha está el verano en una calle,
cubierto de adoquines. Tomemos el rumbo
del Ayuntamiento, hacia aquel Judío
que se niega a dar su óbolo a la Muerte.
En el ángulo que hacen dos azares
hallaremos la casa donde Hermann Kafka,
moviendo la cabeza, cerrando los ojos,
desaprueba que el hijo taciturno se escabulla
del reloj de la despensa y busque
los inviernos cotidianos en que yace
el hombre. Kafka hijo no puede distraer
ni un minuto en abrir la puerta.
Está enfermo, gravemente enfermo:
padece de vigilia, de extrema lucidez.
Quiere parecer tranquilo. No recibe.

 

PARA LLEGAR A LA TUMBA DE KAFKA

Hay que entrar al cementerio judío de Praga,
no al viejo, donde manadas de tumbas se han helado
sobre espinazos de tumbas aún más frías,
sino al que llaman Nuevo y que es un bosque
inventado por una primavera oscura
que muerde los troncos y el ramaje y los obliga
a convocar la paz del verde silencioso.
Cálese la cofia de negro tafetán
que el celador hebreo le propicia,
que es de rigor cuidar las tradiciones,
y avance por el sendero abierto entre la tapia
y la fila primera de túmulos y encinas.
Ábrase paso por sus propios sentimientos, rompa
la tupida maraña de sus cavilaciones
a la vista de esas losas que murmuran
y de tanta hierba presurosa que eligió el olvido
para su lozanía, camine, camine, camine y lea
los nombres derramados en el bosque
y que apenas se pronuncian. Despójese
de esa emoción sólo admisible
si Franz Kafka esperara su visita
como un enfermo grave. Sepa usted que en este mundo
toda tumba está vacía.

 

LEYENDO A LEZAMA JUNTO AL GUADALQUIVIR

Las moradas aguas del Guadalquivir
trizan luces vecinas y remotas penumbras
mientras anochecen junto a los muros
de la calle Betis. Un bar derrama sin pudor
los excesos de un cantar por sevillanas,
y no sé cómo hacer cuando me piden,
en el centro de este súbito paisaje,
unos amigos andaluces que les lea
Noche insular: jardines invisibles.
(Pero no son las noches de España –bromeo-
ni los jardines mudéjares de Falla.)
El poema está conmigo, y los dos
frente al Puente de Triana nos callamos.
En el aire brilla la espiral de oro
donde cada noche se quema la Giralda.
No sé cómo ha de sonar aquí tu orquesta
de extraños y oscuros instrumentos,
a qué sabrá el agua de ese cántaro lejano,
qué insólito giro trazará tu alegoría
ni qué dirá tu código, Lezama, a estos oídos
que nunca han escuchado la noche de la isla.
Los amigos insisten en que lea tu poema:
quieren verlo derretido por mi voz,
ver qué pasa, qué sienten, qué descubren,
qué pez emplumado los devora, qué polen tropical
o ceniza de galeón quemado paladean
mientras tus metáforas irrumpen en Sevilla.
Decido leerlo igual que si lo hiciera
frente al cristal del Golfo y su memoria
y desde el barro que te dio sus alimentos.
Al fin álzase en el coro la voz reclamada,
y no es extraña: suya es la fuerza
de la hoja que al verdear crea al verano.

(Sevilla, 1987)

 

EL IMAGINERO DE CÁDIZ

A Nadia y Fernando Quiñones

El imaginero de Cádiz tiene su covacha
en una calle que huele a marisco y hortaliza.
A la puerta del taller, un perro enorme y triste
anuncia que allá adentro, en la penumbra
y el polvo de aquel agujero con olor a engrudo
y serrín, a masilla y esmalte, a humo, a trapo,
hay alguien: un viejo huesudo y sonriente
que apenas cabe entre sus herramientas
y asoma el rostro equino entre vírgenes
tullidas, ángeles sin alas y sin ojos,
pies de Cristo carcomidos, mantos desgarrados,
nimbos de cobre mancillados de verdín...
El perrazo sandio que nos mira, que nos huele
agónicamente y gruñe al mundo con desgana,
anuncia que allá adentro está su amo: alguien
que por unas monedas más o menos -que a lo sumo
darán para tabaco y vino- hace que a los altares
y hornacinas regresen los ausentes,
que de nuevo sangre el flaco costado del Señor,
que vuele un ángel, que lloren las Marías,
que por algún tiempo más amenacen como fuego
las espadas de los arcángeles en las tinieblas.

(Cádiz-Madrid, 1987)

[Señales de vida (1968-1998)]
[De Vivir es eso (1968)] [De Mientras traza su curva el pez de fuego (1984)] [De El carro de los mortales (1988) ]
[De Memorias para el invierno (1995)] [De Paso a nivel (inédito, 1998)]


 

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