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Cornelio González
EL HIJO DE TALAGANTE
Por Héctor Velis-Meza
Cornelio González representa lo que se puede conseguir con espí-
ritu ético, sencillez, sentido común, humildad, inteligencia, talen-
to, disciplina, responsabilidad y… la ayuda inestimable del Estado
que, en la década de 1980, renunció a la gratuidad de la educación
universitaria.
Cornelio vivió su infancia y juventud en Talagante, una localidad
ubicada a 38 kilómetros de Santiago, cuando esta distancia, a ve-
ces, se recorría en más de una hora por el Camino a Melipilla y
no por la Autopista del Sol, como ahora. Parece que a Cornelio, la
capital no le gustaba, porque cuando se casó con Katia Quintana
se fue a vivir a Peñaflor y solo en la última etapa de su corta y fruc-
tuosa vida se trasladó a la metrópoli del ruido y la contaminación.
Cornelio siempre se sintió orgulloso de su familia y de sus orígenes
humildes y sacrificados. Nunca se quejó de las estrecheces econó-
micas y de la ausencia de comodidades, porque en su vida siempre
privilegió lo espiritual por sobre lo material y el conocimiento por
encima de la futilidad del hedonismo. Cuando salió del liceo en
1969 hizo lo que todos los muchachos talentosos de su época ha-
cían: postular a la universidad sabiendo que si eran aceptados en la
carrera de su preferencia iban a estudiar sin necesidad de hipotecar
su futuro en una institución financiera.
La vida es muy curiosa y la mayoría de las veces, inexplicable. Cor-
nelio ingresó a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
en 1970 sin tener una vocación muy definida. Del curso era uno de
los menores, junto a Verónica Vergara, Sergio Mardones y Gino
Marini. Rápidamente destacó por su inteligencia y no le costó mu-
cho convertirse en uno de los mejores alumnos. También llamaba
la atención por su honestidad intelectual, una sensatez más propia
de un adulto que de un adolescente y un trato particularmente cá-
lido y gentil. No se le escuchaban malas palabras, nunca descalifi-
caba y trataba de pasar inadvertido, pero no lo conseguía precisa-
mente porque sus virtudes lo hacían sobresalir.
Sergio Mardones lo recuerda por
“su sencillez y su capacidad de
asombro, su ausencia de vanidad y de envidia. Tal vez por eso era
tan querido y respetado por todos sus compañeros, independiente
de la postura política que tuviesen, en esos años de polarización”.